Philipp Weiss, Viena (A)
Nacido en 1982 en Viena; vive en la misma ciudad. Estudios de Filología Germánica, Filosofía y Alemán como Lengua Extranjera en la Universidad de Viena. Estancia de medio año en Barcelona.
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Amor a las hojas
Escribo con la mano izquierda y tacho con la derecha. A veces es diferente. Entonces escribo con la mano derecha y la izquierda me sirve para tachar. En días extraordinarios escribo con ambas manos y tacho con ambas manos. Por lo cual he escrito casi exclusivamente palabras, textos, historias tachadas, me he provisto entonces de un conjunto siempre creciente de frases notoriamente impugnables. Sólo en casos extraordinarios, cuando una de las manos se cansa por el trabajo continuo de tachar, debilitada, rezagada primero, progresivamente desfallecida, finalmente postrada, sobre el escritorio, y el bolígrafo, intacto a su lado, sin abrir, también postrado, de manera que la otra mano, la que escribe, comienza a moverse por el papel con libertad repentina, improvisa, se deshace de toda precaución, se supera a sí misma en sinsentidos, locuras, se vuelve arrogante, y continúa así, cada vez con mayor fiereza, hasta que la otra, la mano negligente que había dejado de tachar, vuelve a la actividad, forzada por la necesidad, se torna hostil e interviene, intenta poner fin a ese juego, toma la pluma fuente, la destapa entre el pulgar y el índice, y comienza finalmente a tachar, sólo en estos casos extraordinarios, en esta caída del cuerpo surgen, por lo tanto, mis textos. En esta negligencia, esta flaqueza del cuerpo, surgen mis textos. En esta inmovilidad, en este entumecimiento, sólo en esta flojedad del cuerpo, en este teatro del cuerpo, surgen mis textos. Un yerro del cuerpo, una extenuación del cuerpo, y surgen mis textos. Pero este no es de ningún modo el caso regular, antes bien, algo extraordinario, casi nunca. Se trata aquí de lo minúsculo. Sólo una insignificancia de más, una huella más de abatimiento, de postración, una nimiedad más de pereza del cuerpo, solamente un asomo de debilidad muscular, y también desfallece la mano que escribe, se hunde, ya no sabe qué decir, y no surge ningún texto, ninguno tachado y tampoco ninguno de otra índole, ninguna frase, ninguna palabra más. Allí se encuentran solamente ambas manos, descansando tranquilas una junto a la otra, sobre el escritorio, en la trampa del cuerpo, desanimadas y postradas, nada más.
El tiempo era de los mejores para ir al servicio de emergencia. Fue una feliz coincidencia que yo tuviera que ir precisamente a las cinco de la mañana al servicio de emergencia. Estaba bien así y mucho mejor que si hubiera sido a las seis o incluso a las siete. A las cinco de la mañana se iban los médicos del turno noche, y llegaban los del turno día. A las cinco de la mañana los médicos del turno día todavía estaban cansados y de mal humor, pero menos cansados que los médicos del turno noche y también menos malhumorados. A las cinco de la mañana incluso se mezclaba, en la sala del servicio de emergencia, el olor de la esterilidad con el olor del café. Los médicos que llegaban del turno día hacían que las enfermeras del turno noche, a punto de partir, les prepararan café, el cual, entregado con una sonrisa, incorporaba un poco de la fatiga e incluso una buena porción de mal humor. Yo estaba contento con la ocasión de mi náusea. Caminaba despacio, pues tal como se mezclaban los olores del café y la esterilidad y las caras de las enfermeras del turno noche con las sonrisas de los médicos del turno día, así se mezclaba mi náusea con mis calambres en el hipogastrio. A las cinco de la mañana, muchos hombres esperaban sentados bajo la luz cruel del servicio de emergencia.
Yo llevaba mi traje de etiqueta con solapa de muesca, debajo el chaleco, la camisa, sobre ella la corbata oscura, arriba de todo el abrigo negro y sobre la cabeza mi sombrero. Me quité este último y entablé un diálogo con la enfermera que se encontraba en la recepción del servicio de emergencia. “¿Sí?”, dijo ella, y yo dije, “Calambres y náuseas”. “¿Por qué?”, preguntó y yo hablé de la impenetrabilidad universal. “¿Cómo?”, preguntó ella y yo afirmé que era exactamente así. Entonces callamos los dos y los dos intentamos oponernos un poco a la impenetrabilidad universal. Ella, al alcanzarme un formulario; yo, al completarlo y devolvérselo. Ambos estábamos calmados y me senté. Uno nunca entiende algo. Uno nunca entiende algo y un buen día se muere de eso; a pesar de que quería llamar a la enfermera, no lo hice y permanecí sentado.
Simone se despertó en la oscuridad, palpó su entorno para ver si yo estaba, pero yo no estaba allí, no estaba junto a ella, lo que la atemorizó, lo que la atemorizó mucho más e hizo que siguiera palpando el aire en la oscuridad, lo que hizo que, finalmente, como nada había tenido éxito, accionara el interruptor de la luz, de modo que también vio que yo no estaba allí. Simone se levantó, se inclinó, se volvió a sentar, murmuró Oskar, carraspeó, gritó Oskar, escuchó, se volvió a levantar, y se tambaleó hacia adelante hasta el cuarto contiguo, prendió la luz una vez más, miró a su alrededor, vio una hoja de papel sobre el piso, abollada, la levantó y leyó: Escribo con la mano izquierda y tacho con la derecha.
El médico tenía los anteojos sobre la punta de la nariz y la punta de la nariz inclinada. La voz del médico era aguda. La dicción era quebradiza y chasqueante, gemía ligeramente con acento extranjero. Mi estómago coincidía y emitía algunos ruidos incomprensibles. Me saqué el sombrero y el abrigo y me senté sobre la camilla del hospital. El médico se hallaba frente a mí. Las miradas pasaban por delante de nosotros, en la cercanía de la punta de la nariz. “¿Sí?”, dijo él y yo dije, “Calambres y náuseas”. “¿Por qué?”, preguntó él y yo hablé de la impenetrabilidad universal. “Ajá”, replicó de inmediato y ambos asentimos con la cabeza. “¿Profesión?”, preguntó el médico y yo dije, “He escrito”. “¿Sobre qué?”, preguntó, y yo hablé de la impenetrabilidad universal. “Ajá”, replicó de inmediato y ambos asentimos con la cabeza. Uno de nosotros se incorporó y se mareó, y se veía un tanto encorvado y enfermizo. El otro permaneció sentado y se veía un tanto encorvado y enfermizo. “¿Desde cuándo?”, preguntó él y yo dije que desde las dos de la mañana. “¿Cena?, ¿defecación?”, preguntó el médico y yo dije que ni una cosa ni la otra. “Ajá”, dijo él con voz aguda y ambos asentimos con la cabeza. “¿En ayunas?”, la pregunta, “En ayunas”, la respuesta.
Entonces callamos los dos, él de pie ligeramente inclinado, yo ligeramente inclinado en mi asiento. Callamos y disfrutamos el instante de comunión. Esto se prolongó por un momento. Pero luego ingresó en el cuarto la enfermera del turno noche. Llegó con una sonrisa en el rostro, el café en la mano y el consuelo en los ojos. Este había anidado allí y no quería partir. Se había quedado atrapado en los ojos y alumbraba ocioso junto a las camas de los enfermos del hospital y a través de las noches de hospital. La enfermera del turno noche le entregó café y sonrisas al médico del turno día, dio la vuelta, deseó una buena mejoría, no se sabía si dirigida a él o a mí. Mientras se iba, miró por encima de la espalda hacia atrás y me guiñó el ojo izquierdo, le guiñó a él el derecho, y desapareció. El médico bebió de la taza un sorbo de café y en ello se levantó la punta de la nariz. “¿Edad?”, preguntó luego con voz aguda, y yo dije: “Treinta y tres”. “Treinta y tres”, dijo él y se acercó hacia mí. Él me palpó, presionó, y movió la cabeza de un lado a otro. Yo me desabroché la chaqueta, estuve a punto de desabrochar también el chaleco, pero el médico me indicó que así estaba bien. Volvió a palparme, a lo largo del chaleco, presionó la fosa epigástrica. “¿Aquí?”, preguntó y yo emití ruidos. “Ajá”, dijo el médico satisfecho y sonrió.
“Ahora puede acostarse”, me dijo, y yo me acosté sobre la camilla del hospital. Me dijo que no era algo muy malo, que podía, por lo tanto, estar tranquilo; no era, en todo caso, una úlcera gástrica, una perforación gástrica era improbable, dijo el médico y yo seguía acostado inmóvil en la camilla del hospital. Un infarto de miocardio estaba excluido, de hecho era seguramente algo gástrico, pero de seguro no una úlcera, dijo él, él ya había visto de todo en su vida, y yo emitía ruidos apenas audibles. Era muy probable que yo fuera sensible –esto era lo más probable–, yo era en efecto delicado, me dijo el médico, sí, eso era muy probable, que yo fuera sensible, pero eso estaba bien, debía ser de ese modo, esto era importante si yo quería ser artista, estaba bien así y de ningún modo era una úlcera gástrica. El médico rió. Entonces yo debía, en primer lugar, no perder la calma. Yo no debía preocuparme más, incluso si yo normalmente era de preocuparme con facilidad, si yo era una así llamada naturaleza sensible, lo cual en sí era bueno, si yo quería ser artista, aunque en esta ocasión, sin embargo, era menos bueno, dijo el médico. En casos como este, decía el médico, uno debería tomarse el día con cierta serenidad, incluso el comienzo del día, incluso a las cinco de la mañana uno debería conservar la serenidad, así escuchaba yo la voz del médico, cuya dicción era ligeramente chasqueante, gemía con acento extranjero. “Uno cruza el Jordán enseguida”, dijo el médico de repente en voz muy alta, “o sencillamente no lo hace, siempre es así, esto es en todos los hombres así, y completamente normal”. Rió ruidosamente y yo emití ruidos.
Simone me odió. Esto le duró un momento. Luego me amó y golpeó el colador para que el café viejo cayera en el cesto de basura. Al llenar el colador con café nuevo, me volvió a odiar. Cuando el agua corría dentro de la máquina de café, vacilaba y no sabía decir qué sentía en realidad. Como estaba sola, tampoco debía decirlo. No hubiese tenido sentido, ya que nadie podía escucharlo. Si lo hubiese dicho, nadie lo habría percibido salvo ella misma, y ella no se habría creído. “Era una feliz coincidencia”, pensaba Simone cuando colocaba la cafetera sobre el anafe, “que ella sólo tuviera que preparar café aquí a las cinco de la mañana y no tuviera que rendir cuenta a nadie sobre su estado sentimental”. A pesar de que no podía ser una coincidencia que yo estuviera fuera de casa justo hoy y justo a las cinco de la mañana. No podía ser una coincidencia que alguien ya hubiera abandonado el apartamento a las cinco de la mañana sin decir una palabra, sin despedirse y sin dejar ninguna indicación de a qué parte del mundo se había ido en medio de la noche. No podía ser una coincidencia, debía tratarse, antes bien, de una desfachatez. Simone se llevó la mano izquierda debajo de los rizos junto a la sien izquierda y masajeó. Ella se llevó la mano derecha debajo de los rizos junto a la sien derecha y masajeó. En eso vio la cafetera, que silbaba, y me odió.
Yo yacía inmóvil sobre la camilla del hospital y contemplaba la iluminación de ambulancia del ambiente. Estaba bien yacer aquí sobre la camilla del hospital. Estaba bien y mucho mejor que, por ejemplo, estar de pie o incluso sentado. Pues al yacer decrecían los calambres y crecía la fatiga. Era ventajoso yacer aquí, ya que se reducían los dolores y al yacer era más sencillo pensar en dormir, lo cual uno finalmente hacía, si uno ya estaba cansado o si uno había permanecido despierto la noche anterior. Uno finalmente pensaba también en dormir, si uno se encontraba en una situación en que no podía evitar tener que escuchar las historias del médico amigable o, en lugar de eso, entregarse a los propios pensamientos. Solamente la luz de neón de la iluminación de ambulancia del ambiente perturbaba la fatiga y despertaba los calambres. Yo estaba satisfecho con la camilla del hospital, insatisfecho, en cambio, con la luz de neón del techo.
“Recuéstese sobre el lado izquierdo”, dijo el médico y yo acordé con la propuesta. La propuesta me parecía una idea excelente y la puse en práctica de inmediato. Me recosté sobre el lado izquierdo y ya no miré más la iluminación de ambulancia del ambiente, sino, en lugar de esto, los aparatos médicos. Aparatos médicos, había muchos. Estos prometían efectivamente pesadillas, pero no impedían conciliar el sueño, como sí lo hacía la luz de neón del techo.
“Espejito, espejito”, dijo el médico con voz aguda, se rió entre dientes y se inclinó hacía mí. Agregó que deberíamos realizar un pequeñísimo reflejo, que deberíamos ver en mi interior de inmediato, y meneó un tubo delante de mi rostro. El tubo, tal como yo lo veía, estaba conectado a un aparato médico. El aparato médico estaba allí para generarle a uno pesadillas y para mirarle a uno el interior. En el extremo tenía para ello un ojo luminoso. Lo más íntimo de mi vida íntima habría de ser iluminado con un tubo, que, efectivamente, tenía un ojo, pero ningún consuelo en él, como sí lo tenían los ojos de la enfermera del turno noche.
Simone me amaba y bebía de la taza un sorbo de café recién hecho, que había incorporado un poco de fatiga e incluso una buena porción de mal humor. El café podía, en efecto, incorporar mal humor y fatiga, pero no los dolores de cabeza y tampoco las frases ni las imágenes. Ellas se encontraban fijas en la cabeza de Simone, no como la ira en mi vientre. Esta última se encontraba más suelta y en seguida se transformaba nuevamente en amor, luego en preocupación, luego en vergüenza, y luego en confusión. Ella dejó la taza. Con la mano izquierda llevó un cigarrillo a la boca, y lo encendió con la derecha. Se llevó la mano izquierda debajo de los rizos junto a la sien izquierda y masajeó. Se llevó la mano derecha debajo de los rizos junto a la sien derecha y masajeó. A Simone se le puso la piel de gallina y temblaba. Eran las imágenes y frases de la noche anterior, que surtían efecto sobre la piel de Simone. Eran las imágenes y frases que se encontraban en la cabeza de Simone y que no podían ser expulsadas ni siquiera con el cigarrillo en la boca y los dedos en las sienes. Una de las imágenes era el baile solitario de Simone en el comedor mal iluminado.
La noche anterior Simone había llegado tarde del trabajo. Incluso llegó considerablemente más tarde que en otras ocasiones en que, de todos modos, llegaba tarde del trabajo. Pues ella no sólo había tomado adicionalmente, como era usual, el jardín de infantes del turno tarde además del jardín de infantes del turno mañana. En una hora adicional, después del jardín de infantes del turno mañana y del jardín de infantes del turno tarde, había organizado incluso un jardín de infantes particular. Ella cuidaba de las hermanas mellizas que se encontraban en el jardín de infantes como las imágenes y las frases en su cabeza. Pues a las cinco, luego de terminado el jardín de infantes de la tarde, aún no habían llegado los padres de las pequeñas hermanas mellizas, por lo cual ella debía llevar adelante un adicional jardín de infantes particular. Simone debía llamar a los padres de las pequeñas mellizas y esperar con las pequeñas mellizas. Ella no sólo debía esperar con las pequeñas mellizas, ella debía esperar con las pequeñas mellizas que gritaban. Simone debía representar para las dos mellizas que gritaban un camello cantarín, pues esta era la única técnica para transformar a las mellizas que gritaban en mellizas que reían. Por lo tanto, pasó el resto del tiempo en que representó al camello cantarín con las hermanas mellizas que reían, hasta que finalmente llegó la madre a recogerlas. Pero estas se transformaron de inmediato, nuevamente, en las hermanas mellizas que gritaban, ya que estaban impresionadas de tal modo por la actuación de Simone que ya no se querían ir. Simone comenzó entonces a llorar en calma, y, luego de que todos se hubieran ido, tuvo que bailar por unos minutos entre las filas de sillas en el comedor mal iluminado, para encontrar nuevamente un poco de tranquilidad.
Él mismo –dijo el médico mientras se sentaba y tomaba los anteojos de la punta de la nariz–, él mismo también había sido delicado, él mismo había sido joven y delicado, él también había estado enfermo, dijo el médico, a pesar de que él no había querido ser artista, sencillamente médico, había querido ser, pero él había tenido, a pesar de ello, todas las enfermedades, ante todo al comienzo de sus estudios, él había tenido, por ejemplo, leucemia, carcinoma pulmonar, cestodos, había tenido diabetes, vértigo y vahídos, insuficiencia cardíaca y orquitis, todo esto lo escuchaba yo de la voz aguda del médico. Uno es joven, delicado, la piel, el entorno, todo lo invade, lo penetra a uno, dijo él y yo yacía sobre la camilla del hospital e intentaba pensar en dormir. El médico se levantó. Yo yacía allí y contemplaba el aparato médico. “La cabeza hacia atrás, abra la boca”, dijo el médico y yo obedecí. Había que colocar la cabeza hacia atrás, entonces, cuando la cabeza se encontraba allí, ingresaba aire; en cambio, si se encuentra hacia delante, entonces no ingresa aire; era muy simple, decía el médico, y era mi elección. Yo yacía allí con la boca abierta y no decía nada. Entonces el médico introdujo un anillo de plástico blanco, para que la boca permaneciera así y no comenzara, por ejemplo, a morder, en un ataque de ira repentino que proviniera de lo más íntimo. Yo intentaba pensar en dormir y hacía ruidos. Si yo quería decir algo, preguntó el médico y yo negué con la cabeza. “Bien”, dijo el médico y se sentó en una silla con ruedas, se desplazó en ella hacia el aparato médico y accionó algunos botones. Se encendió una pantalla y el ojo comenzó a iluminar con mayor intensidad. El médico tomó algunas toallas de papel absorbente, se desplazó nuevamente hacia la camilla del hospital, colocó el papel debajo de mi boca abierta gracias al plástico y dijo que lo hacía por la saliva.
La noche anterior Simone había llegado tarde del trabajo. Incluso llegó considerablemente más tarde que en otras ocasiones en que, de todos modos, llegaba tarde. Llegaba tarde a casa y se alegraba de verme, pero yo no estaba en casa. Simone se había alegrado de verme y se alegraba ahora también de que yo no estuviera en casa. Yo estaba sentado en la oscuridad en mi escritorio. Yo estaba sentado en mi escritorio, pero no se me veía sentado en mi escritorio. Recién cuando los ojos de Simone se hubieron acostumbrado a la oscuridad, pudo reconocerme. Yo sí estaba por lo tanto en la casa y Simone no sabía si debía alegrarse o no. Se acercó hacia mí y advirtió que estaba desnudo. Me acarició la espalda y me besó el hombro. Mis brazos colgaban hacia abajo, a izquierda y derecha del cuerpo.
“¿Ajá?”, dijo ella y yo dije que no sabía exactamente. “¿Cómo?”, preguntó y yo razoné que era exactamente así. “Ajá”, dijo entonces y ambos asentimos con la cabeza. “Dime”, dijo y yo pregunté: “¿Qué?”. “Lo que pasa”, dijo ella y yo dije: “Nada”. Entonces se rió con ganas y yo no dije nada. “Ajá”, dijo. “Eres impenetrable”, dijo y yo quería decir que uno nunca logra entender algo, pero no dije nada. Entonces callamos los dos, yo desnudo en mi escritorio sentado, ella junto a mí con el abrigo y las botas.
“Ya está listo”, dije yo. “¿Qué?”, preguntó ella. “Ya está listo”, dije yo y señalé delante de mí. Allí había una pila de hojas y dos plumas fuente. “Eso es maravilloso”, dijo ella, “es magnífico”, esto habría que festejarlo, esto le habría salvado el día, esto sería la mejor noticia en mucho tiempo, dijo Simone. Yo no dije nada.
Ahora podríamos finalmente marcharnos, dijo Simone, ahora podríamos tener finalmente más tiempo para pasar el uno con el otro, ahora finalmente podríamos, por ejemplo, volver a pasar un día juntos en la cama. Podríamos incluso realizar un pequeño viaje, dijo Simone y yo no dije nada. “Ajá”, dijo ella y entonces callamos los dos.
“¡Alégrate, en lugar de estar así!”, dijo ella, “¡alégrate de que tu texto está terminado”. “Está terminado”, dije yo, “¿acaso no entiendes?”. “Ajá”, dijo ella y yo dije “Bah”, y luego dije que solamente estaba cansado.
“¿Y tú?”, pregunté yo y ella dijo que había representado un camello cantarín. “Vaya”, dije yo y entonces callamos los dos.
Yo yacía inmóvil sobre la camilla del hospital y contemplaba los aparatos médicos. Estaba acostado con un anillo de plástico en la boca abierta y toallas de papel debajo, por la saliva. Yo yacía allí y seguía con la mirada el ojo luminoso, que se ocupaba de mi interior. Estaba bien yacer aquí en la camilla del hospital. Estaba bien y mucho mejor que estar, por ejemplo, en casa, o de paseo. Pues sobre la camilla del hospital yo no era Oskar sobre la camilla del hospital. Sobre la camilla del hospital yo era algo más bello y más amable. Yo yacía allí y no había nada más que hacer. Sólo cabía esperar. En casa me habría aburrido y yo mismo sería culpable de ello. De paseo, seguramente me habría pescado un resfriado. Aquí podía yacer con plástico en la boca abierta, toallas de papel debajo, por la saliva, y contemplar con toda tranquilidad los aparatos médicos. Era ventajoso yacer aquí, ya que el médico era amigable y contaba cosas simpáticas. Estaba bien yacer aquí, ya que después de treinta y tres años me habría de enterar finalmente de qué pasaba con mi interior. Era una feliz coincidencia haber llegado ese día al servicio de emergencia para comprender finalmente, gracias al ojo luminoso, lo esencial. Lo más esencial y lo más íntimo habría de ver, en ese día y en ese lugar, si no la luz del mundo, al menos sí la luz del ojo luminoso. Yo estaba satisfecho con el estado de yacer. La boca se encontraba abierta y la saliva comenzaba lentamente a chorrear por la comisura de los labios.
Simone dejó la taza y salió de la cocina, atravesó la antecámara hacia mi cuarto de trabajo y se aproximó al escritorio, aflojó la lámpara y miró la superficie de la mesa. Allí habían sido depositadas la noche anterior una pila de papeles y dos plumas fuente. Ahora yacían allí solamente dos plumas fuente.
La noche anterior yo estaba sentado desnudo en mi escritorio. Allí yacía una pila de papeles y dos lapiceras fuente. La pila de papeles no era, sin embargo, una pila de papeles. La pila de papeles era, antes bien, un montón de hojas. Yo estaba en la oscuridad, sentado en mi escritorio, y miraba alternativamente el montón de hojas y a Simone. Primero miré un largo rato el montón de hojas, luego otro largo rato a Simone. Estaba de pie con el abrigo y las botas y sudaba.
Yo estaba sentado desnudo en mi escritorio y me citaba a mí mismo. Comencé a citarme a mí mismo y alejaba rápidamente la mirada de Simone y la dirigía al montón de hojas. Estaba sentado allí desnudo, miraba el montón de hojas y decía: “Cubrámonos con un texto, para no estar tan horriblemente desnudos”. “Para no estar tan horriblemente desnudos”, dije y sonreí. “Esto lo he escrito una vez”, dije y luego pregunté si ella todavía lo recordaba, pero no aguardé la respuesta. Simone estaba de pie con el abrigo y las botas y sudaba.
Le pregunté si quería leer. Le dije que debía leer. “Por favor”, dije, tenía que leer y le indiqué el montón de hojas, pero ella no quería leer. Tomó las hojas y las pasó de la mano derecha a la izquierda, hizo de ellas una pila de papeles y las volvió a dejar en el escritorio. “Por favor, lee”, le dije y le alcancé nuevamente el texto. Simone leyó un par de pasajes. Lo hizo porque se lo había pedido. Le dije que podía tachar lo que le pareciera inadecuado. Pero ella no podía tachar nada. “Amor a las hojas”, dije, así se llama el texto. “Ajá”, dijo Simone y estaba de pie con el abrigo y las botas y pensaba en la sustancia húmeda que se pegaba a su espalda.
“¿Ajá?”, dije yo y ella dijo que no sabía exactamente. “¿Cómo?”, pregunté y ella dijo que era exactamente así. “Ajá”, dije yo y ambos asentimos con la cabeza. Y entonces nos reímos con ganas, por un momento, pero no nos dijimos nada. “Ajá”, dije yo. “Yo no quiero un amor a las hojas”, dijo Simone, “yo quiero un amor carnal, quiero un Oskar carnal y no un Oskar de hojas”.
Yo yacía sobre la camilla del hospital y no había nada que hacer. Sólo cabía esperar. Y luego no cabía siquiera esto, ya que el ojo luminoso se dirigió directo hacia mí, se acercó y se encontraba frente a mí, muy cerca, se detuvo, me clavó su mirada, se puso otra vez en movimiento, se acercó todavía más, me cegó, de modo que yo solamente veía el ojo, luego solamente blanco, una luz, que se hacía cada vez más cruel. Y entonces se fue.
“Empecemos”, dijo el médico con voz aguda y empujó el tubo aun más adentro de mi boca, aun más adentro, como si no se dirigiera a un estómago sino a un abismo. Los sonidos que salían de mi boca, mientras introducía el tubo en mi boca, eran roncos e intensos y recordaban los bramidos de peligrosas fieras en los bosques de los cuentos maravillosos. Tiré la cabeza hacia atrás, todavía más hacia atrás, aun un poco más, ya que sentía que algo viajaba por mi interior y se dirigía hacia lo más íntimo de mi ser. Advertí que me llegaba más aire y me alegré mucho. Me alegré profundamente y respiré por la nariz, que era muy importante para mí.
De este modo, atento, oía desde lo alto, inflado de este modo, lo que se decía desde el uniforme blanco que estaba a mi lado y presionaba un botón. Las fieras en mi bosque encantado emitían sonidos. El aire se introducía en mi interior y me hinchaba. Esto producía un extraño alboroto. El aire se introducía en mi interior y lo ampliaba. Mis ojos lloraban y ya no veía nada.
“¡Epa!”, escuché la voz del médico. “¿Pero qué tenemos acá?”, dijo y luego dijo que él también había sido delicado, que él también había sido joven y delicado, a pesar de que él no había querido ser artista, sencillamente médico, había querido ser él, pero una cosa así no había visto nunca hasta hoy. Una cosa así no había hallado nunca jamás en un hombre y, por cierto, jamás de los jamases en sí mismo, decía la voz aguda que provenía del uniforme blanco, con algo así no se había topado realmente nunca antes. Esto era extremadamente delicado y pertenecía al ámbito de lo mórbido.
Simone estaba sentada en mi escritorio y se quitó el camisón. Lo arrojó hacia la biblioteca en un movimiento que describió un arco pronunciado. Entonces se levantó, tomó el camisón, se sentó en la vieja silla de madera delante de mi escritorio y arrojó su camisón hacia la biblioteca. Luego dejó tranquilos al camisón y a la biblioteca y solamente permaneció sentada desnuda en mi escritorio. Dejó colgando los brazos a derecha e izquierda del cuerpo. Así permaneció sentada allí durante un tiempo y comenzó a helarse. Estaba sentada allí y se helaba y clavaba la mirada en el escritorio con las dos plumas fuente. Estaba sentada allí y torcía la cara. Era una mueca alargada de sufrimiento. Era la mueca más lamentable de su vida. Simone estaba sentada desnuda en mi escritorio, se helaba, hacía la mueca más lamentable de su vida y dijo una frase. La dijo con la voz más grave de su vida: “Cubrámonos con un texto, para no estar tan horriblemente desnudos”. “Para no estar tan horriblemente desnudos”, dijo Simone, meneando la cabeza hacia los lados y se sintió cerca de mí. Entonces tomó con la mano izquierda una pluma fuente, con la derecha la otra, deformó su rostro hasta adoptar un gesto horriblemente espantoso y dijo: “Escribo con la mano izquierda y tacho con la derecha”. La pluma fuente de la mano derecha comenzó entonces a atacar a la de la izquierda, de modo que casi rueda por el canto de la mesa; inmediatamente ésta inició, sin embargo, un contraataque y le asestó un golpe tan violento a la pluma fuente derecha que tembló el cartucho de tinta en su interior, ésta se tambaleó, pareció perder el equilibrio y estuvo a punto de caer, luego se recuperó, y ambas en el mismo momento se precipitaron una sobre la otra, sus capuchones se enredaron, se enredaron los clips para la camisa, por momentos una parecía llevar la ventaja, por momentos la otra, hasta que de repente ambos capuchones se desprendieron, y comenzaron girar, en arcos pronunciados, mientras se desplazaban por el cuarto, hasta que chocaron los aceros de las plumas y se formó un pequeño charquito de tinta sobre el escritorio, y ambas plumas fuente cayeron agotadas, conscientes del absurdo de su batalla, se recostaron una junto a la otra, sin sus capuchones, para secarse juntas. Simone recostó su cabeza sobre el escritorio y lloró.
Esto pertenecía al ámbito de lo mórbido, escuché que decía la voz aguda del médico, cuya dicción ahora castañeteaba más sonoramente y parecía quebrarse con acento extranjero. Esto pertenecía al ámbito de lo inusualmente mórbido, esto no lo había visto él hasta hoy y estaba por ello extremadamente fascinado. Estaba extremadamente fascinado e impresionado, decía el médico. Era una feliz coincidencia que él tuviera que trabajar hoy como médico del turno día, y no, como la semana anterior, como médico del turno noche. Era una feliz coincidencia que tuviera el turno de mañana y no el de tarde, como mañana, por ejemplo, decía el médico, cuyo uniforme blanco se había vuelto para mí casi invisible pues tenía los ojos cubiertos de lágrimas. “¿Cómo ha logrado esto?”, dijo el médico y yo yacía allí con el anillo de plástico y el tubo en la boca abierta y emitía sonidos de fieras que surgían de oscuros bosques encantados. “¿Cómo?”, preguntaba él y yo yacía en calma sobre la camilla del hospital. “Ajá”, dijo a continuación y comenzó a quitar el tubo de mi boca. “Su interior”, dijo el médico entonces y se rió, “su interior no es sino un montón de hojas”. Y yo me sumí de repente en un profundo sueño.
Oskar, se escuchaba y se volvía a escuchar, estos sonidos, Oskar, y de nuevo Oskar, pero no había nada que entender, una suave vibración y tenía una voz, soy yo, Oskar, el sonido estaba allí en el ambiente, disperso, pero dónde comenzaba y qué buscaba y de dónde provenía, pues allí se decía algo, algo se decía allí con ligereza, que sonaba como Oskar, pero era solamente eso, y se mezcló en el ambiente, que permaneció confuso, se mezcló en algún lugar y misteriosamente con un sosiego, despierta Oskar, y un sosiego, y algo grande en el ambiente, se inclinó, algo grande, que modificaba el mundo, se inclinó, soy yo, mi amor, se impuso, apareció de repente con claridad, y un azul allí, un rostro, en el ambiente, junto a la suave vibración, que sonaba como Oskar y tenía una voz, no había dudas, estas palabras y una cara en el ambiente, y un balanceo, ¿estás bien?, así sonaba, pero no había nada que entender, una cara, una nariz, los ojos grandes, luminosos, azules, que observaban algo que estaba allí, y rizos oscuros alrededor, y luz arriba, demasiado brillante, una luz de neón en el techo, y ante todo algo más, impensable, y lánguido, un clamor, sí, miedo, si no hubiese estado allí el sosiego, el balanceo, y a la izquierda todavía más rostros, pero qué haces, Oskar, qué podía ser esto, y los rostros observaban y se encontraban sobre cuerpos, y los cuerpos estaban allí de pie, o sentados en camas enfilados, en este ambiente, la habitación del hospital, y allí también había ojos de enfermera del turno noche, con consuelo en ellos, atrapado allí, que se posaba en algo, que estaba aquí, solamente aquí, y se hacía aprensible en un sosiego, en Oskar, el sonido de la voz, soy yo, Oskar, soy yo, Simone, y algo comenzó, finalmente, que venía de muy lejos, con el balanceo, los ojos celestes, los rizos alrededor, un pensamiento, con el que comenzaba algo, que estaba aquí, en este sosiego, mi amor, Oskar, mi amor, y hubo como un sacudimiento, y se compuso, de letras, palabras, de narraciones de besos, roces, textos, de pensamientos y se agrupó en torno a un hoyo o a un nudo, y euforia, sí, euforia, Oskar, Oskar, así se llamaba, un Yo.
Yo yacía en la cama del hospital y observaba a Simone. Simone estaba sentada en la cama del hospital y me observaba. Simone me dijo que era ella, dijo “Soy yo”, y yo dije que ya lo suponía. Pero yo no me veía como alguien que hubiese estado suponiendo cosas, parecía pensar Simone y entonces yo también dije que era yo. Dije “Soy yo, Oskar”, y Simone dijo “Sí”.
Entonces callamos los dos, yo en la cama ligeramente confundido, ella ligeramente confundida en su asiento. Callamos y disfrutamos el instante de comunión en medio de los momentos de impenetrabilidad universal. Esto se prolongó por un momento. Entonces yo quise saber más exactamente y pregunté qué había pasado. Simone tomó una bolsa transparente de la mesa de luz del hospital. Era una bolsa transparente, a través de la cual uno podía ver el contenido. El contenido visible de la bolsa no era, sin embargo, un contenido cualquiera. El contenido visible de la bolsa era, antes bien, el contenido de mi estómago. Simone agitó delante de mi vista el contenido visible de mi estómago. “Ya está listo”, dijo Simone. “¿Quién?”, pregunté. “Ya está listo”, dijo Simone y señaló el contenido de mi estómago. “Tu texto”, dijo y yo no dije nada.
Odié a Simone. Lo hice por un momento. Luego la amé y golpeé con el dedo contra el contenido de mi estómago. Al abrir la bolsa, la volví a odiar. Al sacar la primera hoja, convertida en un pequeño rollo, y alisarla, vacilaba y no podía decir exactamente qué sentía. Para distraer la atención de mi penoso estado vacilante, besé a Simone. Simone también me besó y nos amamos. El consuelo atrapado en los ojos de la enfermera del turno noche se desprendió. Los otros yacientes se incorporaron.
Amo con los ojos y me sustraigo con la boca, que permanece cerrada. A veces es diferente. Entonces amo con la boca y los ojos me sirven, cerrados, para conservar la distancia. En casos extraordinarios amo con toda la cara, con todo el cuerpo quizá, que se sustrae, porque está tan abierto que se vuelve transparente. Por lo cual he vivido casi exclusivamente noches, encuentros, años, con este anhelo, me he provisto entonces de un conjunto siempre creciente de instantes de amor irrealizables, que, sin embargo, no puedo poseer, ocultar, que no puedo retener. Sólo en casos extraordinarios, cuando la boca cerrada se cansa por la continua resistencia, se afloja, se aligera, en las comisuras primero, progresivamente en todas partes, se abre, de manera que una lengua extraña comienza a adentrarse en mí, me sobresalta con un amor que no me deshace, que antes bien conforma un cuerpo íntegro, ya que hay labios en los que los míos se hacen perceptibles, o cuando, por ejemplo, se cansan los ojos, ya no pueden resistir la curiosidad y comienzan a abrirse junto con la boca, y encuentran una mirada, ya que alguien ve mis párpados a medias cerrados, y entonces pasa algo: sólo en estos casos extraordinarios, en esta caída del cuerpo surgen, por lo tanto, los instantes amorosos. En esta negligencia, esta flaqueza del cuerpo, surgen los instantes amorosos. En esta flojedad del cuerpo, en este teatro del cuerpo, surgen los instantes amorosos. Los textos surgen allí al igual que los instantes amorosos.
Traducido por Nicolás Gelormini