Karl-Gustav Ruch, Zurich (CH)
Nacido en 1954 en Zürich; reside en Barcelona. Formación como profesor de Música en Winterthur. Estudios de Filología Germánica, Filosofía y Psicología en la Universidad de Zurich.
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Detrás de la pared
Jueves 3/9
No es posible determinar con exactitud de dónde proviene; sólo sé que está en el viejo muro que nos separa de la casa vecina y a la vez nos une con ella. ¿Viene de la tercera, de la cuarta planta? ¿O es conducido por canales insondables desde la primera planta o la planta baja? Se oyen suaves arañazos, como si alguien pasara rítmicamente un buril sobre el revoque grueso; a veces parece más bien un delicado raspar, rascar, acariciar, luego un apagado golpeteo. Pasea de aquí allá por la pared, a veces está al alcance de la mano, luego otra vez tan lejano y débil que no estoy seguro si realmente lo oigo o sólo me lo imagino. Busco en diccionarios: raspar, rascar, raer, tallar, limar, croar, crujir, crepitar, tamborilear, pero me temo que es un ruido al que uno no se puede aproximar con los vocablos conocidos. Me viene a la mente mi madre que, cuando no encontraba la palabra adecuada, simplemente se la inventaba –y esto sucedía casi en cada frase–, y anoto en mi cuaderno: crismar, cuellear, grumear, tonelear, escarraspar, rascarbar. Subrayo escarraspar. Pero no tiene el matiz correcto. Retiro todas las palabras.
Es tranquilizador vivir al lado de un muro contrafuego cuya vida interior se conoce. Salvo ese ruido nuevo, me son familiares no sólo la mayoría de los sonidos, también conozco las historias correspondientes. Ahí esta la tosedora viuda María de la tercera planta. Todos los días a las 8:30 pone los platos en la pila de acero cromado, justo detrás de mi escritorio, y comienza a fregar. Se oyen como cencerreos, tintineos, chirridos, y cuando ella deja caer una sartén pesada la argamasa del muro se estremece y murmura. Después de lavar ella comienza a toser, apoya sus muletas contra el piso enlosado y, jadeante, va cojeando hasta la sala. Los golpes sordos de las conteras se alejan. El televisor se enciende, programas de charla, series. Más o menos a partir de las 12:30 la viuda vuelve a estar directamente detrás de la pared, da tosecitas y va y viene en la cocina. A las 14:00 de nuevo se oyen alegres cencerreos en la pila, luego el choque de las muletas contra las lozas, toses, el televisor se enciende. Lo mismo se repite por las noches. A las 21:30 se oyen tintineos, a las 22:00 hay calma en la tercera planta. A eso de las 23:00 suaves vibraciones, la viuda ronca. También su cama, en la que fue parida hace setenta y nueve años, está contra el muro contrafuego, pues allí uno se siente seguro, allí uno se siente bien. En 1939, en una de las peores noches del bombardeo, poco antes del final de la República, estaba en el dormitorio la niña de once años con el padre, la madre y el pequeño Manuel, apretados contra el muro bajo el crucifijo de madera, sonaban truenos, silbidos, por las ventanas rotas penetraba la luz flameante del gran incendio, en todas partes un humo picante, luego se produjo la explosión en el patio interior, todo alrededor se derrumbó, pero el muro contrafuego permaneció en pie, seguro y firme, y sostuvo las vigas en el anclaje, las habitaciones contiguas y las escaleras salieron sin daños y el crucifijo de madera quedó un poco inclinado sobre la cabeza de María.
Cada mañana a las 9:00 comienza a sonar en algún lugar el piano. Escalas atraviesan veloces y amenazantes las paredes. Escala mayor, menor, de semitonos y de tonos, alteradas cromáticamente se elevan a alturas vertiginosas, caen en profundidades gruñonas y vuelven a alzarse hasta la calma de la nota de partida; terceras y sextas se desprenden de la pared, se arremolinan en el aire, revolotean de regreso al muro y allí retumban hasta que dejan de rodar. Siguen algunos compases de una fuga de Bach que se interrumpe, comienza otra vez desde el principio, y el piano avanza trabajosamente y paso a paso por la partitura hasta el liberador acorde final en re menor. A las 10:50 bruscamente cesan los remolinos de notas y el piano es cerrado. El maestro ya ha concluido su entrenamiento matinal, los dedos se mueven sin fricciones y él vuelve a creer en un éxito cercano. A las diez comienzan las clases. Cada hora en punto es tocada con escalas, primero rápido, luego despacio con intermitencias –profesor, alumno–, estudios de Chopin, preludios de Bach, el comienzo de una fuga, despacio, repetición veloz, eco arrastrado –alumno, maestro, alumno–, luego interrupción, el maestro baja la tapa del piano.
Entre las 9:15 y las 9:30, cuando el piano hace una pausa, se oye el murmullo del desagüe, y la mayoría de las veces al mismo tiempo una estridente voz de tenor entona: Qui presso a lei io rinascer mi sento, e dal soffio d’amor rigenerato… Es Alfredo, así lo llamo según su papel favorito de La Traviata, él canta, se ducha, el agua, satisfecha, hace gárgaras en los caños, Vivere io voglio a te fedel. Dell’ universo immemore io vivo quasi in ciel, …io vivo quasi in ciel… Después de la ducha matinal nos regala a los vecinos una breve pausa. Luego una puerta se abre. Alfredo baja las escaleras hasta los buzones saltando como un niño –lo oigo por la ventana que da al patio interior– y allí busca la ansiada noticia, pues Alfredo compuso hace tiempo una ópera y envía su partitura al mundo año tras año, a editoras musicales, competencias, concursos. Pero la mayoría de las veces sólo encuentra en el buzón folletos de nuevas lavadoras o del nuevo servicio de pizza a domicilio, y a veces también una respuesta a su esperanza. Alfredo sobrevuela el texto hasta que encuentra las palabras decisivas: Le agradecemos el envío de su partitura y la hemos leído con interés. Lamentablemente… Usted ha tenido la amabilidad de confiarnos su partitura, lamentablemente…, Hemos analizado con mucho interés su partitura, sin embargo, lamentablemente… a continuación Alfredo sube las escaleras como un anciano y durante una hora no se lo oye más. A eso de las 11:00 vuelve a empezar. Presa de la ira, la voz de Alfredo recorre de arriba abajo las escalas. Esto dura unos veinte minutos. Después se oye un trote en las escaleras y Alfredo desaparece de mi campo auditivo. Por la tarde lo veo a veces en la estación del metro, cerca de la ópera. En la estación Alfredo se convierte en Orfeo. Grita arias y recitativos contra las paredes de azulejos que cantan con él y le devuelven los gritos de modo tan extraordinario que es un placer. Cortese Eco, cortese Eco amorosa, che sconsolata sei, y cuando llega o parte un tren, él se amplifica y le lanza una tirada especialmente virtuosa: In così grave mia fiera sventura non ho pianto però tanto che basti, su clara voz de tenor se mezcla con el rechino de los frenos, con el susurro de los motores que se aceleran, con el golpeteo de las ruedas, y en ese momento él, Alfredo, Orfeo, siente que su alma florece en medio del bramar y rugir del mundo.
En ocasiones también me llegan ruidos desde el ático. Más o menos cada media hora se oye un murmullo o un burbujeo en el desagüe que comunica mi baño con la ducha de Alfredo y la cocina de arriba. Allí vive un escritor austríaco que ronda los cincuenta. Vino hace unos tres años, alquiló el desván, y se instaló frente a su escritorio. Nunca lo he visto en la calle o en el café, pero a veces me lo encuentro en las escaleras, siempre con un sobre grueso bajo el brazo. Él inclina la cabeza, dice Servus, se pega a la pared para seguir su camino y se pierde rumbo al techo. Una vez me aposté delante de mi puerta ocupando casi todo el pasillo y lo forcé a hablar:
–Hola, qué tal, ¿cómo van esos garabatos?
Estupefacto, se detuvo.
–Por favor, ¿qué garabatos? Yo no garabateo, escribo textos literarios.
–Okay, ¿cómo van los textos literarios?
Dijo que había escrito cinco obras de teatro, cientos de poemas, también una libro de cuentos, pero todo permanecía en la gaveta, él no arrojaba sus margaritas a los chanchos, toda la industria editorial de lengua alemana, todo el ambiente literario era, según él, una puta grasienta, venida a menos, y él la evitaba como el diablo el agua bendita, no, la comparación no era traída de los pelos, en cuanto escritor uno debía mantenerse distante del agua bendita y de las putas, pero sí podía cometer diabluras, y para tal cosa no había mejor lugar que este país y allá arriba en el ático, por cierto –carraspeó y ensayó una sonrisa–, sólo en medio de y por encima del alboroto de la gran ciudad encontraba él el necesario retiro para la inspiración demoníaca, etc. Mi ostentosa mirada al sobre que él tenía bajo el brazo y que, yo suponía, era un envío de un manuscrito a una editorial, fue ignorada por él. ¿Qué estaba escribiendo?, le pregunté. Él intentaba, me dijo, un nuevo estilo, la síntesis cacofónica. Su obra principal, en la que trabajaba desde hacía ocho años, consistía en cientos de microhistorias que él fundiría en una sinfonía cacofónica siguiendo la forma sonata; pero precisamente esa fusión cacofónica era lo difícil, y desde hacía años él no se ocupaba con otra cosa que con esa síntesis cacofónica, que conectaría los elementos aislados en un superior conjunto diabólico-cósmico, pero sin unirlos, sin anular las contradicciones, sin armonizar, claro… No entendí el resto de su abundante discurso, y me despedí de prisa bajo un pretexto cualquiera. Estoy contento de que desde entonces el austríaco haya regresado al lacónico Servus, y además sus cacofónicos ruidos de cocina no me molestan en absoluto, muy por el contrario, me regalan una especie de abrigo acústico y me recuerdan que no estoy solo junto a la pared.
Viernes 4/9
El sonido extraño me inquieta, perturba la calidez de mi nido. Pongo la oreja contra la pared. Es un ruido homogéneo y seguramente es producido por más de una persona. ¿Persona? Quizá son ratones o ratas o hay encerrado un gato. Va y viene sin regularidad evidente. Puedo traer a la memoria el nuevo ruido, pero no puedo atribuirlo a ninguna acción determinada. Sigue siendo un ruido sin una historia segura.
Un golpe. La pared tiembla, la argamasa se estremece y murmura. Era la puerta de los vecinos de abajo, la tercera planta. ¡Me cago en la puta![1], grazna una voz ronca. Hay lío. Un pie patea la puerta de madera. ¡Hija de puta, que te mato![2] ¿Era Joan, el hijo que maneja motos y coches robados? ¿Era Jordi, el esposo que gasta su dinero de paro emborrachándose en el bar de abajo? ¿O eran los dos simultáneamente? Los gritos son tan difíciles de diferenciar como los puntapiés contra la puerta. En las escaleras resuenan gritos furiosos. A continuación, ligero temblor bajo mis pies. Ahora está calmo en el apartamento de abajo. Demasiado calmo. Una calma que comienza a lloriquear, sollozar, llorar, aullar, ejecuta un crescendo y dispara como una ametralladora: Malditos gilipollas, sinvergüenzas, hijos de puta, malcriados, gandules, subnormales, basura, no puedo más…[3] Esa es Pepa haciendo su solo al que únicamente da inicio cuando la dejan sola. Otra vez golpes contra la puerta. Ahora es Pepa la que martillea con sus puños desnudos y sus pantuflas la misma puerta que casi derribaron su esposo y su hijo antes de precipitarse fuera del apartamento. Finalmente los golpes se debilitan, el rugido disminuye, Pepa está agotada.
Bajo y miro. El apartamento está en silencio. La puerta de Jordi y Pepa tiene, a causa de los numerosos golpes, una grieta a través de la cual por las noches brilla un pálido rayo de luz amarilla. Aprieto el ojo contra la parte más ancha de la hendija y puedo ver, sobre el damero negro y blanco del piso de baldosas, los tacones de Pepa, los zapatos deportivos de su hijo y las pantuflas de su esposo. ¡Me cago en la puta!, grita de pronto una voz en el apartamento. Me sobresalto y me aprieto contra la pared al lado de la puerta. ¡Me cago en la puta! Es Rocco, el papagayo de Peña, el único de la casa al que siempre divierten los insultos. Vuelvo a mirar por la hendija. En el suelo, bajo la puerta de la sala, hay un manojo de pelos. ¿Pelos de Pepa? ¿Una peluca que alguien ha arrojado? Abajo en las escaleras chirría la puerta de calle y vuelve a caer en sus goznes, resuenan pasos. Miro escaleras abajo. Una mano velluda se desliza veloz hacia arriba por el pasamano. Jadeos asmáticos. Subo sin hacer ruido y me escabullo en mi apartamento.
Domingo 6/9
Calma dominical. Salvo por los periódicos murmullos en los caños de agua, por la mañana estuvo todo tranquilo en la pared. Es de suponer que la mayoría de los habitantes del edificio aprovecharon el buen tiempo y se fueron de excursión. Si apoyo la oreja contra la fría pared, sólo un monótono zumbido. Ssssssssss. Retiro la oreja de la pared. Continúa el zumbido. ¿Es el zumbido de mi propio oído? La semana que viene consultaré a un otorrinolaringólogo.
Después del almuerzo, cuando, como todos los que se quedaron en el edificio, me acuesto para hacer la siesta, también la pared duerme. Ella ronca. Arrulla como una paloma. Suspira. A eso de las 17:00 comienza a dar lamentos: ay, oh, dos voces que se superponen, luego en alternancia, pregunta, respuesta, jadeo rítmico, decrescendo, crescendo, te quiero, te quiero…[4] y finalmente, al unísono, dos gritos liberadores. ¡Eh, eh!, repite Rocco, ¡Me cago en la puta! Nadie del edificio sabe dónde lo están haciendo: ¿en la casa de adelante, en la de atrás? Sólo se los oye los domingos por la tarde. Quizás se hospedan en un departamento que algunos conocidos amablemente ponen a su disposición para el entretenimiento dominical.
A primera hora de la tarde se oye a través de la pared el martilleo de un duro drumbeat. Es el piso compartido para estudiantes de la cuarta planta. Se suma una rítmica línea de bajos, un sintetizador ulula mordaces fragmentos musicales, luego comienza una voz en ritmo de reggaetón: Aunque madrugue, ni Dios me ayuda, quiero gritar y salir de mi sombra, en mi pozo solo el eco me nombra…[5] y Rocco parece alegrarse especialmente por esta animada tarde de domingo: ¡Eh, eh, me cago en la puta!
Lunes 7/9
Esta mañana Pepa me preguntó en las escaleras si en mi apartamento también se oye el extraño ruido de la pared. Suena muy raro, como si alguien estuviera raspando el revoque con una aguja. A veces son más bien golpes o ruidos metálicos. Exacto, exclamó Olga de la primera planta, que acaba de bajar las escaleras y ahora resuella, golpes y ruidos metálicos, como una cadena. Sólo espero que no… imagínense…, y agitó en la mano un periódico y señaló un artículo con el título: Sigue desaparecido el director de banco secuestrado. Las primeras pistas apuntan a ETA. Le pusieron una pistola en la cabeza cuando estaba en el café Ferran, parloteó Olga excitada, en pleno día, lo sacaron a la calle y dicen que lo ocultaron aquí, aquí en la ciudad vieja, pues no pueden ir muy lejos, dice la policía. ¡Aquí está! Olga sacudió salvajemente el periódico, y fue imposible leer una línea. Sólo espero que no… cada vez que oigo ese ruido del otro lado… pero Olga tampoco terminó esta frase. Imagínense ruidos metálicos, ruidos de cadenas… quizás deberíamos llamar a la… Me cago en la puta, exclamó Rocco desde la puerta abierta del apartamento de Pepa. ¡Cierra el pico!, gritó Pepa y cerró la puerta desde afuera. ¿Policía? De ningún modo, la policía no entra a mi casa. Te ve aspecto de loca y te arrestan sin dudarlo.
Y yo me imagino: del otro lado el director del banco, en su traje a medida y con corbata, la espalda contra la pared, las muñecas sujetas detrás de la espalda con una gruesa cadena, la cadena enganchada a un tornillo de cáncamo en nuestro muro contrafuego que con sus treinta centímetros de ancho nos protege mutuamente, y con cada movimiento se oye el ruido de la cadena, roza el revoque, y cada vez que él se sacude y da vueltas golpea la cadena contra la pared y tira del tornillo, y el muro contrafuego transmite ese drama invisible a nuestra sala mientras nosotros, imperturbables, tomamos el té.
Miércoles 9/9
Llamé al administrador. Se rió cuando le informé de los curiosos sonidos en la pared. ¿El muro zumba? ¿Alguna vez oyó hablar de las termitas? La ciudad entera está apestada, el centro directamente está socavado por esos bichos, van carcomiendo de casa en casa, penetran en las viejas vigas de madera y los marcos de las puertas, y de a millares, devorándolo todo, se abren camino por el yeso y los cimientos, y se las puede oír cuando roen si uno apoya la oreja contra las vigas.
Busco en una enciclopedia: Muchas especies tienen el cuerpo de color blanco o blanquecino. Por lo general las termitas miden entre 2 y 20 mm. Penetran a tropel en la viviendas humanas y destruyen particularmente la madera, devorándola completamente desde el interior, pero dejando intacta la superficie externa, de modo que objetos aparentemente en prefecto estado se quiebran a la menor sacudida. Así pues, de a millares devoran esos insectos blancos con sus mandíbulas nuestro viejo muro contrafuego, a la búsqueda de una viga de madera, y perforando forman galerías hacia arriba, abajo, hacia el vecino y hacia mi casa, nos socavan y carcomen y roen hasta que un día el muro está hueco, se derrumba y nos arrastra a todos al pozo.
No me animo a apoyar la oreja contra la pared.
Jueves 10/9
No puedo creer que el ruido lo causen las termitas. Quizás el zumbido y roer de las termitas se mezcla con el revoltijo acústico; pero seguro debe haber algo más en o detrás de la pared, también Pepa me lo ha confirmado hoy. Un suave gemido atraviesa como un hilo delgado el conjunto de ruidos; se lo puede oír claramente cuando se apoya la oreja contra la pared de azulejos de la cocina. ¿Quizá sí hay encerrado un perro o un gato… o un niño?
A veces me imagino que del otro lado de la pared está otro que, como yo, escucha, espía mi vida y se burla de mí. Las paredes oyen. Y cuanto más reflexiono, más me obsesiona ese otro.
Viernes 11/9
Ayer Pepa habló con una amiga del edificio vecino. Dice que hay rumanos ilegales, y que son gitanos. Viven a mi altura, en la tercera planta. Tratándose de esa gente nunca se puede saber con seguridad si viven allí una o muchas familias. Las escaleras directamente rebosan de gitanos, ellos cocinan haciendo fuego en la sala, todos los pasillos apestan a humo rancio y a pescado asado, también se han escuchado gritos de niños desde el apartamento, pero los niños no pueden salir de la casa, están todo el día solos y encerrados bajo llave, y los adultos haraganean en la calle y se dedican a negocios oscuros. Los niños raspan y arañan la pared con las uñas o con destornilladores y demás objetos que llegan a sus manos, claro, no van a la escuela y no tienen una pizarra, de ahí los ruidos en la pared.
Olga de la primera planta opina que no son rumanos. Apoya sus dichos en la peluquera de la planta baja, quien afirma que del otro lado viven unos negros, africanos, africanos negros como la noche. Ella los ve cuando entran al edificio vecino. Inmigrantes. Como la mayoría de esas pobres criaturas, llegaron a través del mar en una patera, seguramente forman parte de esas familias de las que hace poco se informó en la televisión: daños en el motor, el bote estuvo a la deriva en mar abierto durante días, ocho adultos y cinco niños pequeños murieron de sed, pero al mar pudieron arrojar solamente a los niños, los cuerpos de los adultos eran demasiado pesados para tirarlos por la borda, así, cuando los encontraron, yacían unos sobre los otros, los vivos sobre los agonizantes, los agonizantes sobre los muertos, y durante la acción de rescate en el mar agitado se ahogaron otros tres que no sabían nadar, pobres cerdos. Ahora las mujeres se prostituyen y los hombres trabajan como proxenetas.
Sábado 12/9
Un vecino que vive enfrente me contó en el café que se trata de personas oscuras, pero no negros, sino árabes o paquistaníes con barba, es decir mahometanos. Dijo que constantemente entra y sale gente. Supone que han instalado aquí una mezquita ilegal. Hasta algunos vienen con sus alfombras para el rezo. Todos tienen llagas, cicatrices y a veces heridas abiertas en la frente, porque cuando rezan golpean el piso con la cabeza. Después enfatiza una vez más: paquistaníes, árabes, mahometanos… Y tras una pausa: Imagínate si andan en malos pasos… no sería la primera vez que maquinan algo, y nadie intuye nada, y encima el estado les paga vivienda social, y les subvenciona la mezquita. Sólo los socialistas pueden ser tan tontos.
Voy hasta el edificio vecino y examino los cartelitos bajo los timbres. Hay tres apartamentos en la tercera planta. Primero llamo al 1. Zumbido. Luego se oye el crujido del interfono. ¿Sí? Toses. Es la viuda. Me quedo callado, luego llamo al 2. Una voz infantil grita: ¿Sí? ¿Quién?[6] Voy a la casa de los inmigrantes, exclamo cerca del aparato. Ninguna respuesta. ¿Dónde viven los inmigrantes? ¿Los chinos de la planta baja o los filipinos de la segunda planta? ¿No hay rumanos o negros aquí? No, pero paquistaníes o algo así, viven en la tercera planta. ¿En qué apartamento? Creo que en la tercera puerta. Llamo al apartamento 2 de la tercera planta. Crujidos en el interfono, rugidos, silencio. Llamo una vez más. ¿Omar?, dice una voz de mujer. ¿Omar?
Vuelvo a casa, enciendo el ordenador y busco en la guía telefónica online por calle, número , planta y número de apartamento, nombre: Omar. En la pantalla aparece un teléfono y un nombre: Omar Al-Sharar. Marco el número y dejo que suene un rato. Pasos detrás de la pared. Cuelgo. Ahora, bien distinguibles, murmullos y golpeteos. ¿Rezos musulmanes? Por supuesto también podrían ser los monólogos de la viuda, pero no me puedo sacar la imagen de la cabeza: el rítmico bajar y alzar la cabeza en dirección a la Meca, el rebotar de la cabeza contra el piso, Alá es grande, Alá es poderoso, Alá está con los pacientes.
Domingo 13/9
Por la mañana he llamado varias veces. En el tercer o cuarto intento se oye un crujido en la línea, la voz del otro en un inglés chapurreado: Hello, you Jack? Yo respondo: Yes. Call this night, dice la voz. Yo digo: Okay. Después la persona cuelga.
Los vecinos se han quedado en casa debido al mal tiempo, y la pared está repleta de ruidos. Ni pensar en una siesta tranquila. La viuda traquetea con la vajilla en la pila de acero cromado, y a esto se agrega a modo de síncopa el reggaetón del piso compartido de los estudiantes, Aunque madrugue, ni Dios me ayuda, quiero gritar y salir de mi sombra, en mi pozo sólo el eco me nombra, el caño de agua ruge y burbujea plácidamente, el escritor del ático tira sus apuntes cacofónicos en el inodoro, Alfredo se ducha y canta satisfecho Qui presso a lei io rinascer mi sento, e dal soffio d’amor rigenerato…, también el pianista se ha quedado en casa y las escalas se arremolinan en la pared, escala mayor, escala menor, suben y bajan cromáticamente, jadeos rítmicos, ah, oh, te quiero, que te quiero, cadenas oxidadas se rozan con las muñecas heridas, manos infantiles ensangrentadas raspan el revoque, mahometanos de piel oscura abren heridas en sus cabezas golpeándolas contra el muro, Alá es grande, Alá es poderoso, se oyen murmullos, gemidos, cantos, rugidos, gárgaras, golpeteos, raspaduras, chirridos, gimoteos, rechinos y ronquidos… después una grieta en la pared, la fija mirada del otro, miles de termitas blancas salen del hueco, hormiguean a mi alrededor, me atraen dentro del muro, soy una termita y hormigueo con mis compañeras de especie, con nuestras mandíbulas nos abrimos paso perforando la pared, cavamos en las placas de yeso, en la argamasa quebradiza, devoramos putrefactas vigas de madera, nos metemos por ranuras y caños, conexiones eléctricas, perforamos, roemos y nos abrimos camino hacia el otro lado, el otro lado. Me cago en la puta, se oye el golpe de una puerta. La cama tiembla, la pared se estremece.
Esta noche todo está silencioso, muy silencioso. Paso la mano por la pared fría. A continuación, marco el número.
[1] En castellano en el original.
[2] En castellano en el original.
[3] En castellano en el original.
[4] En castellano en el original.
[5] En castellano en el original.
[6] En castellano en el original.
Traducido por Nicolás Gelormini