Jens Petersen, Zurich (CH)

Nacido en 1976 en Pinneberg; vive en Zurich. Estudios de Medicina en Munich, Lima, Nueva York y Buenos Aires. En la actualidad cursa la especialidad de Neurología en la Clínica Universitaria de Zurich.

Descarga del texto:
Formato Word (*.doc)
Formato PDF (*.pdf)

 

Información sobre la autorr
Vídeo retrato

 

TDDL_2009_banner_beige_0: descriptionTDDL_2009_banner_beige_0: description    

 

Hasta que la muerte

Novela (fragmento)

 

Alex sostiene en alto el espejo de mano y ve su imagen caricaturesca, se raspa los dientes con un palillo hecho de madera de haya, se humedece el rostro y se afeita con la última hojilla que quedaba en el rígido saco de yute. Mira al espejo y limpia la sangre, finalmente se incorpora, tose y escucha las sacudidas de los hilos de moco en sus bronquios. El aire huele a invierno. Apoya las manos en la palpitante zona lumbar, observa las torres de la central térmica en la otra orilla, la basura en el cañaveral: ramas flacas, cascotes cubiertos de nieve, un cadáver de pez congelado.

Del otro lado, a la sombra de los pilares del puente, está la caravana. Los otros campistas se fueron hace tiempo, volverán en primavera, o nunca, pues muchos ya han envejecido. Sus labios tiemblan. Dos horas para el mediodía, piensa. Ha limpiado con la pala el estrecho sendero, ha extinguido el fuego del tonel, ha podado otra vez el arbusto ralo y por último ha llenado una botella de agua con la vieja gasolina del grupo electrógeno. En el cielo pasan algunas nubes. Un perro está acostado en el camino de la orilla.

Por la noche soñó con Nana. Ella llevaba su mortaja. Su cuerpo era diminuto y escuálido, con manos como rastrillos oxidados, cruzadas y atadas sobre el pecho seco. Yacía expuesta en una habitación con fría luz eléctrica. Cuando despertó, Alex sintió que la cabeza le zumbaba, como si tuviera fiebre, y dio vueltas entre las mantas hediondas. Palpó a su lado buscando el cuerpo de Nana, acomodó el saco de dormir, tomó su mano y la acarició.

–Nana –susurró.

Ahora está de cuclillas sobre un bloque errático en la orilla, entrecierra los ojos y medita en medio del helado amanecer. Están solos; los primeros caminantes llegarán más tarde, únicamente el perro desgreñado vagabundea por la espesura del cañaveral, orina contra el mojón y se va cojeando en dirección al bosque, bien agachado, con el rabo entre las piernas, una herida negra en el trasero.

Alex enciende el hornillo de gas, agrega café al agua turbia, revuelve y deja caer del organizador unas pastillas sobre la mesa: dos grandes y amarillas, que saben amargo, y una blanca con cubierta de azúcar y la inscripción de un laboratorio en bancarrota. Nana se ovilla en el colchón y escucha con la boca abierta un concierto sinfónico por la radio. Alex puede ver cómo pestañea, dos veces.

–¿Te parece? –dice él.

Otro pestañeo.

–Está bien –dice Alex–. Un momento.

Se inclina y toma del refrigerador una de las jeringas desechables. Desde hace unos días siente un profundo malestar: Alex nunca había tenido semejantes convulsiones, nunca su cabeza había estado tan vacía y, sin embargo, tan pesada, tan llena de punzadas, tirones, y ese rumor. A veces cree oír voces. En ese caso, todo habría acabado. Si el oyera voces, no avanzaría un paso más, pero sólo es una especie de murmullo, y la mayoría de las veces se pierde en la nada.

Coloca la aguja en el tubo y la hunde hasta el fondo en la botellita con morfina. La sustancia es demasiado débil para causarle daño a Nana; ni siquiera le quita el dolor. Alex vacila, recorre el breve trecho desde el horno hasta la cama, oye el ruido de sus pasos sobre el laminado. A veces se ve a sí mismo tratando torpemente de abrir una tapa o recogiendo con esfuerzo las pastillas esparcidas por el piso. O se ve cantando, leyendo algo en voz alta o sosteniendo la mano de Nana; ve cómo la ayuda y habla con ella, casi como si intentara soldar con su saliva algo que ha estallado en millones y millones de duros pedazos.

Nana se ovilla en el colchón y mira fijo la pared desnuda. Golpea con el índice el armazón de la vieja cama, un metrónomo hecho de venas y nervios, revestido de piel.

–Toma, aquí hay café.

Un débil pestañeo.

–Le pondré azúcar.

Se sienta en el borde del colchón y la observa, le limpia la boca con una punta de la manta y le pone una tras otra las pastillas en la boca. Se inclina un poco hacia adelante y besa sus agotados párpados. Ella parpadea y chasquea con la lengua; él acerca la taza sucia a los labios de Nana y ve cómo el café se desliza por la barbilla y deja en la manta manchas sutilmente ramificadas. La música sigue; Mendelssohn-Bartholdy, piensa Alex. Antes no le gustaba Mendelssohn. Hoy está contento de que Mendelssohn llene ese vacío.

–Afuera está el perro de nuevo.

Un parpadeo.

–No creo –dice él– que tenga dueño. Creo que el perro está solo.

Un parpadeo triple.

–Está bien –dice Alex–. Si vuelve, lo hacemos entrar.

Aún está sobre la mesa la bandeja preparada para el cumpleaños de Nana: pan blanco con pescado ahumado y algunas hojas de lechuga. Alex no quiere comer más. Nana no puede. Para el perro, piensa Alex; si es que no se olvida de poner la bandeja afuera antes de irse. Ve una mancha en la pared y la repasa con su manga. Acomoda las tazas en el armario, se suena la nariz y toma de la mesa el bollo de papel de envoltura. Le ha regalado un anillo, igual que en los cumpleaños anteriores. Nana lleva trece anillos al cuello enhebrados en un piolín: sus dedos están hinchados e inflamados. Alex tocó la guitarra, encendió una vela, se sentó ante el tablero de ajedrez y comentó cada movimiento; Nana lo observó con la boca abierta. Más tarde él le leyó de su diario y le masajeó con un guante de abrigo los hombros y la espalda.

De pronto, silencio. Las baterías de la radio se han agotado. Alex busca por todas partes, siente un leve pánico. Busca en las gavetas, bajo la cama, hasta en la basura. Finalmente, quita las baterías del cubo de plástico amarillo, las agita y así gana un par de minutos. Una tercera, una quinta: el motivo pasa volando por su oreja y lo atraviesa completamente.

Luego están afuera, primero detrás del vehículo, donde Alex sostiene a Ana mientras ella se pone de cuclillas y exhala aliento condensado. Mientras esperan pasan frío. Alex se inclina, mira el hueco en la tierra, y con la punta del pie echa nieve sobre él. El rostro de Nana, desencajado por el dolor, su trasero descarnado, los largos dedos morados por el frío… Él debería haber ido al pueblo y haber comprado Parafinol en la farmacia; había tenido la cabeza llena con otras cosas.

En un pedazo de papel Alex anotó:

1. Buscar la ropa, lavar.

Eso lo había hecho el día anterior. Había ido hasta el río y fregado con un cepillo de raíces el viejo vestido de Nana. El grupo electrógeno estaba aún suficientemente caliente para secar la tela; ahora él tiene puesta su camisa de fiesta. Ella llevará la chaqueta tejida que habían encontrado junto al mar en su último viaje.

2. Limpiar los zapatos.

Esto también lo ha hecho. Las botas marrones de Nana, agrietadas, estropeadas, el cuero desteñido.

3. Asegurar las ventanas con clavos.

¿Para qué?, piensa ahora. Lo que reunieran sería robado o por lo menos revuelto por las personas que pasan sus noches a orillas del río y asan carne a la parrilla y se emborrachan. Como si un par de paneles de madera aglomerada pudieran detener a cualquier de ésos… al menos metió su reloj en un sobre y se lo regaló al gasolinero de la ruta que va a Engsiek.

La lleva cargando hasta la casa, la sienta en el taburete y comienza a quitarle el sostén, luego la chaqueta tejida y la falda de lana. Las rodillas de Nana crujen. Su piel huele a grava y tierra húmeda. El aroma le resulta tan familiar que lo extraña –lo extraña corporalmente– cuando está fuera, haciendo compras o, en verano, pescando. Alex se levanta, se disculpa por un rasguño que produjo una uña suya en la piel de Nana, y la besa en los labios. Finalmente, le pone las gafas cuidadosamente sobre la nariz.

–¿Cómo estás?

Un parpadeo.

–¿Nos vamos?

Afuera revisa los neumáticos y llena el radiador con agua usada para la limpieza. Se inclina sobre el metal frío, limpia el parabrisas, engrasa los burletes de goma y unta el techo corredizo con unas gotas de cera para pisos. Luego se inclina sobre el capó y comienza a pulirlo para extraer de la pintura envejecida las huellas de los años pasados. Un azor. Una piedra que cae desde el cielo sobre la ruta que va al bosque. Se muerde los labios, friega, y no piensa en nada. El sol aparece entre las nubes, por primera vez desde que empezó el año. Mira en dirección a la caravana, en cuya gastada cáscara metálica los rayos dibujan una mancha de luz.

Viajan por la autopista. La luminosidad los enceguece; una blancura que se desliza, sólo aquí y allá asoman como pústulas pedazos de tierra congelada entre la nieve. Postes de electricidad en el horizonte, caídos en una rigidez mortal. Detrás de las colinas, al norte del canal, comienza el bosque. De pronto, una lluvia fina, como antes, como cuando se encontraron; enciende las luces intermitentes, aprieta el freno y gira.

Ha pensado en conducir hasta no poder más, quizás hasta el estrecho de Öresund, y chocar el auto contra uno de los pilares del puente. Ha considerado darle ese veneno, Fenobarbital, en alguna casa oscura de Zurich. Hacer que lo beba, mientras delante de ella hay un extraño con expresión rígida. Antes le pide que firme un papel en el que confirma que ella lo quiere así. Luego vio las fotos: cómo las personas revuelven los ojos, cómo se convulsionan sus miembros en la dura y última batalla. Todos esos segundos en los que uno sabe que está muerto y, sin embargo, vive, un tiempo durante el que quizás uno piensa, tal vez se arrepiente y oye en la cabeza el eco de sus latidos.

Viajan hacia el este, en dirección al lago. Antes de Engsiek está el bosque. En la B76, en los campos, está el viejo molino.

–Detengámonos –dice Alex.

Y estaciona en el arcén. Baja la ventanilla, toma el abrigo de Nana y la gira un poco en el asiento, para que pueda mirar fuera. Sus gafas están sucias y pegajosas. Se las quita, las limpia con un pañuelo de papel y finalmente las acomoda sobra su nariz. Nana entrecierra los ojos, y asiente con la cabeza, o por lo menos él lo cree así.

El molino aún está en pie, pero la parte delantera del restaurante se ha desmoronado como un hojaldre lleno de aire. El revoque se ha desprendido, la puerta cuelga torcida de los goznes, y en la pared, junto a una ventana, los jóvenes del pueblo han pintarrajeado sus sentencias, alabanzas de Hitler y demás tonterías igual que antes, cuando los padres de Alex se encontraron aquí por primera vez. También había sido en invierno, los campos estaban pelados y abandonados, la rueda del molino había sido robada por saqueadores, en el lecho del río seco un lobo muerto de hambre. Habían pasado las noches sobre el piso de madera junto a la piedra del molino, bajo una piel de animal, que había venido desde Kiev junto con el ataúd de su abuelo.

–¿Seguimos viaje?

Un parpadeo.

Enciende las luces intermitentes y conduce.

Se detienen en un semáforo, luego en una gasolinera, donde él baja y compra una tableta de chocolate. Rompe un pedazo, abre cuidadosamente la boca de Nana y le pone el chocolate sobre la lengua.

–¿Qué te parece?

Nana no dice nada, pero Alex ve en su mirada que le gusta.

–¿Recuerdas cuando cocinaste en el molino?

Col lombarda rehogada. Ternera hervida. Tortas fritas de patatas con bayas silvestres. Peras glaseadas. Pechuga de pato a la naranja. Trucha del Westensee, que ella, cuando aún podía, abría por la mitad con un cuchillo para extraer las tripas. Ella las juntaba y las usaba para hacer sopa. Alex siempre había sentido asco en secreto, prefería irse de la cocina y ordenar las cajas, barrer el patio o limpiar las copas sin brillo. Pero nunca había soportado estar solo; cada vez había vuelto a la cocina con la cabeza gacha, se había sentado en el taburete y observado trabajar a Nana. Sus manos, manchadas y tersas, las uñas, que ella había cortado, limado y hasta en ocasiones pintado. El delantal. El escote. Sus pies en las sandalias blancas. Esa mujer de rostro fino, apestando a pescado; los dedos, brillantes. Alguna que otra vez Alex había subido de pronto a la mesa, había tomado sus hombros y la había besado en la boca; una vez incluso hicieron el amor entre los peces muertos.

Vuelve a detenerse en el arcén, respira profundo dos veces y le pone en la boca a Nana otro pedazo de chocolate con café. Ve cómo tiembla su mano. Saliva corre por sus labios. Atrapa la saliva con sus dedos y los seca en el pantalón.

Nunca pudieron olvidar su época del molino, el trabajo cotidiano y las tardes que pasaban juntos. Más tarde visitaron el lugar cada domingo. Nana ya estaba débil, pero el peldaño del salón comedor no era tan alto y Nana pesaba apenas cuarenta kilos. Alex la levantaba del asiento, la cargaba como a una novia a través del umbral y la sentaba en una silla. El siguiente propietario había vendido a su vez el molino; el nuevo les servía salchichas y Coca Cola. La mayoría de las veces estaban solos en el comedor; sólo de vez en cuando, durante las vacaciones, aparecía alguna familia joven. Siempre llevaban los binoculares del abuelo de Alex, observaban a los corzos que al atardecer se alimentaban de arbustos en el linde del bosque.

“Sabe bien”, había dicho Nana una vez, y luego mordido la salchicha. “Este tipo sí que sabe cocinar”.

Ella nunca había querido una silla de ruedas. Muletas sí, pero una silla de ruedas no. Un día de invierno, cuando Nana ya no podía caminar, Alex se había resbalado en la entrada al molino; se había caído hacia atrás y golpeado el trasero contra el adoquinado de piedra. Nana había quedo yaciendo sobre su vientre y lo había mirado a través de sus gafas con expresión de terror. Esperó a que él se levantara. Luego rió fuerte. Lágrimas le corrieron por las mejillas, remó con los brazos como un pingüino, y rió, y Alex rió también e intentó alzarla del suelo frío. El cocinero, un muchacho flaco de barba en punta, los vio por la ventana y vino corriendo desde la cocina; entretanto, las lágrimas en el mentón de Nana se habían congelado.

Alex dobla en el camino forestal y aminora la velocidad. Sus pies están dormidos. Las manos, todo el cuerpo está insensible; no oye nada y sólo ve el camino ante ellos, la nieve brillante y cenagosa. Es como si hubiera perdido para siempre el don de los seres humanos, el de entrar en contacto con el mundo. El claro, iluminado por el sol. De pronto, una sombra en la ventana, un explorador, gordo, con una gorra con visera y un bastón de paseo. Saluda a Alex. Alex queda desconcertado unos instantes, luego devuelve el saludo. Otros dos exploradores están sentados, cubiertos por mantas al borde del claro, sobre una lona; hablan por teléfono; han armado su tienda en la espesura.

Alex se detiene y baja. Están por todas partes; hasta hay uno de ellos subido a un árbol y observa los prados con un catalejo.

–Buen día –dice el gordo de la gorra.

–Buen día –dice Alex.

El muchacho mira dentro del auto y saluda con la cabeza a Nana.

–¿Está perdido?

–No –dice Alex–. Venimos a menudo aquí.

–Nosotros también –dice el gordo.

–Pues entonces… –dice Alex.

–¿Qué quiere? –dice el gordo.

–Nada –dice Alex.

–¿Necesita ayuda?

–No, gracias –dice Alex–. Muchas gracias.

–¿Qué hay con la mujer¿ ¿Es su esposa?

–Está muy enferma.

–Ah, perdone –dice el gordito.

–Está bien –dice Alex.

Conoce al joven; es el hijo de un tipo raro, un viejo que alguna vez fue amigo de su padre. Probablemente el joven ya no se acuerda de él, pues han pasado años desde que se vieron. A Alex le vienen imágenes de una fiesta, con una rueda gigante, algodones de azúcar y números circenses, un puesto con bocadillos de “pescado fresco, del río del molino”, en una época en que el molino todavía pertenecía a su madre. Su madre, que primero había vendido el pescado con esmero, vestida con el traje tradicional, y años más tarde, doblada, en la mano un cigarro, el pelo desgreñado, los ojos ya a la mañana rojos por el alcohol.

“¿Por qué no se muere como los otros?”, había gritado su madre. “Ponla en un asilo, así podrás ocuparte del molino. ¡Vivir para ella, para una inválida! ¡Te necesitamos!”

Ella había llorado y tomado por los hombros a Alex.

El padre, a un costado, estaba sentado con la vista clavada en el piso.

“Te daremos algo”, dijo él, “para que pueda ir al Rebberg. No es un lugar miserable. ¡No puedes arruinar nuestro futuro!”

Alex pone marcha atrás y mueve el auto. El gordo está de pie, firme al borde del camino, y hace un saludo. Por un momento Alex piensa en volver a la caravana; siente que un sudor frío baja por su espalda.

–¿Qué pasa? –pregunta–. ¿Qué piensas? ¿Qué hacemos ahora?

Gira el espejo retrovisor y ve en él el rostro de Nana, inexpresivo, apuntando hacia la carretera. Viajan un rato. Luego vuelve a detener el auto, esta vez en medio del campo. A lo lejos, un terraplén de ferrocarril. Espera casi cinco minutos; no pasa ni un auto. Cierra los ojos, escucha la respiración silbante de Nana, el crescendo y el decrescendo. Abre un poco el techo corredizo, intenta colocarle a Ana un pedazo de chocolate en la lengua, pero su mano tiembla; deja caer la tableta.

–Di algo –dice Alex–, por favor.

Nana tiene la vista fija hacia abajo.

Él desabrocha los cinturones de seguridad, primero el de ella, luego el suyo; después le quita el chal y apoya la cabeza en la tibia hondonada entre los pechos y el mentón de Nana. La escucha respirar, durante minutos. Quiere estar para siempre allí, en ese día, que es lluvioso y a la vez soleado, quiere estar siempre sobre su pecho angosto, sostenerla y escuchar cómo respira, y pensar lo que ella piensa.

Después baja del vehículo, va hasta el maletero, saca la caja y pone la pistola fría en el bolsillo de su chaqueta. Se sienta dentro del auto y abre el techo corredizo por completo. Acaricia las mejillas de Nana, le pone el chal sobre el rostro, sostiene la punta de la pistola contra la nuca de Nana y dispara.

Una vez que hayas disparado, esperarás treinta segundos. Te obligarás a mirar. Será un problema mirarla. Pero mirarás, y en caso de que ella todavía respire y se mueva, dispararás otra vez. Has leído sobre las señales de la muerte: algunas se presentan sólo una hora después. No tendrás tanto tiempo. Le tomarás el pulso, y si sus ojos están abiertos, los cerrarás. Te apretarás contra su cuerpo el tiempo necesario hasta que esté tibio. Luego colocarás el caño contra el hueco debajo de tu mentón. La mano libre la pondrás sobre su mano. Quizás mirarás al cielo.

Alex tiene la mirada fija en la ventanilla. Algo se desliza por el terraplén. Primero ve aparecer el rojo, luego, se forma en su mente la palabra TREN. Se voltea hacia Nina, le arranca el chal de la cabeza, y la empuja, exclama su nombre, pero donde antes estaba su rostro, Alex sólo ve un amasijo de cabello húmedo y sangre coagulada. Grita; la abraza con fuerza, llora y grita, y golpea con las rodillas y los puños el cuadro de mandos. La pistola ha caído; Alex se agacha pero no logra alcanzarla. Un vacío le oprime los órganos del pecho; grita su nombre, se agacha, abre de un golpe la puerta, se arrodilla en la tierra congelada y revisa el interior del auto en busca de la pistola. Se muerde y se lastima la boca. Por fin palpa el mango de la pistola.

Se levanta, se aleja del auto, se queda inmóvil por un momento. No sabe dónde está, qué día es, ni cómo se llama. Intenta al menos recordar su nombre, alguna cosa que lo conecte con el mundo, con sí mismo.

De pronto le viene a la mente la frase: Luego colocarás el caño contra el hueco debajo de tu mentón.

Coloca el caño debajo del mentón.

Primero iré hasta al coche, piensa.

Regresa al vehículo, abre la portezuela y, trabajosamente, se arrastra dentro. Lo que reconoce de Nana se ha vuelto pálido, casi transparente. Le da un suave empellón; la mano de Nana cae desde el regazo al freno de mano, un golpe sordo. Le parece que ella respira. Contiene el aliento, pasea su mirada por su pecho y la clava en un punto fijo.

Quizás respira.

Debe buscar ayuda. Ve el interior del cráneo, en el que la sangre coagulada ha formado una masa grumosa de color negro. Respira profundo y coloca la punta de la pistola entre las cejas, en la sien, finalmente se la mete en la boca. ¿Dónde está el corazón? En el centro, piensa, y coloca el caño contra el pecho. Debes apuntar exactamente al centro. Alex se queda ahí, sentado, presa del pánico. Mira fijamente el terraplén, el campo, cuya blancura salpicada de marrón se ha transformado en una confusión de colores explosivos. Llora y grita. Luego enmudece. Cuenta en silencio. Escucha, oye los latidos de su corazón y deja caer la pistola, desciende del vehículo, se detiene y luego echa a caminar. Camina un rato. No piensa en nada. Ya no puede pensar en nada. Marcha en dirección al terraplén.

 

Traducido por Nicolás Gelormini

TDDL_2009_banner_beige_0: descriptionTDDL_2009_banner_beige_0: description

TDDL_2009_banner_beige_0: descriptionTDDL_2009_banner_beige_0: description