Daniel Mezger
Nacido en 1978 en Brugg; reside en Zúrich
Formación como actor en la
Escuela Superior de música y teatro de Berna. A partir de 2001, varios
años de contrato en el Jungen Theater de Göttingen. Desde el verano de
2004, autor, músico y actor libre.
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Daniel Mezger
Mantente con vida
Fragmento de Jugar tierra
Traducido por Nicolás Gelormini
Y el maestro del pueblo despide todos los días a los niños. Y el maestro se queda en la casa destinada al maestro del pueblo. El maestro del pueblo desea que lleguen las vacaciones de otoño, para no tener que buscar más excusas. Y el maestro del pueblo le ruega a su mujer. El maestro trata de convencer a la recién peleada. El maestro del pueblo pronuncia conjuros. Mantente con vida. Por favor. Mi hermosura, mi amor. Mi otrora amada. Mantente con vida. Aparta los cuchillos con que te cortas por probar, para ver cuán profundo llegas, no quiero verlo, no puedo lamer más tus heridas. Quédate aquí, y si no es en este mundo, al menos en otro posible; lo sé, no crees en eso, ya no, dices, actualmente no, intento decir cuando estamos sentados en este sofá: ante nosotros, Armagedón, El día después de mañana, Godzilla, La tormenta, Un pueblo llamado Dante’s Peak. Todas las películas que no tratan de amor, ni de la vida, sólo de un grupo de personas que se buscan, se encuentran, a pesar de la catástrofe sacan a algunos conocidos de entre las ruinas, para seguir escapando. Ya no pueden salvar el mundo. Esto es lo único que entiendes ahora y yo, aquí, en este sofá en el que seguimos sentados aunque debería haberme levantado hace tiempo. Hace tiempo que debería haber dicho: Conmigo no, búscate otro hombro en el que deshacerte en llanto. Búscate otro que te diga que no debes colgarte. Búscate alguien que te arrastre hasta el taxi y te ofrezca el Valium, que te mande fuera de la habitación porque al fin y al cabo lo habíamos dicho, camas separadas. Vidas separadas, habías dicho tú misma. Tú misma lo propusiste. Lloré por nosotros media tarde y media mañana. Y después hubo que hacer la operación de rescate. Quitar cuchillos de las manos. Cerrar puertas con llaves –para que no saltaras afuera desde un puente–, en vez de cerrarlas desde afuera tras de mí –para declarar que volvía a ser un individuo–. En lugar de estar en casa de extraños, llamados amigos, acostado en un colchón para huéspedes, escucho con paciencia sentado en el sofá tus preguntas y las respondo de inmediato: te aplaco. Mantente con vida. Por favor, no te hagas daño, por favor. No me hagas daño. En realidad hace rato que ya renunciaste a las amenazas. Sólo gimes, imploras, pides: ¿No puedo dormir al menos esta noche en tu cama? Lo arruiné todo. ¿No estarías contento si me fuera, no sería un alivio? Quisiera arrancarte de la boca esas palabras, quisiera volver a ser mi propia persona, dejar de alimentarte como a una niña, de desvestirte y llevarte a la cama. Pero no debo decir que eres un niña, tan sólo mandarte a tu trabajo, sí, lo superarás, pero ahora vete, vete adonde sea, no te entregues, hazte responsable de ti misma, no hagas que yo deba ser fuerte sólo porque puedo serlo. El mundo está en llamas, es alcanzado por meteoritos, o exterminado, cubierto de hielo por alienígenas, pisoteado, y nosotros entendemos qué se quiere decir con eso. Desde el sofá nos ponemos contentos porque nos entienden, estaríamos contentos si una ola gigante barriera también con nosotros. En lugar de eso te prohíbo lamentarte, te prohíbo acostarte en mi cama, que sólo es un colchón de huéspedes en mi estudio. Te mando fuera, si vienes antes de medianoche; hago como si no me diera cuenta del truco cuando llegas a las tres de la mañana. Sigo durmiendo, o lo simulo, mientras tú simulas que no estás ahí. Mientras planeas cómo saldría todo, irse, evaporarse, desaparecer del mundo, quitarse del mundo. Hasta que me despiertas con tu llanto, con tus temblores, tus momentos de ausencia, tus locuras, disparates. O tus silencios que casi siempre me asustan. Tus momentos de claridad, en los que adviertes que todo era un malentendido, todo desde el nacimiento: el que simplemente haya personas demasiado débiles para este mundo. Que al fin y al cabo no se te puede exigir todo. Que sin embargo todos seguirían pensando que lo puedes todo. Pero no puedes. Es demasiado grande, pesado, difícil. Demasiada carga para los otros, para mí. También tú estarías contento de que por fin me fuera. Dices. ¿Qué hago aquí? Preguntas. Y no lo haces retóricamente. Desde que la casa es atravesada por mareas de agua salada ya no derramo lágrimas. Me aplazo para más tarde, funciono, pongo orden, rescato, soy rutinario, estoy bajo control, no te dejo colgada, llamo a tu trabajo, a una psicóloga de la ciudad, te llevo hasta el auto, hasta la ciudad, te cargo escaleras arriba, cuando no recuerdas ni cómo te llamas ni por qué una psicóloga te mandó a ver a una psiquiatra, ni por qué una psiquiatra te recetó esas pastillas que te provocan náuseas y que yo te obligo a tomar del mismo modo que te ruego que recuperes el juicio, me quites tu peso sin quitarte a la vez ese peso llamado vida. Te digo que te entregues al cuidado de otro. Pero después vuelvo a decir que siempre estaré aquí en caso de urgencia. Lo prometo. Y hablando provoco la urgencia. Soy cómplice porque te ayudo a que te restablezcas, te restablezcas en un lugar donde no puedes sostenerte sola. Porque cuando ya nada funciona, te propongo construir una cueva debajo de la mesa de la sala, y te acurrucas ahí, bajo la mesa cubierta de mantas, escuchas casetes para niños y me invitas a jugar. Yo digo que no, despacho los asuntos domésticos, me pongo contento de que te ocupes con algo. Ordeno tu vida, en la medida en que aún es una vida. Devuelvo películas de catástrofe y alquilo nuevas películas de catástrofe. Para que las tardes pasen. En algún momento. Por fin. Para que en algún momento y por fin estés tan agotada de llorar, pedir, gritar, renunciar que renuncies y te duermas. Te cargo hasta la cama. Todo es rutina. Una vida también puede funcionar así. Uno se acostumbra también a eso.
Tengo otras cosas que hacer además de tomarme el pulso. Tomo el tuyo. Es suave y rápido. Es tu vida por lo que lucho, mi hermosura, mi amor. Mi otrora amada. Tú, narcisista, ególatra. Tú, atesoradora de dolores, retozadora en la miseria, necesitada de compasión. Chantajista con tus lágrimas, tus cuchillos, tu preferencia por puentes altos y por hablar de ellos. Te creo porque desde que no quieres estar en ninguna parte ya estás en otro lado. Porque ya no sientes dolor, sólo meditas cuál será el método más exitoso. Porque te deshaces en tus lamentos, en tus gritos, en tus llantos. A pesar del Valium, vas dando traspiés con lágrimas en los ojos, o a causa del Valium, por la ciudad; me pides que compre papilla para niños, porque eso es lo único que aún comes. De tu cuerpo, ya demasiado flaco, cae quilo tras quilo. Papilla, Ovomaltina, en el mejor de los casos también una banana. En el mejor de los casos, alimentada. Y si me niego a darte de comer, lo que hago la mayoría de las veces, sólo comes si te vigilo. Cada cucharada debo pedirla a ruegos. Por favor, sólo ésta, sólo la próxima, no, tienes que comer, no puedes escapar de este mundo dejándote morir de hambre.
Comes una cucharada colmada, olvidas lo que estás haciendo, te lo recuerdo, piensas si quieres hacer lo que estás haciendo, te ordeno que lo hagas. Mi voz se vuelve firme: Termínala con el llanto y come. Por favor, agrego, pero no llegas a oírlo. Ya no me quieres, dices, de otro modo no me hablarías así. Digo que eso no importa.
Y lloras y gritas hasta que los vecinos llaman a la puerta y preguntan si todo está bien. Abro y digo que nada está bien.
Y agradezco que pregunten. No la golpeo, no tengan miedo, ella es así, no agrego. Y cierro la puerta. Y un día después viene el siguiente vecino, me pide un poco de leche, leche hay en abundancia desde que sólo comes papilla. Hoy lograste ir al trabajo. Espero a ver cuánto resistirás, durante un rato estoy contento por mí mismo. Lavar la ropa, pasar la aspiradora, buscar y juntar los videocasetes, desmontar fortalezas, ocultar cuchillos.
El vecino hace como si no viera que la casa está devastada, los cuadros que faltan, las montañas de cajas que crecer en el corredor hasta el cielo y penetran en la sala. Ya la primera tarde embalaste todo lo que te pertenece y una semana más tarde te diste cuenta de que no se puede vivir así, ni siquiera transitoriamente. Entonces revolviste en las cajas hasta encontrar utilería de la antigua decoración, para cumplir con las formas pusiste cosas que representaran la normalidad. En ese borrador de una casa nos acomodamos justo como para poder sobrevivir. Pero no puedes engañarnos, cada vistazo a la sala es un vistazo al hogar de tu alma, todo apariencia, fachada, y en el fondo ya fuera de este mundo.
Y tampoco engañas al vecino, él hace como si no hubiera venido para darse una idea y echar un vistazo a la casa. Le digo que sí con la cabeza, él me agradece la leche y se va. Y yo me quedo estancado en este caos que los dos hemos causado. Ahora vivimos como si acabáramos de mudarnos, busco las ollas en el macizo de cajas, hurgo para encontrar lo más necesario, observo la casa que luce honesta. Como tú. Como nosotros. Yo sé ocultar mejor mi estado. En la biblioteca no me preguntan por qué necesito otra película de catástrofe, no me ofrecen Valium. Nada de antidepresivos, de esos que a ti sí habría que recetarte de una vez por todas, aunque te resistas, aunque digas que no son depresiones sino pánico a estar sola, a estar perdida, a estar.
Imploras, ruegas, quieres volver a ser una pareja, una parte de lo que tú y yo llamábamos “tú y yo”, antes que nos distanciáramos, antes que nos lo confesáramos. Al montoncito que quedó de ti le gustaría que lo amaran de nuevo, no quiere estar sola en el mundo, pero no tiene a nadie más que a mí, en fin, lo único que quiere es un poco de abrigo, no hizo nada equivocado, no tiene la culpa de que las cosas sean como son. ¿Lo arruiné todo?, preguntas. Día tras día, ni siquiera aprieto el botón de pausa, que Godzilla siga descargando su furia mientras te doy las respuestas de siempre. ¿Qué debería haber hecho distinto?, preguntas. O prometes ser amable desde ahora, prometes comprarme algo, me prometes hacer todo como yo lo quiera. Ir juntos a otro lugar, por mí, a la ciudad, o a otro pueblo, y entonces empezar desde el principio, por mí, sin amigos. Lo único que debo hacer es simplemente decir que todo volverá a estar bien, que todo volverá a ser como antes: Antes nada estaba bien, digo yo, un avión de caza ataca a Godzilla, apenas una mosca para el monstruo gigante, apenas una tarde más en el sofá, sobreviviremos, los dos, lo principal es que de a poco te canses de llorar, rogar, mendigar. De prometer que te reformarás. De preguntar: ¿Soy tan terrible? De preguntar: ¿Qué me sucede ahora? ¿Qué hago? ¿No sería mejor si yo no existiera? ¿Puedo dormir contigo esta noche?
Cansada de la vida, pero nunca cansada lo suficiente para dormir. O miedo de despertar. De un sueño en el que sueñas que todo es como nunca fue. Todo bien, “tú y yo”. ¿Por qué no puede volver a ser así? Preguntas y preguntas y la rutina comienza de nuevo. Me he acostumbrado. Te mando a la cama, fuera de mi habitación, al trabajo, a una entrevista de admisión en una clínica. No vas a ningún lado, rechazo horas de clase, las pospongo por unos días y sé que tampoco entonces podrá ser. Hoy digo que te lastimaste el pie, que debo acompañarte a la sala de urgencias, no sé qué diré mañana. Sólo sé que desde las cinco de la mañana estoy sentado junto a ti en mi cama, que es un colchón para huéspedes, y que te pido que tomes un Valium o te dejes internar. Que estoy contigo en el consultorio de una psiquiatra y también por la noche, delante del televisor, cuando digo que hoy la psiquiatra sí tuvo razón en lo que dijo y tú apenas si recuerdas haber estado allí. Y tus pensamientos giran, nosotros giramos, nuestra cotidianidad gira, como si el tiempo se hubiera detenido, como si tu cerebro fuera un ave rapaz que está a punto de clavar el pico, quieres cortar con la vida y no te detendrá el hecho de que los cuchillos estén escondidos. Esto me ahorra el reproche de que te volviste a cortar, y la amenaza con que me veo forzado a internarte porque ya no puedo más. Y ya no puedo más, soy incapaz de moverme, funciono sólo en apariencia, espero una redención, un alivio.
Renuncias a tu trabajo, ya casi no hablas con nadie, te llevo todos los días a la ciudad. La psicóloga pone cara de entender. Pero no le cuentas nada de las fortalezas que armas bajo la mesa, del deseo de arrancarte del mundo, hasta que te lo ordeno, te lo machaco, te lo repito mil veces. Hasta que la psicóloga te recomienda una psiquiatra, hasta que dejas que te lleve a verla, sólo para que le eches un vistazo, para que compruebes que los psiquiatras son gente arruinada que te arruinará aún más. Y parece que estás mejor, como si hubieras reconocido que debes asumir la responsabilidad sobre ti, si no quieres dársela a otros, ¿o están haciendo efecto los medicamentos que te dan náuseas y que suspendiste cuando dejé de apretar y taparte la nariz para que los tragaras?
Y el maestro del pueblo les escribe una carta a los padres, las vacaciones de otoño comenzarán una semana antes. El maestro del pueblo dice que está enfermo, habla de contagio, el maestro del pueblo sólo desea que llegue cualquier final, salvo ése. Y el maestro del pueblo sabe que aun cuando ella tenga una casa nueva, viva en otra ciudad o en esa de la que vino alguna vez, aun así, él no se deshará de ella. Todos los días ella llamará, hará las mismas preguntas. Él responderá, le dirá que se mantenga con vida. Y él no encontrará respuesta a la pregunta “¿por qué?”, salvo “No me hagas esto”. Y él sostendrá el auricular en su mano hasta que ella haya puesto debajo de la lengua una de las pastillas, hasta que la pastilla se haya disuelto, hasta que ella, con el auricular en la mano, por fin se haya acostado, el maestro no cuelga hasta que sabe que también esa noche pasará, que ella ha sobrevivido también ese día. Mantente con vida.