Lorenz Langenegger, Zurich (CH)

Nacido en 1980 en Gattikon; vive en Zurich. Estudios de Teatro y Ciencias Políticas en Berna, donde se produjeron sus primeros trabajos para el teatro.

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El hombre del reloj

 

¿Es un consuelo que el kindergarten esté más cerca que el cementerio?, reflexiona Viktor cuando sale a la calle y dobla la esquina desde la que puede oír la risa de los niños y ver sus rostros alegres mientras se elevan en los columpios más alto que el cerco; ¿podría ser hoy un consuelo? Hasta ahora nunca se ha sentado en uno de los bancos frente al kindergarten, sino siempre en los del cementerio. Elige el cementerio porque valora la tranquilidad, sólo la tranquilidad, no por ejemplo el silencio de tumba, como le suele imputar Marie los días de lluvia. Además, durante el día, los bancos cerca del kindergarten están ocupados por madres, y en las noches, por tamiles. Vienen aquí para jugar, tienen todo el derecho de sentarse en los bancos. Mientras esperan a sus hijos, las madres juegan con los niños más pequeños en el arenero o en el trepadero. Lo tamiles reparten naipes a la luz de los faroles y hacen correr el whisky, que estiran con Coca Cola. Viktor sólo puede especular sobre qué esperan ellos: paz en su patria, noticias de sus parientes. Para él, ésa es su visión de las cosas y se la ha detallado también a Marie, cuando ella lo interpela sobre sus frecuentes estancias en el cementerio, no quedan bancos libres. El hecho de que visite el cementerio no tiene nada que ver con las tumbas, mucho menos con los muertos que están en ellas, él no conoció a ninguno de ellos, aunque es un cementerio grande, él niega rotundamente tener una macabra preferencia por la compañía de los muertos, tiene que ver con la oferta de bancos y la tranquilidad y con ninguna otra cosa. En absoluto puede estar de acuerdo con la suposición de que él es un hombre triste. No es más melancólico que los otros. Hoy, sin embargo, debe confesárselo, hoy se quedó en cama, aunque afuera ya estaba claro desde hacía rato.

Viktor pasa delante del kindergarten, luego junto a los verdes postigos de las casas de la cooperativa, cruza la calle principal y antes de llegar al cementerio, por más que no pueda mencionar otra meta, sabe que seguirá caminando. Si, tal como lo hace hoy, no dobla en la avenida principal del cementerio, no le queda otra cosa que caminar alrededor de él. Las calles con mucho tráfico, que corren paralelas a los muros, son una mala alternativa al césped con flores, a los viejos y enormes robles y plátanos, a las fuentes y los bancos que lo esperan en el interior de esas paredes. Después de dar una vuelta al cementerio realizará un segundo intento de atravesar el gran portón de hierro forjado, y de tener bajo las suelas la crujiente grava de la avenida principal. Si el segundo intento tampoco resulta, volverá derrotado a casa, donde aún le esperan muchas horas antes que la caída de la tarde le permita encender la luz. Y eso que se precisa poco atardecer para que en su sombrío apartamento de entresuelo la oscuridad haga necesaria una presión sobre el interruptor. En un día despejado de pleno invierno, los empinados rayos del sol del mediodía caen por una hora a través de las ventanas de las dos habitaciones que dan a la calle. Ya a finales de septiembre Viktor debe sentarse en el alféizar para sentir en la cara los tibios rayos. La única luz solar que entra por las ventanas de la cocina y el dormitorio, que dan al patio, es la reflejada en las noches por la luna.

A Viktor nunca le ha molestado la vista limitada. Delante de su ventana hay una calle corta, de dirección única. A ambos lados hay sólo entradas de edificios. Aceras angostas son suficientes para los pocos peatones. Una señal de prohibido aparcar se encarga de que ninguna camioneta de reparto interrumpa el tráfico. Cualquier otra cosa que no fuera la fachada enfrente de la ventana de Viktor equivaldría a un mal uso del espacio público. Marie casi logró que a él ya no le gustara su casa. Ella no dejó pasar oportunidad para quejarse de la oscuridad. Decía que él se atrofiaría en ese apartamento, ése era su pronóstico, que él atacaba haciendo referencia a su planta de interior, que desde hace años crecía, si bien despacio, continuamente. Que comía frutas todos los días, dijo elogiando su propia salud, y tomaba además suplementos vitamínicos bajo la forma de una pastilla efervescente que se diluía en agua. Tampoco su argumento de que los rayos solares estimulaban la aparición de enfermedades graves impresionó a Marie. Ella permaneció en su actitud negativa respecto a la ubicación del apartamento. Sus palabras resuenan en los oídos de Viktor. Ha pasado un rato desde que la ayudó a quitarse las botas y colgó su sobretodo, que ella solía sacarse para dejarlo caer descuidadamente. Sin embargo, una sonrisa de obstinada satisfacción acompaña los recuerdos de las quejas de Marie. Él le tiene cariño a su casa, y la planta ha echado muchos brotes nuevos y tiernos desde que él la cambió de maceta.

 

Esa mañana fueron necesarios dos llamados a la puerta por parte del cartero para sacarlo de la cama. Lo hicieron saltar del lecho porque el cartero tocaba a la puerta sólo cuando su entrega revestía alguna importancia, y no era un hombre paciente, Viktor lo sabía. Quien no aparecía en un plazo muy breve, no estaba en casa, por lo menos desde el punto de vista del cartero. Conque Viktor se levantó de un salto, se puso a toda velocidad los pantalones que estaban sobre la silla junto a la cama y se apresuró hacia la puerta. El cartero ya se estaba yendo y Viktor se disponía a presentar su queja por el cada vez más breve lapso de tiempo en que a uno le era posible comunicarle fidedignamente al correo que uno estaba en casa, cuando el cartero se volvió hacia él. Dijo que había oprimido el timbre equivocado, abajo en vez de arriba, pero era que no estaba bien indicado, los dos botones estaban a la misma distancia del rótulo con el apellido; sólo contando se llegaba a un resultado inequívoco de qué rótulo correspondía a cuál botón. El paquete no era para Viktor, cuyo nombre estaba bajo el botón oprimido por error, sino para la persona que vivía arriba. Que no lo tomara a mal, deseó el cartero y al punto desapareció.

Era un paquete insólitamente grande el que el cartero debía entregar, tan grande que no podía llevarlo bajo el brazo sino que debía sostenerlo con ambas manos para poder subirlo por las escaleras. ¿Qué podrían enviar en un paquete de semejante dimensiones?, pensó Viktor. Un globo terráqueo iluminado con base de madera de cerezo, una cafetera italiana con molinillo independiente, la primera mitad de una edición en cuero y cosida de la enciclopedia Brockhaus. Tomó del buzón las habituales respuestas negativas y cerró la puerta decepcionado porque el insistente timbre no había sido para él. Al menos su melancolía había sido vencida con el truco y él había sido arrancado de la cama, pensó, y resistió al deseo de acostarse nuevamente.

Comenzó a rallar una manzana. El paquete estaba consignado a nombre de la vecina que vivía en la planta de arriba, él lo podría haber recibido por ella, se le ocurrió a Viktor. Ella seguramente no estaba en casa. Todas las mañanas, a las siete y media, abandonaba el edificio con resuelta diligencia y rara vez volvía antes de las siete. Viktor le habría ahorrado el camino hasta la oficina de correos y se habría ofrecido la oportunidad de entablar una conversación con ella. En los encuentros en las escaleras, ella respondía en tono sobrio pero amistoso a los saludos y las breves preguntas sobre su salud y sobre el tiempo. Quizás hasta lo habría invitado a tomar una copa de vino, y así le hubiera hecho olvidar la tarde de ayer. Dejó la manzana, fue hasta la ventana de la sala de estar, pero el vehículo color maíz del cartero ya había abandonado la zona donde estaba prohibido aparcar. Mezcló la manzana con cinco cucharadas colmadas de copos de avena. Mientras el agua para el té llegaba a punto de hervor, dejó que los copos absorbieran el jugo de la manzana, luego le incorporó al puré un vaso de yogurt, un desayuno que desde hacía muchos años lo fortificaba para todo el día.

Una y otra vez Viktor está a punto de sentarse en uno de los bancos del kindergarten. Si hay uno libre, que no es pretendido por ninguna madre y para los tamiles aún no es suficientemente de noche, Viktor modera su paso, a veces incluso se detiene. También hoy ha vacilado ante un banco libre, ha reflexionado que le haría bien la alegría de los niños que juegan, el espectáculo de la vida libre de preocupaciones y pensamientos, porque aún es eterna. Pero también hoy ha continuado su camino, la vacilación no le ha impedido cruzar la zona de juegos, aunque sabe que no habrá a su disposición otros bancos en los que poder sentarse para evitar el cementerio. Precisamente hoy le gustaría evitarlo, pues su estancia en el cementerio es en no poca medida culpable de que él se haya quedado en la cama más que de costumbre.

Si le gusta estar en el cementerio, le preguntaron ayer, y hoy ya no se anima a ir a ese lugarcito donde hasta hace poco había un haya roja y ahora un pequeño letrero explica que habían debido derribar el viejo, hermoso árbol porque estaba enfermo. Se sentó, no era la primera vez, en el espacio que había dejado el árbol caído, aquí el sol brillaba más tiempo que en cualquier otro lado. Sí, le gustaba estar ahí, y sólo después de regresar a casa, reconoció qué luz, o más bien qué sombras había arrojado sobre él esa frase que había salido de sus labios sin vacilación. Un hombre que voluntariamente y sin restricciones admitía que le gustaba estar en el cementerio, podía –lamentablemente se había dado cuenta en casa, es decir, demasiado tarde– ser considerado una persona rara. Así fue probablemente; desde un principio el hombre cuyo nombre él ni siquiera había llegado a saber lo había tenido por una persona rara, por eso había desaparecido tan repentinamente.

Para sus adentros aquel hombre había llamado a Viktor un tipo estrafalario, estrambótico, quizás incluso un loco inofensivo. Sin embargo, Viktor se prometía mucho de ese encuentro que iba más allá de la proximidad cotidiana con alguien en el asiento del bus o en la caja con la señora que había olvidado pesar las manzanas. ¿Cuándo fue la última vez que tuvo la oportunidad de conocer a alguien a partir de un encuentro ocasional?

El hombre tenía su misma edad. Llevaba un traje que a primera vista se notaba no era uno de esos de duelo que la gente se ponía para un entierro. Era un traje de negocios común, habitual en esa ciudad, pero infrecuente en el cementerio. Las tiendas de ropa para hombre vendían cientos de trajes así a los empleados de las entidades bancarias y aseguradoras, muchas de las cuales tenían en los edificios de oficinas del centro su casa matriz o por lo menos una sucursal. La mayoría de las veces tales trajes eran vendidos en combinación con una camisa cuya etiqueta pregonaba que era fácil de planchar, y con una corbata poco llamativa.

Que lo disculpara, dijo el hombre, no quería molestar, en absoluto, probablemente Viktor sólo quería sentarse allí, era algo que le gustaba hacer, lo había dicho él mismo. Así continuó hablando el hombre y en ese momento Viktor no reparó en que al repetir su respuesta, el hombre le indicaba que sería necesaria una explicación más detallada de su parte, para evitar malentendidos en lo referente a su estancia en el cementerio. Quizás habría sido suficiente añadir que él sólo estaba sentado allí porque los bancos frente al kindergarten estaban ocupados, y así el hombre nunca habría llegado a pensar que él podía ser un tipo raro y estrambótico.

Lo sentía mucho, dijo el hombre, pero no podía estar callado, debía hablar y si a él no le incomodaba, con gusto lo haría con él, pero si le molestaba, y para anunciar esto bastaba un breve movimiento de la cabeza, de inmediato seguiría su camino y no permanecería ni un instante más delante de su banco.

Para Viktor, mejor habría sido que la conversación ni siquiera hubiera empezado.

Si le podía decir qué hora era, preguntó el hombre y señaló su reloj. Quería que Viktor le confirmara la hora exacta, porque en tales situaciones él siempre dudaba de su reloj, aunque funcionaba perfectamente desde su confirmación y hasta ahora él no había perdido ningún vuelo ni olvidado ninguna cita, por lo menos desde su confirmación no podía echarle la culpa al reloj por ningún minuto de retraso.

Como no llevaba reloj, Viktor le dijo al hombre la última hora que había dado el campanario.

Si habían dado las tres, entonces también hoy su reloj marchaba a la perfección, y no le quedaba otra cosa que aguardar.

El hombre se dispuso a sentarse en el banco junto a Viktor, pero se levantó de golpe antes que la tela de su pantalón rozara la madera del banco.

Si le permitía sentarse, ya le había avisado –rió el hombre– que no podía estar callado y sus palabras, era imposible impedirlo, caerían sobre Viktor si le permitía sentarse junto a él en el banco.

Viktor asintió, y el hombre se sentó. El estado de coincidencia en el banco no duró mucho. El hombre balanceó las rodillas, lo que trajo que tampoco pudiera mantener quieto su torso y que incluso su melena, peinada con cera para pelo, se agitara delante de la frente. El hombre era muy consciente de su intranquilidad y pocos minutos después cruzó las piernas para sujetarlas, y apretó las manos entre los muslos. Condenado a la inmovilidad, varias veces intentó deslizarse hacia atrás y hacia delante, luego saltó del banco, suspiró aliviado, como un preso de calabozo que es liberado de sus cadenas después de muchos años. Giró sobre su eje y se colocó detrás del banco. Mientras escarbaba con los pies en la grava y producía pequeñas nubes de polvo que se depositaban en forma de película gris sobre sus zapatos, continuó:

A más tardar a las cuatro se enteraría. ¡A las cuatro! Casi quedaba una hora. Una suerte haberlo encontrado. Si Viktor no estuviera sentado en el banco, él no sabría cómo aguantar entero esa hora. Había temido que hubiera sido una mala idea venir al cementerio. No había contado con encontrar una persona paciente como Viktor, en la barra de un bar habría sido seguramente mayor la posibilidad de encontrar una persona que conversara con él durante una hora. Pero en la barra habría existido el peligro de que al cabo de la hora estuviera borracho y esto, más allá de lo que decidiera la comisión, sería fatal. No podía permitírselo, regresar borracho a la oficina, sería interpretado sin duda como una debilidad intolerable que él, en una situación así, sólo viera como solución emborracharse. En el peor de los casos tal incidente llevaría incluso a una revisión del asunto. Pero había tenido suerte, había encontrado a un hombre que lo ayudaba en esa larga hora, y estaba agradecido por eso.

Viktor giró la cabeza esperando poder ver al hombre a los ojos. Se alegraba de que alguien le estuviera agradecido y quería regalarle una mirada cálida a quien había dicho esa bella frase. El hombre, sin embargo, tenía la vista clavada en la punta de sus zapatos, que seguían escarbando mecánicamente, y pasó un rato hasta que la imagen de los zapatos polvorientos penetró en su conciencia, y él fue consciente de la acción de escarbar. Hizo otro intento de sentarse. De nuevo fracasó a causa del indomable impulso de moverse. Colocó un pie sobre el banco y balanceó el torso hacia delante y hacia atrás. Ahora estaba de pie ante Viktor y extrajo del bolsillo trasero su billetera.

Ayer su hijo había cumplido tres años. Jejejé, sí, tres, exclamó el hombre mientras se golpeteaba con las manos las rodillas. Y el segundo estaba en camino. Desde hacía unos días lo sabían con certeza. Había habido festejo de cumpleaños para el pequeño. Por primera vez había podido invitar a sus amigos. Ya desde edad temprana se podía ver que los niños se agradaban entre sí o no. Y él, el pequeño, había sabido exactamente a quién quería invitar y a quién no. Toda la noche anterior al festejo había inflado globos, a su mujer no le gustaba hacerlo, tampoco podía soportar sellos o sobres que no se pegaran por sí solos, sí, en cambio, era una excelente cocinera.

El hombre le alcanzó a Viktor una fotografía en la que se veía a un muchachito rubio que estaba sentado ante un gigantesco pedazo de torta. Viktor sonrió y le dio al hombre la mirada cálida.

Un niño bello. Ojos despiertos. Su hijo seguramente tenía un carácter extraordinario, era fácil reconocerlo, dijo Viktor. Seguramente había ocasiones en que la resolución del niño ponía a sus padres en bonitos apuros.

En bonitos apuros, dijo el hombre, eso era, dicho suavemente, minimizar sobremanera el asunto. El pequeño sacaba regularmente de las casillas tanto a su madre como a él, el padre, cuando llegaba por las tardes a la casa. Era increíble cómo un ser humano de tres años podía tener ideas tan fijas. Un mes atrás, en aquel fin de semana tan caluroso, habían viajado al campo, habían dejado el automóvil junto al bosque y entrado con todos los bártulos en la refrescante espesura. Habían encontrado un lugarcito agradable junto a un arroyuelo y allí habían desplegado su manta de picnic. El pequeño había salido corriendo hasta el arroyo, el agua era para los niños por lo menos tan atractiva como el fuego, como todo lo que era peligroso e inquietaba a los padres. Él había ido enseguida detrás del pequeño, y había alcanzado a tomarlo del pantalón para quitarle los zapatos antes que entraran a chapotear en el agua. En un lugar bajo, él había comenzado a apilar piedras para embalsar el arroyuelo. Para el pequeño se trataba de la primera vez en su vida que participaba de un embalse. Aunque ya hacía tiempo que había dejado atrás la niñez, él, el padre, no podía descansar junto a un arroyo sin embalsarlo. Por supuesto, el pequeño no se había interesado en absoluto por su experiencia, más aún, el pequeño, que embalsaba un arroyo por primera vez, le había mostrado con toda exactitud a él, el experimentado maestro embalsador, dónde debía colocarse cada piedra.

El hombre volvió a meter la fotografía en su cartera y cayó repentinamente en un estado de profunda meditación.

Estaba seguro de que el pequeño había obtenido un irreprochable embalse del arroyo, dijo Viktor en la pausa que había surgido como consecuencia de las meditaciones del hombre.

Desde el principio había jugado con la idea de instalar en el jardín un pequeño ecosistema, dijo el hombre, y por supuesto, en ese espacio verde debía desembocar un arroyo. Al hombre le salían de la boca las palabras sin convicción, sin la fuerza de una representación gráfica. Las decía así como así y sus pensamientos evidentemente ya estaban en otro lado. Comenzó a hacer crujir el meñique de su mano izquierda. La tensión, de la que el hombre se liberó articulación tras articulación, se iba transfiriendo a Viktor. Éste pudo contenerse hasta el anular de la mano derecha, luego se interpuso.

¿Plantaba también flores en el jardín o exclusivamente verduras?, preguntó. La única posibilidad, respondió el hombre, de llegar a tener en la ciudad un pedazo de verde propio mayor que un macetón era postularse para adquirir uno de los jardines privados en los parques, una idea, por cierto, en la que él pensado seriamente.

Viktor advirtió justo a tiempo que no debía seguir ese camino. Había hablado y roto el denso silencio del hombre. Pero en una charla sobre jardines metería la pata. El trabajo de jardín le era por completo ajeno. ¿Por qué, en realidad, reflexionó, no debería permanecer así? Al fin y al cabo él se sentía cercano a la naturaleza, aun cuando el haya enferma nunca le hubiera quitado el sueño. Él cuidaba su planta de interior, no para llevarle la contra a Marie, sino porque se alegraba de verla desarrollarse. Se propuso extender su búsqueda de trabajo también a la jardinería. Regularmente se postulaba como albañil o carpintero, no porque hubiera aprendido esos oficios, sino porque estaba convencido de que podría adquirir la habilidad del albañil o del carpintero. También se había postulado como cerrajero y mecánico de precisión, una vez hasta como obrero forestal, recordó, ahí había llegado muy cerca del oficio de jardinero. Mal no le iba a hacer, quizás había para él un puesto como ayudante de jardinero gracias al cual podría poner pie en el cuadro de flores o en el césped.

Todo estaba en sumo peligro, suspiró el hombre y caminó de aquí para allá delante del banco de Viktor. Miró su reloj. Quizás ahora, exactamente ocho minutos antes de las cuatro de la tarde, se estaba sellando su destino. Si la comisión llegaba a una decisión desfavorable, si la situación cambiaba y el director de la sección no podía cumplir la promesa que le había hecho con un firme apretón de manos cuando había salido de la oficina, todo estaba perdido.

A Viktor le habría gustado decir algo tranquilizador. Si el hombre se sentara junto a él, pensó Viktor, hasta podría ponerle la mano sobre el hombro. Él tenía manos agradables, tibias y suaves, se cortaba las uñas regularmente y no se las comía, sino que si era necesario, las limaba. Marie siempre había elogiado sus manos.

Para algo así no había buenas ocasiones, dijo el hombre, por supuesto, lo sabía, pero la actual era particularmente mala. El segundo hijo en camino, la casa nueva ya ocupada pero ni remotamente terminada de arreglar. Aunque quisiera, no podía imaginarse lo que significaría.

El hombre apretó las manos contra el rostro e interrumpió su ir y venir, como si, a pesar de lo dicho, quisiera representarse lo que caería sobre él en los siguientes minutos. Ahora Viktor también estaba de pie y dio un desvalido paso en dirección al hombre.

Viktor dijo que estaba completamente seguro de que la comisión no llegaría a la misma decisión que su superior. La comisión no podía llegar a otro resultado, pues era evidente el modo en que el hombre satisfacía las exigencias, a cualquier persona con una chispa de razón le saltaba a la vista su capacidad, y las comisiones estaban compuestas, sin duda, por gente razonable. No debía preocuparse.

Viktor sintió que entre el hombre y él había una conexión, y quiso aprovechar la oportunidad para conectarse con él. Al hombre no le podía pasar desapercibida la comprensión que Viktor tenía para con él. Se habían encontrado dos personas que podían estar sentadas juntas en un banco, por más que ahora estuvieran de pie.

No le había contado nada a su esposa, dijo el hombre y meneó la cabeza. Debía procurar no lastimarla. No podía siquiera figurarse cómo se las arreglaría en adelante para sentarse con ella a la mesa, dormir y despertar a su lado, sin poder hablar con ella de la peor de todas las posibilidades, si es que ésta caía sobre él en los próximos minutos.

 

El teléfono móvil cantó en medio de la mayor inquietud. Viktor creyó ver que la macilenta palidez del rostro del hombre se volvía aún más pálida. El hombre extrajo despacio el teléfono de su chaqueta, para luego apretarlo ansiosamente contra la oreja. Durante un rígido instante el hombre sólo mostró angustia, luego la tensión se aflojó en una gesto alegre y resplandeciente. No había dudas, pensó Viktor, el superior había hecho feliz al colega con la noticia de que todo seguía como antes, de que el examen de la comisión confirmaba lo que él había pronosticado. El hombre sonrió, le dio la espalda a Viktor mientras continuaba hablando por teléfono, y se alejó unos pasos. Viktor lo siguió con la mirada, hasta que desapareció detrás de un panteón. Viktor se sentó en el banco y aguardó.

Tardó unos minutos en comprender que el hombre no volvería. Se había ido a su oficina sin darle a Viktor la posibilidad de felicitarlo por el desenlace de ese asunto fastidioso. Pero más tardó la sorpresa –causada por la repentina partida– en convertirse en tristeza. El sol se había puesto y la noche caía cuando Viktor se levantó y volvió a casa.

 

Traducido por Nicolás Gelormini

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