Daniel Wisser, A

Nacido en 1971 en Klagenfurt; reside en Viena. Desde 1990 escribe prosa, lírica y obras radiofónicas y trabaja como editor de literatura contemporánea.

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STANDBY

© 2011 Daniel Wisser

Traducido por Nicolás Gelormini

 

Se toca la frente. Piensa unas palabras: dolor de cabeza ocular. Así es calificado ese dolor de cabeza.  Se pueden diferenciar entre siete y ocho clases de jaquecas. La mujer afirma que él está continuamente enfermo, siempre resfriado. Le dice que debe hacerse examinar los senos nasales. Pero el dolor de cabeza ocular y la náusea ligera no son provocados por una incipiente infección gripal.

Sábado por la mañana. Los sábados no se trabaja. Y tampoco mañana él irá a la oficina. No le gustan los sábados, y tampoco los domingos. No espera con ansias el fin de semana.

Sobre la mesa de noche encuentra, además de la pila de libros, además del vaso de agua del que no toma un trago durante la noche, además de los analgésicos, el teléfono móvil. Observa el display: ninguna llamada perdida.  El teléfono móvil debe estar siempre encendido, ya que los fines de semana él está de servicio en modalidad stand-by. Tiempo de reacción máximo: 20 minutos. Tiempo de respuesta máximo: 60 minutos.

Quizás debería tomar un analgésico ahora mismo. Pero probablemente después de levantarse, ese sábado el mundo se mostrará bajo una forma completamente nueva: su mujer lo abandonará; su padre habrá muerto, se habrá dormido tranquilo en el asilo de ancianos y sencillamente no habrá despertado. Y Eva vendrá hacia él… ¡mañana, pronto!

No hay nada más doloroso que esperar a que pase un día, una hora, una semana. Se imagina cómo en el asilo su padre espera diariamente la comida, sin querer comer realmente. Mediante la continua ingesta de preparaciones de morfina el apetito se reduce y la evacuación del vientre se convierte en una tortura. Para el padre, el desayuno, el almuerzo y la cena son puntos de control que únicamente le muestran que el tiempo no se ha detenido, que él no espera la muerte en vano. Piensa que los días le parecen más cortos a medida que aumenta su edad. Pero interrumpe sus pensamientos, pues no tiene sentido demorarse en especulaciones sobre la detención o la ralentización o la aceleración del tiempo. Y aun así no puede olvidar una frase que ya no recuerda dónde la escuchó: El tiempo no sabe de fines de semanas.

Para superar el sábado se realizan reparaciones en la casa, se cambian bombillas, se ejecutan actualizaciones en el ordenador y se elimina la basura común y los residuos especialmente tóxicos. Los sábados él se ocupa del auto: limpieza exterior, limpieza interior y todo lo demás.  Pronto, piensa, el coche no significará nada, no valdrá nada. No habrá combustible. El traslado cambiará.  Una gigantesca ola de regionalización  introducirá nuevas divisiones políticas en el mundo, y ya será imposible tener un panorama general de la situación.

Todo esto tendrá su lado bueno e incluso las personas sencillas, como él, volverán a vivir según principios sanos, de los cuales el más importante es la voluntad de morir. Ya de niño la tenía. Le causaba placer imaginar su propia muerte y la de otros. Una catástrofe, un tsunami, algo descomunal sería mejor que visitar cada sábado a su padre en el asilo y tener que observar de cerca esa vida languideciente.

Hay que sobrevivir a este sábado. Habría que levantarse. Contar hacia abajo de diez a cero y levantarse en cero. En cero incorporar el torso y sacar las piernas fuera de la cama. Diez. La orden de mover las piernas no es ejecutada. Nueve. Si ha de levantarse, primero debe quitarse la manta de encima del cuerpo. Ocho. Para el sábado está planeado un paseo con Eva. Sin embargo, Eva seguro a último minuto dirá que no puede. Eva trabajó con él en la sección. Hace cuatro él la inició en el trabajo. Seis. Durante ese período ambos rieron mucho, sobre muchas cosas que se creían olvidadas hacía tiempo, tales como el teléfono compartido, los Winter Games de la Commodore 64 o sobre Une los números. Cuenta los números. Al pensar en Eva olvida el último número. La cuenta de diez a cero debe repetirse. Se comprueba un aumento, una intensificación del dolor de cabeza ocular. Por el momento es imposible abandonar la cama. Ninguna parte del cuerpo de la esposa puede ser divisada junto a él. Probablemente ella duerme en el sofá de la sala delante del televisor encendido.

No se repite la cuenta y no se mueven partes del cuerpo, pero se despiertan recuerdos. Recuerdo del día en que le presentaron a Eva. Sucedió hace casi cuatro años, el 6 de septiembre de 2004. Ante sus ojos apareció la gerente y junto a ella la nueva compañera de trabajo. Le ofreció una mano pálida, ligeramente temblorosa. A regañadientes estrechó esa mano y la soltó. No le gusta dar la mano.

Todos los días Eva se sentaba en su escritorio y él le explicaba las funciones básicas del software y sus campos de aplicación. La mayoría de las veces Eva llevaba vestidos blancos o claros. Su piel, en cambio, no puede ser calificada de clara o blanca, sino de transparente.  Podía reconocer con claridad los vasos sanguíneos de Eva. A veces podía ver el corazón a través de la piel.

Y entonces de cuando en cuando fueron a  comer juntos. Le encantaba estudiar los movimientos de Eva: cuando ella abandonaba el restaurante o entraba en él o cuando ambos iban hasta el auto. Las manos de Eva tocaban todos los objetos de modo vacilante. Si ella señalaba un lugar de la pantalla, su movimiento estaba regido por un cuidado extremo en no tocar la superficie con la punta del dedo. Esta atención de Eva fue registrada con alegría, pues a él le eran odiosas las personas que tocaban su monitor.

Con el tiempo, las conversaciones durante el almuerzo se mantuvieron con menos precaución. Pronto se tomaron más de una hora. Con mayor frecuencia Eva tenía el pelo austeramente recogido hacia atrás. Un día se le hizo un cumplido al respecto. Cuando ella lo agradeció, su cuello se estremeció más que de costumbre. El esternón fue sacudido por el movimiento de la carótida. Hacía tiempo que en la empresa se hablaba de ellos.

En primer lugar hay que ir al baño antes que se despierte la mujer. Él siempre le echa cerrojo a la puerta del baño, pues no quiere ser sorprendido. Preferiría que la mujer no estuviera en la casa mientras él usa el retrete. Hace dos años fue detectado por primera vez un olor desagradable en su cuerpo.

No podrá salvar a Eva de la ruina. Ella es demasiado imprevisible. Después de la catástrofe se necesitarán personas que actúen de modo independiente. Las mujeres parirán hijos y darán de mamar a estos hijos y a los varones. Trabajarán, cocinarán y defenderán el territorio.

Contiene la respiración. Se puede oír el televisor de la sala. El susurro de la nevera en la cocina. La tapa del contenedor de basura es cerrada ruidosamente en el patio interno. La mujer no oye ninguna de estas cosas. El problema de él es que oye, puede oír todo: mientras que la mujer no percibe los ruidos de alrededor, a él los sonidos y las altas frecuencias le dan que hacer. El ultrasonido pulsátil de los erradicadores de ratas, el roce de un tenedor o un cuchillo contra un plato, el silbido de los aparatos eléctricos, el sonido de la calefacción a gas y de la nevera. También el televisor no deja de emitir un sonido agudo que, al parecer, la mujer no percibe. De otro modo hace tiempo que se habría vuelto loca.

Saca un analgésico del blíster. Toma en su mano el vaso de agua del que durante la noche no bebió ni un solo trago.

Cuatro años atrás había pensado en proponerle casamiento a Eva. Por cierto, antes habría sido necesario sacar del medio a su mujer. No era que ésta fuera sentida como un impedimento especial, pero Eva seguramente habría insistido en una solución completa. Ya a los doce él había deseado la muerte de alguien… de la esposa de un tío. Cuando al día siguiente el padre transmitió la noticia a la familia, él debió fingir tristeza.

Pero en cuanto a la esposa, él nunca llegó a tomar una decisión profunda y así el casamiento con Eva se aplazó una y otra vez. Además, habría sido necesario, o por lo menos deseable, que él o Eva renunciaran antes a la empresa.  Unas  semanas después que Eva entrara a la empresa, la gerente le había ofrecido a él, en el marco de una reestructuración, el puesto de jefe de equipo. Ahora bien, en una conversación sobre el particular se hizo referencia a los repetidos almuerzos con Eva. Su respuesta (que estaba casado y que era asunto suyo con quién almorzaba) fue recibida con una sonrisa. La gerente respondió entre risitas que en efecto era asunto de él con quién almorzaba. Y dado que los asuntos privados podían modificarse no era necesario que ella señalara que no eran bien vistas las relaciones íntimas o de pareja entre compañeros de la empresa, y que las que tenían lugar entre personas de la misma sección no serían toleradas.

Durante el almuerzo le contó a Eva sobre esta conversación. Como medida de precaución decidieron no enviarse más correos electrónicos a las direcciones de la empresa.

Se sintió incómodo. El picadillo de carne fue explorado por el tenedor con movimientos lentos, empujado a un borde del plato y dado vuelta. Se enfadó porque el picadillo de carne era más claro en su cara inferior y adentro estaba parcialmente crudo. Eva no lo felicitó por su nuevo puesto de jefe de equipo. El kétchup había sido puesto de modo poco cariñoso sobre una ya marchita ensalada de lechuga. El jugo de la carne se había distribuido sobre todo el plato y había ablandado las patatas fritas. Puso el plato inclinado sobre una pila de cinco posavasos, de modo que el jugo se acumulara en un lado y las patatas fritas quedaran en el otro, seco. Quedó con Eva en que la próxima semana irían al cine  a ver Flores de fuego. Luego brindaron.

Aún necesitaba más tiempo, tiempo para poner fin a su matrimonio. Tiempo para deshacerse de su esposa. ¿Tal vez debía pegarle alguna vez, o engañarla a ojos vistas, de modo que ella lo abandonara? Contempló de reojo la cara de Eva.  Parecía estar totalmente concentrada en su comida, pero percibió que sus piernas se movían bajo la mesa, y vio cómo palpitaba su corazón.  Pues bien, ya no podía mirarla a los ojos. Él quería ir ahora al cine. O por lo menos inmediatamente después del trabajo. Hasta pensó en proponerlo, pero a continuación comió el picadillo de carne que ya se había enfriado. Pagaron rápido y se levantaron. Con galantería, en el estacionamiento le abrió a Eva la puerta del auto.

Por la tarde la lavadora fue cargada y se inició el programa más largo: Algodón, apto planchado, con prelavado (velocidad de centrifugado 800rpm). Duración: 240 minutos. Cuando el programa se ejecuta en modo “apto planchado” no se debe apretar la “tecla antimanchas”. El programa iniciado no había concluido cuando la esposa volvió, fue al baño y se desvistió. Esa había sido su intención. Ella no podía lavar la ropa que se había quitado y la metió en el cesto. Cuando la esposa salió de la ducha él entró en el baño. Ella se asustó,  ante sus ojos la ropa fue retirada violentamente del cesto y fue olida con ojos cerrados y una sonora inspiración.

Después de levantarse fue a la sala. Como era de esperar, encontró a la mujer durmiendo en el sofá. El televisor no había sido apagado por la noche. En la pantalla centelleaban temperaturas máximas de destinos vacacionales, direcciones e intensidades de vientos.

En el baño observa que el final del papel higiénico ha sido metido en el tubo de cartón. El mango de la ducha no está colocado en el soporte correspondiente, sino en el fondo de la bañera. Cada vez que encuentra sucio el lavabo, quita la costra marrón con el cepillo de dientes de la esposa y luego pone el cepillo en su lugar.  En la cocina la leche ha quedado toda la noche sobre la mesa y después de su uso no ha sido puesta de nuevo en la nevera. Sobre la mesa está también la caja que ya contiene cerillas sin usar y usadas. Abre el lavavajillas. Si bien los platos están limpios, no ha sido utilizado el cesto de los cubiertos para limpiar el tenedor de postre ensuciado por el consumo de una torta de crema. 

Despierta a la mujer que duerme en la sala. Esto se lleva a cabo mediante fuertes golpes con la palma de la mano en el respaldo del sofá, sin tener que tocar a la mujer.  Le pregunta si lo va a acompañar al asilo de ancianos.  Cada sábado él visita a su padre. Pregunta otra vez. No hay respuesta.

El día acordado para ir  con Eva al cine a ver Flores de fuego regresó a casa a las cuatro en lugar de, como todos los días, a las siete y media. Se preguntó cómo se sentarían en el cine. ¿Quién a la derecha, quién la izquierda? No se prestaría mucha atención a la película, sino más bien a la respiración del otro. A la posición de los brazos sobre el apoyo entre los asientos.  Entró de nuevo en el baño, para ponerse más desodorante y luego abandonar la casa. Fue hasta el vestíbulo para mirarse en el espejo y a continuación abandonar la casa. Por tercera vez entró en la casa para quitarse la corbata. Después echó llave. En ese momento sonó su teléfono móvil. No era un cliente. No era su esposa. Era Eva.

Siguió un largo monólogo, mientras él, aún llave en mano, estaba delante de la puerta de entrada. Eva dijo que por la tarde había recogido a su sobrino del kindergarten y después jugado con él en su casa. Entonces el sobrino había pisado a propósito sus gafas, que estaban en el suelo y se había roto una lente. Sin gafas, no tenía sentido para ella ir precisamente al cine. Volvió por cuarta vez a la casa. El móvil apretado contra el oído, se enfadó por haberse ido en vano de la oficina a las cuatro, mientras en el teléfono se seguía analizando el problema de las gafas. Eva propuso encontrarse en un bar. Se mencionaron el nombre y la dirección. Después se cometió un error: se aceptó la invitación.

Después de colgar estuvo claro que era poco lo que sabía de Eva.  De repente había un sobrino.  Y tal vez aparecerían sobrinas, esposos, amantes. También era extraño cómo había sido introducida la prolija historia: ella había recogido a su sobrino del kindergarten. Como si eso fuera de importancia.  Aunque sí era de importancia, si toda la historia era mentira y tenía que parecer verosímil. En tales casos siempre se inventan detalles.

Llegó al establecimiento media hora temprano. Arriba de la barra colgaban cuatro relojes, encima de los cuales se podía leer Viena, Nueva York, Sidney y Johannesburgo. Debió inclinarse para alcanzar el plato con maníes. De los altavoces salía jazz de negreros. Todo el lugar estaba invadido por olor a limpiador de retrete. Pidió un Martini seco.

Eva llegó veinte minutos tarde. Por supuesto primero se hizo la pregunta por las gafas. Eva no se había disculpado en absoluto porque el cine ahora se suspendía, porque no verían esa película que, así lo había dicho Eva durante el almuerzo, había que ver. Pero más lo decepcionó que ella no hubiera traído las gafas rotas. Abordada sobre lentes de contacto, Eva, irritada, contestó que sí las tenía pero no las toleraba. Eva inició un monólogo que trataba sobre lo agitado de ese día. Pero enseguida fue interrumpida por él, que le preguntó por unas gafas de repuesto. Evidentemente Eva no quería hablar el verdadero problema. Se produjo un silencio molesto que duró varios minutos.

Después la conversación se activó un poco. Después del Martini seco  y el Gin tonic él pidió un segundo Gin tonic. Eva elogió el establecimiento con palabras exageradas. En respuesta al elogio él leyó en el reloj de arriba de la barra qué hora era en Sidney en ese momento. Le sirvieron el segundo Gin. La blusa perfectamente planchada de la camarera que, cuando se inclinó, dejó libre la vista a dos pechos juveniles, lo hechizó.  El pelo estaba recogido en una trenza perfecta.  De sus orejas, algo separadas, colgaban dos pendientes gigantescos. Ella lo miró a los ojos tanto tiempo que él tuvo que bajar la vista. Había perdido el duelo. Fue al baño y en el teléfono móvil fue programado un recordatorio con alarma sonora. Se accionaría en diez minutos.

Volvió del baño a la mesa y la conversación continuó. Pensó que mejor hubiera puesto la alarma para que se activara en cinco minutos y no en diez. Por fin sonó el móvil. Salió y fue fingida una conversación telefónica. Se pagó la cuenta con tarjeta de crédito. Se disculpó con pocas palabras. Esa tarde su mano había estado a sólo unos milímetros del antebrazo de Eva. Debería haber aprovechado la ocasión y declarado su amor. Sin embrago, esa tarde se había prescindido de un contacto con Eva.

En casa comió solo sentado en el sofá y con la vista fija en el televisor sin encenderlo. El vodka se bebió puro, ya que él estaba demasiado perezoso para prepararse un Martini. Afuera, alguien buscó durante un minuto la llave en el bolso. La puerta se abrió. La esposa dejó caer el bolso en el vestíbulo y entró de inmediato al baño. Allí se duchó un rato largo, la lavadora fue encendida y luego ella, de bata, entró en la sala. La mayoría de las veces la esposa pone demasiado detergente, y éste es absorbido antes de tiempo por el sifón. Así se produce en el tambor una espuma de densidad considerable. Una y otra vez le pide a la esposa que respete la marca de llenado del compartimento del detergente. La esposa le preguntó si estuvo fuera. Respondió que no había ido al cine. ¿Por qué había una corbata en el vestíbulo? Silencio. Fue encendido el televisor.

El camino hasta el asilo es recorrido lentamente. El asilo está a sólo diez minutos de la casa. Apenas entra constata el olor penetrante. La recepcionista le hace señas y le indica con el índice el piso superior. Esto significa que el padre está en su habitación y no en la cafetería. Golpea dos veces en la puerta abierta.

El día de ayer fue igual que el de hoy, pero con menos dolor. El padre abre el periódico que él trajo. El padre nunca es llamado “padre” o “papá” sino por su nombre de pila. Ya sus compañeros de escuela y amigos se reían de él por eso y, más tarde, su propia esposa.  Cada tercer día los dolores eran tan intensos que le había permitido al médico cambiar el emplasto cada dos días.  Al día siguiente estaba muy fatigado, se dormía a cada rato, aunque según el médico debía estar muy inquieto.  No había una dosis mayor. Además de eso sólo podía tomar las gotas.

Ayer había visto le inauguración de las Olimpíadas de Pekín. ¡Qué espectáculo!  Entre Heller y Hitler. El periódico es dejado a un lado. Lo leería mañana. Estaba harto de la política, y más del aburrimiento llamado política interior. La democracia era la dictadura de los locos y los imbéciles. Las circunstancias eran las que eran porque el destino del Estado dependía del éxito que se obtuviera en las mayorías. Que encima uno tuviera que leer sobre eso –si era posible, con interés– resultaba una ofensa.

El padre tiembla tanto que la sopa se cae y cada vez llega a la boca una cuchara vacía. Le pregunta por qué la esposa no lo acompañó esta semana. ¿Estaban peleados? La respuesta la da el padre mismo. Claro que estaban peleados. Él se había casado dos veces y se daba cuenta enseguida.

Están callados. El padre dice que son apenas las cinco y que ya ha cenado. Tiene unas largas horas antes de poder comenzar a simular que está durmiendo. El televisor está encendido todo el tiempo. En el fondo el asilo de ancianos era un campo de concentración para los inválidos y los que ya eran inútiles para la vida.

El quería que lo incineraran y esparcieran sus cenizas. La sola idea de un entierro era terrible. No quería ser enterrado en ningún lado, quería que lo dejaran estar muerto en paz. Las visitas regulares al asilo se sienten repentinamente como una gran injusticia para con el padre. Como injusticia y a la vez como autoengaño. El padre le dice que le dé saludos a la esposa, no saludos afectuosos, sino simplemente saludos. De regreso a casa atraviesa el parque.

Allí se sienta en un banco, contempla un árbol e inspira profundo.  Vigila el segundero del reloj pulsera. Inspira por diez segundos y espira durante veinte. Dos respiraciones por minuto. ¿Podría alcanzarle con una por minuto? Al respirar desaparece, nadie advierte su presencia. De un árbol se acerca dando saltitos una ardilla con los restos de una nuez en la boca, va hasta el banco y se detiene a pocos centímetros de él. ¡Qué animal más degenerado, ese que confía en el silencio! No le gustan los animales: no quiere ni comerlos ni verlos. En la entrada principal del parque una mujer es atacada por un perro.

En casa la esposa está hablando por teléfono con el padre. Se le comunica al padre que no están peleados y que el matrimonio no está en crisis.  

 

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