Sudabeh Mohafez, Stuttgart (D)

Sudabeh Mohafez nació en Teherán en 1963 y vive actualmente en Stuttgart. Mohafez ha sido propuesta para el concurso por parte de Klaus Nüchtern.

 

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Sudabeh Mohafez

En el mar rojo

 

Más tarde yo sabría que antes del fuego hubo un bombazo, pero aún no conozco esa palabra, sólo oigo el ruido que connota y que suena como el término técnico, es decir: suena como ¡BUM!, inequívocamente como ¡BUM! Eso fue lo que me despertó.

 

Y, dice después el bombero, el joven con rasguños en la cara, es un milagro. Eso dice él. Que es un milagro que yo haya sobrevivido, que está en relación directa con el bombazo, dice también. Pues si usted no lo hubiera oído, no se habría despertado... Y escucho los tres puntitos con la misma claridad que por la noche el ¡BUM!, es decir: él no quiere decir la palabra. El joven bombero con los rasguños en el rostro no quiere decir(me) muerto. Es decir, que yo ahora estaría muerta, es decir, acabada, un cadáver o los restos carbonizados de un cadáver, si el bombazo no me hubiera despertado. Dice todo esto pero lo dice apenas unas horas después, cuando de la casa sólo brotan humo frío y negro, y un hedor a carbón de leña y químicos, cuando cuatro de las cinco brigadas de bomberos ya se han retirado, entonces el joven bombero con los rasguños en la cara me dirá lo de los puntitos.

 

Ahora en el apartamento todo está negro como terciopelo, y también fuera. Sólo se oye ese fuerte murmullo, y yo no sueño, sino que estoy despabilada y corro hacia el murmullo, contra el rugido. Con cada paso el murmullo se vuelve más fuerte y se convierte en bufido y rugido y viene de las escaleras.

 

Abrir la puerta del apartamento; arde por fuera, lo que significa: un gran superficie de doscientos por noventa centímetros, perpendicular respecto al piso, ahora se ha metido en mi apartamento formando un ángulo agudo; llamea. La pared de madera a la izquierda arde y el piso delante de puerta, y es un hecho que en ese momento pienso. Pienso en agua, en una manta para extinguir. Pienso en una protección. Pero apenas he cerrado la puerta de un golpe, una corona de luces. Allí donde se apoya sobre el marco, la puerta del apartamento recibe un adorno de fuego. Éste crepita. Regreso corriendo al dormitorio. Hace muchísimo calor. El ficus junto a la cama, como un fuego de artificio: chisporrotea. La pared de madera entre la cama y el afuera ha desaparecido. Mar Rojo, no: Blanco, Amarillo, Rojo. Colores de mar. Y a veces una llamarada azulada, durante segundos. Ni pescados ni cangrejos ni erizos, sólo un siseo, como de serpientes. El silbido de los últimísimos restos de humedad en las antiquísimas tablas del piso. Luego explotan los vidrios de la cocina y el baño.

 

Mi apartamento se está incendiando. Lo digo en voz baja, con esmero, con extremada precisión: mi apartamento se está incendiando. Salgo al balcón, cierro la puerta desde afuera, a través del vidrio miro el apartamento: no, miro colores de mar, cambiantes, y es un hecho que también ante esa vista pienso. Pienso en qué significa esa frase. ¿Qué significa: mi apartamento se está incendiando?, y ¿qué significa: mi apartamento?

Sudabeh Mohafez (Foto ORF/Johannes Puch)

 

Llegan los bomberos. A izquierda y derecha del balcón están apoyadas escaleras de aluminio. Primero sacan a las personas de los últimos pisos. Estas han adelantado sus torsos bien lejos de las ventanas, es decir: sobre ellos se amontona sin cesar y fluyendo hacia arriba una corriente de humo, una corriente de color negro profundo, sí, exactamente así, una corriente de humo de color negro profundo hacia el aire libre, y arriba la señora Naumann se monta con sus zapatos de tacón a la escalera, y parece que el bombero la abrazara, pero él está unos peldaños más abajo y sólo alza sus brazos como una gran jaula redonda y no la toca. La protege. La protege una caída, y por segunda vez pienso esa noche en la protección y en que con gustó besaría a ese bombero.

 

Es un hecho que yo lo pienso seriamente. Con gusto besaría a ese bombero, porque él sostiene sus brazos como una jaula redonda alrededor de la señora Naumann, que con sus zapatos de tacón y sus ajustados vaqueros stretch y su permanente platinada y el anorak con pespuntes color rojo ciruela está en la escalera y ahora baja con él a su ritmo, al de la señora Naumann, y pienso que debo aprender a pensar de nuevo. Que el amor es algo completamente distinto de lo que yo hasta ahora había pensado, es decir: a partir de ahora sé perfectamente cómo se siente cuando amo a alguien. Se siente así. Así como me siento cuando veo al bombero con sus brazos y a la señora Naumann, así, exactamente así, para que ella no se caiga, por eso, y para que ella tenga el menor miedo posible, a saber: aún cuando la situación es gravísima, alguien puede intentar que aparezca menos miedo, y eso es amor. Pues él no la acosa, y no tira de ella y no le grita y no le dice ¡Más rápido, más rápido! y tampoco dice ¡Ahora apúrese, todavía quedan dos ahí arriba! Él sencillamente coloca un pie en el peldaño siguiente, cuando la señora Naumann lo hace, y casi parece que bailaran, y por un momento considero preguntarle su nombre cuando pase a mi lado, para después poder averiguar hasta dar con él y besarlo, pero entonces se raja el vidrio de la puerta del balcón y por segunda vez esa noche murmuro Mi apartamento se está incendiando, y es un hecho que en ese momento ya no pienso en qué significa eso.

 

Luego me estremezco. Alguien respira a mi lado. No es el bombero a quien me gustaría besar. Es otro. Señala una escalera que está apoyada en mi balcón. Me aparto del mar, lo que significa: me aparto del crujido y del estallido detrás de los vidrios y asciendo a la escalera y desciendo, y allí el bombero sujeta firme mi brazo y pienso que él no es tan buen bailarín como el bombero que quiero besar más tarde. Luego la escalera se termina. Luego estoy sobre el suelo, sobre barro, césped aplastado. Luego el bombero me empuja hasta el camión de la brigada, por fin suelta mi brazo, y me quedo en el lugar y observo.

 

A mi izquierda, la casa: se agacha. Como una cosa que escupe, que se atraganta, a saber: se atraganta con humo, una cosa que ha sido matada, que casi ha sido matada a golpes, pues aún tose, tiene estertores, y una gran ola roja de bomberos se derrama sobre ella, lo que significa: ahora hay dos mares. Uno que mata y otro que salva.

Sudabeh Mohafez (Foto ORF/Johannes Puch)

El camión de la brigada es un espacio de tufo mixto consistente en sudor y suavizante Lenor y sueño y sebo y miedo. Voy por el estrecho pasillo formado por rodillas de vecinos y me siento, y luego el aire está quieto. En mi garganta el aire de pronto está quieto como una columna de granito gris jaspeado, y Jessica de la planta baja, Jessica, que tiene cinco años, dice Tengo sed, y el señor Manteuffel del segundo piso murmura algo para sí, y de inmediato me ahogo o estallo, lo que significa: me levanto bruscamente y salgo y afuera respiro aire ahumado y me quedo entre rayas oblicuas blancas y rojas. Lo del rojo sólo lo sé, no lo veo, porqueu aún es de noche, pero sé que las rayas oscuras en las cintas son rojas. Cintas de contención a franjas rojas y blancas, detrás, personas. ¿Cincuenta personas? ¿Ochenta ya? La casa sigue echando humo, cada vez más personas y franjas de luz azul en movimiento; entremedio, zonas oscuras. Y una mano. Está sobre mi hombro, me presiona en dirección al camión de la brigada. Sacudo la cabeza. Ahí huele a sueño de Lenor, murmuro, y soy algo que se puede girar y empujar. No lo hace con mala intención, le explico al hombre de la mano. ¿Quién no hace qué con mala intención? Usted, digo yo, e inclino la cabeza hacia él. ¿Yo? El hombre retira la mano. Sí, digo yo. ¡No tengo ninguna mala intención! Lo sé, digo yo. Otra vez la mano, empuja. Me opongo. Usted en serio debería volver al camión. Saco mi brazo de debajo de la mano. ¿Dónde está el bombero?, pregunto. Yo soy el bombero, dice él. No, digo, y miro a mi alrededor. Sí, dice él y vuelve a colocar su mano sobre mi hombro y otra vez presiona, y yo me agacho y escapo de su mano nuevamente y busco con la mirada al bombero al que quiero besar más tarde y no lo puedo distinguir entre el ir y venir de tantos hombres de seguridad naranja, y debería haberle preguntado su nombre. ¿Cómo se llama usted?, pregunto. Por favor, vuelva al vehículo, dice él. ¿Pero cómo se llama usted?, pregunto. ¿Qué tiene que ver cómo me llamo?, dice él, y yo lo miro de un modo especial, a saber: sorprendida por su inteligente pregunta. Efectivamente, no tiene nada que ver, le digo y asiento con la cabeza. Yo no lo quiero besar a usted. ¿Cómo dice?, dice él y me voy. ¿A dónde quiere ir?, me pregunta. A respirar, le digo. Usted quiere respirar, dice él. Asiento con la cabeza. Usted puede respirar también en el camión, dice él. Lo miro. Él es muy tonto. Voy de aquí para allá, y la mano desaparece y el hombre a quien pertenece desaparece con ella y me siento sobre un amarradero al borde de la zona verde que está delante del edificio, y respiro, y luego, repentinamente, lo descubro y doy un salto y corro hacia el otro lado y cuando me hundo en el mar de salvadores el bombero a quien me gustaría besar ya ha vuelto a desaparecer.

 

Estoy en medio del mar de bomberos y soy una roca alrededor de la cual el mar rompe, se abre, se cierra. Me zambullo con la profundidad de una mirada, lo que significa: sólo con los ojos me sumerjo en el mar, y no lo encuentro. Nadie me toca sino que me evitan, hacia la derecha, hacia la izquierda, según de dónde vengan y adónde vayan, persiguiendo su meta, todos, con mangueras y picos y cuerdas y alguien dice Puedo acompañarlo un trecho, si usted quiere. ¿Quizás hasta allí? Señala en dirección al amarradero sobre el que estuve sentada y señala solamente y no me empuja ni me hace girar, y mi mano se apoya sobre su brazo y estrecho mi cabeza contra su pecho y él dice: nada de nada, sino que apoya su otro brazo en mis hombros y somos una roca alrededor de la cual el mar rompe, y el mar se divide a nuestro alrededor, a izquierda y a derecha, y nadie nos toca. Somos una roca que se mueve por el mar y sabe perfectamente adónde va, a saber: hasta el amarradero en el borde más lejano del marco a rayas oblicuas blancas y rojas, y no entiendo cómo se puede andar cuando uno es una roca tan enredada, pero podemos; somos una roca que puede hacer eso, y llegamos al amarradero y nos sentamos delante de él sobre el césped; y callamos.

 

¿Cómo se llama usted?, pregunto después del silencio y él dice Gelling, Heinz-Jürgen Gelling, y yo río y digo Heinz-Jürgen Gelling, ¿sabía usted que es una roca? Primero sonríe, luego mira seriamente y dice A veces soy una roca, y a veces no lo soy. Luego él mira a un costado, y yo también, a saber: dos hombres vienen hacia nosotros.

Sudabeh Mohafez (Foto ORF/Johannes Puch)

 

No, digo yo. Ambos miran con comprensión, y miran: tenazmente. No, digo otra es. Es incómodo, dice el pequeño de bigotes, pero lamentablemente es necesario. No iré ahí, digo. Estamos revisando para ver si falta algo, en caso de que haya sido un atraco, dice él. Yo digo No. Digo No fue un atraco. Digo Estuve en el apartamento hasta que ustedes llegaron, nadie pudo entrar, ahí sólo estaba el mar por todas partes. El mar, dice él y yo asiento el mar rojo y el humo. El Mar Rojo, dice él, y Heinz-Jürgen Gelling dice El fuego, se refiere al fuego. ¿Está diciendo que había fuego por todas partes?, pregunta el hombre y yo asiento y se rasca las sienes y se acomoda el casco de protección con el dedo. ¿Cómo se llama usted?, pregunto. Schulze, dice él, pero ya lo he dicho, comisario principal Schulze, investigación de incendios. No fue un atraco, señor Schulze, digo, y no hay un motivo. ¿Para qué no hay un motivo?, pregunta el comisario principal Schulze, y Heinz-Jürgen Gelling revuelve los ojos. No hay motivo para que usted vuelva al apartamento, dice él, para eso no hay motivo. El comisario principal Schulze me mira. Soy una cosa porfiada que él mira pacientemente, con un halo de fatiga en la paciente mirada. Siempre es difícil para las víctimas, dice él, especialmente para las víctimas de incendios, no puede ser de otro modo. Soy una cosa porfiada, fatigosa, una pobre víctima de un incendio, y Heinz-Jürgen Gelling dice Yo voy con usted, si quiere, y me vuelvo hacia el edificio y levanto la vista hacia los agujeros de las ventanas tosedoras y pienso que no conozco ese lugar y que no tengo nada que hacer con él, y considero qué pasaría si yo en efecto, y no sólo porque Heinz-Jürgen Gelling está dispuesto a ir conmigo, fuera allí, a ese lugar extraño, a esa cueva empapada de espuma antiincendios, a esa cueva escupefuegos en la que se ha convertido la periferia del foco de incendio, en esa cueva a la que el comisario principal Schulze me quiere arrastrar, y yo soy un víctima de incendio porfiada y fatigosa, de la cual hay que conseguir que cumpla con su tarea, a saber: inspeccionar el lugar del hecho.

 

Si quiere, voy con usted, dice Heinz-Jürgen Gelling otra vez, y esta vez asiento con la cabeza; por la manera en que lo dice, significa algo, a saber: no podrás zafar de esta. Debo ir a esa tierra extraña. Pero no la pisaré sola sino que Heinz-Jürgen Gelling la pisará conmigo y reflexiono cómo una se vuelve una roca que puede andar, cuando quiere ir a una tierra extraña y Heinz-Jürgen Gelling toma mi mano y no sonríe sino que me mira a los ojos, y yo creo que él mira de una manera que significa que él lo siente, que él preferiría no urgirme a esa marcha. Pero a veces, dice su mirada, se debe ir a la tierra extraña.

 

Quiero, dice el comisario principal Schulze, que usted mire cuidadosamente a su alrededor y me diga si algo le llama la atención. Si falta algo o si usted ve algo que no le pertenece, dice él y desaparece por el oscuro agujero delante de nosotros, y parece que hace algo con sus pies, a saber: ruidos de raspado contra el suelo en la oscuridad del agujero. Suena como el granulado que se esparce cuando nieve, como granulado invernal que es arrastrado de aquí para allá por zapatos grandes, pesados. Pero Heinz-Jürgen Gelling se detiene. Me espera, porque me detengo y estiro un poco la cabeza hacia delante y miro. En el agujero. En la oscuridad. Voy con usted, dice él, y le digo a mi pierna que debe levantarse y dar un paso hacia delante. Debes hacerlo, le digo a mi pierna. No zafarás de esta, le digo a mi pierna, y mi rodilla hace algo, y mi cadera hace algo y mi pierna da un paso hacia delante, y Heinz-Jürgen Gelling está conmigo, y entramos despacio en la oscuridad del agujero, y un cono amarillo pasea por el paisaje extraño. Son las manos del comisario especial Schulze las que lo mueven.

En la tierra extraña se alzan los balaustres de la barandilla. Tienen diferentes alturas y son iluminados brevemente por errantes conos de luz amarilla, como reflectores de búsqueda, luego vuelven a desaparecer. En la tierra extraña, Schulze está de pie sobre aquello que parece el tercer o cuarto peldaño de algo que parece haber sido una escalera.. En la tierra extraña yacen barras de acero con agujeros toscamente troqueladas, sobre aquello que antes había sido peldaños, y nosotros, es decir: Heinz-Jürgen Gelling y yo debemos pasar por encima de las barras, y me balanceo cuidadosamente sobre el plano inclinado metálico hacia el primer piso de la tierra extraña, y Heinz-Jürgen Gelling va detrás de mí y dice Mire hacia delante. Mire hacia el descanso de la escalera, y yo miro hacia delante y grito, porque de pronto el cinturón del comisario principal Schulze cuelga delante de mi cara y su voz cae como un trueno sobre mí. ¡Un casco!, truena la voz del comisario principal Schulze, y su vientre da saltitos bajo la chaqueta abierta y, por encima del cinturón, dos veces hacia arriba y dos hacia abajo. ¡Un casco para la chica!, Gelling, ¿dónde tiene su cabeza? Heinz-Jürgen Gelling me empuja hacia delante y dejo atrás al comisario principal Schulze, y a dos metros de distancia, ante mí, hay en el suelo un colchón, negro, que juguetea con fuego. Entre el colchón y yo hay ningunapared, junto al colchón, el cadáver de un libro, el cadáver de una lámpara, el cuerpo de un árbol. Parece un ficus, le digo a Heinz-Jürgen Gelling, y él dice Sí, como un ficus. Alguien me pone un casco en la cabeza. ¿Es amarillo o blanco?, le pregunto a Heinz-Jürgen Gelling. Naranja, dice y sonríe, después dice Le queda bien, y yo digo gracias.

Sudabeh Mohafez (Foto ORF/Johannes Puch)

 

Por aquí, dice el comisario principal Schulze y lo seguimos hasta un recinto estrecho. La cocina está negra, el fregadero está negro. Un armario de cocina calcinado con los vidrios hechos pedazos en la parte de arriba, negro, aún echa humo. Perpendicular a la ventana, una mesa de madera, restos de sillas sobre agujeros en las tablas del piso. ¿Falta algo?, pregunta el comisario superior Schulze. Falta algo, murmuro. ¿Y?, dice él. ¿Falta algo? No, digo yo. Está bien, dice él y asiente satisfecho y pasa a nuestro lado hacia eso que alguna vez fue un pasillo, y nosotros lo seguimos despacio, y él desaparece, pero luego asoma la cabeza por la siguiente puerta, y vamos hasta él y entramos en el cuarto y de inmediato vuelvo a eso que alguna vez fue un pasillo, porque no quiero ver lo que he visto, y Heinz-Jürgen Gelling desliza su brazo bajo el mío y ¡Schulze!, dice, es suficiente. No lo va soportar, dice él. Lo dice en voz baja, decidida. Lo dice como un rey. Lo dice también como un muchachito que ve morir a su conejillo de Indias.

 

Una gota, digo. Sí, dice Heinz-Jürgen Gelling, y ahora su voz es nuevamente su voz normal de Heinz-Jürgen Gelling. Se ha convertido en un gota, digo yo, y Heinz-Jürgen Gelling vuelva decir Sí. Luego tose. Después dice Eso pasa cuando las temperaturas son muy altas. Lo que dice suena lógico. Suena a realidad. Correcto, digo yo por tanto, y Heinz-Jürgen Gelling y el comisario superior Schulze me miran. Iré de nuevo con ustedes, digo yo, y Heinz-Jürgen Gelling dice ¿Seguro? Y yo asiento y el comisario principal Schulze, ¡Por favor, después de ustedes! y nos cede el paso, y no miro en absoluto hacia la pared izquierda sino hacia la bañera que está negra, y miro sólo hacia el piso que está negro, lo que significa: veo tres cadáveres, a saber, un cadáver de toalla, un cadáver de cepillo dental, un cadáver de estera de baño, y no miro ni un poquito a la gigantesca gota a mi izquierda arriba del retrete, y el comisario principal Schulze pregunta ¿Falta algo? Y yo digo No. Y él dice Bien, y no debemos ir al siguiente cuarto porque no existe. Sólo hay cuatro paredes y ningúnpiso y ningúntecho, sino que, si se alza la vista, se ven los travesaños del techo arriba del departamento de la señora Pietzsch. No, digo yo, y el comisario principal Schulze me mira sin comprender. ¿No?, dice él. Sí, digo yo, no. ¿Y acá?, dice él. No, digo yo, no falta nada, y señalo el cuarto que no existe, y Heinz-Jürgen Gelling ríe por lo bajo, y el comisario principal Schulze hace un ruido extraño con la lengua o con los dientes y yo digo Escuche, Heinz-Jürgen Gelling, amanece, y giro la cabeza, a saber: un pájaro canta, y Heinz-Jürgen Gelling escucha y sonríe, y entramos en un cuarto que existe. En el cuarto que existe hay lo que ya he visto desde las escaleras, por ahí había ningunapared. Hay un colchón, que juguetea con fuego, el cadáver de un libro, el cadáver de una lámpara, el cuerpo de un árbol. Heinz-Jürgen se inclina. Recoge del piso una tarjeta postal. En medio de esa tierra extraña, inundada de cenizas, encostrada de espuma antiincendios él ha encontrado una postal con sus pétalos intactos. Llévesela, digo, y Heinz-Jürgen Gelling tira de la cremallera de su chaqueta de seguridad y desliza la carta en la oscura calidez de su pecho. ¿Y?, pregunta el comisario principal Schulze. No, digo yo, y la inspección del lugar del hecho ha concluido, y andamos paso a paso por la tierra extraña de regreso y hacia fuera, hasta el amarradero.

 

Es un milagro, dice Heinz-Jürgen Gelling, y sólo ahora advierto los rasguños en su rostro. Debe haber habido un bombazo, dice él y yo asiento, mientras él lo dice, a saber: recuerdo el ruido. La pared entre la cama y el pasillo del edificio era sólo una puerta vieja reempapelada, dice él, y vuelvo a asentir. Debe haber prendido fuego, y con la expansión del humo..., es decir sin el bombazo, dice él, si usted no lo hubiera oído, no se habría despertado... Y yo oigo los tres puntitos con tanta claridad como unas horas atrás el ¡BUM!, es decir: porque él no quiere decir la palabra. Heinz-Jürgen Gelling no quiere decir(me) muerto. Pero yo quiero decirla, y la digo. Si el bombazo no me hubiera despertado, digo yo, ahora estaría muerta, es decir acabada, un cadáver o los restos carbonizados de un cadáver, y Heinz-Jürgen Gelling me mira a los ojos y: calla.

Sudabeh Mohafez (Foto ORF/Johannes Puch)

 

Quizás de alguna manera yo atraje la desgracia, digo en su silencio, y de pronto él me mira de un modo que me aquieta. Ese pensamiento no es útil, dice él. Es pura tontería, dice él y ojalá dejara de mirarme así. Por eso no hablo más acerca de atraer la desgracia sino acerca de cualquier otra cosa. La gota, digo, era antes un calentador de agua, y Heinz-Jürgen Gelling contiene el aire. Luego lo libera con una larga espiración y asiente y habla, a saber: como si hubiera dormido, soñado quizás, y apenas ahora hubiera pasado de nuevo al mundo de vigilia, y ya no estuviera enfadado, con una voz rara dice Sí, un calentador de agua, y saca la tarjeta postal y observa el girasol en ella. A veces, dice, en la mayor devastación se encuentra algo que quedó intacto. Indemne, dice él. Quizás no está para nada indemne, digo yo, y Heinz-Jürgen mira sorprendido y sostiene en alto la postal. Ni polvillo, nada, dice él. Los girasoles son amarillos, digo yo, éste ha perdido su color. Es una foto en blanco y negro, dice Heinz-Jürgen Gelling. Pero quizás no siempre fue una foto en blanco y negro, digo yo, y él hace que la postal desaparezca de nuevo en su chaqueta y suspira y se levanta, y Venga, dice.

 

El camión de la brigada está vacío. Esperemos dentro, dice Heinz-Jürgen Gelling y deja abierta la puerta para que yo pueda respirar mejor. Ahora usted debe ser albergada en algún lugar, dice él. Hay dos opciones. O usted le da una dirección a la policía y es trasladada hasta allí. Luego él calla y tira de un hilo suelto que cuelga de su chaqueta de seguridad. Espero la otra opción, pero Heinz-Jürgen Gelling sigue callado. ¿O?, digo por fin. Sí, dice Heinz-Jürgen Gelling, es decir..., y se aclara la garganta. Si usted no tiene una dirección para dar, dice él después de aclararse la garganta y después de no mirarme en absoluto, porque ahora mira ahora al piso metálico del camión de la brigada, la policía la trasladará al albergue más cercano. Albergue, digo yo en voz muy baja y con mucho esmero, y creo que mi voz suena sorprendida. Ahí prefiero no ir, digo. Muy pocos quieren, dice él y anota la dirección que le doy.

 

Luego dice Heinz-Jürgen Gelling Debo irme. ¿A dónde?, pregunto. Fin del trabajo, dice él. Terminó el operativo. Usted está en el operativo, digo yo, y él dice Yo soy bombero. Estoy aquí porque estoy en el operativo. Y ahora el operativo terminó, digo, y él asiente, y yo pienso en qué significa, a saber: que formo parte del operativo de Heinz-Jürgen Gelling y por eso estoy como el operativo: terminada, e inclino la cabeza, porque no sé cómo separarse cuando se ha sido una roca que puede andar, y ahora un bombero cuyo trabajo ha terminado, y una víctima de incendio, que en un par de minutos será llevada a otra parte.

 

En fin, dice Heinz-Jürgen Gelling y se aclara la garganta y señala a los policías delante del camión de la brigada y mira al piso, mientras me ofrece la mano. Y yo miro su mano y la tomo y la estrecho con cuidado, y él estrecha la mía con el mismo cuidado, y se pone de pie. Que le vaya bien, dice él, se dirige hacia la puerta del camión, desciende de un salto, no se vuelve si quiera una vez sino que: desaparece, y yo me quedo sentada y respiro y observo mi mano y sólo más tarde, mucho más tarde, caigo en la cuenta de que me he olvidado de besarlo.


Traducido por Nicolás Gelormini
 

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