Caterina Satanik, Höflein (A)

Nacida en 1976 en Viena; reside en Höflein an der Donau. Entre 1994 y 2000 estudia Pedagogía de la Religión y Pedagogía de la Religión Combinada con Magisterio en la especialidad de Español.

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Vivir es diferente

(Fragmento)

 

Sigo acariciando el pelaje del perro y observo los largos hilos de saliva que cuelgan de los belfos aunque el perro ya no está, el hombre me lo retiró de entre mis manos como cuando uno duerme.

Pienso en cómo los pelos del perro se han anidado a montones en los asientos del auto, el aspirador no consigue sacarlos, así ahora flotan imágenes invisibles en mi casa y me atrapan cada vez que quieren. Bajo la escalera y de pronto estoy con el hombre de la playa, en la que él al segundo día está echado con la camiseta puesta, para que la espalda no se ponga más roja. Estoy tirada en la arena con una botella de agua y él ha envuelto su cabeza con un pañuelo y duerme, su muñeca derecha está enlazada en una soga, a cuyo otro extremo está sujeto el perro. También el animal duerme, su hocico húmedo está lleno de arena, pero no le molesta.

 

Dos días después de la separación llamé a una mujer. Trabaja de numeróloga, y su dirección me la había dado tiempo atrás una amiga que la consultó una vez. Me contó tantas cosas que pensé: puedes ir a verla alguna vez, cuando necesites que alguien te diga quién eres y cómo están tus asuntos. En realidad es mejor que nadie te diga cómo van tus asuntos, porque después esa persona admitirá que sólo tú puedes saberlo, pero cuando una está desesperada y la tristeza le impide saber cómo le va, siempre hay muchos que se alegran de poder decírselo a cambio de dinero. Costó más de cien euros, no sé cuánto más, pero duró casi tres horas en las que estuve muy concentrada y bebí cinco vasos de agua. Después de abandonar la casa me di cuenta de que, de tanta concentración, no tenía idea de cómo era el rostro de esa mujer que había hablado durante horas conmigo. Quizás fue esa su intención. Ahora yo sabía algunas cosas sobre mí y, por supuesto, sobre el hombre. Su árbol de la vida es impresionante. Tiene una copa gigantesca, dice ella, pero no tiene tronco ni raíces, por eso todas sus ocurrencias y su gran energía creativa están por el suelo. ¿Qué puedo hacer yo y por qué me enamoré de una copa caída y, a su vez, una copa caída se enamoró de mí? Mi propio árbol no tenía un mensaje tan espectacular que ofrecer, en cualquier caso, ya no lo recuerdo.

Recibí un sobre en el que hay una lista de todas las cosas importantes que debería hacer próximamente. Entre otros había recomendaciones de libros. Libros que a su vez estaban llenos de recomendaciones, que decían cómo era todo y todo lo que se podía hacer para soportar, cambiar, olvidar o conseguir lo que existe.

Leí todos los libros y despaché las otras cosas que estaban en la lista. Por ejemplo, le escribí cartas al hombre, luego las quemé, no se las di a él sino al fuego, para poder deshacerme de las imágenes que me embisten no sólo en las escaleras. Por ejemplo, siempre que arranco el auto salta una imagen, acompañada además por un sonido. Pues ahí el hombre me dice que el auto se pone en marcha mejor cuando no lo muevo enseguida después del arranque, sino cuando le doy un poquito de tiempo para que el gas entre. Y cada vez que viene esa imagen acústica estoy agradecida de que él me diga algo así, y cada vez me pregunto si no me podría haber dicho más, y también cosas que no tengan que ver con autos, con autos grandes, con autos enormes.

Una vez acampamos en el extranjero. Apenas podía creer que habíamos encontrado un lugar de camping que nos permitiera entrar no sólo con el gigantesco camión, sino también con el perro, que en las listas de prohibición del propio camping estaba clasificado como peligroso perro de pelea. Hasta ese momento nunca había pensado que el perro pudiera ser peligroso, pero a menudo ocurre así en la vida, que a veces hay que aprender a qué tenerle miedo. Algunas personas exigen que una les agradezca cuando ellos le enseñan a qué hay que tenerle temor. Tú dices siempre lo contrario, no temas, y por eso te estoy extraordinariamente agradecida. De inmediato pienso que eres mi mejor seguro, a saber, un seguro contra todo el miedo que a muchos les gusta propagar, no sé por qué. En fin, a pesar del peligro que representaba el perro nos dejaron aparcar, y apenas después de nuestra llegada el hombre comenzó a construir. Quería construir un alero para que tuviéramos más lugar donde amontonar todas nuestras cosas. Teníamos no sólo una mesa grande y dos bancos largos, sino también un parrilla enorme, dos hamacas, enormes latas para el perro y tarros para el pienso seco, sogas, sacos, un secador de aire caliente para los toldos de plástico, dispositivos para colgar los roperos de tela, cualquier cantidad de correas de sujeción, esterillas y cajas con vajilla y alimentos, con herramientas y equipos de alpinismo. También piedras recogidas en el camino, raíces desenterradas y arena.

Pero teníamos poquísimo lugar en el camarote para dormir. Era tan pequeño que aunque uno estuviera sentado debía bajar la cabeza y también era importante mantener los brazos pegados al cuerpo. Podíamos acurrucarnos uno contra el otro, no sólo antes de dormirnos. No podíamos salirnos del enlazamiento, porque si no chocábamos con la pared de la cabina del conductor, tapizada en tela de rizo, o contra las mochilas que colgaban del lado de atrás del asiento del conductor o contra los estuches de aseo que se balanceaban en los ganchos, que estaban allí donde también se escondían los mosquitos. No nos podíamos separar. También de día el hombre y yo estábamos tan cerca como por las noches, una vez fui al lavadero con una cuba para fregar los platos, y cuando regresé, el hombre ya me estaba esperando con añoranza, dijo que estaba contento de verme y que era un alivio. También el perro nos era tan cercano que esperaba tenso cuando uno de nosotros iba al baño. Sólo cuando los tres estábamos juntos, cuando representábamos una unidad, estaba todo bien y nadie tenía miedo. Así fueron los días en la playa. Pero una vez hubo un momento en que me sentí como me siento ahora. De pronto pensé –las nubes estaban inclinadas en el ventoso cielo– qué pasaría si estuviéramos separados, y se sintió como un desgarramiento. El perro estaba en la arena, exactamente entre nosotros, y el hombre fue hacia la derecha en dirección a la cabina para dormir y yo hacia la izquierda en dirección a la desembocadura del río. El perro se quedó un rato largo en el medio, y miró a un lado y a otro, porque no sabía para cuál ir, por quién decidirse. Esperó mucho tiempo y yo me puse muy triste porque pensé que lo mismo le puede pasar a un niño cuando los padres se separan: quiere irse con los dos, pero no puede dividirse. Después de un rato el perro lo siguió a él. No me sorprendió, pues al fin y al cabo era su perro.

 

Te pregunto cómo van a seguir las cosas. ¿Por qué son como son? Lo que más me gustaría es ser simple. Hoy no he consultado ningún libro cuyo consejo del día pudiera venir en mi ayuda, hoy he encontrado algo por mí misma, o mejor, me lo ha dicho la araña que está en el techo justo arriba de la cama: que en la vida a veces es necesario no hacer nada. La araña es tan simple que apenas lo puedo concebir. Vive tanto y hace tan poco. Por la madrugada ya estaba ahí, y ahora también está ahí, y como hoy no he estado en todos los lugares en los que hubiera estado habitualmente si no hubiera decidido quedarme aquí, sé también que la araña estuvo allí todo el tiempo. Cuelga de un lugar que ella siente es bueno para ella, en fin, es lo que yo le deseo, no tiene siquiera una tela, sólo un par de hilos y espera que alguien le salga al encuentro. Satisfecha y simple. Probablemente también le será otorgada la gracia de no tener que pensar mucho mientras tanto. Pero eso no lo puedo saber con certeza.

 

Otra amiga mía visitó a una terapeuta energética, una mujer a la que el hombre con quien comparte su apartamento la llama una bruja. Fui a verla. La mujer trabaja mucho con la intuición, de un modo tan poco convencional que me sentí liberada y me permití preguntar todo y exigir lo extraordinario. Le pedí que me dijera el futuro y también la razón por la que el hombre rehúsa hablar conmigo de verdad o mirarme a los ojos, devolverme la mirada. Quise que ella me dijera si es correcta mi sensación de que él tiene miedo a lo que descubriría si me dejara entrar en su corazón. Ella me dijo que él vive en su propio mundo y desde entonces lo llamo Wolf, lobo. Pero sólo porque Wolf viva en otro mundo no puedo dejarle de tener cariño. Algo que, sin embargo, no es necesario, dijo la terapeuta, pues él volverá, precisa tiempo, debe aprender a asumir la responsabilidad. Yo lo sabía, y Wolf mismo se ha grabado en la piel el mensaje: asumo la responsabilidad de mi vida. Él repitió durante días las palabras y mientras tanto rompía todo y gritaba tan fuerte que un amigo suyo, que me cae bien, se inquietó y preguntó quién estaba aullando a esas horas. De esto me enteré más tarde, en el momento en que él aullaba yo estaba durmiendo, pero en mi cama.

Hoy, así como estoy en la cocina, con un anotador en la mesa y sirviendo té con la vista fija en el vapor del agua, se lanza sobre mí un pensamiento que ha provocado la mediadora. Ella dijo que hoy en día es difícil encontrar un hombre que sea realmente un hombre. Ella lo remite a las guerras, cuando cayeron varias generaciones de hombres que sencillamente no regresaron a casa; cuando varias generaciones de mujeres debieron aprender a lidiar solas con todo. Así las mujeres desarrollaron espontáneamente estrategias para que todo funcionara solo y los hombres aprendieron lo que significa no estar presente. Lo describió más o menos así, no sé qué pensar. Tampoco debo saberlo, basta con haberlo oído y con que, ahora, a punto de desayunar, me asalte de nuevo ese pensamiento. La mediadora dijo muchas otras cosas, dijo de todo y contó historias de su vida que confirmaban lo que pensaba.

La mediadora también me la recomendó una amiga. Pero no la que había visitado a la numeróloga y tampoco la que había descubierto a la terapéutica energética. Las redes de consejos pueden estar, en efecto, asombrosamente entrelazadas, también es posible quedar atrapada en una de ellas. Pero si se tiene suerte, la indicación más útil puede caer sobre uno desde una araña o desde una bandada de pájaros que pasa sobre la propia cabeza. Además esto no cuesta dinero, sólo la atención entera y mucha tranquilidad y tiempo.

 

Pasar la mano por sus cabellos o no pasar la mano por sus cabellos, quedarme enlazada a sus cabellos, acariciar su frente, acariciar su boca, y cuando nos besábamos, todo era tan tierno que causaba dolor. Si ahora pienso en eso, es, no sé, un poco doloroso, quiero seguir sintiendo su piel. Hasta hoy no sé por qué él no está aquí. Por qué no yace donde está mi mano cuando estiro el brazo. La araña puede quedarse tres veces más tiempo que el hombre, aunque tiene el triple de patas para huir.

 

Pienso que nosotros encajamos por lo motivos más diversos, digo, el hombre lobo y yo. Por supuesto, hay motivos que van en contra de nuestra unión, pero ahora no hablaré de ellos. A favor de nosotros iba, por ejemplo, nuestra grosera diferencia en cuanto al tratamiento de los objetos. En eso éramos como los dos platillos de una balanza, y por eso la aguja quedaba exactamente en el medio, porque en su caso los objetos eran puestos frente a una prueba de fuerza, y en el mío eran adorados casi con temor sacro. Bien puede ocurrir que yo me disculpe con una taza si la pongo con demasiada brusquedad en el fregadero o con una ensaladera cuando rozo con el plato su borde de vidrio. Wolf más bien prueba si un objeto estaba realmente entero partiéndolo en dos. Cuando él siente cómo el objeto se quiebra, se dobla y gime, sabe que éste antes era distinto. Una vez hizo un remolque para la bicicleta, con la terminación perfecta, un enganche estupendo, doble rosca, muy bien soldado y todo, y cuando estuvo pronto, la hizo trizas conduciéndolo por una zona del bosque que va cuesta abajo y está llena de raíces. Alrededor también había un camino asfaltado, pero él no quiso tomarlo, algo que no me asombró. Eso pasó el día en que su hermano me preguntó qué quería con él. No respondí porque estaba sorprendida de que su hermano preguntara algo así: ¿Me estaba diciendo así qué pensaba él de Wolf o qué creía él que yo era o me estaba diciendo algo concreto sobre Wolf? Si bien no contesté, continué pensando en qué quiero con él, y en esa oportunidad me llamó la atención que me encantan los freaks. Yo preferiría que ellos pudieran creer que las cosas que uno deja enteras están enteras, sería mucho mejor para mí, pero los freaks no se eligen, le caen a uno como terrones de azúcar en el café.

 

Cuando Wolf tiene zapatos nuevos, se la pasa trepando a los árboles hasta que los zapatos ya no son nuevos. Eso me gusta, porque hay tantas personas que siguen cuidando sus zapatos cuando ellas mismas ya están muertas. Por ejemplo, para mi fue muy triste que mi tía, no mucho antes de su muerte, me mostrara un pijama que había conservado envuelto en un papel de seda dentro de una caja. Ella lo había cuidado más que a la niña de sus ojos, pues se sabe que no se la cuida decidiendo simplemente no mirarla. El pijama había estado en la caja durante años porque le parecía demasiado bello, demasiado nuevo, y demasiado precioso para llevarlo. Es algo especial, dijo mi tía. Y lo era, por supuesto, también para mí. Pero a la vez era especialmente anticuado, poco práctico y sin pasado, y así terminó en un mercado de pulgas, cuando él habría merecido pasar horas hermosas en la cama con mi tía, y más ella, claro, con él.

En fin, no es que yo trate a las cosas con exagerado cuidado; no lavo las bolsitas de plástico. Pero en mi juventud tenía esa tendencia a la delicadez excesiva, y entonces me alegraban las acciones de Wolf, con las que él ponía pesos en su platillo de la balanza.

Sin embargo, más allá de sus toscos exabruptos, Wolf tiene debilidad por los detalles, puede ser muy tierno en lo sencillo. De vez en cuando pone un diminuto cristal de roca en una maceta para que la planta esté mejor, o talla con dedicación un pequeño trozo de madera que luego ata a otros para que se forme un móvil. O me regala una cadena con piedras en las que ha grabado un bello signo con un minitallador, esas son las facetas con las que el lobo se introduce en el corazón de una, pero cuando no quiere más, se va. Puede pasar que quiero confiarme a él justo cuando él ya no está, entonces quiero oír algo para poder explicarme una parte del todo, pero él no habla. Necesita su lengua para lamer las heridas que no muestra.

 

Otro motivo de que encajemos tan bien tiene que ver con los cuerpos. Ahí juegan un papel el ombligo y los dedos de los pies, la manera en que una persona se toma los dedos de los pies, el aroma en las axilas, y el rabillo del ojo. No es irrelevante cómo uno dobla la esquina, cómo salta una piedra, inclina hacia abajo una rama o cómo da las primeras brazadas en el mar. Cómo abre una puerta y se seca después de la ducha, cómo coloca el filtro en la cafetera y se coloca el cinturón de seguridad en el asiento del acompañante, todo eso puede agradarme o no. Cómo alguien despega una etiqueta adhesiva o desmonta un lavamanos. A mis ojos, Wolf hizo todo esto de un modo bello.

 

Ahora Wolf tiene un permiso para recoger leña. En algún momento después de nuestra separación, hace algunas semanas, me preguntó cuál era el número del tipo al que había que dirigirse si uno quería el permiso. Se lo di cuando estábamos en el auto y viajábamos a ver al perro. La idea del permiso ya la tuvimos cuando aún estábamos juntos, me pareció buena, porque me hubiera divertido vagar por el bosque con Wolf. Sola me lo imagino difícil, porque no puedo partir a hachazos las ramas gruesas, mucho menos árboles enteros, y tampoco tengo fuerza para arrastrar troncos enormes al lugar que sea. Pero con él todo habría salido bien, y nos habríamos hecho de un buen botín. Cualquiera habría podido tener una parte del todo, y cuando él hubiera estado en mi casa o yo en la suya, habríamos participado del mismo calor, y a la vez nos habríamos ahorrado un calefactor. Los trabajos con la madera y con el lobo me gustaban también en los días tormentosos. Apilábamos madera en el sótano, la apilábamos detrás de la casa para que se secara con el caluroso aire de verano; después, cuando ya estaba seca, formando una cadena humana que constaba de dos personas, él y yo, la transportábamos desde donde estaba el montón hasta la ventana del sótano y a continuación por la ventana dentro del sótano. Era un movimiento bonito, tomar la leña de él, arrojar la leña y en seguida girar sobre el propio eje, tomar la leña de él y arrojar la leña. Antes de arrojarla, acomodar bien los leños para que puedan pasar por el segmento de la ventana del sótano, porque son ventanas viejas que están dividas en tres por marcos de hierro, hay que abrir cada una de las hojas y los marcos incomodan. Después de dejar caer los leños, no me fijaba dónde aterrizaban porque Wolf ya me pasaba los siguientes. Los tomaba, nos mirábamos a los ojos, me giraba y los dejaba caer, me giraba y tomaba los nuevos y lo miraba a los ojos. Una vez me pasó tantos leños, claro, él tiene manos mucho más grandes, que se me cayeron dos al piso y tuve tiempo para recoger los leños caídos porque Wolf se detuvo, me miró a los ojos y sonrió. Era como estar en una cinta transportadora, y era divertido, porque además me daba mareo. Lamentablemente no sé por qué Wolf fue a buscar el permiso hace poco y por qué en el medio tuvo que venir la separación. Ahora puedo hachar astillas de los troncos grandes. Antes era una cuestión muy trabajosa, porque los pedazos de madera siempre se me tumbaban en el tajo irregular, pero lo aprenderás, dijo Wolf y me dejó sola. Ahora me salen mucho mejor las astillas que unas semanas atrás, y también es bueno para descargar agresiones. Un compañero de trabajo me preguntó si tenía algunas. En primer lugar, él no sabe nada de Wolf, y en segundo, siempre se encuentran algunas agresiones cuando se las necesita para descargar.

 

Traducido por Nicolás Gelormini

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