Bruno Preisendörfer, Berlín (D)

Nacido en 1957 en Kleinostheim; reside en Berlín. Estudios de Filología Germánica, Ciencias Políticas y Sociología en la Universidad Goethe de Frankfurt am Main y en la Universidad Libre de Berlín.

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Fifty blues

 

1

 

  Un payaso lo observaba con sorna. Lo miraba insistentemente a los ojos y torcía la mueca en una sonrisa sarcástica. Los ojos del payaso eran azules como el planeta en que él vivía desde, aproximadamente, 50 años atrás. El planeta giraba, caía a través de la eternidad, giraba alrededor de sí mismo, giraba alrededor del sol, era azul y aún tenía manchas blancas en las capas polares.

  Cuando el buen Dios miró con atención, reconoció los contornos de los continentes, las cordilleras, los grandes ríos, los desiertos. Cuando miró todavía con mayor atención, pudo reconocer incluso la Muralla China. A él no se le habría ocurrido que los hombres construirían alguna vez una muralla semejante para resguardarse de otros hombres. La muralla era tan ancha y tan extensa que el buen Dios la podía ver desde el espacio exterior, si entrecerraba un poco los ojos. El buen Dios ya estaba bastante viejo, aproximadamente 50 mil millones de años. Cuando se extinguieron los dinosaurios, 50 o 60 millones de años atrás, el buen Dios tenía aproximadamente 49 mil novecientos cincuenta millones de años, y ya tenía un poco de presbicia. Cuanto más alejado se encontraba algo, tanto mejor podía reconocerlo. Aquello que estaba delante de su nariz sólo lo percibía borroso. Esa era la solución al problema de la teodicea. Tal es el nombre que dan los teólogos a la siguiente pregunta: ¿cómo se puede justificar la tesis de un creador bondadoso con todo el mal que existe en el mundo? Los teólogos reparaban muy poco en el hecho de que el buen Dios ya tenía aproximadamente 50 mil millones de años y se había vuelto un tanto présbite. Por eso podía reconocer la muralla china en la Tierra. La distancia era suficientemente amplia. El buen Dios se había olvidado de que la Muralla China no había servido en nada a sus constructores. Los pueblos nómades, contra quienes había sido levantada, penetraron de todos modos en el país. Los hombres también lo habían olvidado. Ya había pasado demasiado tiempo. La distancia era muy grande. Ahora iban a la muralla de paseo y presionaban, como locos, los botones de sus cámaras fotográficas y sus filmadoras. “Eternizaban los recuerdos”, decían los hombres.

  El payaso sonreía con sorna.

  Las criaturas de Dios habían edificado otras cosas que podían ser vistas desde el espacio exterior. Pirámides, represas, rascacielos. Las pirámides tampoco habían servido en nada a quienes ordenaron levantarlas. Sus cuerpos envueltos en telas yacían dispersos en cámaras de piedra, sobre las cuales sus súbditos habían tenido que acumular piedra sobre piedra. Sin embargo, no habían resucitado. Al buen Dios le daba igual. A la mayoría de los hombres, en cambio, esto les parecía justo. “Ante la muerte, son todos iguales”, decían. Se expresaban sin precisión. Con esto querían decir: después de la muerte, son todos iguales. No habrían tolerado que sólo los dueños de pirámides y rascacielos pudieran acceder a la inmortalidad. Quien a los cincuenta años no tiene siquiera una pirámide o un rascacielos, o algo de esta índole, permanece muerto después de la muerte. El buen Dios sólo permite que resuciten aquellos que han tenido éxito. A los hombres simplemente no les agradaba esta idea. Pero precisamente así habría sido. Si acaso alguien hubiese podido resucitar, estos habrían sido aquellos con las pirámides y los rascacielos, o con otras cosas magníficas que pudieran verse desde el espacio exterior.

  Al buen Dios le daba igual. También le había dado igual que se extinguieran los dinosaurios, 50 o 60 millones de años atrás, cuando Él mismo tenía aproximadamente 49 mil novecientos cincuenta millones de años. Los hombres creían que un gigantesco cometa se había precipitado contra la Tierra, en el mar, y había ocasionado una enorme inundación en la que murieron ahogados muchos animales y muchos saurios. El resto de los saurios habrían perecido con el tiempo por el cambio climático ocasionado por el cometa. Esta teoría era tan falsa como la opinión de los hombres sobre la vida después de la muerte. La extinción de los saurios fue causada sencillamente por su indolencia. Ya no se reproducían. Los saurios machos tenían sólo una idea fija: comer, comer, comer. Las hembras saurios también. Era un círculo vicioso. Eran tan pesados y torpes que ya no tenían deseos sexuales. Les desagradaba que la tierra temblara durante el amor. Por lo tanto, se ocupaban con preferencia de la comida. Y se volvieron más pesados y más torpes. Por lo tanto, se extinguieron. Un círculo vicioso. Al buen Dios le daba igual.

  Él tampoco podía reconocer más de la Tierra que el astronauta, quien en la estación espacial empujaba dentro de su boca el desayuno del tubo, mientras observaba por la ventana hacia fuera y pensaba en su mujer y su hija, que vivían en algún lugar allá abajo. La mujer circulaba por la pelota azul con un jeep y vendía casas. La pequeña circulaba por la pelota azul con un triciclo y estropeaba el césped recién sembrado del jardín del frente, pues la criada mexicana estaba distraída. Esto habría enojado al astronauta, si hubiese podido verlo. Pero él podía reconocer solamente pirámides y rascacielos, y la Muralla China. La alambrada de cinco metros de altura entre México y Estados Unidos no podía ser vista desde el espacio exterior. Pero a él le daba igual.

  Se imaginaba cómo el triciclo de la pequeña dejaba cicatrices en el césped con sus ruedas de plástico negras. A la criada, esto le daba igual. Sus pensamientos se hallaban junto a su pequeño hijo en México, que para ella se encontraba tan lejos como si viviera en otro planeta.

  Al buen Dios, el césped del astronauta le daba igual. Sus pensamientos se hallaban ocupados en aquello que podría hacer inmediatamente, luego de los dinosaurios y los hombres. Adán y Eva habían aparecido en un valle africano 50 o 60 mil años atrás, para expandirse sobre la faz de la tierra y someterla.

  El buen Dios sostenía un control remoto en la mano y meditaba. Él podía hacer zapping entre todos los tiempos, a través del pasado, el presente y el futuro. Podía ver cómo se iban construyendo las pirámides. En ese preciso instante un trabajador, que estaba distraído, se resbalaba entre dos troncos de árboles descortezados y colocados uno atrás del otro, sobre los cuales había un enorme bloque de piedra. El hombre gritó cuando su pierna fue aplastada. Los capataces junto a esta cinta transportadora fustigaban a latigazos a los cargadores que tiraban de las cuerdas. El hombre iba siendo arrastrado y triturado entre los troncos. Esto lo podía mirar el buen Dios. Igual que todo lo demás que ya había pasado o que todavía habría de pasar. Por ejemplo, cómo habría de perder la vida el astronauta que recientemente empujaba en su boca el desayuno del tubo, mientras pensaba en su hija allá abajo, en la papa azul. Él habría de morir asfixiado en el viaje de regreso a esta papa. Algo no funcionaba en el transbordador espacial. Éste habría de llegar intacto a la Tierra, repleto de astronautas asfixiados a bordo. El buen Dios habría podido ver lo que esperaba a los astronautas, si Él lo hubiese querido. Pasado. Futuro. Sin dificultad. El buen Dios también podía detener la serie de sucesos por un momento. Los hombres denominaban presente a esta detención de los sucesos que llevaba a cabo el buen Dios. Lo hacía constantemente. Al menos eso creían los hombres. Ahora el buen Dios consideraba la posibilidad de dejar el control remoto a un lado y crear algo nuevo. “Me he transformado en una auténtica papa de diván”, pensaba, “con 50 mil millones de años ya es tiempo de volver a empezar de cero”.

  “Estás loco”, dijo el payaso y lo miró a los ojos con una sonrisa socarrona, “pero en el curso de los acontecimientos todo se aclarará”, añadió con autoironía.

 

 

2

 

 

Entonces el payaso dejó de sonreír. Dijo: “piensas demasiado”. Tenía razón. Siempre había sido un problema. Demasiados pensamientos. Demasiado significado. Demasiadas historias. En cuanto a las historias, él era como un explorador del Nilo. Siempre contra la corriente, siempre a la búsqueda de las fuentes. La gente venía a verlo al consultorio, se recostaba en un diván y contaba sin reservas todo lo que le pasaba por la cabeza. Era parte de las reglas. Sólo así brotaba la espuma. Fuentes cristalinas chapaleaban, pequeños arroyos saltaban por encima de las piedras cubiertas de musgo hacia el valle y se unían a los ríos, que tenían paseos ribereños y serpenteaban por medio de regiones encantadoras. En las villas junto a esos paseos vivían sus pacientes. La mayoría poseía parte de algo magnífico, de algo que podía verse desde el espacio exterior. Si alguna vez, por error, llegara efectivamente la resurrección, ellos participarían. Siempre habían estado entre los primeros y también esta vez estarían entre los primeros. Sus almas ascenderían al Cielo e indicarían hacía abajo las pirámides o los rascacielos o las represas o cosas magníficas semejantes que les habían pertenecido en vida y que habrían de pertenecerles nuevamente luego de la resurrección.

Esta clase de gente iba a su consultorio cuando estaba triste y no sabía por qué. Se recostaban en el diván y comenzaban a contar sus historias, historias como ríos rectificados, hasta que rompían los diques, algunos antes, otros después, y se entregaban a sus fantasías. Las fantasías no eran en modo alguno fuentes cristalinas ni pequeños arroyos plateados, o ríos rectificados: eran corrientes turbias que se retorcían furiosas arrastrando madera muerta y animales muertos, mascullando y vociferando. Cada cual tiene su Nilo en la cabeza. En estos ríos había hipopótamos y cocodrilos. Casi todas las historias trataban de hipopótamos y cocodrilos en corrientes turbias. Las historias que trataban de aquello que causó la extinción de los saurios, él las denominaba historias de hipopótamos. Surgían en la zona que va desde el ombligo hasta la rodilla. Los hipopótamos son cerdos. Parecen monstruos pero son, en verdad, inofensivos y, cuando bostezan, se ven incluso un poco ridículos con sus huecos interdentales.

Temblando de vergüenza, uno de sus clientes, Hans Breuning, le contó que una vez por semana visitaba a una mujer, vestida de cuero negro, que con solvencia… que con solvencia le flagelaba el trasero. Estas eran historias de hipopótamos. Breuning venía a la consulta porque quería curarse. Daba a entender que la cosa se le había vuelto demasiado costosa: “la muchacha es aún más cara que usted”, dijo, “a pesar de que a usted lo visito tres veces por semana”. Y de repente se vio por un momento el lomo dentado de un cocodrilo bajo la superficie del agua.

Las historias de cocodrilos eran mucho más interesantes que las historias de hipopótamos. Trataban de aquello que había que ser, tener, hacer para llegar a ser dueño de pirámides, rascacielos y otras cosas magníficas que se podían ver desde el espacio exterior. Surgían en la zona que se encuentra entre los dientes y la coronilla. En las historias de cocodrilos, se trataba de la avidez, la avidez de la cavidad bucal y la avidez de la cavidad craneal.

En la pared de su cuarto de trabajo colgaba hermoso, detrás de un vidrio, el homúnculo sensorial de Wilder Pendfield, una representación esquemática y de apariencia grotesca de la parte derecha del cuerpo, que correspondía en su representación al hemisferio izquierdo de la corteza cerebral. Las fauces, la lengua y especialmente los labios dominaban un sector enorme. En comparación con este continente, el espacio entre el ombligo y la rodilla era sólo una provincia.

El payaso dijo: “Demasiadas historias, demasiado significado, demasiados pensamientos”. Cuando tenía quince años, ya había reflexionado demasiado. Leía libros sobre dinosaurios y no creía que se hubieran extinguido. Sostenía la teoría de que se habían retirado a una región de la tierra que no había sido descubierta aún. Cuando fuera grande, organizaría una expedición para buscarlos.

“Entretanto ya eres grande”, dijo el payaso.

Él había leído libros sobre las pirámides y dudaba que los faraones yacieran ilesos en sus tumbas como hace cuatro mil o cinco mil años. De seguro sus momias ya estaban enmohecidas desde hacía tiempo. En la juventud el sentido de justicia se encuentra especialmente desarrollado, y él consideraba enteramente justificado que las momias de los faraones estuvieran enmohecidas.

También había leído libros sobre la Muralla China cuando joven. De allí sabía que podía ser vista desde el espacio exterior. Esto lo había convencido de inmediato. Así podría ser vista por los exploradores de planetas remotos que en sus naves espaciales pasaran volando cerca de la Tierra en su curso por el universo. Pero a ellos les daba igual.

Ahora se acercaba a los cincuenta. A veces, por ejemplo en un día como hoy, se representaba a sí mismo como el buen Dios, con 50 mil millones de años. Presbicia ya sufría también él. Cuando leía, sostenía los libros con el brazo extendido, como si le causaran repugnancia. De joven había leído de principio a fin una enciclopedia entera, desde la A (“abreviatura de »antes«”) hasta Z…Z (“sonido expresivo de »zazo«”). Por suerte la enciclopedia tenía un único tomo. Todavía conservaba esta enciclopedia, pero ya no la consultaba. Era demasiado pesada para sostenerla ante la vista con el brazo extendido.

Ayer había festejado su cumpleaños número cuarenta y nueve, que –considerado detenidamente– había sido el primer día de su quincuagésimo año de vida. Pero precisamente ayer no había pensado en ello. Había brindado con su mujer y había pensado: “De todos modos, todavía estoy en los cuarenta”. Pero esto era incorrecto. Si reflexionaba, debía admitir que ayer había entrado en su quincuagésimo año de vida y ahora se acercaba a los 60. Al buen Dios le daba igual.

Al payaso no le daba igual. Él preguntaba: “¿Pero cómo puede alguien cumplir 50?” Ni la menor idea. Probablemente sólo sucede. Uno se desliza dentro del mundo, gatea un poco, aprende a caminar, aprende a decir “mami” y “papi”, deja de usar pañales, mata al padre, desposa a la madre. Demora una eternidad hasta que uno tiene cinco años, y dos eternidades más hasta los quince. Luego de repente uno ya tiene cincuenta. El tiempo te coloca el dedo en la sien y la cubre de plata.

A un hombre con experiencia de vida se lo reconoce porque puede afeitarse sin cortarse incluso con los ojos cerrados. Él miraba al payaso a los ojos y quitaba la espuma de su rostro con la navaja de rasurar. El payaso inflaba los carrillos para alisar las arrugas que caían oblicuamente desde las aletas nasales, hacia la derecha y hacia la izquierda en dos arcos simétricos. Abría surcos en el rostro del espejo, quitando la espuma de las mejillas, del mentón, del cuello. Él era especialmente cuidadoso al llegar a la nuez de Adán. La piel allí parecía la de una gallina muerta desplumada. Con dos dedos de la mano izquierda, él tensaba la piel de la gallina muerta desplumada y extraía la espuma con la maquinilla en la derecha. El payaso había desaparecido. Vio a los ojos a alguien que conocía por fotos. La gente decía que era su cara. Era probable. Fundamentalmente era la cara de su madre, en la parte de la boca algo de la de su padre. En conjunto era la cara de su abuelo estadounidense, por parte de madre. Hace aproximadamente 40 años él había estado parado junto a su abuelo con una vela de comunión en la mano y un elegante traje infantil, y había esperado a que saliera el pajarito, tal como había dicho infantilmente el fotógrafo. El pajarito había salido y había eternizado el recuerdo. Si el buen Dios hubiese rebobinado y luego apretado el botón de pausa del control remoto, habría aparecido una imagen de un hombre de sesenta y pocos años y, a su lado, un muchacho de diez años, que junto a su abuelo parecía un segundo intento. Ahora aquel niño de diez años se acercaba a los sesenta y se parecía cada vez más al primer intento. Su madre ya había abandonado la vida. Él la había amado y había llorado su espantosa muerte durante mucho tiempo. Sin embargo, le desagradaba imaginarse que, si viviera, vería cómo el tiempo había colocado sobre su rostro, con inexorable paciencia, la máscara de la semejanza con su abuelo; cómo un hijo se iba transformando paulatinamente en el padre de la madre.

 

 

3

 

 

En la nuez de Adán apareció un pequeño rubí. Eso quería decir que su sangre era todavía roja, roja y espesa como el primer día. Una buena señal. Esa mañana no lo habría sorprendido si hubiese sido acuosa y de color rosa viejo. Y, sin embargo, su experiencia de vida parecía no alcanzar siquiera para evitar cortarse al afeitarse incluso con los ojos abiertos. Otra buena señal. Incluso si eso era perjudicial para el cuello blanco de la camisa, debajo del cual él habría de anudar una corbata una vez que estuviese vestido. A sus pacientes los recibía siempre con traje y corbata. Uno de sus analistas didactas se había presentado con jersey y calzado de gimnasia: atroz. Si uno va a tomar a la gente por las tripas, hablando metafóricamente, uno debería al menos conservar cierta formalidad en las formas exteriores. La corbata lo ayudaba para no reírsele en la cara de finos labios al tal Breuning, que abría su corazón a un psicoanalista porque consideraba que se le había vuelto muy costoso que le fustigaran el trasero.

Por costumbre también llevaba corbata los jueves, días en que no atendía pacientes. El jueves se había vuelto su día preferido, enteramente dedicado a la investigación, tal como él solía expresarse cuando tenía que quitarse de encima pacientes que le rogaban por sesiones suplementarias. Sólo con una clienta, él había estado dispuesto a realizar excepciones.

Él arrancó un retazo de papel higiénico y lo adhirió sobre la nuez de Adán. Hacía esto desde la pubertad. El buen Dios, al que esto le había dado igual, no le había ahorrado una fase intensa de granos. En ese entonces sus intentos de afeitarse terminaban en baños de sangre. Sobre las heridas, presionaba retazos de papel, para que la sangre coagulara más rápido. Él consideraba que su apariencia era la de alguien que había sido roído por las ratas. Sin embargo, había que quitar el vello. También había que quitar los granos; pero contra ellos había poco que él pudiera hacer. El vello de la inmadurez al menos se podía quitar. Para confortarlo, su madre besaba la frente con granos, y él se retorcía de asco, asco de sí mismo, de sus granos, de su vello, de su hombría quinceañera y a medias. Con ternura, su madre dejaba de besarlo y él se retorcía de vergüenza, vergüenza de sí mismo, ya que no podía dejar de devanarse los sesos pensando si ella, con sus caricias, solamente intentaba mitigar su humillación o si en realidad ya no lo quería. Casi ya no aguantaba más dentro del metro cuadrado de piel que lo envolvía, y esperaba, externamente imperturbable e íntimamente conmovido, a librarse finalmente de ella. Quizá 50 años no fuera una edad tan mala.

Encendió el cepillo de dientes eléctrico. Estuvo funcionando exactamente durante dos minutos y medio, y luego se detuvo automáticamente. Limpiarse los dientes dos veces por día suma cinco minutos; suma treinta y cinco minutos en la semana; suma a lo largo del año más de treinta horas. Desde el comienzo de su cuadragésimo año de vida hasta el comienzo del quincuagésimo se había cepillado los dientes durante trescientas horas, doce días y medio. Antes de estos doce días y medio, repartidos en diez años, él había renunciado a su trabajo en la clínica de rehabilitación y se había establecido como psicoanalista. Era una selecta clínica de recuperación, repleta de gente famosa del mundo del cine, de la radio y la televisión: moderadores de talk shows cocainómanos en busca de una segunda oportunidad, directores técnicos cocainómanos, artistas cocainómanos, escritores cocainómanos. Los escritores cocainómanos eran los peores de todos. Los escritores son casi siempre los peores de todos. Esta era la sección blanca, como se decía en la jerga de la clínica. La sección dorada era la de los alcohólicos. Y las alcohólicas. Él había visto cómo mujeres de edad intentaban sobornar a jóvenes enfermeros con montos de cuatro cifras para que les dieran alcohol. Él había visto a una mujer en sus mejores días, una belleza de quince años, todavía no consumida por el alcohol, que se había fugado de la clínica en albornoz. Había sido prendida al amanecer en una estación de servicio. Estaba sentada alegre en el suelo, apoyada en el surtidor, a su alrededor la legión de botellas vacías de Kleiner Feigling. Él había visto también a una ex modelo casi esquelética, que, en su villa, consumía con el whisky la carne de sus huesos, mientras su marido ofrecía el blanco trasero a damas vestidas de cuero negro.

Así es como había llegado a Breuning. Durante tres años, él había tratado a su mujer luego de que abandonara la clínica. No había conseguido impedir el suicidio. Ahora era el turno del marido. Él experimentaba ciertos sentimientos cuando este hombre ingresaba en el consultorio, y no podía deshacerse de estos sentimientos. Esto era poco profesional. Con ayuda de un analista supervisor logró liberarse de esos sentimientos. Tales sentimientos no se debían a las estrambóticas historias de hipopótamos, sino a los cocodrilos en la corriente turbia. Ellos se devoraban entre sí por avidez. Quizá el buen Dios pudiera reconocer desde el espacio exterior los contornos del lago Starnberg. En las orillas de este lago, Breuning tenía su propiedad, entre las villas con parques de otros directores y dueños de firmas y nuevos ricos y familias acaudaladas hace generaciones. Breuning pertenecía a una familia acaudalada hace generaciones. A veces filosofaba al respecto en el diván, cuando recién comenzaba a hablar y tenía que entrar en calor, antes de comenzar a contar sobre la dama vestida de cuero negro. Cuando Breuning filosofaba en el diván, mientras él se mantenía callado detrás en un sillón orejero, los cocodrilos casi podían percibirse corporalmente, parecían arrastrase despaciosamente con sus patas cortas por sobre la alfombra.

La mayor parte de la gente se avergüenza de sus historias de hipopótamos y está orgullosa de sus cocodrilos. Si al buen Dios no le diera todo igual, debería ser al revés. ¿Qué es la zona entre el ombligo y la rodilla en comparación con aquella entre los dientes y la coronilla? La mayor parte de la gente se avergüenza de cosas equivocadas.

Quizá el odio que él sentía por el hombre se debiera a que no había logrado impedir que la mujer de este hombre se quitara la vida; en principio, progresivamente con el oro de la botella, y luego, de manera abrupta con un cóctel de pastillas. Ella se había atendido con él cinco veces por semana, durante tres años, también los jueves. Pero los 50 minutos de amparo de cada día de trabajo no habían sido suficientes. Habían sido suficientes para impedir que comenzara nuevamente con la bebida, pero no para ayudarla a comenzar nuevamente con su vida. No había llegado a cumplir los treinta. Había sido una muñequita pobre y frágil. Una vez había dicho: “De niña, yo era un ángel con tirabuzones negros en el pelo y de muchacha, la más bella de todo el país, con los labios rojos como sangre, la piel blanca como la nieve, el pelo negro como ébano, un dechado de belleza. Pero luego alguien envenenó a Blancanieves, y ese alguien soy yo misma”. Desde su sillón, colocado detrás de la cabecera del diván, él podía ver cómo ella se congelaba, cómo se iba poniendo rígida, cómo yacía allí como una muerta en el féretro. Después de un tiempo, ella se llevó una mano a la boca y comenzó a mordisquearse las uñas, hasta que todas fueron mordidas y reducidas hasta el lecho ungueal. Él escuchaba en calma el ruido corrosivo, y no podía hacer nada, él simplemente no podía hacer nada.

No haber podido salvar a Blancanieves había sido su máxima derrota profesional. Quizá también fuera su máxima derrota humana. Pero verlo de ese modo era poco profesional. Entretanto se sentaba tres veces por semana detrás de la cabeza de su esposo en el sillón orejero, lo escuchaba filosofar, creía ver cocodrilos que se arrastraban por el cuarto, y lo odiaba. ¿Acaso debía interrumpir el tratamiento?

Él se golpeó la frente con la yema del dedo índice, se quitó el retazo de la nuez y secó con una toalla blanca el rostro del hombre que se encontraba en el espejo, sobre el lavamanos, como si estuviera en sus mejores años. Tengo que hacer algo. El año de vida número cincuenta es el indicado para comenzar nuevamente de cero. Podría desechar mi clientela del Lago Starnberg y dedicarme a atender a la gente, sin pirámides, que recibe la asistencia social. Nuevamente se golpeó con la yema del dedo en la frente y le dijo al hombre que estaba en el espejo: “¿Acaso eres San Francisco? ¿Acaso no tienes cocodrilos que alimentar? Y no se había lamentado ya Sigmund Freud: ‘forzados a ganarnos el sustento con nuestra actividad médica, no nos encontramos en la situación de empeñar nuestros esfuerzos también en los indigentes.’ ¡Ya lo ves!”

 

 

4

 

 

Un almohadón se deslizó desde el diván. Se inclinó y lo levantó del suelo. Luego de haberlo drapeado debidamente, le aplicó un golpe con el canto de la mano. Ahora estaba sentado con los oídos aguzados y esperaba que mañana viniera Hans Breuning, tomara el almohadón entre sus puños y lo aplastara durante el cuento de la dama enfundada en cuero negro. Los almohadones también eran maltratados por otros pacientes. Algunos los apretaban contra el pecho, cuando suspiraban; otros contra los ojos, cuando lloraban. Otros parecían querer hacerlos trizas entre sus puños, como Breuning. Se acostaban en el diván, golpeaban y sacudían los almohadones hasta que las plumas en su interior eran molidas como harina, y contaban, contaban, contaban.

Mientras caminaba, se acomodó la corbata, que se había ladeado al levantar el almohadón, y tomó asiento detrás del espléndido escritorio, que se encontraba a tres metros del diván en medio de la sala. Era un escritorio Jugendstil de líneas curvas con taraceas en las puertas delante de los cajones; delicadas taraceas, exquisitamente elaboradas, exhibían pájaros estilizados como grullas, las alas, de líneas curvas, suaves y extremadamente vigorosas. Sobre el lado izquierdo de la mesa había un móvil abierto, el display todavía oscuro. A la derecha, sobre un zócalo, descansaba un modelo en baquelita del cerebro humano, copiado del natural. Uno podía desarmarlo. Las piezas particulares eran agradables al tacto. Lisas y frescas. Junto al canto delantero de la mesa, dirigidos hacia el diván, se alineaban los siete pecados capitales: superbia –soberbia–, avaritia –avaricia–, invidia –envidia–, ira –ira–, luxuria –lujuria–, gula –gula–, acedia –pereza–. Cada una de las figuras de marfil tenía el tamaño de un dedo pulgar. Los pacientes sólo podían verlas de espaldas, al entrar al consultorio, antes de recostarse sobre el diván y fijar la vista en el techo o en la cara interior de sus párpados. Para él, eran amuletos contra las quejas de la psiquis que ascendían desde el diván, un hechizo para conjurar los espíritus y fantasmas, contra la desmesura de símbolos, contra toda esa desmedida voluntad de significar. En una ocasión, Breuning se había referido a las figuras como a los siete enanitos y entonces, luego de una pausa muy prolongada, añadió que su esposa, durante los últimos años de vida, se consideraba Blancanieves, la pobre. “Quizá lo sucedido fuera para bien”, dijo.

 

Traducido por Nicolás Gelormini

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