Christiane Neudecker, Berlín (D)

Nacida en 1974 en Núremberg; reside en Berlín. Estudios de Diplomatura en Dirección Teatral en la «Hochschule für Schauspielkunst Ernst Busch» de Berlín.

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Donde hay mucha luz

a Frieder Weiss

 

Ya casi está. Su sombra se extiende sobre la blanca pista de baile, su pie izquierdo golpea brevemente sobre la pantorrilla de la pierna de apoyo, battement frappé, luego un giro sobre su propio eje, el traje ceñido intensifica los contornos de su cuerpo sobre mi monitor, sudo, ¿por qué sudo?, mis dedos flotan sobre el teclado, sobre las combinaciones que pronto habré de teclear, f1, f2, enter. En la ventana de control de la cámara infrarroja veo ahora girar la parte superior de su espalda, veo cómo se arquea hacia adelante acompañando la escala melancólica de los violines y luego, con una inspiración, se endereza hacia atrás, el pie derecho en punta, la pierna libre extendida hacia atrás, el brazo como contrapeso, un arabesco, su cuello muy extendido. Una pose breve, congelada, antes de tomar carrera para el salto, para el grand jeté. “Ahora”, sisea el director, que está detrás de mí, que me respira en la nuca, “¡Ahora!”, como si yo no hubiese oído el cambio de ritmo en la música misma. Mis manos se estremecen sobre mi keyboard, mis dedos vuelan sobre el teclado, la silueta de la bailarina en el campo de control de mi software me pertenece. Torrentes de combinaciones de cifras corren por el monitor, desarrollo algoritmos, rápido, más rápido, me apodero de su sombra, la manipulo, doy las instrucciones: analizar, demorar, f2, f3, enter. Stop. Y en pleno salto, en pleno salto split de sus piernas, bajo la bailarina la sombra permanece extendia por completo, sencillamente quieta. Todavía en vuelo gira su cuerpo, mira hacia abajo, hacia su sombra congelada, su rostro, un sobresalto. Luego cae. Cae. Su caída está coreografiada, yo lo sé, todos lo sabemos, pero no lo parece. En el choque los huesos de su pelvis restallan contra el suelo, el sonido es sordo, interrumpe con violencia el repentino pianissimo de la música. La bailarina yace ahora sobre la blanca alfombra de baile, sus miembros retorcidos, su mirada incrédula todavía fija en el suelo cuando la sombra comienza a moverse de repente. Con el chillido electrónico de la melodía, la sombra levanta las piernas todavía un poco más, hace un movimiento, toma impulso. Entonces la sombra salta detrás de ella, se coloca sobre ella, sobre su cuerpo inmóvil, que se oscurece; ella cierra los ojos. Black. Alguien en la sala de ensayos respira con dificultad.

“Tres segundos”, dice el director cuando se enciende la luz de trabajo. “¿Estás seguro?”, digo yo y me dirijo con la flecha del ratón hacia las columnas de cálculos, sobre el modelo de cifras. Él sacude la cabeza hacia los lados.

 

Más tarde me encuentro solo sobre el escenario vacío. Los otros se han ido, suficiente por hoy, “enough for today”, había dicho el director. A medianoche las fuerzas de seguridad del teatro me acompañarán hacia la salida, las reglas son severas en este país. Me queda exactamente una hora de tiempo para seguir trabajando. Está fresco en la sala de ensayos, la temperatura del acondicionador de aire está demasiado fría, como en todas partes dentro de los altos edificios en esta ciudad recalentada: ponen a los habitantes en hielo. Me froto las manos, luego extiendo los brazos y busco la fuente de luz, pruebo el ángulo en que la proyección cae sobre el suelo. El beamer está regulado con exactitud, su imagen se solapa exactamente con el campo de observación de mi cámara infrarroja. Mis cálculos son correctos, lo sé. Camino un par de pasos, imito la secuencia de pasos de la bailarina. La cámara envía las grabaciones de mi cuerpo al computador. Mi software reacciona de inmediato y transforma mi termoimagen en una sombra virtual, que el proyector junto a mí arroja sobre la pista de baile en tiempo real.

Pero algo me perturba. Es el momento después de la detención. El instante en que he detenido la sombra de la bailarina, para enviarla tras ella, con una demora temporal. Tengo algunas dudas sobre la duración de la demora. “Tres segundos”, pienso, “esto no puede ser así, nos engañamos, esto es demasiado largo”. Lo he detenido, una vez más. Y se me ha ocurrido algo. Hasta dos segundos de demora la sombra pertenece a la bailarina, el espectador la percibe como parte de ella. Pero luego algo se sustrae. Ya con tres segundos la sombra es vista como un perseguidor. Por lo tanto, el desacoplamiento sucede en algún lugar en el medio; en algún momento entre los dos y los tres segundos.

Me retiro a mi lugar de trabajo, me inclino sobre el computador e invierto mi instrucción. El negativo de la imagen se convierte en la imagen positivada, en lugar de una sombra, arrastro ahora, cuando camino sobre la superficie de representación, una estela de luz detrás de mí. Esto no alcanza, esto no es lo que estoy buscando. Me siento frente al monitor. Continúo programando, continúo cliqueando, pierdo el tiempo; el sonido de los pies del guardia de seguridad, que se arrastran intranquilos, ya se oye en el ambiente, “Jajá, I`m coming, I´m coming”, y la estela se pulveriza en partículas, en pequeños corpúsculos en suspensión que se desprenden de mí. “Quizá es esto”, pienso y miro el torrente de luz que desprenden mis pasos sobre el piso. Quizá se trate de disolución, no de desprendimiento, quizá los contornos de la bailarina deban desintegrarse.

Después de apagar los aparatos, la luz y cerrar tras de mí la puerta de la sala de ensayos, me río con malicia. Puedo representarme el rostro de la bailarina con demasiada exactitud, su mirada, cuando le digo: “I think I need you to dissolve”. Me mirará como en el momento en que nos presentaron. “Este”, le dijeron mientras yo estaba parado frente a ella el primer día, “es el artista de software de Alemania, an engineer of the arts. Este es el hombre que te va a robar la sombra”.

 

Esta noche no puedo dormir. Esto me asombra, ya estoy aquí hace dos semanas y estaba orgulloso de no tener jetlag en absoluto. “Quizá sea la ciudad”, pienso mientras me acerco desnudo al amplio frente de la ventana de mi cuarto de hotel. Hong Kong debajo de mí, delante de mí, compuesto de píxeles intermitentes. El centelleo de las carteleras y las propagandas ilumina hacia arriba hasta llegar a mí, en el piso 25, las intermitencias de las fachadas de los rascacielos vestidas con leds, el estremecimiento espasmódico de los tubos de neón detrás de las interminables series de escaparates abajo, en las calles de Kowloon.

Cuando giro un poco hacia el costado, puedo ver el rascacielos contiguo. Escarpado se eleva sobre mí hacia el cielo nocturno, apila apartamento sobre apartamento, ventana sobre ventana, parpadeantes imágenes de televisión sobre bombillas de luz mortecinas, no se termina nunca, nadie parece dormir, en todo momento alguien prende o apaga alguna luz, alguien ingresa en un cuarto o lo abandona, alguien busca la oscuridad. “Que esta gente utilice luz como materiales de construcción”, pienso mientras me aparto y me dejo caer nuevamente en la cama, “ellos construyen una pura arquitectura de luz”. En la oscuridad, esta ciudad dejaría de existir.

En la mesa de luz está callado mi móvil alemán. Tuve que apagarlo, tuve que colocar la tarjeta SIM local, que me dio el teatro. Ya no debía esperar, de Alemania, noticias que no llegan. Hace seis semanas ella me escribió por última vez. “Saludos desde la tumba”, me escribió. Y: “Me comunicaré en cuanto esté mejor, disculpa”. Desde entonces no responde. No atiende el teléfono, se sustrae, calla. El día de mi partida tenía ganas de venir a verme a mi casa; se moría de ganas. “¿Qué puedes hacer aquí?”, le respondí, “Me alegro, te voy a buscar”. Pero pasó el día, la tarde, la caída del sol, las primeras horas de la noche, nada de ella, y en mi monitor, en la página web de la Deutsche Bahn, cada vez quedaban menos trenes con los que ella habría podido venir. Cuando finalmente la llamé a su casa, descolgó el tubo luego del séptimo ring y no contestó. Ella respiraba en el auricular, ese sonido, dos, tres aspiraciones, tan profundas, tan lentas, no decía nada, sencillamente no decía nada, nada de nada, y luego, antes de que yo pudiera reaccionar, antes de que pudiera decir: “Soy yo, qué te pasa, habla, habla conmigo”, colgó. Mantuve el teléfono en la mano, clavé la vista en el poroso revestimiento de plástico, escuché el chisporroteo en la línea, el comienzo del tono de ocupado, y de repente casi no podía moverme.

Ahora me apoyo en la mesa de luz, paso los dedos por encima del interruptor, veo el centellar del display, escucho atentamente la melodía con que se apaga mi teléfono. No sé qué pasa, qué debo hacer, a qué me enfrento. Su silencio es un muro. Desde allí se precipita, se precipita desde mí y no la puedo retener.

Pienso que debo dejar de lado la sombra y presiono mi rostro contra la almohada, para deshacerme del centelleo y la fulguración ante la ventana. Siempre esas sombras, ya sean virtuales o reales, esto no puede ser sano para nadie. Pero entonces, poco antes de que mi conciencia se hunda, antes de que yo me desvanezca, pienso: “Por el contrario”. Debo observarme. Mi propia sombra. Allí se encuentran las respuestas. Entre los dos y los tres segundos.

 

La bailarina se encuentra dentro de un remolino de colores. No se mueve, tiene la cabeza echada hacia atrás, los ojos cerrados. Sus brazos se hallan relajados junto al cuerpo esbelto. Los bajos suenan desde los altoparlantes, mi proyector derrocha imágenes de video, la animación de un artista cantonés, una mezcla de colores chillones de esmalte. El director lo quería así, se ve disparatado, retro, un divertimento sin sentido. No cuadra en nuestra concepción, en nuestra estética, nosotros querríamos concentrarnos en la sombra y en la bailarina, en los momentos de separación, de reencuentro. Pero no digo nada. En lugar de eso, contemplo la sombra de mis manos sobre el teclado.

Cuando extiendo los dedos, el contorno de mi mano se mezcla con el reflejo de las más gastadas de las teclas, allí donde la superficie bajo las letras está reluciente por el roce frecuente de mis dedos. La sombra misma sólo puede ser vista correctamente sobre el touchpad, pero también allí produce una impresión vaga, mi monitor derrama una luz demasiado difusa.

“Quizá deberíamos incluir más fuentes de luz en la escenificación”, pienso y muevo la mano en el aire lentamente hacia los lados. Quizá es eso lo que nos falta. Deberíamos volvernos más luminosos, quizá necesitamos una refracción lumínica, un prisma.

Once more”, arroja el director dentro de la calma repentina, “una vez más, come on, qué pasa”. Su voz suena impaciente, ya tuvo que repetirlo muchas veces. Me estremezco. La mirada aún sujeta a mi sombra, me pongo de pie de un salto, para encender nuevamente el video desde el computador. Y allí la veo. La veo mientras me pongo de pie, la veo mientras mi cuerpo ya se inclina sobre el ratón del computador, mientras mis ojos todavía están dirigidos a mi teclado. La veo perfectamente. Y me detengo en pleno movimiento.

Allí, sobre la grieta que forman el touchpad y el teclado de mi computador, todavía se encuentra la sombra de mi mano. Titubeando se mueve hacia los costados, se desplaza sobre la disposición de las letras, de repente se detiene, se congela, y ahora rápida, con un pequeño movimiento regresivo, se dirige hacia mí.

What is it?”, gruñe el director, elevando todavía más el tono de su voz, con la voz todavía más comprimida, “Once more, once more!” Quiero asentir con la cabeza, quiero levantar un brazo para que se tranquilice –¿por qué no me muevo?, ¿por qué no me muevo?-, “coming!”, quiero gritar, pero mi voz es un graznido. Logro levantar la vista. Miro el escenario, veo el rostro de la bailarina, que se ha vuelto hacia mí en silencio, su cabeza inclinada hacia un lado, inquisidora. “¿Tiene uno que hacerlo todo solo aquí?”, bufa el director en alemán. En su sien, una vena palpita y parece que va a estallar. Me inclino hacia adelante, presiono finalmente replay.

 

Afuera, en el vestíbulo del teatro, el sol me ciega. Le susurré a la asistente que necesitaba salir un momento a tomar aire fresco, “I need some fresh air”, y con la mirada en la espalda del director, que está sumergido en su silla: “Tell him”.

El sitio delante de mí está vacío, una superficie blanca, resplandeciente, con arbolitos a los costados con sus copas prolijamente recortadas e inclinadas. La pesadez del calor del mediodía aplasta todo hacia abajo, incluso los rascacielos parecen más pequeños bajo la luz del sol que por la noche. Adelante, en la calle del metro, pasa lentamente una anciana. Lleva un diario desplegado sobre su cabeza y se inclina casi hasta llegar al suelo.

No veo nada abajo, no me doy vuelta. No quiero fijar la mirada en mi sombra, no aquí, donde todos pueden observarme desde la galería del teatro. En lugar de ello, doblo por las barrancas que se dirigen tierra adentro hacia el Kowloon Park.

Ingreso al parque por el ala sur. Tampoco aquí, bajo las lustrosas hojas de las higueras de Bengala, el aire está más fresco, muchos de los paseantes llevan sombrillas de materiales coloridos sobre los caminos de asfalto. Una novia sudorosa pasa apresurada junto a mí con su vestido recogido. Bajo el techo de protección del pabellón me siento sobre un banco de piedra. Junto a mí se acuclillan un par de hombres ancianos y juegan Mahjong. El suave golpetear de las piedras de su juego se mezcla con el gorgojeo de los pájaros de la pajarera que se encuentra en frente. Me tomo la cabeza con las manos y cierro los ojos.

Esto no puede ser. Debo haberme engañado, no puedo haber visto lo que he visto. Estoy fatigado, extenuado, todo sucede demasiado rápido en las últimas semanas. El llamado del director, las preparaciones, la partida apresurada en avión. Los primeros ensayos ya en la noche de mi arribo. Las escasas horas de sueño de las últimas noches. Mi teléfono mudo, mudo.

Saco mi móvil del bolsillo del pantalón, lo enciendo. Dos llamados, un periodista que quiere realizar una entrevista para una publicación suiza de baile, la voz iracunda del director… nada de ella. En Alemania todavía es temprano, demasiado temprano, pero eso me da igual, ella es la única con quien puedo hablar en este momento, a la que podría decirle: “Escucha, algo no funciona aquí”. Marco su número, presiono el auricular contra la oreja, “Levanta el teléfono, levanta, por favor, el teléfono de una vez”.

Antes nunca apagaba el teléfono, tampoco de noche, muchas veces me escribía antes de irse a dormir, la mayor parte de las veces muy pasada la medianoche, “Un beso desde la noche”, escribía, o “Pienso en ti”. Ahora todo está silencioso, tan silencioso.

Me levanto. Sobre las torres de los edificios se encuentra el sol, casi en el cénit. Sin mirar alrededor, me pongo en marcha, me aparto del camino soleado que me llevará al teatro.

En las instalaciones exteriores de la piscina no hay nadie a la vista, el espejo de agua está cristalino e intacto. Todo está en calma, casi vacío, también en mí. Debo haberme engañado antes, exacto, fue eso: debería dormir más. Pero de repente, no sé por qué –una intuición, un presentimiento– permanezco detenido en pleno calor, cuento dos segundos, veintiuno, veintidós, y me doy vuelta de repente.

Detrás de mí, sobre el suelo de alquitrán, mi sombra se deshace de los contornos del pabellón. Es pequeña, prolijamente encogida por el sol del mediodía, por la caída perpendicular de sus rayos. Una mancha compacta, oscura, que se levanta del suelo. Se apresura hacia mí.

 

Estoy de pie, miro el asfalto, la sombra que se desliza debajo de mi cuerpo. De repente siento frío. Detrás de mí, un niño llama a su madre. Me agito, miro alrededor. Los hombres en el pabellón no quitan la vista del juego, un cantonés lee su periódico. En la entrada a la piscina, un grupo de turistas agotados se atropellan delante de una máquina de Coca Cola. Nadie parece haber notado nada, también el niño permanece colgado de la mano de su madre y no dirige su mirada hacia mí.

Con precaución muevo mi pie hacia un lado y hacia otro. Mi sombra se estira sobre el asfalto con el movimiento, se agranda, se achica en el ángulo de luz del sol, pierna de apoyo, pierna libre, ahora todo parece normal, no hay ninguna demora, al menos no puedo reconocer ninguna, tampoco después de un par de bruscos bamboleos con los brazos.

Alzo la vista sobre las copas de los árboles en el margen del parque, pruebo los reflejos de la luz del sol en los edificios. Tiene que haber una explicación racional: ilusiones del movimiento, una alucinación óptica, reflejos danzarines de fachadas de vidrio reflectante, puertas y ventanas que se abren y se cierran por sí mismas. Si mi proyector estuviera instalado sobre mí en el cielo, entonces colgaría del cénit. Reemplazaría al sol, delimitaría los espacios y yo sabría entonces qué es lo que me está pasando.

Pero no es así. Yo ya no sé ahora qué es exactamente lo que he visto allí, ya no puedo confiar en mis propios ojos. “Debería”, pienso al ponerme en movimiento con demora, “preguntarle a la asistente por un oculista, por un especialista en trastornos visuales”. De seguro él me podría decir de dónde viene eso. Estímulos visuales erróneamente interpretados, centellantes persistencias de imágenes sobre las retinas extenuadas, probablemente esto sucede más a menudo por aquí. En una ciudad hecha de luz, concluyo, las ilusiones no son infrecuentes.

Al principio camino despacio, presto atención, con la cabeza inclinada, a cada uno de mis pasos. Mi sombra permanece debajo de mí, está en consonancia con mi ritmo. No es remolcada, no se mueve en el límite de la disolución, cuelga, eso lo puedo ver, no entre los dos y los tres segundos. Antes bien, de repente me parece que es como si ahora fuera ligeramente más rápida que yo.

Allí me desprendo, dirijo la mirada a la calle, a los muchos pasantes que se atropellan en mi camino. Debo regresar al teatro, no puedo dejar a los otros plantados, debo ir a trabajar, a mi computador. Ahora camino rápido, pero sencillamente no se me va el frío.

 

Que él quiere repasar nuevamente el momento de la disolución, dijo el director. Se encuentra frente a mí, pero no me mira. Su mirada no se cruza con la mía, probablemente todavía está enojado por lo de antes. Al ingresar a la sala de ensayos ya lo pude advertir. Algo me tironeaba, quería quedarme afuera, quería regresar a la luz. El ambiente aquí adentro, la oscuridad en el espacio, me vuelve completamente débil. Sobre el escenario brilla el campo de video del proyector, que zumba suavemente. Todo lo demás es oscuridad. Tendré que desplazar mi lugar de trabajo más cerca del escenario, más pegado a la superficie iluminada de actuación.

Vamos hacia atrás, dice el director, y da un manotazo al aire, cerca de mí, de nuevo al comienzo. No comprendo su gesto. Ese manotazo al aire. Quizá quería golpearme en la espalda y no me acertó. Puede que haya bebido, mientras yo estaba afuera. Sólo quedan pocos días antes del estreno, probablemente está nervioso.

Voy hacia el computador y me arrodillo delante de él. La pantalla está en stand by modus, la activo, reviso los campos que se abren de mi software, acerco mi rostro al monitor resplandeciente. Sobre el escenario, la bailarina extiende su espalda. Se encuentra arrodillada sobre el suelo, se extiende hacia atrás, hasta que su coronilla toca la alfombra de baile. Rápidamente pienso si lo puedo lograr, conectarme a la red, antes de que comencemos. Hay, eso lo sé, una ligera señal wlan en este ambiente, una red intermitente. Podría googlear por alucinaciones ópticas, por oculistas que hablen inglés en Kowloon. Y se me ocurre otra cosa. Me comunicaré. No con ella, ella no atiende, ella no quiere decirme qué pasa, esto lo he comprendido entretanto. Pero tiene que haber una conexión, un rodeo por la página web de su galerista. Ella está en contacto con él a diario, ella confía en él, esto es así desde que la conozco. Podría rastrear a ese galerista, llamarlo, decirle cuánto me preocupo. Quizá él va hacia su casa. Quizá se ríe de mí.

Justo ahora intento que aparezcan las conexiones a la red, quiero loguearme, rápido, pero entonces la asistente enciende la música. La tétrica escala de los violines ya llena el espacio, la bailarina ya hace equilibrio en el arabesco, sus miembros intensamente tensionados y dispuestos para el salto. Cierro la aplicación, quiero concentrarme. Pero algo me distrae. Hay algo junto a mí. Una presencia, no lo puedo explicar. Alguien está junto a mí, pero no puedo ver a nadie. “¡Ahora!”, susurra el director desde su silla, pero lo ignoro, ya no pienso más, estoy en el interior de mi reja de números, sigo mi propio ritmo. “Timing!”, grita el director y cada vez más alto, “Now! Now!”.

No sé qué es. Acaso una viscosidad que me rodea. Sí, quizá esa no sea una mala descripción: todo es pegajoso. Veo cómo mis dedos se elevan de las teclas. Pero no martillan, no golpean sobre las letras, sobre los números. En lugar de eso se hunden, flotan sobre mis combinaciones, tan suavemente, con tanta calma, con dos segundos, tres segundos de demora.

Y entonces, apenas antes de que la asistente active el black en la consola de luces, la absoluta oscuridad entre las escenas, lo comprendo. Algo se ha dislocado. No es la sombra, que se arrastra detrás. Soy yo mismo.

 

Todo es luz a mi alrededor. Estoy acostado bajo la luz. Junto a mí se eleva una superficie de leds hacia el cielo estrellado, monocromática, sus colores resbalan uno sobre otro, ahora cambia precisamente de naranja a rojo. Mi cabeza yace sobre el borde de la acera, torrentes de hombres pasan junto a mí, pasan sobre mí. Caminan, taconean, se precipitan en las torres de los rascacielos que están en los márgenes de las calles, se atropellan hacia los pasos peatonales vitrificados, en los ascensores que ascienden a gran velocidad, todos quieren ascender, ascender más por afuera, hacia el piso veinte, sesenta, el piso setenta.

No sé cómo he llegado hasta aquí. Probablemente he perdido el conocimiento en la sala de ensayos y me han traído al exterior. ¿Pero por qué me han dejado precisamente aquí, delante de una escultura de luz en plena acera, en algún lugar en Kowloon?, esto no tiene ningún sentido.

Algo no está bien con las perspectivas. Cuento dos segundos –¿por qué lo hago?– e intento ponerme de pie. Los edificios se elevan tan alto sobre mí, hacia el cielo; todo me da vueltas, todo parece más alto que de costumbre, toda una ciudad, que se esfuerza hacia el cielo.

¿Por qué no puedo recordar? Tiene que haber sucedido algo en ese ensayo, mis dedos, había algo raro con mis dedos, pero sencillamente no logro saber qué pasaba. Alguien estaba allí, alguien estaba junto a mí, y todavía está ahora, lo puedo sentir. Y luego ese frío, ese incesante frío helado en mis miembros, mientras en la otra acera los indicadores digitales de una farmacia indican casi cuarenta grados: todo esto no tiene explicación.

En el suelo, junto al margen inferior de metal de la superficie de leds, hay enganchada una edición deshojada del South China Morning Post. Descubro una palabra, arranco el periódico con violencia, hasta que lo tengo en mis manos. Un grupo de activistas verdes demanda las tiendas de una conocida marca por polución luminosa, due to light pollution. Más de cincuenta reclamos habrían sido presentados solamente en las pasadas semanas por causa de molestias lumínicas, anuncia el Environmental Protection Department. El centelleo y las vibraciones de las carteleras, con su potencia lumínica cada vez mayor, se habrían vuelto para muchos difíciles de soportar.

“Es esta ciudad”, pienso y de golpe dejo caer de mis manos el periódico, que se ha vuelto demasiado pesado, “esta maldita, reluciente Hong Kong”. No habría debido venir en absoluto, jamás. Si hubiese debido ir a algún lugar, habría sido a casa de ella.

 

Ingreso al avión detrás de un chino corpulento que respira con dificultad. Estoy tan cansado que me apoyo sobre él, pero no parece notarlo. De repente él se frota sobre el lugar en que me apoyo. Que su mano pasara a través de mí debería asombrarme –realmente debería– pero permanezco completamente tranquilo.

Se me olvidan cosas. ¿Dónde compré el ticket?, ¿cuándo fui a buscar mi pasaporte al hotel? ¿Llegué a informar al director de mi partida?, ¿a la asistente? ¿Dónde está mi computador?, ¿mis equipos? ¿Estuve otra vez en la sala de ensayos?, ¿desmonté los equipos? No lo sé. Mi conciencia tiene… blackouts, por decirlo así. En efecto esto se relaciona con la luz. Ya no puedo soportar la oscuridad, comienzo a perderme en ella.

Junto a la ventana, me recuesto contra el vidrio. Quiero ver la ciudad apenas nos levantamos: su contorno luminoso. Quizá deba permanecer aquí, ya comienzo a acostumbrarme a las florescencias y a los rayos. Pero no tengo ninguna influencia sobre ello. Alguien ya ha decidido que yo he de estar sentado en ese avión. Que es mejor que me vaya. No he sido yo mismo.

En el bolsillo de mi pantalón busco mi móvil. Quiero escribirle. Quiero hacerle saber que estoy yendo, que pronto todo será diferente. Pero cuando extraigo el teléfono del pantalón, está gris. El teclado ha desaparecido, el display, muerto. Todo cubierto por un velo descolorido. Giro el aparato en mis manos, lo sostengo junto a mi oreja, lo golpeo una y otra vez, lo sacudo. La escena me recuerda algo, pero no sé...

“Él seguro ya tiene otra”, dice alguien detrás de mí en alemán. Me doy vuelta, veo dos jóvenes mujeres. Una tiene su cabeza apoyada contra la almohada y mira hacia el techo, su mirada está muy vacía.

No volamos. Tardamos mucho en despegar, al menos eso creo. Ahora me confundo con las estimaciones del tiempo. “¿Por qué no volamos?”, le pregunto al azafato que pasa junto a mí. Pero no me oye, no me ve en absoluto, ni siquiera me dirige una mirada.

Sir, why are we not taking off?”, dice la amiga de la señora detrás de mí. El azafato se detiene, se da vuelta, regresa con una sonrisa. Que disculpemos la demora, dice en perfecto inglés británico. Uno de los pasajeros se ha perdido, todavía hay que tener un poco de paciencia. Y luego indica con un pequeño movimiento de la muñeca hacia mi lugar.

Quiero protestar, quiero decir algo, pero no puedo oír mi voz. Comienzo a retorcerme, quiero captar su atención, explicarme por medio de gestos, pero el azafato ya se ha dado vuelta y se marcha, entonces la amiga ya se vuelve a recostar en su asiento, susurra algo tranquilizador a su vecina inmóvil. Y de repente intuyo algo, me inclino hacia adelante.

Al final del camino el azafato se apura hacia una figura, que justo dobla hacia aquí. Oigo los gritos, veo la agitación con la que le indica el camino hacia mi sitio, el apuro con que todo sucede ahora, “Sir, where have you been?, solamente lo esperábamos a usted”.

 

Si él me percibió, no lo puedo decir. Quiero creer haber visto algo en sus, en mis ojos, un pequeño parpadeo, cuando bajó su mirada hacia mí, cuando tomó la manta del avión que estaba doblada debajo de mí y se sentó sobre mí.

Mi grito permaneció mudo. Ni siquiera yo me puedo oír. Y mientras nos ponemos en movimiento, mientras el avión se dirige a la pista de despegue, intuyo lo que sucederá. Intuyo lo que va a pasar cuando dejemos esta ciudad, esta ciudad y sus luces. Cuando pronto se apaguen las luces de abordo. Yo habré de…

 

Traducido por Nicolás Gelormini

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