"Sobre la norma, la desviación y..."

Urs Widmer, orador de Klagenfurt con ocasión del Premio Bachmann 2011, hablará "Sobre la norma, la desviación y las partes terminadas" en la noche de apertura de las Jornadas de literatura en lengua alemana. 

Urs Widmer es lector editorial de Walter Verlag, Olten y Suhrkamp Verlag, en Frankfurt. En Frankfurt permaneció diecisiete años, pero en Suhrkamp Verlag sólo hasta 1968.

 

Urs WidmerUrs Widmer

 

Fundación de la editorial "Verlag der Autoren"

Junto con otros lectores, creó la editorial "Verlag der Autoren". Poco después de la fundación de la editorial, él mismo, con su primera obra, se convirtió en autor, en un autor que no se siente satisfecho "si la literatura sólo representa una situación existente. También tiene que tener cualidades utópicas. Uno debe recordar que el mundo fue bello alguna vez".

Última publicación: Herr Adamson. Diogenes 2010. Numerosos premios y distinciones, entre ellos el Premio Friedrich Hölderlin 2007.

LINK: DIOGENES

 

35.a edición de las Jornadas de Literatura en Lengua Alemana

 Urs Widmer

Discurso de Klagenfurt sobre literatura

Acerca de la norma, la desviación y los componentes prefabricados

 

Señoras y señores,

hace tiempo, cuando yo mismo me involucré en las disputas literarias y quise conquistar algún lugar en el gran mundo de las letras, tenía una posición algo escéptica respecto a los premios literarios, tal como lo son las Jornadas de la Literatura en Lengua Alemana. Por supuesto, temía las humillaciones que inevitablemente trae consigo un certamen de tales características, y pensaba que en el caso de la literatura es imposible construir un ranking. Algo parecido sigo pensando hoy. Sin embargo, con el tiempo he aprendido a mirar con serena benevolencia las competencias en las que, así y todo, resulta elegido un primero o una primera. A pesar de todo. La literatura no funciona según el sistema del knock-out, que al final consagra a un vencedor. La pregunta no es “¿Goethe o Kleist o Büchner?” Mejor dicho, la respuesta a esta pregunta es: Goethe y Kleist y Büchner.

Por supuesto, nosotros seguimos utilizando las categorías de “bueno” y malo”. Por supuesto, establecemos diferencias, y las hay. En el caso de muchos textos enseguida nos ponemos de acuerdo en que son malísimos, aunque el ejemplo de Eurípides debería servirnos de advertencia. Su Medea, una obra maestra de la literatura universal, fue tan abucheada en el estreno que su autor, para no recibir una paliza, debió buscar refugio detrás del templo de Apolo. En cuanto a mi ranking personal y mis categorías de “bueno” y “malo” para uso doméstico, no he ido más allá de la formulación proverbial, acuñada por Chéjov, o por Voltaire o por mi editor –o por los tres–: un buen libro es aquel que leo con gusto, y uno malo es aquel que me aburre.

Por supuesto, eso ni siquiera alcanza para el uso doméstico. Hay diferencias, y aun cuando no podamos fundamentar con precisión por qué Kafka escribe mejor que… bueno, digamos en aras de la simplicidad, mejor que cada uno de los que estamos aquí, aun así estaremos más o menos de acuerdo en que esto es cierto. Yo resuelvo el problema del siguiente modo. La regla uno (“Los libros buenos son los que leo con gusto”) conserva su validez, pero es apoyada o contrarrestada (según el caso) por una segunda consideración.

Ningún hombre que escriba escribe espontáneamente como escribe. Y esto es vale también para las mujeres. La escritura, la escritura concienzuda, existencial, se da en campos en los que hay dolor, y esa escritura se vuelve algo necesario e inevitable.

En esos campos es donde libramos la batalla por nuestras palabras, porque peleamos con nuestras resistencias y represiones, y justamente por eso no escribimos espontáneamente. La presión es demasiada. En el mejor de los casos somos algo como un medio. Por supuesto, no hay que mitificar ese estado –el poeta en trance; el texto, un regalo también para él inesperado–, pues, como todo en el universo, nunca se da de un modo puro. El resto es trabajo: cuidado, precisión, la serena capacidad de volver a tirar a la basura páginas enteras, y el talento para decidir cuándo el texto es lo que debía ser. Una sensación de evidencia determina si un texto propio está “listo”, es “bueno”. No hay criterio más confiable.

Los textos están hechos de lenguaje. El lenguaje no es nuestra creación, jamás lo es, no puede serlo porque el lenguaje es precisamente lo común, de lo que también los otros disponen y que nos comunica con los otros. Un “lenguaje propio”, ese ideal hueco al que todos aspiramos y que los críticos añoran cuando nos prestan atención, no existe, o mejor –un fenómeno de ironía extrema–, sólo se da cuando al escribir somos conscientes de que no puede existir lo propio o sólo puede existir como resto o exceso o error productivo.  Cuando no aspiramos a un lenguaje propio, tenemos la posibilidad de alcanzarlo.  (Cuando empezamos a escribir “bellamente” o “bien”, estamos perdidos.) Pues es posible,  lo sabemos, leer un texto desconocido y decir que tiene que ser de Thomas Berhnard, Gert Jonke o Klaus Hoffer. Nuestras desviaciones de la norma lingüística nos caracterizan.

La desviación que define a un texto literario en cuanto tal surge por la presión que alguien, o “eso” (la vida), ejerce sobre nosotros y a la que, escribiendo, oponemos una fuerza contraria, de la cual a la vez surge lo deforme, lo que se desvía de la norma y que, si la aventura termina bien, cautivará a nuestros lectores. “El brillo esplendoroso de una obra maestra”, así dijo Walter Muschg, “es un dolor que ya no duele”. Una obra acabada no debe portar ninguna huella del sufrimiento.

El lenguaje es una gran caja de juego de constructor, llena de componentes prefabricados y de la cual podemos servirnos con mayor o menor habilidad. Lo hacemos en la vida cotidiana con una naturalidad rutinaria, y también cuando escribimos. ¿Cómo podría ser de otra manera? Pero no todos tenemos la misma relación con esos componentes prefabricados de la lengua. Algunos los consideran insuficientes, otros –muchos, la mayoría tal vez– están satisfechos de ordenar lo viejo y conocido de manera que al menos durante la lectura parezca nuevo. Esto vale también para los contenidos. Aquellos para los que alcanzan los componentes de la lengua tal como son usados por cualquiera, ensamblan sus contenidos a partir de elementos prefabricados, viejos y conocidos. Y nosotros los leemos con mucho placer, porque son familiares. Eso se llama mainstream, y el mainstream no es nada reprobable. Sólo que no sacude a la literatura, y tampoco a nosotros.

Este es, pues, el segundo criterio con el que intento distinguir buena y mala literatura. La mala literatura está montada exclusivamente a partir de lo ya familiar. A partir del denominador común del lenguaje, y sólo a partir de él. Lenguaje: ya he oído cada frase. Contenido: the same procedure as last year. Los libros buenos no evitan a cualquier precio lo familiar, pero lo rozan mediante desviaciones. En el lenguaje y, consecuencia necesaria, en los contenidos (también vale, y quizás más, lo contrario).

Se lo mire por donde se lo mire, el lenguaje no es un sistema estático. Se transforma constantemente. Aquí muere una palabra y nadie la llora, allí alguien introduce un nuevo elemento en el sistema. Es fascinante, sobre todo para nosotros, pues somos los que reaccionamos con mayor sensibilidad a los permanentes cambios de nuestro material de trabajo.  Nosotros no sólo acogemos los cambios, colaboramos con ellos. Esto es así desde los tiempos primitivos, cuando alguien por primera vez dijo “león”, sin que nadie más estuviera ahí, y de ese modo inventó la comunicación en conceptos. Nunca ha habido un lenguaje normativo, obligatorio para todos y en todo tiempo, por más que los dictadores, los fundadores de religiones y el señor Duden quisieran que fuera así. Incluso aunque nos hemos alejado de él, el lenguaje del clasicismo alemán, el de Goethe más que el resto, es una especie de metro originario pero nunca fue obligatorio para todos o para alguien. Los contemporáneos de Goethe, por el contrario, consideraron que su lenguaje se alejaba de modo perturbador de lo que ellos consideraban la norma cotidiana. Preferían el lenguaje de Kotzebue o de Johann Timoteus Hermes, que se servían con virtuosismo de las cajas de constructores de su época.

Y está bien que así sea. Uno sabe hacer esto, el otro sabe hacer aquello. Sólo que no confundamos las cosas.  Y no finjamos. Mejor un bestséller honesto y hecho a partir de elementos prefabricados que un libro que simula ser alta literatura y consiste sólo en cosas  leídas, en cosas de otros. En cualquier caso, a todos nosotros nos gustaría escribir un bestséller, claro que sí. ¿Pero cómo? Si supiéramos cómo, no estaríamos aquí.

 

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