Aleks Scholz

Nacido en 1975 en Gera; actualmente, reside en Dublín (IRL). Doctor en astronomía. Tras una estancia de investigación en Canadá y Escocia, ahora trabaja como asociado de Schroedinger en el Dublin Institute for Advanced Studies de Irlanda.

 

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Regie: Lars Hubrich

 

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Aleks Scholz

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Traducido por Nicolás Gelormini

 

La finca de Trampe tiene una estructura sencilla. En el frente y en sus lados está limitada por el cerco y, vista desde la calle, se divide en jardín delantero, casa, patio y plantación de remolacha azucarera. Más atrás, la vista se abre a paisajes de morrenas de fondo, arrastradas por glaciares de diferentes épocas. Las masas de  hielo han desmontado trabajosamente capa tras capa de tierra y las han amontonado  contra las colinas de piedra de las morrenas terminales, que comienzan más allá de la carretera. Cuando el último glaciar decidió dar marcha atrás, su extremo sur, la lengua de pliegues complejos, se encontraba en la región en que hoy está el jardín de Trampe. A intervalos regulares se desprendían grandes bloques de hielo y caían al suelo.

También allí donde Trampe está ahora y recorre el suelo con la mirada. Es temprano en la mañana y el seto arroja una sombra larga. Desde hace años que crece libremente y ha avanzado sobre el jardín. Con varios metros de ancho, el cerco, a manera de una enorme pared viviente, brinda protección visual contra la carretera y los vecinos. Sólo en dos lugares hay postes de cemento que la interrumpen para formar una entrada estrecha. Sobre los acontecimientos que tienen lugar en el oscuro sector interno detrás del cerco, donde todos los intersticios están repletos de seres vivos, no se puede afirmar nada con seguridad desde hace tiempo.

En la granja vecina se oyen ladridos apagados. Allí Liebke sale a la puerta para dejar correr a su schnauzer enano y caminar un poco a lo largo del seto que separa su jardín de la finca de Trampe. La única comunicación entre las dos propiedades es el establo de cerdos en el patio de Trampe, cuya parte trasera, si se observa bien, está metida en el seto y así tan cerca de Liebke que todos los sonidos de los animales se oyen con claridad. Esos sonidos serían lo único que Liebke recibe de su vecino, si no fuera porque el perro, no pocas veces, logra cavar y atravesar el seto para llevarse diversos objetos. Al correr, el perro de Liebke es capaz de mover las patas tan rápido que es imposible verlas y bajo su cuerpo uno percibe sólo una materia difusa: se desliza sobre el césped aparentemente sin órganos de locomoción, dotado sólo de fuerza de voluntad y un colchón de aire bajo el cuerpo. En cambio, cuando camina las piernas de Liebke son fácilmente identificables como las unidades responsables del proceso. Fumando atraviesa el césped esmeradamente cortado y examina el estado de los cipreses enanos. En el establo vecino se oyen los cerdos que gruñen y rascan el piso. Por lo visto, Trampe está haciendo algún trabajo cerca del establo, algo que indefectiblemente da ocasión a los animales para sacar conclusiones falsas.

Cuando Trampe, vestido con el mono azul, va hasta el cobertizo, el patio está vacío. Aparte de Mike, tendido sobre el montón de arena, no se ve a nadie, y con Mike no se puede hablar. Pasa su tiempo llenando y vaciando de arena una lata de conserva con una serie regular de movimientos cuyo ritmo se parece al oleaje de un mar tranquilo. La lata de Mike parece vieja, la superficie plateada se ha vuelto opaca y los bordes se han oxidado. Pero la función que se le ha atribuido, la cumple de modo irreprochable, no hay duda. Trampe tarda un rato en salir del cobertizo, que entre la sierra circular y los leños está lleno a más no poder. Pero ha logrado hallar una pala, una pala ancha como las que se usan para arrojar arena en la mezcladora de cemento. Con la herramienta al hombro rodea la casa en dirección al jardín.

Pasa por un lugar en que el seto claramente se curva hacia su terreno, hacia el lado que no tiene nada que ver con Liebke. El motivo de esto es un árbol que está en medio del cerco, un árbol que hoy sólo se distingue porque en ese sitio las hojas son distintas, dentadas y de un verde algo más claro que el resto. Por lo demás, el árbol y el seto no tienen otra opción que unirse en el crecimiento y mantenerse juntos. Detrás de esta formación, crece por un buen trecho, un desierto de mala hierba y matorral abandonados por el hombre.

El único lugar desde el que puede verse algo de la hacienda de Trampe es quizás la Montaña del Zorro, del otro lado de la carretera. Que allí haya verdaderamente zorros es más que dudoso, y la denominación “montaña” resulta también escasamente justificada. De todos modos, es lo suficientemente alta como para encerrar, con algunas colinas linderas -colinas de morrenas terminales-, la parte sur del pueblo.  La ladera boscosa de la Montaña del Zorro desciende en suave pendiente hacia el sur, hasta un pantano originado probablemente en hielo muerto de un período frío temprano, en una época en que, en el norte, los futuros componentes de la cadena de colinas aún estaban desperdigados. Un abrupto despeñadero constituye el límite norte la Montaña del  Zorro. Desde allí se tiene una buena vista de la meseta de marga que dejó el glaciar. Prácticamente ninguna planta logra arraigar en la empinada ladera norte de la Montaña del Zorro, y por eso cualquiera a quien le interese puede ver que la elevación está compuesta de una maciza mezcla de arcilla y arena clara. Rara vez algo tan grande como la Montaña del Zorro es tan poco misterioso.

Mientras tanto, Trampe ha comenzado a excavar un agujero circular en el jardín. La tarea es decididamente sencilla, pues las capas superiores son blandas, no contienen piedras y están cubiertas apenas por una hierba delgada. Trampe extrae una palada tras otra de humus, y cuanto más profundo llega, más remoto es el año en que la tierra que ahora ve la luz del día ha nacido del follaje caído del seto. Es un viaje al pasado, al pasado del seto salvaje convertido en abono. Entretanto, Trampe se mete varias veces en su hoyo, se acuesta en el suelo y respira profundamente. Aunque la fosa no es enorme, Trampe puede estirarse y relajar su cuerpo sin chocarse con las paredes. A veces se queda así durante minutos, levanta la vista hacia el pedazo circular de cielo y hace que la tierra corra entre sus dedos. Desde todas partes se asoman lombrices cuyos extremos se agitan sin coordinación en ese vacío nuevo.

 

La sola eliminación del césped cambió ostensiblemente el aspecto del jardín. Desde arriba se puede ver una mancha circular marrón, sobre la que cada tanto hay un hombre acostado.  En esto se diferencia la propiedad de Trampe de todas las fincas vecinas, que se las arreglan sin manchas de contornos nítidos. Más atrás de la casa de Trampe hay otro sector marrón, en la llanura, en medio de un enorme campo de pastoreo, donde, por motivos que han sido poco investigados, ya no crece hierba. También hay manchas oscuras del otro lado de la carretera, producidas por  piedras graníticas irregulares que mucho tiempo atrás llegaron al sur junto con el hielo, y ahora están desperdigadas en las laderas de la Montaña del Zorro. Inmaculado, en cambio, es el césped de Liebke, un ejemplo perfecto de color homogéneo, increíble que allí todo resulte como debe resultar.

Mientras tanto Liebke está terminando sus trabajos cotidianos. Examina cuidadosamente el higrómetro que le regalaron sus padres para Navidad y que el colocó afuera, sobre el alféizar de la ventana de la cocina. Se trata de dos casitas pegadas una a otra, habitadas por dos figurillas que, dependiendo de la humedad ambiente, están delante o dentro de sus respectivas casas. Una de las figuras sostiene un paraguas, la otra lleva traje de baño. Durante el invierno Liebke estuvo muy preocupado porque, por motivos que él en un comienzo no comprendió, el hombre del traje de baño nunca salía de su casa. Después de grandes esfuerzos Liebke encontró que desde el marco de la ventana caía todas las mañanas rocío sobre la chimenea de la casita, y justamente sobre las crines que están dentro y sirven como sensores de humedad. Empapadas, se resistían a cumplir con su tarea, es decir, a mover las figuras. No sin orgullo Liebke mira la nueva tapa impermeable de la chimenea, que es responsable de que el pronóstico se haga ahora a la perfección. Hoy, por ejemplo, los dos hombrecitos están en sus respectivos zaguanes y miran indecisos hacia fuera.

Según parece, el plan de Trampe consiste en cavar la tierra no en cualquier lugar sino exactamente allí donde alguna vez estuvo la fuente. Ahora bien, ésta no es más que una bandeja redonda de hormigón cuyo borde superior antiguamente estaba a la altura del césped. Nadie ha visto nunca agua en la fuente. Hace mucho tiempo que la bandeja de hormigón está llena de tierra, tierra bastante buena y negra. El compuesto es apisonado con regularidad, cada vez que Trampe hace pasar los cerdos por el jardín o su mujer tiende la ropa. Simultáneamente, los gusanos y milpiés atraviesan las capas de tierra y digieren los últimos fragmentos de broza caída del seto, hasta que todo se descompone. Trampe deberá interrumpir este proceso, si es que quiere penetrar hasta la base de la fuente.

 

No le queda mucho tiempo. La carnicería del pueblo, en la que todos los días la señora Trampe  trabaja vendiendo budín de carne frío y butifarra ahumada, cierra por la tarde. Ella también es la encargada de hacer la ensalada de carne, compuesta de capas alternadas de verdura cruda, carne y aliño, adornadas con hojas verdes. Pero casi nadie del pueblo la compra. “Ensalada de carne”, qué raro que suena, y su aspecto, parece como si se quisiera rebajar la buena comida agregándole ingredientes extranjeros. Debido al rumbo de los acontecimientos, la señora Trampe está de mal humor –al fin y al cabo ha invertido tiempo y esfuerzo– y espera con ansias que llegue el final de su jornada.

Antes de entrar en la casa Liebke coge el periódico. Es de hace una semana: en su casa sólo recibe periódicos de la semana anterior. Se los deja su padre una vez concluida la lectura, pero lo hace un tanto molesto, pues aparte de su hijo nadie del pueblo se interesa por informaciones de la semana pasada. Pero a Liebke no le importan las noticias. Él necesita el periódico por las letras,  y las letras no envejecen. La mayoría de las veces los títulos traen menos vocales con diéresis de las que se precisan para un texto correcto, comprensible. A veces Liebke está semanas enteras con una carta incompleta esperando que lleguen las vocales con diéresis. Hoy, sin embargo, el azar está de su lado, han zozobrado dos enormes petroleros, Öltanker. Con cuidado recorta las letras faltantes usando su tijeras para uñas, las pega en su carta en los espacios vacíos correspondientes a las vocales con diéresis, y mueve la cabeza satisfecho, antes de meter el texto acabado en un sobre y ponerlo con los demás en un cajón.

Al poco rato se lo ve a Trampe volver del jardín a la casa. En el sótano está mucho más fresco que afuera,  la humedad asciende por las paredes, y en el aire flota un vapor espeso producto de la col, el café viejo y los excrementos. Las ratas ya no se esfuerzan por mantener la calma cuando alguien entra al sótano, tanta es la ventaja que llevan en número y agresividad. Se oye con claridad que algo chilla y revuelve en la basura. Trampe desciende hasta las remolachas, no mira hacia la derecha o hacia la izquierda, donde en penumbras pueden verse varias puertas macizas atrancadas. Las remolachas constituyen un muy buen pienso para cerdos, si uno las cuece el tiempo suficiente. De todos modos, los cerdos comen cualquier cosa que uno les ponga delante. Trampe ni siquiera da un respingo cuando un roedor camina sobre sus pies. Amontona rápidamente una carga de remolachas en la carretilla, coloca una tabla sobre la escalera y empuja hacia arriba. Una vez en el jardín,  vuelca las remolachas junto al hoyo a medio terminar. La sombra del cerco se ha achicado tanto que dos tercios del fondo del pozo están a la luz. Como sea, ya no habrá más claridad allá abajo.

Es un día de primavera tibio, luminoso. El cielo estaría completamente despejado si no fuera por una única franja blanca que traza un arco amplio y cae perpendicular sobre la cadena montañosa, precisamente sobre la Montaña del Zorro. La línea se ve tan ancha y deshilachada que en este momento es imposible saber si se trata de restos de una estela de condensación o de cirros naturales. De haber presenciado su surgimiento, se podría juzgar mejor. En cualquier caso, los vientos fuertes que serían capaces de producir cirros alargados indicarían un cambio de clima inminente. Y tal vez esto explique el comportamiento dubitativo de los hombrecitos de Liebke, siempre suponiendo que no se trató de un avión.

Sin contar el schnauzer, Liebke está solo en casa. Su esposa, en todo caso así lo cree Liebke, pasa los días cortándoles el pelo  a otros hombres en la única peluquería del pueblo. Hasta unas semanas atrás esto correspondía ala verdad. Desde hace poco, sin embargo, muchos prescinden del corte de pelo y los campos se cultivan cada vez menos. Inesperadamente la señora Liebke tiene mucho tiempo libre, pero sigue dejando la casa cada mañana con puntualidad, para no inquietar a su marido. A menudo éste habla de cómo disfruta imaginándose que ella juega con objetos filosos alrededor de las cabezas de otros hombres.

El pueblo donde están las granjas de Liebke y Trampe se ha levantado en un sitio peculiar de la región. Reposa en el extremo sur de las morrenas de fondo, justamente en el ángulo recto que forman la meseta y la ladera norte de la Montaña del Zorro, como si el glaciar lo hubiera dejado allí al retirarse. No parece que alguien vaya a tener la intención  de establecerse en la amplia llanura del norte. En cambio, sí que las casas avanzarán hacia el sur, movimiento que sólo detendrá la pendiente. En esa región la Montaña del Zorro se destaca como una enorme púa. Si hubiera más elevaciones de aspecto parecido colocadas en fila, podrían formar una gigantesca hoja de sierra, lamentablemente demasiado grande para ser útil a persona alguna.

Otra vez Liebke sale al aire libre para fumar. Va y viene caminando sin pausa a lo largo del seto, y deja tras de sí una nube flameante de humo. Se mueve siempre por la misma línea y cuando cambia de dirección, el humo nuevo se encuentra con el viejo. Pasados unos minutos, su sendero está bonitamente señalado por una franja de niebla, paralela también a la estela, de origen incierto, en el cielo. Desde hace años que Liebke poda de modo riguroso el lado del seto que mira a su terreno, mientras que del otro el cerco crece libremente, pues Trampe no cree en tijeras. Si se corta regularmente sólo de un lado, así le explica habitualmente Liebke a su esposa, con el correr de los años crecerá sólo en la otra dirección, y así paulatinamente irá retrocediendo. En consecuencia, esa era la conclusión de Liebke, su terreno crecería paulatinamente y el de Trampe se encogería: una conquista a largo plazo, pacífica, de un territorio ajeno, basada en la mera biología. Lamentablemente, en ese mismo proceso el establo inmóvil, como un tumor, se adentraría a través del seto en su jardín. En algún momento Liebke sería el propietario de los cerdos estropeados de Trampe. Mientras se rasca la cabeza, Liebke se detiene en el lugar donde espera que se abra paso el establo. 

En ese momento llega un fuerte barullo a través del cerco. Trampe ha comenzado a alimentar a los cerdos por segunda vez en el día. Nadie sabe con exactitud cuántos animales hay en el establo. Si uno se guía por el tamaño de la construcción, a lo sumo dos, pero a juzgar por el volumen de los sonidos son por lo menos diez. El alboroto polifónico comienza cuando Trampe se acerca al establo cargando un bidón de puré de remolachas. Aumenta en un crescendo furioso hasta su apogeo cuando Trampe vacía el contenido del bidón en la artesa. Entonces cambia el carácter de los sonidos: de chillidos de alta frecuencia se pasa sin mediación a masticaciones voraces de tonos graves. De los sorbidos saturados en medio del barullo de fondo se puede deducir que grandes cantidades de sustancias líquidas fluyen dentro de espacios huecos, que en su camino se mezclan con aire y que en parte también se derraman. Trampe no presta atención a todo esto y camina con pasos largos entre los excrementos hacia la salida. Se detiene un momento antes de la puerta, con la vista hacia el piso. A sus pies, en el cuadrado de luz que entra por el vano, brilla algo. Trampe se inclina, recoge de la bosta el anillo de plata, limpia algunas manchas de estiércol y sostiene la sortija contra la luz. Trampe arruga la frente,  guarda el anillo en el pantalón y avanza veloz en dirección a la casa.

Puede que Liebke tenga razón. De hecho, pareciera que el seto realizara una trayectoria. Desde arriba, en la propiedad de Trampe se ven numerosas irregularidades, mientras que el lado de Liebke luce parejo firme. Si el seto se mueve, lo hace para el lado de Trampe. Aunque quizás, eso no se puede determinar, sea la tierra con el jardín y el establo lo que se mueve mientras el cerco permanece firme en su lugar en el cosmos. De a poco el establo penetra en ese revoltijo verde. Sin el seto, seguramente avanzaría mucho más rápido.

 

Poco después Trampe reaparece en el patio. Sostiene bajo el brazo una mesa -uno de esos muebles pequeños, de patas cortas- como las que se ponen delante de los sofás para que el espacio no se vea tan vacío. Sin aflojar el puño que sostiene la mesa, Trampe abre la puerta del cobertizo. La sierra circular está al lado de la entrada, probablemente para poder prescindir de luz eléctrica cuando se la usa. Siempre con la mesa bajo el brazo, Trampe arrastra el cable hasta la casa.  Inmóvil queda el cable formando una línea recta sobre el patio que divide la granja de Trampe en dos partes casi iguales. Aunque el cable pasa muy cerca del montón de arena, Mike ni se entera, seguramente porque está concentrado por completo en su lata de conserva. Por un momento Trampe sostiene la mesa a la altura de sus ojos. Casi toda la tabla brilla  en tonos de color marrón claro, pero en dos lugares está manchada con una sustancia negra. Además, se ven varios arañazos en el barniz. Ya no es la mesita que conocían de antes.

La sierra circular de Trampe es uno de los aparatos más ruidosos del pueblo. Produce un zumbido un tanto amenazador, siempre y cuando no se le acerque nada. Pero cuando Trampe corta la primera pata de la mesa, el ruido se convierte en un chillido. Este sonido suele hacer callar a todos los pájaros a varios kilómetros a la redonda, resuena hasta la meseta e incluso Mike se sobresalta ligeramente con los agudos. Trampe corta la tabla sistemáticamente en piezas y produce un canto alternado casi perfecto, compuesto de zumbido y chillido. Aún cuando nadie en el pueblo sabe bien qué está haciendo Trampe, en lo que sea interviene una sierra, de eso se puede estar seguro.

 

Para Liebke no hay modo de escapar a los ruidos que produce la máquina. Desde hace tiempo el vecino y su sierra son en su vida un fenómeno que, aunque desagradable, no se puede modificar, algo que se debe aceptar igual que el cielo azul, y fuera de eso -en cualquier caso así lo afirma Liebke-, la causa principal de ocasionales jaquecas. Liebke se ha acostumbrado a soportar la sierra en silencio. Se detiene en  el camino gel jardín a la casa, mira con expresión vacía más allá de la carretera y no hace nada. Por lo visto, cuando la sierra empieza a emitir sonidos, en la existencia de Liebke se produce una pausa, un pasaje ciego en su biografía sobre el que no hay nada que informar.

Poco a poco la cuba que está colocada bajo la sierra se va llenando de fragmentos de la mesa. Trampe cuida que todos los pedazos salgan más o menos igual de grandes, como un puño apretado. Una vez que el último chillido ha pasado, sigue, como cierre del concierto, un largo segmento de zumbidos, mientras Trampe comprueba que no se le ha olvidado nada. La sierra no se para inmediatamente después que la apaga. La inercia hace que la hoja siga girando durante varios segundos, aunque como consecuencia del frotamiento, la amplitud y la frecuencia del zumbido disminuyen. Así debe sonar un pájaro que no deja de cantar mientras se muere. En total Trampe ha obtenido a partir de la mesa unos cien fragmentos del tamaño de un puño. Visiblemente satisfecho lleva su carga de madera hasta el jardín, la vacía junto a las remolachas y baja al pozo. Por lo visto, aún no es suficientemente profundo.

 

Mientras tanto Liebke está de nuevo dentro de la casa. La tarea siguiente es deshacerse de los restos de periódico que se han acumulado bajo el escritorio. Con cuidado reduce las hojas a trocitos que no deben ser más grandes que sellos postales. Cuando ha terminado, tiene ante sus ojos un bonito cubo de cinco litros lleno de retazos de periódico. Alza el cubo  con la punta de los dedos, lo balancea un par de veces y lo baja a un sótano sin ventanas al que sólo tiene acceso él mismo. Con buena puntería, en medio de la oscuridad alcanza con su mano ese lugar de la pared donde está el interruptor y cierra la puerta tras de sí. Hasta donde puede verse, Liebke mantiene el lugar limpio, el revoque de las paredes está en perfecto estado y los rincones no tienen telas de araña. Aparte de toda una hilera de cubos que contienen retazos de papel o pegamento para alfombras, el cuarto está vacío. Apenas Liebke pone junto a los otros el cubo que ha traído, el schnauzer enano comienza a arañar la puerta. Liebke nunca ha podido soportar al perro.

 

En el jardín de Trampe la tierra sigue volando a intervalos regulares desde el pozo. De Trampe se ve únicamente el torso.  Cada palada de tierra describe en su trayecto desde el pozo hacia afuera un perfecto arco en forma de parábola, pero en el aire se deshace en sus componentes, de modo que al final cae sobre el suelo una amplia lluvia de partículas. En el curso del día se ha formado un montículo regular, cónico, cuya base está apenas distante de la fosa. Trampe ha logrado  transformar en un cono un cilindro de tierra, aunque presumiblemente ésa no era su intención.  Finalmente, se oye en el agujero un feo roce de metal contra roca: Trampe se choca con la pila de hormigón de la fuente. Gotas de sudor brillan en su frente cuando abandona el hueco con forma de cilindro. Apoyado en la pala, se halla tranquilamente de pie al borde del hoyo.

 

Poco después se lo ve caminar otra vez por el patio, esta vez de brazos cruzados y sin meta reconocible. Durante un instante Trampe se demora en medio de la luz y mira fijamente el suelo. El momento de inmovilidad pasa rápido. Algunos segundos después está junto Mike, que sólo se percata de su presencia cuando su sombra cae sobre el montón de arena. Por primera vez se oye hablar a Trampe. Sin aguardar una reacción, gira sobre sus talones y camina de regreso al jardín. Mike lo sigue como un perro de juguete atado a la cuerda. En el fondo del hoyo asoma con brillo tenue la pila de la fuente. Con la pala, Trampe arroja a la fosa primero sus remolachas, luego los pedazos de mesa. Baja, distribuye todo homogéneamente, alisa la superficial y se acuesta. Una capa de cemento, una de remolachas, una de madera, una de Trampe.

 

Durante varios minutos no pasa nada de nada. El jardín ofrece una imagen geométricamente irreprochable. Dos manchas redondas, formadas por agujero y tierra respectivamente, trazan en la hierba un ocho marrón, dibujado. En una de las mitades del ocho hay un hombre tendido, mientras que otro está en cuclillas en el punto donde se tocan ambos círculos. No hay nada alrededor que emita sonido. Por primera vez en millones de años aparece al norte de las colinas de morrenas terminales una estructura de montaña-valle. Un puesto de avanzada, ocupado por dos figuras extrañas que al parecer no saben qué hacer en su realidad de exposición geológica.

 

Mike vacila. Probablemente nunca ha estado sentado tan cerca de un pozo. Pasa varias veces la lata de una mano a la otra. La llena con la tierra que forma el montón al lado del hoyo, por un segundo la sostiene firme con las manos y la vacía con cuidado el pozo. Es un poco más difícil que con la arena fina, a la que él está habituado, pero igual se las arregla. Ya con la siguiente lata Trampe está seguro de una cosa: en un lapso relativamente corto Mike puede llenar de tierra varias latas y descargarlas; sólo él desarrolla en esta tarea tanta paciencia y tesón. Al atardecer la señora Trampe regresa del trabajo, ve a Mike ocupado en su actividad habitual, y desaparece en la casa. Con Mike no se puede hablar. Para ese momento, el montón de tierra en el jardín casi ha desaparecido.