Anette Selg, Vorpommern/Berlin (D)

Anette Selg nació en Tuttlingen en 1968, ahora vive en Pomerania Occidental y en Berlín. Selg ha sido propuesta para el concurso por parte de Klaus Nüchtern.


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Anette Selg

Madre, padre, hijo

La mujer espera en la habitación a oscuras hasta que el niño se halla dormido. Éste yace en la cama grande junto al hombre, en dos horas despertará con las mejillas rojas y los cabellos desordenados, y entonces los tres irán al restaurante de enfrente, que es parte del conjunto de bungalows blancos, beberán el café de la tarde y el muchachito beberá un helado. La mujer toma su libro, agarra al salir una sábana de la barandilla que está delante la puerta, y baja por la estrecha escalera exterior. Un azul enorme resplandece sobre su cabeza, como las tardes anteriores, excepto el día de su llegada, en que todo estaba gris debido a la lluvia. Del apartamento en la planta baja no llega ruido alguno, las dos niñas duermen y seguramente sus padres también. En la cuerda para tender ropa, frente a los postigos cerrados, se secan trajes de baño para niños, gorras para el sol, un bañador grande y negro que pertenece al padre de las mellizas.

 

La mujer sigue el camino de losas entre el césped quemado, pasa junto al cubo be la basura, un tonel de aceite laqueado de azul, delante de la palmera deshojada, y llega a los arbustos de olivo, los alerces, los setos con hojas brillantes como el cuero, que separan de la playa el pequeño grupo de casas. Unos días atrás descubrió una cueva entre las plantas, un albergue nocturno con esterillas viejas y estropeados colchones de aire: con las cosas que quedan en la isla cuando los turistas parten. Se acuesta cerca del mar junto a una sombrilla, uno de cuyos costados cuelga como un ala rota, cierra los ojos y piensa que esas horas de mediodía le pertenecen ahora como hacía tiempo no sucedía. Siente la arena tibia bajo sus brazos y piernas, coloca una mano encima del vientre y lee un libro sobre una pintora parisina, que vive en una casa con dos hombres y al final los abandona. Quizás es justamente la soledad él único lugar posible, escribe la pintora en una carta a un tercero. Y la mujer piensa en su sala de estar dormitorio habitación de los niños en Berlín, en su escritorio de la espaciosa redacción, y le parece un lujo infinito poder disponer de una soledad propia. Al final de la historia ve a Theo, el padre de las mellizas, que aparece a la izquierda de su libro y desaparece por la derecha. Lo sigue con la mirada mientras él se inclina y levanta algo de la orilla, almejas, piedras, no puede distinguirlo.

Anette Selg (Foto ORF/Johannes Puch)

 

Por la noche hay conchas de erizo de mar, rojas, verdes, marrones, en el la mesa que comparten las dos familias en el restaurante. En el centro, damajuanas de agua, platos con papas fritas frías, huesos de cordero, pequeñas botellas de ouzo, de cuello angosto. El niño está sentado entre las mellizas, para quienes él tiene un único nombre: Tildafrieda. Dos cabezas morenas y una rubia, y Theo levanta su vaso y brindan por la isla griega en la que se han conocido, aunque en Berlín viven apenas a unas pocas calles de distancia. Brindan por su isla, una roca en el agua con un pueblito de pescadores y una iglesia cerrada en la cima de una loma. Junto al embarcadero del vapor se ondean balandras de pesca pintadas de azul y rojo, más atrás en la bahía, el grupo de los bungalows blancos. Gato, dice el niño y se desliza de su silla para dirigirse hacia el pequeño atigrado que huye saltando al muro del restaurante y baja corriendo la corta pendiente hasta la playa y el agua. El muchachito regresa despacio a la mesa. Hora de dormir, dice su padre y lo deja trepar a su espalda, la mujer de Theo pone a las mellizas en el carro y se escabullen juntos en la noche.

 

La mujer corre tras ellos, le da al muchachito un beso de buenas noches, regresa a la mesa con Theo. Miran hacia el mar y por el techo abierto del restaurante, al cielo estrellado e impenetrable, sólo la primera noche había un toldo allí. Se quedan sentados sin hablar, están contentos de que por fin haya tranquilidad. Cuando la mujer siente cómo se tocan sus brazos, se aparta un poco con su silla. En algún momento el viejo de la mesa contigua se sienta con ellos, un hippie encanecido con dignidad, de túnicas amplias, barba abundante, rulos salvajes. El hombre lo llama el filósofo. Vive solo en uno de los bungalows y con su cámara llega siempre a la playa una vez que ha comenzado a caer la tarde. Adonis, así se les presentó la primera noche. Con él hablan inglés, responde despacio e inseguro, se pasa la mano por la barba gris, como si acariciara un animal, y de una botella de plástico transparente les sirve grapa en sus vasos. From the Greek mountains, dice. Cuando la mujer camina con Theo de regreso a los bungalows, tropieza con las losas, groseramente labradas, que están en todos los caminos, y se sujete de él por un momento para no caerse.

 

A la mañana siguiente oye la voz de las mellizas del otro lado de la puerta. El esposo aún duerme, ella le extiende la sábana por sobre la espalda desnuda. El niño está en una esquina de la cama con barandillas, la cara amoldada contra los brazos rollizos, y cuando ella se acerca, por un momento abre los ojos -tiene sus ojos, color verde castaño-, luego sigue durmiendo y ella sale de la habitación en camiseta y calzones. Se sienta en el banquito junto a la puerta y apoya la cabeza en la blanca balaustrada. En el horizonte, el mar, mucho más azul que el cielo. Las mellizas juegan debajo de ella, en el césped, y se pintan entre sí con acuarelas. Ve a Theo a cierta distancia inclinado sobre su velero, que tiene el largo de un brazo. Trabaja en él desde el día que llegaron, su fondo lo tejió con ramas y lo recubrió de papel maché y después lo adornó con retazos de tela. Debe haber trazado a su alrededor un círculo mágico que las niñas no osan penetrar, mientras él pinta la quilla, del tamaño de un puño, y el casco del bote, con el mismo azul resplandeciente de las puertas y ventanas a su alrededor. Cuando él se cruza con su mirada, levanta brevemente su mano azul y ella señala un barco grande en el horizonte. Luego regresa a su habitación, se quita la camiseta y se acomoda contra el hombre dormido, pone su brazo alrededor del vientre del hombre, de modo que ya no hay aire entre ellos, y escucha su respiración y la del niño.

 

Por la tarde, en la playa, sigue leyendo y piensa que en las historias no hay piel, no hay manos, no hay cuerpos, mucho menos cuerpos que se encuentren, sólo nostalgias inasibles, que corren por calles parisinas o esperan en habitaciones oscuras, bares y parques. Más tarde atraviesa la playa vacía de gente y entra en el agua. Cuando nada de regreso ve sentado en la orilla a Theo, que manipula piedras grandes que va poniendo en el fondo del barco y levanta la cabeza apenas un instante, cuando ella pasa a su lado. Sin embargo, cuando yace tendida sobre su lona, siente sobre sí la mirada de él. En el libro, los nostálgicos hacen todo por permanecer nostálgicos, pasan días enteros solos en la cama, están desvelados por las noches, llaman por teléfono y escriben cartas, luego cuelgan sin decir nada o no despachan las cartas. Las muertes que ellos mueren les son conocidas de una vida anterior. Hoy ella muere otras muertes: una camiseta de niño que flota hinchada en la superficie del mar. Los ojos abiertos del niño. Su sollozo cuando ello lo estrecha contra su pecho, lo lleva a la orilla.

 

Cuando la mujer despierta, Theo está a pocos metros de ella protegido por otra sombrilla. Entonces ella escucha voces y ve que la mujer de Theo viene con las mellizas, construyen una fortaleza alrededor de él con brazaletes, cubos y animales flotantes. El amor debe ser dicho, lee la mujer y recuerda los primeros días con el niño, que había traído consigo su propio mundo en el que la lengua de ella no valía nada. En determinado momento ella tarareó una melodía para el ser extraño, porque sus palabras no servían para ese amor. Y entonces salen de entre las matas a toda velocidad el esposo y el niño y se arrojan sobre ella, y sólo cuando regresa desde el restaurante a los bungalows, caminando con Theo y el muchachito bajo un cielo blanco de estrellas, y sube la escalera con el niño en brazos y lo pone en su camita, y no atraviesa la puerta hasta estar segura que todo debajo de ella permanece en silencio, sólo entonces vuelve a ocurrírsele que los amantes están ahogados en sus historias. Está parada sobre el césped gris y mira al cielo, y cuando Theo deja el apartamento, caminan uno muy cerca del otro hasta la playa, andan de la mano sin saber cómo ha sucedido, y sólo se separan cuando alcanzan el cono de luz del restaurante.

Anette Selg (Foto ORF/Johannes Puch)

 

Los otros dos hablan con Adonis, que desde la mesa vecina se inclina hacia ellos. Lucen como una pareja, piensa la mujer, y cuando Theo y ella toman asiento, el viejo acerca su silla y extrae de su riñonera un librito de plástico, un álbum manoseado, en todas las fotos mujeres desnudas, acostadas en aguas bajas o sentadas sobre un peñasco o en la arena. Cuerpos sin rostro, pues todas esconden su cara del fotógrafo. La mujer se pregunta si él habrá dormido con ellas antes o después de fotografiarlas, si es eso lo que él quiere contarles eso con su colección, y no dice nada sobre las imágenes, que a juzgar por los colores seguramente ya tienen diez o quince años. Esa noche el viejo no se queda, sólo pone su botella de plástico, medio vacía, junto al agua de ella, guarda su álbum en la riñonera y se despide. Luego son cuatro a la mesa, y brindan entre sí con el aguardiente obsequiado, fuman cigarros griegos, y la mujer de Theo cuenta acerca de su abuela, que poseía todo un jardín palaciego lleno de rosas en algún lugar de Alemania del sur, y de cómo por las tardes caminaba con ella entre los resplandecientes arriates y por la noche se sentía como borracha a causa del aroma. La mujer de Theo tiene cabellos de color castaño claro y cortos, como Jean Seberg en Al final de la escapada, y al hablar se aplastaba el pelo sobre la frente, con un gesto que igualmente podría provenir de la película. Es una persona baja, delgada, con rasgos proporcionados y dientes rectos. Su familia en algún momento rompió el contacto con la abuela, dice la mujer de Theo, y desde entonces nunca volvió a estar en los jardines. Sólo para la boda la invitaron a la abuela. No cambió palabras con mi padre, y conmigo sólo las necesarias, pero Theo le agradaba. Desde el primer instante había sentido afecto por él. Theo no dice nada al respecto, y la mujer piensa que ella siempre ha envidiado a esas personas, que no hacen nada y, sin embargo, son amadas. Vuelve la vista hacia su esposo, que está sentado con los brazos cruzados detrás de la cabeza, piensa que ambos no la tienen demasiado fácil ni demasiado difícil, y que eso quizás combine bien. A veces, cuando despierta por las noches, le acaricia la cara interna de los brazos y se hunde en su suavidad y se desliza de regreso a dormir y soñar. Esa ternura existe, y también el encanto, cuando duermen juntos, pero ¿hay deseo?, piensa ella, ¿como el hambre y la desesperación? Bosteza y está demasiado cansada para sostener la mano delante de la boca, dice: Buenas noches a todos, y cuando se levanta, dice Theo: Yo también me voy, y deja con ella el restaurante, en el que sólo están ocupadas su mesa y otra pequeña junto a la pared, donde están sentados dos hombres de pueblo que conversan algo con el dueño y su mujer. Esta sostiene en su regazo a su muchachito dormido, que tiene los rizos rubios y la piel clara del cocinero.

 

La mujer mira al pasar en el espejo que cuelga delante de los baños, ve dos siluetas oscuras y escucha sus pasos como si fueran uno. Nunca camina con su esposo en semejante armonía. Van de la mano, cuando alcanzan la parte no iluminada del camino. Es un sencillo estar juntos, como con un hijo pequeño. Y así se besan cuando llegan al bungalow, de la cuerda pende una vela triangular amarilla, recortada de una cortina. Y así la mujer sube, y cuando despierta por la noche, porque el niño suspira mientras duerme, el esposo aún no ha regresado, apenas por la mañana yace junto a ella y la estrecha contra sí, cuando ella quiere salir de la cama, y él desliza una pierna entre sus muslos y le quita las bragas con el pie y, como cada vez, ella piensa: eso lo aprendió de mí, y ya no puede recordar de quién lo pescó ella.

Anette Selg (Foto ORF/Johannes Puch)

 

Esa mañana resuelven hacer una excursión por el cerro de la isla, hasta un local que está del otro lado. Como mariposas curiosas, piensa ella, cuando durante el descenso ve delante de sí a las niñas y a la mujer de Theo, que avanzan dando saltitos por la estrecha senda, vestidas de faldas blancas y chaquetas deportivas y gorras de hilo. En la cima crecen pequeños arbustos que en el paisaje cantoso parecen puercoespines. De tanto en tanto un olor áspero llega hasta la nariz de la mujer, como cuando uno se acerca demasiado a un extraño en el metro. En el parador suena música electrónica, hay mesas de madera oscura bajo un techo de hojas de palmera, el suelo está cubierto de guijarros blancos. Piden pastas con salsa de tomate para los niños, y entradas griegas y ouzo, hablan de clubs de música electrónica y estudios, zapatillas y gafas deportivas. Después de comer observan a los niños, que persiguen a los gatos y se esconden en las ánforas de barro desperdigadas por toda la arena. Y todos beben más café y ouzo y siguen fumando sus cigarrillos griegos y del parlante sale Killing me softly y la mujer de Theo habla del concierto en el Metropol, rodeados de chichas adolescentes, y Theo gime: Lauryn Hill, y después le da un largo beso en su frente trigueña y ella apoya la cabeza contra su pecho. Y la mujer coloca las piernas sobra la silla de al lado y se recuesta contra el esposo y dice: eso siempre me ha gustado, cuando todos se dormían escuchando la Bella Durmiente, y de niña me preguntaba si todos los demás dormían cuando yo lo hacía.

 

Durante toda la tarde no despiertan de su encantamiento, empujan de regreso por la montaña los carros con los niños dormidos, caminan por el abandonado paisaje verde grisáceo como extraterrestres con sus anteojos de sol, gorras de béisbol, bandoleras y pantalones chándal. A lo lejos reconocen las últimas islas griegas frente a la costa turca. La vista está cortada en dos por el grueso y negro cable eléctrico que, balanceándose en postes de madera, ciñe la isla. Llegados a su playa, todos se arrojan sobre la arena y los niños juegan en la espesura de los arbustos, y sólo cuando el sol cae, y la mujer nunca ha visto desaparecer de ese modo el sol en el mar, tan rojo, tan fulgurante y encendido en sus últimos instantes, apenas entonces, cuando el sol ha desaparecido, ella ve las sombras en los rostros y las mellizas comienzan a golpearse, y el muchachito llora y dice: dolor de panza.

 

Esa noche la mujer percibe la convivencia con Theo, percibe que despierta expectativas, que su nebulosa agrupación forma contornos, quiere distinguirse de otras afinidades. Y ella reacciona irritada ante su propia inquietud y ante el muchachito, cuando éste vuelca toda la botella de refresco sobre su blusa, y no se deja calmar por nadie y lleva a los niños a casa con la esposa de Theo y luego no regresa al restaurante. En su sueño Theo está delante de la casa en Berlín, y le pide un sobre para una foto muy grande que él tiene enrollada y de la que ella está celosa porque él la abraza con tanto cuidado, y ella no encuentra nada conveniente y regresa a él con las manos vacías. Cuando despierta, va al baño y bebe un vaso de agua. Luego deja la habitación, se sienta en el banquito que está enfrente de la puerta y observa cómo el cielo se aclara despacio. Piensa en el sol ardiente, que se hundió en el mar y ahora se eleva detrás de la montaña. Ve a Theo abajo, que está con la vista alzada hacia ella. Juntos caminan por las losas, por el césped cubierto de rastrojo, que conduce a la playa, y se acuestan en la cueva de toallas y esteras y colchones de aire. En un momento la mujer abre los ojos y ve un perro que corre a lo largo del agua, un viejo lo sigue, luego ella vuelve a hundirse en la invisibilidad que los rodea a ambos, percibe lo extraño de la presencia de Theo, sin que esto la inquiete, sólo a veces sus manos tropiezan con huesos piel cabellos ajenos. Después de eso, sigue completamente despierta, el azul de la mañana penetra a través de las hojas, tintinea, ella nada y se viste y camina a lo largo de la playa hasta el restaurante. El ayudante de cocina polaco le hace un café moca, pero él no lo prepara como los otros, con polvo y agua caliente, sino que tuesta el café en un jarrito y luego lo hace hervir dos veces sobre el mechero de propano detrás de la barra, como el camarero del pequeño vapor, en el viaje de desde la isla grande hasta aquí, la isla pequeña. En ese viaje su esposo estaba sentado al lado de la mujer de Theo y las mellizas, cuando ella volvió con las dos tazas. La mujer bebe el café caliente y al partir mira el espejo delante de las puertas de los baños, ve ojos muy negros y un rostro en el que todo está en su lugar como no sucedía desde hacía tiempo. Regresa por las rústicas losas, y se acuesta junto su marido, y su vida se cierra sobre ella.

 

Por la mañana de la partida todos tomaron el ferry de las siete hasta la isla más grande y allí abordaron un vapor imponente que traía de regreso a Atenas a los turistas de los pueblos de pescadores. La tarde anterior habían trepado a la lengua de roca lisa, que en la bahía vecina se adentraba profundamente en el agua. Theo llevó su velero sobre ambos brazos, y con cuidado lo hizo deslizarse en el mar desde las últimas piedras. El velero primero se inclinó hacia un lado, luego hacia el otro, giró lentamente al viento, y luego emprendió viaje, se alejó de ellos en una línea paralela a la orilla, sin acercarse a la playa, o al horizonte. Por la tarde el viejo había vuelto a sentarse a su mesa y les había servido grapa, y había contado, cuando ellos se despidieron, que él todos los años pasaba tres meses en la isla y a finales de septiembre siempre regresaba a Atenas, y a continuación había extraído de su riñonera una pequeña tarjetita plástica, Antonis Finikas estaba impreso allí, junto a la foto carnet de un hombre de bigote cuidado y cabellos cortos y ordenados, y con cintas y estrellas en las hombreras. Me, dice, me that is, y que él en Atenas trabaja en la Fuerza Aérea, como oficial técnico de la defensa antiaérea, él es eso en su otra vida, pero había una cosa que ellos no debían olvidar, que esa era la isla más bella del mundo y que ellos necesariamente debían volver el verano siguiente. Y Theo dijo que él programaba esos sistemas para una firma norteamericana, esos dispositivos de defensa antiaérea. La Fuerza Aérea griega recibía gran parte de su material de los norteamericanos, dijo el viejo. Y compartieron en voz alta implementaciones técnicas, denominaciones, códigos de modelos, y a la mujer le pareció que por fin los dos habían encontrado su propio idioma.

 

En el inmenso vapor, que estaba repleto, se sentaron junto a un matrimonio italiano. La mujer, gorda, vestida de lino negro y un gran collar de madera al cuello, copiaba algo de su agenda en un libro forrado en cuero con páginas color crema. Ella arrancaba las hojas que ya había trascripto del block de notas, las hacía un bollo y las arrojaba por la borda al agua. El hombre, de traje de pana con la chaqueta abierta, tenía delante de él en la mesa un libro de bolsillo, La historia cultural de Grecia, de Friedell, y cuando se sirvió más vino de una botella plástica, le mujer leyó de la página abierta: También las noches sin estrellas fueron sólo tres por año.

 

Estuvo a solas con Theo una vez más, en el baño de damas del barco, cuando les limpiaron los pies a los niños en los lavabos, y enjabonaron blandos tobillitos y deditos. No levantó la cabeza, no quiso ver reflejada esa intimidad, miró el brazo delgado y oscuro de Theo junto al suyo, le ayudó a vestir de nuevo a las niñas y pensó que desde aquella mañana no habían vuelto a cambiar palabra. Luego se quedó un rato largo en la cubierta superior con el niño, que no se hartaba de mirar las olas blancas que el barco producía tras de sí, sintió el pequeño brazo alrededor de su pierna y pensó en cómo ayer a la noche había paseado por la playa y, en la bahía detrás de los bungalows, había descubierto, apoyado contra el bajo muro del muelle, el velero de Theo. Alguien debía haberlo traído a tierra, sacado del mar y llevado hasta el muro. El cuidado con que el bote había sido depositado la conmovió, y también el hecho de que pasaría la noche en un puerto seguro. Pero desear, le habría deseado otra cosa: días turbulentos sobre el mar amplio, antes que finalmente sucumbiera o se desintegrara y flotara sin rumbo.


Traducido por Nicolás Gelormini
 

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