Andreas Schäfer, Berlin (D)

Nacido en 1969 en Hamburgo; reside en Berlín. Estudios de Filología Germánica, Arte y Religión en Frankfurt/Main, Kassel y Berlín.

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Tiempo fuera

 

–Lo idealizabas –había dicho Ruth envuelta en un halo de certeza–. Lo idealizas hasta hoy.

La niebla flotaba sobre la hierba, aquí y allá brillaban las curvas de la manguera de jardín. Las ramas del peral apenas se movían, la mesa de la galería tenía el mismo aspecto que ayer, platos, bandeja y vasos, empañados de rocío durante la noche.

Lothar se quitó de encima la manta y se levantó. En la cocina bebió un vaso de agua, se duchó abajo, en el baño de huéspedes, y se vistió. Antes de abandonar la casa, se volvió: una costumbre de sus días de piloto, la instantánea antes del quizá último viaje. Los cojines del sofá y de los sillones estaban caídos, la funda yacía en el piso, a través de la puerta corrediza abierta, el viento había arrojado sobre la alfombra algunas hojas. Ruth parecía seguir durmiendo, no se oía ningún ruido arriba.

 

Podría ir al aeropuerto. El reloj del tablero de mandos marcaba las 7:11, y a eso de las nueve salía un avión para Atenas… seguro que había alguna conexión, y con un poco de suerte, podría estar a la tarde, bajo el calor decreciente, subiendo un sendero en una de las islas orientales. De nuevo tenía en la nariz el olor a resina de los pinos, que lo había acompañado en sus caminatas, el encantador aroma del tomillo que se elevaba en ráfagas desde los arbustos. Al principio, después de pocos días, la curiosidad lo llevó a tomar el siguiente ferry, más tarde su ritmo cambió, recorrió de nuevo trayectos familiares para explorar el cambio de paisaje y de luz, más de una vez siguió el lecho seco de un río hasta una playa de canto rodado, porque no quería creer que la ausencia de personas no era algo casual. En lo alto de un acantilado vagó por pueblos cuyas casas restauradas se ocultaban detrás de muros de piedra, deseó vivir él mismo allí, podría ser el propietario de una fortificación que resistía a las tormentas y desde la cual por las tarde bajaría traqueteando en una camioneta hasta la localidad portuaria. Nunca podría hartarse de la quietud. Durante todo el tiempo que él había estado allí, la quietud había borrado su pasado.

Sin embargo, al pensar en el silencio de Ruth cuando él la llamara desde otro país, volvió a desechar el plan. Dejó atrás el desvío hacia el aeropuerto, pasó junto a los complejos de oficinas, el Nexxus House y el Blue Towers. Las frías y resplandecientes torres de Olivetti parecían flotar en el aire. Lothar apoyó con fuerza la cabeza contra el respaldo, estiró los brazos y por un momento cerró los ojos. Cuando los volvió a abrir, en la ancha franja de la carretera no se veía ningún auto.

 

Siempre había sentido lo impersonal de su actividad como un agradable accesorio de su vida de piloto, los procedimientos automatizados, los requisitos bien definidos que permitían prescindir de uno mismo y de los otros. Incontables veces había volado alrededor del mundo, pero pocas veces había sido obligado a acercarse a una persona más de lo que él quería. La distancia era parte de su trabajo tanto como el uniforme, y de que hubiera distancia se encargaba el rígido calendario de trabajo: incluso en los trayectos largos la tripulación de la cabina del piloto cambiaba a más tardar cada semana, y así le resultaba fácil mantener la distancia. Por supuesto había ido a bares o restaurantes con sus copilotos y el resto de la tripulación, y en las conversaciones había dejado caer historias de aviación e inocentes anécdotas familiares. Había participado de la euforia general cada vez que a dos, tres, o cinco mil metros de altura el difuso gris de las nubes se había desgarrado y la luz de sol había invadido la cabina; le había gustado el superficial sentimiento de pertenencia y el tono brusco y coloquial… pero sobre todo la ausencia de compromiso que se ocultaba detrás. Cada uno había sido siempre el observador del otro, un compañero igualmente ejercitado que a las órdenes invariablemente iguales reaccionaba invariablemente igual.

Por eso Lothar se sorprendió bastante cuando esa reserva profesional fue borrada por una ola de compasión, después que se hubo divulgado lo que había sucedido con su hijo. Colegas con los que nunca había volado lo llamaron para dar el pésame a la familia. El presidente del directorio le escribió personalmente una carta, y la asociación de pilotos envió una corona para el entierro. Le asombró que personas totalmente desconocidas expresaran su sentimiento. Y lo perturbó que la consternación de los otros fuera mayor que la suya propia… en cualquier caso, en los primeros tiempos cuando él fue obligado a mantener la compostura por los requisitos organizativos, las apariciones públicas y la desesperación de Ruth: en el entierro, durante el discurso del director de escuela antes del concierto conmemorativo, o cuando los visitaron los compañeros de Jakob del club de planeadores para entregarles a Ruth y a él un álbum de recuerdo. Fue Lothar quien hizo pasar a la sala al perplejo y silencioso grupito, fue él quien recibió el regalo y lo hojeó desde la primera hasta la última página. Jakob en el aire, o haciendo muecas detrás de la palanca de mando; Jakob alzando un vaso de cerveza, en una fiesta de verano. Se obligó a leer cada fórmula de despedida, cada torpe poema, después que Ruth, sollozando, dejara la habitación. También fue él quien durante esas semanas llevó a Merten a la escuela, levantó el auricular cuando sonaba el teléfono, abrió la puerta a los vecinos, dio las gracias por una olla de sopa o aceptó una bolsa de compras repleta y habló en nombre de la familia con voz apagada. Durante el día Ruth apenas si dejaba la cama, sólo a la caída del sol bajaba las escaleras alfombradas, se sentaba junto a él vestida de bata y Lothar enumeraba lo que había hecho en el curso de la jornada. Jakob ya no estaba, se había extinguido, era imposible hablar sobre él. En lugar de esto, informes sobre quién había ofrecido apoyo y qué había regalado la mujer de la tienda de comestibles. Lothar repetía las breves conversaciones con el nervioso y joven pastor, y Ruth –haciendo largas pausas– las volvía a decir para sí, con asombro en la voz, como si se sorprendiera de poder hablar, de que a una respiración aún le siguiera otra.

Después, de un día para otro, Ruth estuvo mejor. La preocupación por Merten le dio un sostén. Merten apenas comía, no quería ver a ninguno de sus amigos y le costaba mucho concentrarse en clase. Ella le ayudó con las tareas, se encontró con maestros, consultó a un psicopedagogo… entretanto, Lothar, liberado de su papel, pasó semanas en el sofá de la sala, sacudido una y otra vez por mudos ataques de llanto que comenzaban de modo tan repentino como terminaban, y dejaban en la garganta un seco dolor de ronquera. El consuelo lo daban los rituales a los que, venciendo su propia resistencia, pronto volvió a entregarse: las rutinarias tareas en el jardín, la preparación de las comidas, la concentración al cortar las verduras… y la perspectiva de finalmente poder volar de nuevo. Esperó hasta que Ruth comenzó a hacerse cargo de las compras, hasta que recibió a amigas con las que se sentaba en el sofá hablando en voz baja mientras él, con la puerta abierta, estaba en su estudio delante de la pantalla y hacía como si no las escuchara. Día tras día pospuso el tratamiento del tema, y al final fue ella quien lo abordó.

–¿No quieres volver a trabajar? –preguntó Ruth desde el dormitorio, cuando Lothar estaba en el baño ante el lavamanos. Por el espejo la veía en la cama, una almohada detrás de la espalda, las manos inmóviles sobre la manta.

 

Le solicitaron que fuera al cuarto piso del edificio contiguo para una entrevista. Se había preparado, sabía qué podían exigir de él y qué no. Sin embargo, su disgusto por el sencillo hecho de que esa conversación tuviera lugar endureció sus mandíbulas cuando se sentó en un ambiente climatizado frente un hombre obeso de unos cincuenta años, que, con voz seria, preguntó:

–¿Cómo se encuentra?

Lothar calló.

El hombre lo miró atentamente a través de sus gafas sin marco, profundas arrugas en la frente, los expectantes labios en trompa.

–Lamentablemente debo hacerle esa pregunta.

–Comprendo –dijo Lothar–. Estoy –dudó– mejor.

–¿Qué hace usted? ¿Cómo pasa sus días?

–Trabajo en el jardín. Hago paseos. Pero la mayoría del tiempo estoy sentado sin hacer nada.

–¿Puede dormir?

–Sí.

–¿Sin medicamentos?

–Sí.

–¿Y su esposa? ¿Cómo le va a su esposa? ¿Le gustaría volver a trabajar?

–Más adelante, tal vez. Ahora se ocupa de nuestro hijo. El otro. Merten aún está muy trastornado.

El hombre asintió.

–¿Tiene Merten, digo, tiene ayuda profesional?

–Sí, desde hace poco.

–¿Y usted? ¿Tiene a alguien con quien poder hablar? Fuera de la familia.

Lothar calló.

–En casos como éste existe la posibilidad de recibir atención. ¿Ayudaría eso tal vez?

–Quiero volar. Hacer mi trabajo. Eso ayudaría.

El hombre apoyó el pulgar y el índice contra un cenicero de vidrió, lo empujó de aquí para allá.

–Pero nadie tomaría a mal que usted se cambiara a la administración, y pudiera estar más tiempo con su familia.

Los dos hombres se observaron hasta que Lothar apartó la mirada. La estantería junto a la puerta era de la misma madera tropical que el escritorio. No pudo descubrir ninguna foto privada entre los clasificadores, los folletos y los libros especializados.

–¿Por qué no lo consulta con la almohada? O háblelo con su esposa.

–No lo preciso. No es necesario. Escuche, no soy un riesgo para la seguridad.

El hombre tomó una estilográfica e hizo chocar varias veces el clip contra el cuerpo. Luego giró sobre la silla hacia la ventana, miró el cielo gris sobre el Stadtwald, perdido en sus pensamientos, como si estuviera solo. No te pueden obligar, no te pueden obligar a nada, pensó Lothar casi alegre mientras fijaba la vista en una máscara africana colgada en la pared detrás del escritorio. Por un rato sólo se oyó el zumbido del aire acondicionado. Después el hombre volvió a dirigirse a Lothar, puso ambas manos sobre el escritorio y esbozó una sonrisa.

–Presente un certificado de aptitud.

Unas semanas más tarde Lothar volaba rumbo a El Cairo, con un copiloto experimentado que pronto empezaría el entrenamiento de capitán. Antes de inclinarse sobre el mapa de vuelo, el copiloto dijo:

–Me he enterado –apretó los labios–. Es bueno tenerlo de vuelta.

 

En todos esos momentos en los que sus compañeros de trabajo le expresaban su pésame –en el briefing con la tripulación, en la cabina o en el vestíbulo del hotel, antes que cada uno se retirara a su habitación–, nadie le mencionaba al asesino de su hijo. Un “gracias” farfullado a regañadientes, una mirada interrogante –o ni siquiera eso–, después todos pasaban, aliviados según parecía, al orden del día. Posiblemente en los trayectos en que estaba él se reía menos, posiblemente los acompañantes de vuelo reaccionaban a sus pedidos con mayor aplicación, posiblemente las manos permanecían sobre sus hombros unos instantes más que lo usual, pero dejando de lado esto, todo era como antes… salvo por una diferencia: delante de él ya no se hablaba de cuestiones familiares. Ese silencio lo protegía; y de hasta qué punto lo protegía se dio cuenta una tarde en Seúl. Estaban comiendo, eran tres, y cuando él regresó del baño, oyó que el copiloto le decía a la azafata:

–Si me pasara algo así, yo al tipo lo mato. Lo liquido y punto. No hay otro remedio.

Conteniendo el aliento, Lothar se detuvo detrás de una pared de bambú, a menos de dos metros de sus invisibles colegas. Tintineos, como si uno de ellos hubiera vuelto a poner la taza de té en el plato. Al instante siguiente Lothar se estaba recuperando en una acera ancha, como de avenida, poblada casi exclusivamente por jóvenes. Nubes de lluvia pasaban tan bajas sobre la ciudad que las últimas plantas de los edificios desaparecían en ellas. Lothar dio unos pasos, se volvió, permaneció inmóvil, y se dejó empujar por la multitud delante de comercios de electrónica y tiendas de cómics del tamaño de supermercados, delante de salas de juego de las que salían pitidos, explosiones y gritos ensordecedores, y aterrizó por fin en una taberna llena de humo, en la que hombres de negocios se apretujaban alrededor de mesas de madera. Bebió toda la tarde soju, un suave aguardiente de arroz, en la barra expuestas fotografías de alpinistas coreanos que –envueltos en chaquetas de plumón– posaban felices ante un escarpado paisaje de cumbres, mientras la risa histérica de los otros clientes rompía cada vez más fuerte contra su conciencia agradablemente vacía.

Lothar no salió más con compañeros de trabajo. Una vez que estaba en la habitación del hotel, pateaba los zapatos a un rincón, se quitaba el uniforme, cerraba las cortinas y echaba un vistazo al minibar. Se servía tónica, le agregaba abundante gin y bebía mientras hacía zapping. Cocodrilos, que flotaban en ríos salobre; mujeres vestidas con lujosas túnicas de seda que surcaban en largas canoas la lisa superficie de un mar; la sonrisa bonachona de la meteoróloga de la CNN; salas de aeropuertos que dan paso a fachadas de vidrio que reflejan un azul pálido. Si despertaba con la boca seca, la luz del televisor cubría las paredes con colores cambiantes. Registraba los ruidos de su estómago, tanteando iba hasta el baño, se mojaba la cara y abandonaba la habitación.

Sin importar la ciudad, tarde o temprano terminaba yendo a los barrios de puestos de comida, bares de estudiantes, al hormigueo de la callejuelas de la ciudad vieja, donde él, la mayoría de las veces de pie, embuchaba algo. Una vez abrió los ojos, estaba acostado en un banco de parque, y no supo dónde se hallaba. Un pájaro hacía ruido en el plátano que se extendía sobre él, el mar debía estar cerca, pues el aire era fresco y salado, pero Lothar no podía recordar vuelo alguno ni el modo en que había llegado hasta allí. Aguzó los oídos tratando de escuchar alguna voz, algún fragmento de conversación, pero salvo el rumor del tránsito lejano, no se oía nada, y cuando finalmente giró la cabeza, vio detrás de las copas de los árboles los rascacielos futuristas de Shangai.

En Delhi, recordó, se quedó extasiado ante un encantador de serpientes, un niño de no más de diez años, que de inmediato dejó de tocar la flauta y, mudo, bajó la vista al suelo. Durante horas Lothar se quedó en la ventosa entrada de una gran tienda y esperó sin saber qué. Subió a los autobuses que se detenían y se dejó llevar, apretado entre cuerpos extraños, hasta las paradas finales, a los barrios marginales y a suburbios, a los asentamientos de cabañas de barro que todos los folletos desaconsejaban visitar. En Lagos, al lado de un mercado, el olor del cadáver putrefacto de un perro le revolvió el estómago, unos niños lo observaron riendo cuando él, apoyado contra un muro, vomitó… pero no lo atacaron ni lo amenazaron ni le robaron. Él era –pensó Lothar mientras pasaban junto a él las suaves pendientes del Rhön–, él era intocable. Y de algún modo siempre había encontrado el camino de regreso al hotel, había aparecido puntual para la partida del bus de traslado, afeitado y vestido con un uniforme que le sentaba correctamente, arrastrando con la mano izquierda la maleta de ruedas, y sus compañeros lo saludaban con la amabilidad de siempre.

Tampoco Ruth dijo nada. Lothar se había pasado la mitad de la noche observando desde el sofá cómo se mecían las ramas del peral, y cuando subió a trompicones la escalera, sin hacer ruido para no despertar a Merten, cuando se acostó junto a ella, Ruth lo miró con ojos bien abiertos. Él esperó que ella dijera algo; las manos juntas sobre el pecho, alzó la vista hacia la sombra de sus pies en el techo inclinado, pero cuando la volvió hacia Ruth, sus ojos ya estaban cerrados.

En esa época, no hubo día en que Lothar no creyera que la parálisis que había encadenado su cuerpo a la cama algunas semanas después de la muerte de Jakob volvería a caer sobre él. Había sido incapaz de moverse durante semanas. Había sentido un dolor en los huesos como si alguien hubiera estado tallando en ellos, su piel se había vuelto porosa y tirante, como si un órgano desconocido despidiera una sustancia que hinchaba sus carnes. Temía que sus piernas no cumplieran con su función, temía no encontrar durante el vuelo las fuerzas necesarias para operar los comandos. Pero no fue así. Hizo lo que había que hacer. Sólo su sensibilidad respecto a los sonidos aumentó, su irritabilidad.

—Eh –gritó por la puerta de la cabina cuando, poco antes de despegar en Singapur, un técnico que estaba reparando un compartimento de equipaje raspó ruidosamente una superficie metálica con su destornillador–. Eh, usted, principiante, ¿es necesario tanto alboroto?

El hombre hizo a un lado la herramienta.

–¿Hay algún problema?

–Ya lo creo. Su incapacidad me fastidia.

–Por favor –el técnico levantó una mano en gesto apaciguador–. No hace falta ponerse grosero.

El hombre era bajo, macizo, llevaba un mono azul oscuro, su pelo estaba cubierto por un velo de polvo, y cuando se volvió para seguir trabajando Lothar dijo:

–Váyase ahora mismo de mi avión.

El técnico arqueó las cejas. Durante algunos instantes miró por una de las ventanillas, sacudiendo la cabeza en señal de desconfianza. Después se acercó a Lothar, mientras una azafata se quedaba petrificada en la entrada de la cabina sonriendo forzadamente. El técnico se aproximó tanto que Lothar pudo verse a sí mismo en sus ojos, un hombre de cuello azul grisáceo que llevaba una ridícula gorra de capitán.

–¿Su avión? –repitió el hombre y luego se retiró.

La azafata comenzó a cargar apresurada un carrito con periódicos. Lothar miró la plataforma. Y mientras observaba las otras máquinas en sus posiciones reglamentarias y el ir y venir de los remolques, volvió a percibir –por primera vez en mucho tiempo– la estrechez de la cabina, las paredes curvas, el poco espacio entre la cabeza y el techo, detrás de él el respaldo en simbiosis con su espalda. De pronto fue consciente de la enorme energía de las turbinas, mientras la palma de su mano latía como si rodeara el acelerador… sin embargo, sus manos reposaban sobre las piernas. Miró al copiloto, quiso decir algo. Luego volvió a mirar hacia adelante. Hacía tanto calor que el aire reverberaba sobre el asfalto.

Poco después aparecieron dos agentes de policía que hicieron que Lothar soplara en la boquilla de un aparato y le pidieron –tras haber leído, primero uno, después el otro, el resultado en el display verde– que los acompañara.

En virtud de su “excepcional situación familiar” se le realizó una vez más el ofrecimiento de cambiarse a la administración, pero sólo si iniciaba una terapia. Él rechazó la oferta y afirmó sorprendido que la necesidad de beber había desaparecido pocas semanas después de su despido.

Atractivos cúmulos se henchían en el cielo. Cuando llegó a Weyhers, Lothar aparcó su vehículo detrás de la iglesia, descendió y entró en la tienda en la que antes solía comprar provisiones con Jakob cada vez que iban juntos a volar en planeador. Recorrió los pasillos, indeciso, examinó con atención a un empleado que estaba arrodillado delante de la sección de vinos y ordenaba botellas. Tomó en la mano un paquete de pan con uvas pasas y lo volvió a poner en su lugar. Se quedó un rato en la sección de frutas delante de las manzanas, antes de ir a la caja con una barra de chocolate. Afuera, los autos pasaban en un tráfico denso, la mayoría seguiría por la sinuosa carretera hasta las montañas, hasta la Wasserkuppe. Se propuso viajar pasando por los aparcamientos, la pista de despegue y la de aterrizaje, los restaurantes y el museo hasta llegar al hangar donde estaba el avión en el remolque. Doblaría delante del hangar y en marcha atrás se acercaría hasta la puerta tanto como fuera posible. Descendería e iría hasta el remolque sin considerar si había gente o no. Liberaría el freno de mano y arrastraría el remolque delante de los otros hasta la salida, lo acoplaría, sujetaría la soga al gancho, enchufaría las luces del remolque, subiría al coche. Y si todo salía bien, pocos minutos después abandonaría el lugar sin haber cambiado palabra con nadie. Mientras estaba en la caja, vio cómo su hijo de quince años venía por la pista hacia él, con un gesto acentuadamente despreocupado y una orgullosa sonrisa en el rostro, después de haber superado con maestría el último vuelo de pruebas.

–Estuvo bueno, ¿no?

–Sí, bastante.

La cajera le dirigió una mirada amable.

–¿Perdón, qué dijo? –preguntó Lothar.

–¿Podría poner su compra sobre la cinta?

 

Traducido por Nicolás Gelormini

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