Katharina Born, Berlín (D)

Nacida en 1973 en Berlín; vive en París y Alemania. Estudios de Historia y de Literatura Comparada Universal en Bruselas, Washington D.C., Berlín y París.

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Fifty fifty

 

La noche en que su hija se fue, las historias de mujeres se acabaron para Jürgen Fehn. Seguía viajando a veces a la ciudad, hacía compras o iba al correo. Pero nunca estaba mucho tiempo fuera, y Hella tampoco oía ninguna voz detrás, cuando él la llamaba desde el teléfono móvil. Muy raras veces ella encontraba cartas, y casi siempre estaban sin abrir.

Después del desayuno, Fehn subía a su estudio. Hella lo volvía a ver sólo a primeras horas de la tarde, cuando a él le daba hambre. Con movimientos tranquilos, acompasados, tomaba la sopa, cortaba el pan que ella le había alcanzado. Miraba por la ventana de la cocina ese lugar de la entrada donde la nieve se había convertido en charcos profundos.

Sólo una vez, por la noche, había venido una de las mujeres hasta Sehlscheid. Había aparcado el auto delante de las escaleras, en la oscuridad había arrollado un cuadro de rosas, y casi también al perro. Cuando Hella llegó al corredor, su hija ya había abierto la puerta. A la luz del pequeño farol había una mujer llamativamente alta.

–Ese cerdo –dijo la extraña, que evidentemente estaba borracha.

–¿Cómo dice? –preguntó Judith.

Hella apartó a su hija con movimientos suaves.

–¿Puedo ayudarle?

–Debo ver a Fehn –balbuceó la mujer.

–No está –dijo Hella.

La desconocida revolvió los ojos.

–¿Y tú quién eres?

–Soy su esposa.

–Ese cerdo.

Para que la mujer se fuera, Hella debió amenazar con llamar a la policía. La correa trapezoidal rechinó y el auto desapareció por la salida.

Tal vez también habrían podido reírse de la historia, pensó Hella después. Pero cuando entraron en la casa creyó sentir la furia en la espalda de Judith. Entre ellas eran raras las conversaciones que iban más allá de lo cotidiano. A veces era ella la responsable, seguro. Pero a menudo Hella sentía que, con la falta de interés, su hija quería castigarla por ese forzado nuevo comienzo en esa solitaria localidad del Westerwald.

Sólo cuando Fehn y Gellmann resolvieron en uno de sus encuentros en Fráncfort que Judith podía traducir una de las piezas de Gellmann, la muchacha se mostró más comunicativa.

Una vez en casa, se había dejado caer con acentuado agotamiento en el sillón delante de la biblioteca. Hella esperaba que comenzara a hablar, pero Judith se levantó, fue por el pasillo hasta la cocina y Hella hubiera debido seguirla para enterarse de algo más. En lugar de esto, le gritó desde la sala que no se podía vivir de la traducción.

Por la mañana, Hella se enfadó con Fehn, le dijo que Judith era demasiado joven, que no tenía la sensibilidad necesaria para los textos de Gellmann, primero debía acumular experiencias.

–La experiencia no es todo –había respondido Fehn.

–Además, precisamente Gellmann –arremetió de nuevo Hella–. No me gusta el modo en que trata a las mujeres.

–Antes te gustaba.

Fehn la miró con severidad. Por un momento Hella pensó que él quería decir algo con eso.

–Judith es nuestra hija –siguió Fehn–. Gellmann la conoce desde hace años y es nuestro amigo.

Fehn siempre había subestimado a Gellmann.

 

                            *

 

Los vehículos estaban aparcados en una larga fila sobre la cenagosa franja de césped a la entrada de la posada. Los señores llevaban trajes oscuros y las señoras, vestidas de brillantes vestidos negros, estaban reunidas en grupos sobre el empedrado en el que el sol matinal arrojaba sombras duras. Los enrojecidos ojos de la viuda asomaban pequeños y asustadizos por debajo del sombrero. Cuando entraron en el edificio, la viuda se sostuvo del brazo de la cuñada. Los arreglos florales estaban dispuestos en el pasillo, la torta servida se apilaba en el pasaplatos de la cocina, las botellas eran colocadas con ruido sobre las mesas. Una niña gordita de vestido azul oscuro se abrió paso, riendo sonoramente y sacando la lengua, entre las numerosas personas que seguían llegando.

Hella estaba en la entrada del bar de la posada. Su madre estaba ocupada saludando a los parientes. De vez en cuando se refería en sus conversaciones a su hija. Hella respondía tímidamente las miradas curiosas. Estaba contenta de que la madre no la llamara junto a ella. Ahora se avergonzaba de haberle insistido al peluquero con el pelo corto. De pronto sintió una mano sobre el hombro.

–¿Cómo te va?

Un muchacho alto, un poco desgarbado, de orejas ligeramente salidas y fríos ojos celestes se había desplazado desde la entrada hasta el lugar donde estaba Hella.

–Aquí ando, gracias. Apenas lo conocía. En realidad no conozco a nadie aquí.

–No me refiero a eso –el muchacho la miró divertido–. Aparte, la mayoría de las personas de Sehlscheid no lo siente.

Hella no estaba segura de cómo debía reaccionar.

–De niños nosotros jugábamos juntos. Somos algo así como primos. Me llamo Jürgen Fehn.

Le dio tiempo a Hella para recordar, pero después hizo un ademán de negación.

–Entiendo. Me has olvidado. No importa. Lo digo siempre, la única que vale la pena conocer en esta familia es mi Gertrud. ¿No es cierto, princesa?

La niña gorda, cuyo rostro redondo parecía continuarse sin cuello en el tosco cuerpo, colgaba ahora del brazo de Jürgen y sonreía.

–¿Te acuerdas de la primita Hella? La última vez que la vimos no estaba ni siquiera en la escuela. ¿Y ahora?

–Estudio Medicina –dijo Hella.

–La hija más bella de la tía bella –dijo Jürgen y Hella dudó si no se estaba burlando de ella.

Gertrud los había tomado de las manos y ahora los arrastraba hasta la terraza. Algunos de los invitados más jóvenes estaban apoyados sobre la balaustrada y miraban el valle. Como nieve tardía se acumulaban las flores de los manzanos en las zanjas de la pendiente. Hella pensó que ahora sí se acordaba de esa mirada. En el aire flotaba un aroma a césped húmedo.

Jürgen hizo saltar la tapa de su mechero y dio una larga chupada al cigarrillo.

–Ese es mi amigo Gellmann.

Señaló a un hombre joven, guapo, que conversaba con dos chicas.

–Ten cuidado con él. Es un demonio.

–¡Demonio, demonio! –gritó Gertrud riendo sonoramente.

Gellmann se volvió hacia ellos e hizo un gesto de fastidio. –Gellmann es el culpable de que yo no me haya ido de aquí –dijo Jürgen–. Pero alguien tiene que vigilar para que los nazis no ganen terreno.

Gellmann rió con sorna, las mujeres miraron espantadas a Jürgen.

–Sí, lo sé, no les gusta que diga eso. Pero todos saben que este querido tío muerto era un nazi, ¿no es cierto, primita? Lo sabías, ¿no?

–Sí, lo sabía –dijo Hella.

–¡Nazi, nazi! –gritó Gertrud y sacó la lengua.

–Mejor déjalo, princesita. Si no, pasado mañana los queridos vecinos colgarán a Gertrud de su cerezo.

 

Más tarde estaban sentados sobre cajas de madera en la bodega. Jürgen dijo que antes ellos habían jugado allí al escondite. Una única lámpara iluminaba los cuartos desde el pasillo. Jürgen había hundido con el pulgar el corcho de una botella. Alternadamente, de a pequeños sorbos, iban tomando el vino oscuro, algo ácido. Hella sintió frío y Jürgen frotó sus brazos. Primero la besó en la frente, luego en la boca. Hella quiso zafarse pero Jürgen la retuvo con firmeza.

–Sabes que podemos hacerlo, ¿no? –dijo Jürgen.

Hella no entendió de qué estaba hablando.

–Sabes que mi padre es adoptado, ¿no?

–¿Quién lo adoptó? –respondió ella en voz baja.

–Mi abuela, tontita.

Oyeron a Gertrud que andaba a tientas en el cuarto contiguo. Un cubo metálico cencerreó. Un frasco de pesado contenido se hizo añicos.

–¡Princesa! ¡Estamos aquí! –gritó Jürgen y atrajo a Hella hacia él.

Ella sintió en su pecho los latidos del corazón de Jürgen. Por un momento, cuando el cuerpo de la chica gorda cubrió casi por entero la entrada, la oscuridad en el sótano fue total.

 

El prefecto, que debía partir temprano para Fráncfort a causa de un compromiso, había atropellado al perro dando marcha atrás con su Opel. Después de la breve interrupción, los asistentes al velorio volvieron a entrar en la posada, murmurando en voz baja y sintiendo frío. Pasaron del café al aguardiente. Los hombres se inclinaban aun más sobre las mesas para seguir las conversaciones que eran cada vez más ruidosas. El humo de las pipas ondeaba en nubes espesas entre las patas de las sillas. Apenas si alguien advertía el débil lloriqueo de la viuda.

–Larguémonos de aquí –dijo Jürgen a Hella–. Tengo coche. Podríamos subir hasta Straßenhaus.

Hella sufrió un mareo. Asintió.

Gertrud se hizo lugar en el asiento de atrás del coche deportivo. Jürgen había abierto la capota y el viento frío les quemaba las mejillas. Hella miraba hacia el fondo del valle a través de las troncos de hayas, sintió náuseas. En las estrechas curvas Gertrud soltaba un chillido.

–Por favor, no vayas tan rápido –dijo Hella.

–No tengas miedo, tengo todo bajo control.

–Pero si se te viene un coche de frente…

Jürgen rió con sarcasmo.

–Entonces nuestras posibilidades son fifty-fifty –dijo él.

El automóvil se aceleró.

–No tienes que impresionarme –dijo Hella.

–Pero quiero impresionarte –dijo Jürgen sin mirarla.

En la salida a Irlich el coche se detuvo a los saltos en el borde de la carretera. Hella abrió la puerta y se dejó caer del asiento. Inclinada hacia adelante corrió hasta el terraplén, Jürgen la siguió, intentó atraparla. Hella pisó un charco, tropezó, él estiró una mano hacia a ella. Hella siguió corriendo. Luego cayeron los dos, él quedó sobre ella y la besó frenéticamente. Desde lejos oyeron a Gertrud que los llamaba.

Cuando volvieron a alcanzar la carretera, los pocos autos que pasaban habían encendido los faros. Caminaron un buen trecho por la franja de césped y por fin vieron el coche al borde del camino. Al principio no les llamó la atención que el asiento de atrás estuviera vacío. Gertrud no apareció en ningún lado, por mucho que buscaron, en los pantanosos terraplenes, llamando a Gertrud, subiendo los declives, con la linterna que Jürgen tenía en la guantera, primero apurados, entre ortigas y mugrientos restos de papel, en zanjas de aguas negras. Hasta que jadeando se detuvieron, afónicos, muertos de frío y con las mejillas rojas. En una ocasión Hella creyó ver algo tendido en la oscuridad. Hicieron un alto, continuaron caminando, volvieron a detenerse. Las nubes de su aliento formaban un único remolino a la luz de la linterna. Un crujido. Jürgen llamó una vez más. Gertrud continuó perdida, también en todos los días siguientes.

 

                       *

 

En toda la tarde el cielo no se había despejado. Llovía a cántaros. Gellmann había planeado cocinar con Ingeborg. Los días así se habían vuelto infrecuentes. Ahora la mayoría del tiempo estaban ocupados con las reuniones –en sótanos o en pisos compartidos–, planeaban acciones e imprimían panfletos para las manifestaciones.

Ingeborg era estricta en lo relativo al compromiso político. Y Gellmann participaba porque ella le gustaba. Le agradaban su entusiasmo nervioso, sus movimientos sutiles, gatunos, y su desparpajo. A él ya no le interesaba adónde querían llegar las personas con sus ideas. La “revolución” y sus numerosas reglas. Y la más importante decía que nadie debía confesar que se trataba de un juego.

Sólo cuando comenzaron a arriesgarse Gellmann tomó distancia, durmió de vez en cuando con otras mujeres sin que Ingeborg reaccionara con algo más que una ligera indiferencia. Y lo que al principio había disgustado a Gellmann, esa impasibilidad fingida o real gracias a la que cualquiera dormía con cualquiera sin que se necesitara una estrategia o una voluntad fuerte, pronto le resultó algo agradable.

Así pues, Gellmann siguió imprimiendo panfletos, pero no fue más a pegar afiches y nunca más participó cuando había acciones de mayor envergadura. Sin embargo, se sentía bien. Tomaba apuntes, volvió a trabajar en un proyecto propio para el que utilizaría sus observaciones… bajo la forma de un diario o de una obra de teatro documental, debía ser una pieza de época, por fin un gran impacto.

Y de pronto Hella estaba al teléfono. Se anunció con voz fina. Gellmann enseguida le dio el auricular a Ingeborg. Pensó que era una de las compañeras de trabajo de ella en la escuela de música. Sólo cuando Ingeborg enmudeció, comprendió que se trataba de Hella Fehn. Lo invadió una especie de aturdimiento, una perturbación casi corporal de la que él mismo se admiró. Y sólo en ese momento se dio cuenta de cuánto temía que ambas mujeres pudieran encontrarse. Se dijo que debía proteger a Ingeborg de la existencia desnuda y frágil de Hella.

Cuando Fehn volvió de Norteamérica con Hella quiso ver enseguida a Gellmann. El amigo había regresado como de un mundo del futuro. Con ideas y palabras que eran nuevas y atractivas no sólo para Gellmann. Cuando pasaban horas en un bar, ya no hablaban de antes ni de la casa ni de Hella. También en ese plano algo había cambiado. Hella se quedaba en Sehlscheid, sin que Fehn explicara su ausencia.

Si no intercambiaban historias de mujeres –como había sido su costumbre–, Fehn y Gellmann hablaban del trabajo. Gellmann se sorprendía mucho de la repentina inseguridad que, a pesar del creciente éxito, se apoderaba una y otra vez de su amigo.

Cuando Hella se presentó a su puerta, mojada hasta los huesos, una pequeña maleta verde en la mano, y dijo que no había podido encontrar ninguna habitación de hotel, Gellmann no supo si Hella hablaba en serio o si él debía reír. Hella se veía cansada, con las mejillas hundidas. Seguía teniendo el pelo largo, pero lucía despeinado, los hombros flacos, la piel traslúcida en el profundo escote de su blusa. Y aun así, a Gellmann le pareció que Ingeborg directamente palidecería ante Hella.

–Entra –atinó a decir–. Primero caliéntate. Hay un vino abierto. Estoy cocinando.

Se esforzó por crear una atmósfera alegre mientras manipulaba verduras, carne y ollas. Dijo “Cuéntanos cómo les ha ido” o “¿Qué tal la casa?” También Ingeborg parecía querer enmascarar la tensión, iba sonriente de aquí para allá, servía vino, preguntó por Fehn, a quien conocía de antes.

Hella dijo que Fehn estaba escribiendo poemas de nuevo. Ligeramente distraída, estaba sentada a la mesa de la cocina, formaba pequeñas bolas de pan, bebía de a sorbitos tan diminutos como molestos, respondía a las preguntas, pero cuando hablaba parecía hipersensible, su palidez casi transparente. Gellmann tomó de una gaveta la piedra de afilar, y con movimientos enérgicos comenzó a raspar el cuchillo contra ella. ¿Hella se había imaginado que vendría aquí, después de todo ese tiempo, y él, Gellmann, la estaría esperando?

Sólo cuando Ingeborg se fue a hablar por teléfono, probablemente para organizar el encuentro del sábado, Hella pareció despertar repentinamente de su estado de ensoñación. Se levantó, se acercó a Gellmann, dijo algo sobre cómo él había cambiado, cómo todo era distinto. Se acarició lentamente los brazos. Dijo que aún recordaba la primera época en la casa. Como si hubiera olvidado por completo que en ese tiempo no había pasado absolutamente nada. Durante semanas, nada.

Gellmann intuyó lo que vendría. Lo había vivido suficientes veces. La intocable, que de pronto se arrodillaba ante él. En sus mejores tiempos él hubiera podido trabajar meses para llegar a ese momento. Hella le había gustado. Quizás más que las otras. Pero no quería oír ese parloteo ahora, precisamente ahora y menos viniendo de Hella. Le daba asco.

Arrojó sobre la tabla el cuchillo de verduras y se volvió hacia Hella, que pareció sobresaltarse. Fue hasta ella, la tomó por los cabellos de la nuca de modo que en el cuello tenso se marcaron las venas. Con la otra mano, aún mojada del jugo de la cebolla, tomó uno de sus pechos, tiró de él a través de la lisa tela de la blusa hasta que Hella gimió.

–¿Qué quieres? –preguntó Fehn.

En ese momento oyó los pasos de Ingeborg en el pasillo. Soltó a Hella, se volvió, miró una vez más hacia atrás, ya con el cuchillo en la mano. Hella estaba sentada de nuevo en su silla. La mirada perdida, como si no hubiera pasado nada.

Ingeborg seguía hablando por teléfono, ahora era algo sobre la manifestación. Gellmann intentó concentrarse en el corte. Afuera había oscurecido, vio su reflejo en la ventana, el rostro voluminoso, tosco, con la frente cada vez más amplia. Desconfiado, olió la carne, una pesada paletilla de cordero que aún no se había desprendido del hueso; la había comprado el día anterior en el mercado y ya comenzaba a tomar color.

 

                       *

 

Como en un culebrón, Judith había empezado a hablar de amor. Esperaba que sus padres aceptaran la decisión que había tomado. Hella estaba como petrificada. Fehn debía sentirse parecido.

–¿Gellmann y el amor? –había gritado Fehn–. No me hagas reír. ¿Sabes cuántas mujeres ha tenido el tipo?

–¿Tantas como tú, daddy? ¿O quizás más?

Hella creyó entender qué pensaba su hija: lo mismo que ella había pensado alguna vez: ¿Qué tienen que ver conmigo esas mujeres ya viejas y olvidadas? Pero Judith no parecía estar tan segura, tampoco Hella lo había estado.

Ahora Hella despreciaba a Gellmann. El hombre sin hijos, el voyeur. Siempre había sacado provecho de los demás. Y como en una venganza tardía en la que todo se tomaba de modo personal, Gellmann había puesto sus miras en la pequeña porción de realidad perteneciente a Hella. En lo único que la unía con Fehn.

El rostro de Fehn se puso rojo de furia. Su vaso estaba volcado, el vino oscuro empapaba el mantel. Judith se levantó, tomó su chaqueta del perchero de la entrada y miró atrás una vez más. Hella vio la cartera de su hija sobre el aparador. Sólo semanas más tarde la abriría para cerrarla de inmediato y ponerla en la parte baja del armario, junto a las servilletas de tela.

Fehn gritaba, repetía una única palabra: mierda, mierda, mierda. Hella estaba de pie, muda, aún sostenía en la mano el descomunal cucharón, un regalo de Fehn del que unos instantes atrás todavía se estaba riendo. El instante se extendió como un ruido, aunque a Hella le pareció que también podría haber pasado rápidamente. Ese vacío, ese sentimiento de haber fallado en algo importante.

Judith cerró la puerta tras de sí. Se había ido.

 

 

Durante un tiempo Gellmann había paseado a Judith por Fráncfort, se había mostrado con ella en fiestas y recepciones. Repetidas veces habían felicitado a Fehn y Hella por su bella hija. En esos cumplidos resonaban también la compasión y una especie de curiosidad impertinente, y más de un amigo preguntaba abiertamente cómo se había llegado a que esa niña se hubiera fugado con Gert Gellmann. Algunos bromeaban acerca de cómo pensaba Fehn desquitarse con su amigo.

Un húmedo y frío día de febrero, por la tarde, aproximadamente tres años después, Judith llamó a sus padres. Dijo que estaba en la estación de Aulich y no tenía dinero. Hella pensó enseguida que Judith, otra vez, se había ido sin su cartera.

Cuando Hella entró con su hija en la casa, Fehn se quedó casi inmóvil en el medio de la sala. Se lo veía inseguro, como si repentinamente hubiera envejecido desde que Hella había abandonado la casa media hora atrás.

Fehn dijo que había cocinado cordero asado. Lo primero era que Judith recuperara las fuerzas. Ella dijo que no comía cordero. Carne sí, pero no cordero. Bueno, comería verduras. No tomaría vino.

Hella miró por primera vez con mayor atención a su hija, que durante el viaje en auto había estado callada. El matiz infantil pero también la seguridad parecían haber desaparecido de su mirada. Judith había abandonado a Gellmann. Seguramente Gellmann no quiso dejarla ir, pues la chaqueta de Judith, una prenda de tela fina y clara, tenía una rasgadura en la solapa. Un curioso detalle íntimo que Hella hubiera preferido no advertir en su hija. Era ella la que se había ido. Sin embargo, Hella sintió que era una derrota para ella misma y para Judith.

Jugueteaba con el tenedor removiendo las judías verdes en el plato. Judith dijo una frase breve, apenas murmurada, que Hella entendió al instante.

Fehn masticó, levantó la vista, siguió masticando:

–¿Qué has dicho? –preguntó.

–Estoy embarazada –repitió Judith.

 

Traducido por Nicolás Gelormini

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