Michel Božiković, CH

Nacido en 1971 en Zurich; reside en Zurich. Cursa estudios de Filosofía, Politología y Periodismo en Constanza y Zurich. 2006–2008: postgrado Executive MBA en Zurich, Yale y Fudan.

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WESPE

© 2011 Michel Božiković

Traducido por Nicolás Gelormini


Avispa

Uno se queda tendido sobre la colina, durante casi toda la noche, de tanto en tanto, cuando uno vuelve en sí, continúa con la marcha, no sabe si ha tomado la decisión correcta, no pegarse un tiro, y uno reniega, reniega durante toda la noche, de tanto en tanto, cuando recobra la conciencia, un círculo de izquierda a derecha y otra vez en el sentido inverso y siempre en redondo, vivir, morir, pero cuál es, por todos los diablos, la diferencia. Está al alcance de la mano, uno debe vivir tanto como pueda y la luna y la isla no le dejan a uno ninguna chance, la escena es demasiado fuerte, eternidad hasta los huesos.

Entonces uno se acuesta nuevamente, la pistola en el corazón y los pensamientos con la familia, con los padres, con los hermanos, a veces también con la novia, que uno cree amar, pero son visiones, que lo llevan a uno a crear, las visiones de los padres, parados ante la tumba y con la vista baja, mirándolo a uno, quebrados, los hermanos lívidos, y en algún momento se modifica la luz, la luna ya no brilla, combatiendo desesperada contra el sol, que proyecta un rosa que a uno le rompe el corazón, y uno sabe nuevamente que desea vivir, al menos para vivir una vez más un momento semejante, y entonces se oye un repiqueteo, el suave repiqueteo de las campanillas, y ya ha desaparecido nuevamente y uno piensa que está alucinando; tampoco sería un prodigio después de tres días sin dormir, después de una noche en que se ha permanecido despierto, acostado como un sanador en trance, un chamán suicida sin el conocimiento de sus ancestros, y uno desea tener los medios de los antepasados, uno habría volado y no habría sentido el dolor, habría acaso saltado y se habría despertado nuevamente en la cama, mil kilómetros al noroeste, un Castaneda de Dalmacia, pero entonces uno quizá no la habría visto, la pequeña avispa, que viene volando hacia uno en zigzag; pero qué diablos hace aquí, uno se pregunta, ¡si aquí no hay nada de comer para ti!

Tú, tontuela, uno querría reprenderla, y a uno le brotan las lágrimas en vista de esta pequeña criatura, pero si es una obra de filigrana, y sin embargo vive su vida sin rezongar, sin peros ni objeciones, y se posa sobre la punta de la bota derecha, después de que ha dado una, dos vueltas alrededor de uno, se siente como si advirtiera en qué miseria uno se encuentra, uno querría abrazarla, por su presencia, esta pequeña cosa, y comienza a hablar con ella, maldito Francisco de Asís, por Dios, no, es una vida, que merece ser vivida, aunque sólo sea para matar a otras, como la avispa, esta pequeña asesina brutal.

La novia ha llorado esta noche, en las imágenes que uno ha visto delante del ojo interno, ha llorado y uno estaba seguro de que había tenido el mismo sueño, y también los padres, pues, entre tanto, seguramente ya habrán hallado la nota y pasado la noche colmados de temor, y uno se odia por eso, cómo pudo hacerles eso a ellos, las lágrimas de la madre, la preocupación del padre, para nada y siempre nada, pero uno hubiese podido decirles que uno quiere ir a la guerra, morir por una patria en la que jamás ha creído, a la que tampoco jamás ha añorado, defenderla, protegerla, entonces por una idea, ¿un ideal? Y uno piensa en Franco, ese cerdo, y todos los hombres y mujeres jóvenes de la entera Europa y del mundo entero, que vinieron a defender a hombres que merecían algo mejor, y dónde están ahora los hombres y las mujeres de Europa y de todo el mundo, dónde ha quedado su ayuda, uno le habría dicho a los padres, y ellos quizá habrían comprendido, pero uno no lo ha hecho, también porque uno no habría recibido el auto, de ningún modo.

La avispa huele las lágrimas, advierte el dolor, permanece todavía allí, y como si uno le suplicara que se acercase, uno tampoco la habrá de aplastar, entonces aletea, se eleva lentamente como un pequeño helicóptero, inclina las alas hacia adelante y se acerca hacia uno sin ajetreo, y uno no sabe si debe estirar la mano, o si esto podría asustarla, pero ella no tiene miedo, ni un poco, se aproxima, huele sobre el caño de la pistola, le gusta el azufre, el pequeño diablo, y uno ve sus tenazas, sabe que con ellas mata a otras criaturas, bisecarlas con suavidad, y es como si ella examinara la pistola, para ver si uno está armado de idéntica índole.

Se apoya sobre el antebrazo izquierdo, sobre el cuero blando, que paulatinamente se calienta en el sol de la mañana, que sumerge todo en un color rojizo y que prácticamente ilumina con un color naranja, y lo observa a uno con mil ojos, como si quisiese decirle que la decisión correcta es continuar viviendo, porque también ella está determinada a vivir, y no se puede saber cuándo ha de llegar el ave que la devore, o cuándo un enemigo habrá de dispararle a uno, continúa hacia adelante, pareciera decir, aliméntate, mata y muere, una vez que haya llegado tu hora.

El sol gana nuevamente la batalla contra la luna, desprende a la luna y uno puede reconocer en la lejanía la cadena de islas, tal como es bañada por los rayos, y el rojo se vuelve más intenso, y allí se alza de nuevo, se eleva en completa naturalidad, la línea roja se extiende por sobre las islas, y mira, es el sol, dice la avispa y lo mira a uno, observa con atención el rostro rojo en que brillan las lágrimas, contempla la bola de fuego roja en los ojos acuosos y ambos saben que uno habrá de luchar, que ambos habrán de luchar, hasta que llegue el gran pájaro.

Otra vez el repiqueteo y uno no está seguro de que no sea una mala broma de los sentidos sobreexcitados o de si realmente allí están sonando las campanillas: la avispa levanta vuelo, con gran lentitud, calma, con los ojos dirigidos hacia uno, vuela, como si con ello quisiera dar su bendición, un círculo alrededor de uno y se aleja zumbando, se aparta de la criatura, a la que acaso ha salvado la vida, y repiquetea cada vez con más fuerza, y uno puede localizar el sonido, proviene de trás, en algún lugar detrás de la próxima colina hay un repiqueteo, y a uno le dice que ya es tiempo de volver en sí, de hacer un esfuerzo e incorporarse, y arrojar a la cara del nuevo día un vivaz: “¡Hola, aquí estoy!” y tomar la decisión de, ante todo, permanecer en la vida, y de ratificarlo llevando a cabo una primera acción, y tiene que ser una acción irrevocable, una acción que sea absolutamente inevitable: uno debe descender hasta el auto, pues habrá de ser encontrado. Y uno no puede permitirse continuar ofendiendo a los soldados que habrán de venir, jugando jueguitos, uno les dirá que quería matarse, porque uno ya no veía sentido alguno, entonces ladra un perro y uno se vuelve y allí hay un bovino grande con ojos escrutadores y grandes dientes, lo mira a uno, con la vista fija, inmóvil, amenazante, hasta que llega el dueño, un joven pastor, que atraviesa con su rebaño el peñascal. El joven levanta su bastón y lo deja caer sobre una piedra con un clac suave pero definido, límpido, al que el perro responde dándose vuelta, y se dirige de nuevo hacia el pastor, se echa brevemente junto a sus piernas y con rapidez vuelve a ocuparse de sus cabras: él las dirige alejándolas de la figura que no pertenece a la imagen y que nada tiene que hacer en su mundo, alejándolas de otro que ha sido infectado por el virus de la locura.

El joven no dice nada, tampoco hace ningún ademán de disponerse a saludarlo a uno, y entonces uno toma conciencia de qué impresión debe dejar en alguien que en la muy divina madrugada sale a apacentar sus cabras sobre la colina y, al llegar, se encuentra de repente ante esta figura erguida, de negro, que sostiene una enorme pistola en la mano, y uno reflexiona entonces, mi Dios, pero en verdad el joven permanece increíblemente paralizado frente a esta situación y frente a esta imagen que uno le ofrece.

Uno guarda el arma con remarcada lentitud, de manera enteramente casual, entonces le hace un gesto con la mano derecha, ahora libre, y el joven pastor responde el saludo con la cabeza, se da vuelta y se dirige hacia la izquierda, desaparece detrás de la colina, detrás de aquella desde la que ha aparecido, y allí está uno y ahora sabe que, si uno no se apresura, el joven habrá de encontrarse con gente antes que uno, y le dirá a alguien que allí sobre la montaña se encuentra una figura desquiciada, de negro, con una pistola en la mano; y con suerte son civiles o quizá soldados, a los que les relatará lo sucedido, con tal de que no sean policías, o al menos no aquel de la última noche, entonces uno se marcha.

Los pasos son vacilantes, pero uno logra avanzar sin tropezarse ni caerse de cara al suelo; acaso los pies recuerdan el camino, o quizá sean la fatiga y la cabeza aliviada, y para qué entonces las patas de pollo cocidas con peyote y jugo de coca, si allí está la isla y la luna y el sol y el mar y la montaña y la absurdidad y las avispas enviadas por Dios y el gran pájaro con sus corazas y granadas y proyectiles.

El auto está cerrado, uno tendrá que esperar y entonces se sienta al costado, deja las piernas bambolearse sobre el borde de la carretera, donde el mar brama treinta metros por debajo, todavía con suavidad, apenas si se mueve, como una bañera, casi viscoso, las olas llegarán recién más tarde, junto con el viento, y entonces se oye un motor, ya desde lejos, y como si se siguiera acercando constantemente, uno oye cómo su gemido rebota contra los peñascos de la montaña, seguido del chillido de los neumáticos, que aparentemente patinan de manera infinita, bloqueados, sobre el asfalto, hasta que el sonido se extingue en un gruñido estrepitoso: están allí para atraparlo a uno.

La ligereza, sentida todavía hace algunos momentos, se desprende de uno, como arrancada por un violento cachetazo, y la fatiga oprime con violencia; uno podría caer hacia adelante y también lo haría, si cerrara los ojos, el más pequeño movimiento, y ya estaría realizado. Pero allí no hay ningún pájaro a la vista, entonces uno se levanta, suspirando como un hombre viejo, uno los ve descender de una patrulla policial, uno vestido de civil y el otro de uniforme, quien de inmediato palpa el arma con su mano, aunque no la saca de la funda, lo que asombra, acaso por las películas americanas y por el peyote.

Seguramente lo están buscando a uno, dice uno, y el de civil contesta con un “¡sí!” y pregunta cómo anda uno, y uno dice, así así, más o menos, que uno habría tenido un par de noches fatigosas detrás de sí, y él solamente asiente con la cabeza. “El arma”, dice el uniformado al de civil y este lo ignora y dice que uno no debería hacerse mala sangre, que todo está bien, lo cual uno confirma con un gesto de la cabeza y dice: “Claro, todo está bien”. Pero uno sabe que no es así y echa una mirada hacia la isla, que ahora parece estar muy alejada, como durante la salida del sol, y uno comprende con claridad, con una nitidez estremecedora, que de seguro es propia de la marcha al cadalso, la seguridad de que uno se encuentra metido en la mierda hasta el cuello y realmente nada está bien: ahora de inmediato uno habrá de pasearse en la cárcel, acaso no eternamente, quizá sin embargo por un tiempo extenso, pues hay guerra y probablemente los jueces tengan durante la guerra las pautas ligeramente desplazadas, y los humores ligeramente más desequilibrados que en los tiempos de paz, y uno se pregunta cómo podrá salir de esa situación, sin herir seriamente a alguien. Uno solamente tiene un cartucho, pero eso no lo saben los policías.

Aquel que está vestido de civil se aproxima con paso lento, mientras que el uniformado permanece en la cercanía del auto, con la mano imperturbable en el arma, y uno le dice al de civil que ha arrojado el arma al mar, hacia allí abajo, y uno le indica por encima de los escollos; a uno no se le ocurre nada mejor en el momento. Pero él solamente asiente con la cabeza, otra vez.

“Todo en orden, ningún problema, eso lo conversamos después con entera calma”, dice, y uno se dirige hacia él, se le acerca hasta quedar a dos metros de distancia y se queda parado, ignorando siempre de manera consecuente al uniformado.

“¿Y ahora qué?”, pregunta uno, y él dice que ahora habremos de viajar juntos a la estación de policía, hacia Segna, donde se hablará de todo y se verá de qué modo se puede arreglar este asunto  del modo más rápido y de la mejor manera. Uno asiente lentamente con la cabeza y dice: “¡Ok, vamos!” Y el de civil hace un ademán de todo-el-mundo-después-de-usted y uno pasa por al lado de él en dirección al Fiat de la policía y al uniformado, siempre preparado a que el de civil se arroje sobre uno desde atrás y que intente llevarlo por la fuerza contra el piso, pero él mantiene la distancia y uno sabe que ahora siguen inmediatamente las esposas en las muñecas, pero entonces todo sucede muy rápido.

Más tarde uno se pregunta cuánto durará hasta que uno sea apresado. No puede ser que uno haya derribado a golpes a dos agentes de policía y los haya sujetado con sus esposas al carro, sin que ellos siquiera hayan llegado a reaccionar, y dejándolos inconscientes, o de cualquier modo: ¡pero no es posible que esto haya resultado tan sencillo!

Por otra parte, uno tenía ocho años cuando practicó por primera vez la patada hacia atrás, y desde entonces la ha repetido miles de veces. El truco consiste en no girar la cabeza ni la espalda, sino sacar la patada hacia atrás desde el mismo paso, como un caballo, y golpear al adversario con el talón en la boca del estómago: efecto garantizado, el golpeado se desploma como un saco de patatas.

 Con el uniformado lleva un poco más de tiempo, hasta que uno logra hacerlo caer al suelo, pero con él es precisamente la fuerza del desesperado lo que lo impulsa a uno y que finalmente es suficiente para, luego de una patada en los testículos, hundirle el codo tan brutalmente en la cara que también a él se le apagan las luces; uno está embriagado y encuentra de algún modo placer en ello, y cuando el policía de civil se incorpora e intenta tomar el arma, uno es más veloz, y la bota choca contra su cabeza, que es arrojada hacia atrás y arrastra al cuerpo en la caída: el hombre yace en el piso y no habrá de volver en sí con mucha rapidez.

Uno se lleva las tres pistolas, el civil lleva un pequeño revolver en la pantorrilla, uno se lleva también el cartucho de repuesto, coloca todo en los bolsillos del abrigo y en la cintura, arrastra los cuerpos terriblemente pesados hacia las puertas del auto, las abre y cierra las esposas en las agarraderas de las puertas. Los revisa meticulosamente a los dos, en busca de papeles y llaves y sólo se lleva el dinero: uno nunca sabe.

En el auto de la policía no hay nada más que llevar, entonces uno destruye el gran aparato de radio, se agarra el pequeño walkie-talkie del uniformado, corre hacia el auto de los padres, rompe el vidrio trasero del acompañante y se introduce y toma las llaves de encendido. Una vez llegado al asiento del conductor, uno ya ha encendido el motor, y antes de tomar siquiera conciencia, ya se ha apretado a fondo el acelerador; aún demorará un tiempo hasta que los dos vuelvan en sí. Entonces habrán de advertir que no pueden disponer de un aparato de radio y que tampoco tienen llaves, ni para el auto ni para las esposas, y como casi seguro ninguno de los dos es un Houdini, pasará por lo menos una media hora o tres cuartos de hora hasta que alguien comience a echarlos de menos, y en ese momento uno estará al menos a cincuenta kilómetros de distancia, y estará trepando por las montañas en algún lugar de la zona, pero entonces, mi querido, habrá un gran alboroto; ellos lo buscarán a uno, con perros y todos los sacramentos: una perspectiva de mierda. Pero hasta que hayan organizado todo y hasta que hayan encontrado el auto, uno habrá pasado literalmente sobre todas las montañas, uno escalará y correrá, hasta que le revienten los pulmones, pero ahora se trata de correr, de huir a toda velocidad, conducir como un animal.

Uno no tiene nada que perder, piensa mientras patina por las curvas, acaso un par de golpes durante la captura, siempre y cuando uno no sea acribillado a tiros allí mismo, lo que tampoco sería tan malo, porque las monedas para el barquero ya se encuentran disponibles en la guantera del auto, pero qué diablos.

Diez minutos y mil ochocientas pulsaciones después el reloj del auto marca las ocho. Uno se propone con firmeza abandonar el auto a más tardar a las nueve. Hasta entonces uno tiene que haber encontrado un lugar, un peñasco detrás del cual se pueda dejar escondido el auto y perderse de vista montaña arriba, perderse de vista como el hombre araña, entonces uno se da cuenta de que no tiene agua para beber, y de inmediato toma una curva de manera todavía más espeluznante, cólera, odio, después pánico, no, no, dejarse ser con suavidad, nada de pánico; uno ya habrá de hacer algo, uno siempre ha podido hacer algo cuando había que hacerlo.

Y entonces sigue conduciendo, siempre con la idea en la cabeza de que es observado, por los propios o por el enemigo, allí arriba sobre las montañas se hallan y le apuntan a uno, los propios acaso como francotiradores, con armas largas, el enemigo presuntamente con armas de calibre más grueso, pero habrá que acostumbrarse ahora, bien o mal, a la idea de minas, granadas y proyectiles, y hasta ahora solamente se ha tenido suerte, incluso una suerte tremenda, y quién sabe, acaso los policías sí han conseguido de algún modo informar a sus compañeros. Pero no hay ningún bosque a la vista, ningún árbol, ningún arbusto, ninguna mata.

A las nueve se ha dicho, y a las nueve debe ser, ni un minuto más, a las nueve hay que salir de la carretera, fuera del auto, nervioso, muy nervioso, miedo ante la carretera costera, ante la gente que puede dispararle a uno. Qué cosa, que me lleve el diablo: uno acelera, las cubiertas se aferran, curva por curva, rechinan los neumáticos, el auto se va de costado, contravirar, nadie, ningún hombre a la vista, nada viene hacia uno, ni sobre dos ni sobre cuatro ruedas, nueve menos cinco, dice el reloj digital en el tablero de mando –¿cuán lejos se llega en cinco minutos si uno viaja a cien kilómetros por hora?–, ocho kilómetros y un poco más, así el cómputo aproximado, es una buena distancia, suficientemente lejos para alcanzar una de los descansos de la carretera, uno de los lugares junto al asfalto para disfrutar de la vista o bajarse a orinar. El reloj marca la velocidad, que va en aumento, hasta que uno toca un guardarraíl, solamente con suavidad y con el parachoques trasero de plástico, lo cual es un signo suficiente para rebajar la velocidad, sólo un poco, y tan rápido como los pistones del motor, martilla el corazón y bombea sangre contra las órbitas de los ojos, y allí hay un espacio verde, más adelante, ahora se lo ve, y ahora no, curva a la izquierda, curva hacia la derecha, ya no se halla muy lejos, allí debe quedar, el pequeño, blanco, fiel, se trata de un lugar de gravilla, árboles, frenar, derrapar, breve temor (se detiene, ¡maldición!) y el árbol es besado con máxima suavidad por el auto con su labio de plástico, y uno lo apaga, al buen motor, y acaricia agradecido el volante.

La papeleta yace en el suelo, ante el asiento del acompañante, la nota a quien lo encuentre con el número del dueño, y uno la levanta y la coloca amorosamente sobre el asiento y desciende, querido auto, buen auto, la recta final, ahora definitiva: la cabeza abajo, el mango de la puerta hacia arriba y cerrar con llave a pesar de la ventana trasera rota, la llave bajo el asiento delantero. ¿Lo cubre efectivamente el seguro cuando el propio hijo es quien ha robado el auto? Da igual.

Una mirada por sobre el techo hacia el mar, una mirada hacia la montaña, pero nada como ir por la carretera y con saltos salvajes por encima de todo, un chivo, un carnero, hacia arriba, a la montaña.

Un par de cigarrillos todavía le quedan a uno, entonces se sienta después de una hora larga de trepar ininterrumpidamente por la montaña, después de resbalar, de echar pestes, de golpearse las rodillas y de implorar misericordia con las manos temblando y las piernas estremeciéndose. Extraer el encendedor, encender el cigarrillo; ardua empresa, después una seca, ah, qué maravilla, ah, qué ligera el alma, mira, ¡qué bello es el mar! Un momento, ¿mar?, ¿islas?, ¿carretera costera? Perseguidor…

¿Dónde está la línea sinuosa de asfalto, embebida en caucho, resbaladiza, llamada carretera principal, por la que habrán de venir? Uno se incorpora, coloca la mano sobre los ojos, y allí está, la carretera, bastante hacia la derecha, un tramo, y otro gran tramo hacia la izquierda, entre los peñascos blancos, un par de metros con la línea amarilla en el medio, prohibido rebasar. Uno dirige la mirada intermitentemente hacia la izquierda y hacia la derecha, observa con atención los tramos de la carretera y fuma y despaciosamente vuelve a recuperar el aliento. ¿Pero dónde están los policías? Ya deberían encontrarse hace rato de regreso en Segna y persiguiéndolo a uno con refuerzos.

¿Acaso lo dejan escapar a uno? No. No puede ser. La humillación ocasionada es demasiado grande, habrá de organizarse un comando especial, para matar al ladrón, al bravucón, al traidor en potencia, al espía; después de la última acción casi nadie osará dudar de que tenía razón el policía que la última noche lo acusó a uno de enemigo de la patria, ahora, ya que uno ha ofrecido resistencia al poder del Estado y se ha guardado en el abrigo y el pantalón cuatro pistolas y aproximadamente cien tiros, ni hablar del aparato de radio, con el que uno…, ¡aparato de radio! Uno nunca ha utilizado uno, ni hablar de tener uno, se lo observa como un niño de tres años mira un equipo Bang & Olufsen, y como un niño de tres años comienza a presionar los botones a la buena de Dios y a girar los reguladores; encendido y apagado se ha comprendido rápido, ¿pero cómo funciona el resto? “Threshold”, dice allí de manera poco clara, desgastado por cientos de dedos, girado hacia arriba y hacia abajo, y de repente comienza a murmurar, el indicador digital dice 10, ¿en qué frecuencia la policía…?

No está bien. Para nada bien. ¡Esto tiene que poder ser localizado! ¡Off! Apagado, dejarlo caer como un pedazo de carbón incandescente y después el taco de la bota, y para mayor seguridad, arrodillarse y darle con una piedra, hasta que sólo quedan pequeñas partes de plástico negro y verde, filamentos de colores y la antena de goma partida al medio son distribuidos sobre medio metro cuadrado: “¡Incorporarse, media vuelta y continuar trepando!”, es dicho, es gritado, por lo tanto uno lo hace y en algún lugar en medio del camino se apaga el cerebro, células y sinapsis están distribuidas a lo largo de millas cuadradas, trepar y caminar vegetativos, con constancia y sin exigirse, campo de visibilidad, treinta grados como máximo, transcurren las horas, sin sed, sin dolor, sin fatiga, trance.

Las piedras han cambiado sus colores, el blanco deviene naranja claro, el rosa, gris claro o rojo oscuro, por qué, se pregunta uno, es la misma montaña, retorsiones del cerebro y sinapsis se reactivan y le dicen a uno que el sol se está poniendo lentamente, uno podría detenerse, girar, el tronco del cuerpo hacia delante, las manos afianzadas sobre los muslos, y erguir la cabeza, y allí está, el mar, el sol, que se hunde en su propio oro líquido, todavía media hora más, entonces ya comenzará a hacerse de noche. Tampoco es bueno.

Uno mira a su alrededor, piedras, peñascos, puntiagudos y afilados, ni siquiera medio metro de tierra llana sobre la que uno podría acurrucarse y pasar la noche, tu boca, la lengua se anuncia, tu estómago, gritan las entrañas, tu rodilla, estúpido, alega el menisco izquierdo y la cabeza dice de manera sorprendentemente calma: sentarse, relajarse, reflexionar, y los músculos se aflojan, incluso antes de que uno lo haya consentido, y el trasero y las nalgas son los que soportan el daño de las piedras puntiagudas, pero de eso no se ocupa el resto del cuerpo: clara decisión por mayoría.

Todavía se demora un rato, pero uno vuelve otra vez en sí. Y las perspectivas no son malas; un par de minutos y habrá de estar oscuro como una boca de lobo; ¿acaso anoche no había luna llena? Uno registra el cielo, y allí está, de hecho, todavía débil, como una bombilla eléctrica de medio Watt, pero uno la conoce, y conoce su sol, él habrá de proveerle su energía y ella habrá de alumbrar para uno, tal como lo ha hecho siempre: te agradezco, compañera, gracias. Uno podrá continuar andando, sin romperse por ello el pescuezo.

El cerebro, nuevamente encendido, produce rostros, voces, zonas y sentimientos, en lugar de trance ahora un sueño sin interrupción, uno no entiende nada, apenas reconoce algo, se tambalea en medio del temporal, hasta que, en medio de la completa confusión de los tonos, los sonidos, las voces, logra amarrar algo, y es la voz de la madre, e inmediatamente aparece su rostro ante un mosaico de diversas imágenes, luego el rostro del padre, y están tristes, y la voz de la madre se estremece, y aunque uno no logre comprenderla, sabe qué es lo que dice, y el corazón se comprime y le absorbe a uno la sangre de las arterias y uno le suplica que no se preocupe; que todo está bien y uno está vivo, le dice uno, e intenta incluso explicar dónde está y por qué motivo, pero no lo consigue, pues los rostros del padre y la madre desaparecen en la vorágine de las imágenes oníricas, mientras uno todavía sigue buscando las palabras precisas, e inmediatamente les envía un saludo y grita en medio del caos que uno los ama, acto seguido un destello en medio de la vorágine de imágenes, una, dos sonrisas, los padres, que han sido los propios, y uno sabe con cuánta intensidad lo aman; cuida, por favor, de ellos, querido Dios, piensa uno, cuida de los padres y de los hermanos, y en cuanto uno piensa esto, se desvanecen y uno se haya ante la pendiente pedregosa de una montaña, en el crepúsculo, e intenta recordar cuándo ha sucedido esto y dónde, en algún momento de la niñez tiene que haber sido, y uno mira a su alrededor y siente un dolor punzante en la parte posterior de la cabeza y escucha una voz que grita estúpido, luego dos más, que gritan, cuídate, maldición, y son las manos y la rodilla izquierda (cuya voz es un poco más intensa que la de la derecha, desde que uno se ha arruinado el menisco jugando al fútbol), echan pestes todas juntas y de repente la pendiente de la montaña está muy próxima.

“Tiempo de hacer una pausa”, piensa uno y se pregunta cuánto tiempo más va a demorarse hasta sufrir un colapso, hasta caer deshidratado, extenuado, consumido y romperse la cabeza, para permanecer para siempre en posición horizontal, calmo, en completa calma, mi querido amigo; mira cuán abajo ha quedado el mar, mira cuán aplanada la pendiente sobre la que caminas, allí, mira, allí crecen manojos de hierbas en las grietas de las rocas, vamos, anda, quítate el guante, tócalas, siéntelas, allí lo tienes, todavía un poco más y ya ingresas en el musgo, y allí en algún lugar se transforma en agua, y tú te echarás bajo una fuente y beberás tanto como quieras, ¡adelante, vamos, adelante!

“¡Adelante!”, grita con júbilo el corazón en la noche de luna y bombea y bombea y bombea sangre, y uno ya se encuentra muy arriba, y ni siquiera faltan cien metros más hacia delante, allí ya no hay más hacia arriba, sólo dulcemente hacia abajo, uno está arriba, arriba, en la cumbre: un momento, ¿pero entonces dónde se encontraba más o menos el recorrido del frente?, ¿qué habían dicho los soldados, cuando se prepararon para salir a cumplir con la patrulla nocturna? Y entonces, en este momento exacto, como si la pregunta hubiese presionado el botón de guerra que libera todas las criaturas del infierno, clamor de cólera, azotes en staccato, el cielo oscuro en la lejanía es perforado por saetas verdes, amarillas y rojas, amarillo chillón de ametralladoras, explosiones estruendosas, silbidos en los oídos que desgarran los tímpanos, y el cuerpo responde ante el espíritu y se arroja al suelo, uno pliega los brazos por sobre la cabeza, y entonces se expande un leve resplandor, y algo balbucea: “¡¡¡¡guerra!!!!”

Y uno yace en el medio.

 

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