Patrick Findeis, Berlin (D)

Patrick Findeis nació en Heidenheim en 1975 y vive en Berlín. Findeis ha sido propuesto para el concurso por parte de Burkhard Spinnen.


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Patrick Findeis

No hay tierra más bella

Novela (fragmento)

 

Späht oyó la sirena a lo lejos y por la puerta abierta del granero vio pasar la ambulancia. Salió al patio. Detrás de los árboles pelados en la esquina de la calle lateral palpitaban las luces de emergencia. Está frente al Gambrinus, pensó. ¿A quién le habrá tocado esta vez?, se preguntó. La campesina abrió la puerta de la sala y exclamó:

-¿Qué pasa ahí?

-Cierra el agujero, todo el calor se escapará de la sala-dijo Späht y siguió mirando en dirección a la propiedad al otro lado de la calle.

Veía el lado más largo del edificio, las ventanas de plomo de la tasca en la planta baja, el revoque irregular y sin pintar del primer piso, la cruz de su única ventana a oscuras. Al menos le habían cedido a Uwe un habitación con vista, pensó, se sacudió el aserrín de los muslos y zarandeó las perneras; se quitó la gorra y se pasó la mano por los cabellos. Si ha muerto alguien, pensó, para el camino de vuelta apagarán las luces. Aguardó. Ese año el frío había llegado temprano, el final del verano había brillado por su ausencia. Y Späht sentía venir el invierno desde hacía una semana, cada mañana, en el codo izquierdo, cuando despertaba a las cuatro y media de la madrugada. Después que se levantaba rodando y cuando ya se encontraba de pie en el oscuro dormitorio, apretaba la articulación atenazándola con la mano y flexionaba el brazo un par de veces. Späht se rascó la nariz y la ambulancia dobló la esquina. La luz de emergencia titilaba, la sirena estaba muda. Qué significaría eso, se preguntó; no será tan grave entonces, o ya no vale la pena. El vehículo aceleró al pasar ante él, las luces de freno se encendieron en el cruce y la ambulancia dobló. Späht se quedó mirando un rato la empinada calle del pueblo. Las casas bajas, calle y acera limpias. Desde que entregado al matadero todo el ganado, ya no se extendía huella alguna de abono desde la granja hasta el camino. Y desde que había vendido los campos, tampoco el tiempo se extendía y no era necesario medirlo. Por un momento pensó en fumar un cigarrillo, aunque había dejado hacía años. De pronto, así se piensan las cosas, pensó, se limpió la boca con la palma de la mano y regresó al granero.

La mesa de carpintero estaba en el centro. Lo había querido así aun cuando tuviera que caminar para buscar las herramientas, colgadas en la pared a la derecha de la puerta. La mujer había meneado la cabeza y dicho "¿Qué estas haciendo, hombre?", cuando él arrastró la mesa desde un rincón al centro del granero vacío. Él había mirado a la campesina y ella había dicho nuevamente: "¡Hombre!", y el había respondido: "Yo no te digo cómo hacer las cosas".

Ese día y esa noche ella no le había vuelto.

Patrick Findeis (Foto ORF/Johannes Puch)

Späht rozó con el pulgar las molduras que había encolado por la mañana y tomó el papel de lija para quitar una rebaba. En la boca saboreaba el tomillo y el ajo de la sopa del mediodía, como si el plástico de su prótesis dental hubiera absorbido ese gusto. Con la lengua intentó remover algo duro de entre los dientes. Luego se frotó los dedos contra el pantalón y se quitó la prótesis de la boca. Chupando sacó algo de entre los incisivos. Ya no tenía sabor. Se colocó de nuevo la prótesis y apretó con la lengua para que encajara en el paladar. Tomó de la mesa la lijadora de cantos y enchufó el cable, dejó la máquina a un lado y miró por la puerta del granero. Desde que no bebía, no había vuelto a estar allí en el Gambrinus. La tentación sería demasiado grande, se decía a sí mismo, y además sabía que Alfons no había olvidado el modo en que el padre de Späht había tratado a los hijos de refugiados: ¡sobre todo por ustedes tuvimos que ir a la guerra; para traerlos de regreso al Reich!, había dicho. Y había tenido que duchar y limpiar a los jóvenes cada tarde con la manguera: ¡porque son unos puercos! Y los había tenido que frotar con la bolsa de tela: ¡los cochinillos no lo hacen bien solos!

Späht dio vuelta la cigarrera, encendió la lijadora y la puso en marcha, y recordó que él no había querido poner molduras en la parte inferior. Para qué fui corriendo a la iglesia siempre, pensó, como pensaba todos los días: y arrójales el dinero a las fauces, a esos maricones. Decirme a mí que no había educado a mi hijo en cerca de Dios. Escuchó pasos fuera, levantó la cabeza y vio a la campesina cruzar la granja con la bolsa de red para las compras en la mano. La siguió con la mirada hasta que dobló la esquina, después vio nuevamente sólo el recuadro de la calle con la casa y media enfrente, enmarcada a derecha e izquierda por el granero. Y otra vez ese terrible silencio que se escondía en todo, como si a él la vida se le hubiera escapado mucho tiempo atrás, como si nada, tampoco él, tuviera ya alguna tarea. Volvió a poner en marcha la lijadora y observó cómo giraba las hojas. A los jamelgos antes se los castraba con dos ladrillos, pensó: y su madre quizás debería haber hecho lo mismo con su padre: quizás así no hubiera habido mancha: no son los tiempos, pensó. Y para hacer algo ruidoso, lijó pese a todo una muesca alrededor del canto de la base. El motor de la máquina se fue apagando despacio, y él la apartó. Seguro que las cuchillas se habían desafilado de nuevo, el canto de lijado estaba sucio y mellado. Si se la pudiera dar a Alexander para que la llevara al negocio, pensó, así no necesitaría comprar directamente una nueva. Antes él había tenido un hijo y había estado orgulloso no más por cómo sonaba. Sólo entonces se había sentido como un hombre. El campesino Späht y su hijo, había pensado en el bautismo, y no había podido esperar a que del bebé surgiera el muchachito que forzosamente debía ser. Späht no podía. El modo en que ese mediodía la campesina había arrojado las revistas contra la mesa delante de él, que apenas había entrado. Él miró los rasgados ejemplares sobre la mesa, tocó los bordes de las páginas apenas con la punta de los dedos, y en un gesto reflejo, se humedeció las yemas para hojearlos, y la bilis se le atragantó en la garganta, y un gusto como de acero.

Späht no podía. Comenzó a medir las molduras y contuvo la respiración. Con la sierra para ingletes las emparejó. La madera no se astilló. Pasó la hoja por la caoba con movimientos cortos y sopló las virutas. El trabajo no lo tranquilizó. La postura derecha de Alexander, que esa noche había estado en su lugar a la mesa, y la campesina, que estaba de pie a su lado, las manos apoyadas sobre la tabla de la mesa, con los dedos enfrentados: jura, había gritado ella: ¡que no eres uno de esos!, ¡jura! Y el hijo no hizo nada, excepto mover de arriba abajo la nuez de Adán. ¡Jura!, escupió la mujer y miró en dirección a Späht. Él contempló las manos del hijo y la boca y el cuello largo y delgado, y cómo se sacudía la nuez de Adán, cuando la mujer resopló: avergüénzate, ¡avergüénzate! El hijo giró la cabeza y lo miró de abajo arriba. ¿Qué me está mirando?, se preguntó Späht y sacó la manos de los bolsillos. Y Späht de pronto sólo estaba cansado y sin fuerzas. Probablemente había sabido que ya era tarde para una paliza, y en ningún caso quería tocar a Alexander, que se levantó, y se fue arriba y dejó en la habitación la silla vacía a medio correr. Avergüénzate, dijo la mujer una vez más susurrando, cuando unos minutos después el joven bajó las escaleras y salió pisando las tablas gastadas hasta llegar a su auto, con un bolso en la mano. Por la noche Späht había visto a través de la ventana a Uwe que regresaba a casa con sus botas y el sobretodo. Sí que es un muchacho derecho, pese a su aspecto, había pensado entonces, y luego había mirado la hora.

Ahora Späht tomó la espátula encolar y rellenó la muesca. Dispuso las molduras y ajustó las prensas. Se frotó los dedos. La mujer vino por el patio y entró en el granero. Se detuvo ante él y lo miró, la bolsa de compras vacía se hamacaba en su mano.

Le tocó a Alfons, dijo ella como si quisiera decirle que enseguida habría misa; fue en la cabeza, recibió un golpe o algo así.

Conque al Alfons, dijo él.

Pero ese aguanta, dijo ella, ése no se quiebra tan rápido.

Späht alzó los hombros.

Quizás debiéramos ir uno de estos días, al hospital, dijo ella.

¿Por qué?, preguntó Späht e hizo como si tuviera algo que hacer. Al fin y al cabo eran vecinos desde hacía tanto, y él conocía al Alfons desde niño, dijo ella: ¡sería lo correcto!

Patrick Findeis (Foto ORF/Johannes Puch)

Y nuestros hijos estuvieron en el mismo curso en la escuela, dijo Späht: también nos une que el suyo se murió por las drogas y el nuestro es un perverso; y miró a su mujer que se llevaba al cuello la mano con la bolsa de compras y bajaba la vista. Ella salió del granero después que Späht pusiera en marcha la lijadora, y desapareció en la casa. Él apagó la lijadora y la puso en su sitio. Se apoyó con las manos sobre la mesa de carpintero. Su problema era justamente que él nunca lo había perdonado, pensó, qué culpa tengo. De que Späht haya sido el hijo del campesino y Alfonso apenas el niño refugiado que ayudaba en el campo; y de que por la tarde la familia se hubiera reunido en la sala frente a la sustanciosa sopa de carne, y los refugiados habían recibido fuera, en el patio, pan con mermelada. De que más tarde, después que se casaron Alfons y Angelika, él siempre tuviera la sensación de que allá en el Gambrinus el Alfons se fijaba en la propina de Späht: era muy poco, estaba mal, era demasiado, estaba mal, porque quizás el no necesitaba limosnas. Y de que fuera una satisfacción para el Alfons cuando Späht vendió el ganado y la tierra. Pero fue el Alfons el primero en reprocharle que ahora venían los polacos, debido al nuevo asentamiento en la antigua tierra de Späht.

Späht observó la cigarrera. Späht estaba de pie en su granero vacío e inclinó la cabeza hacia atrás. Al menos mi hijo aún está vivo, pensó: y si ahora el Alfons sigue a Uwe, es más que justo. Lo que había dicho la anciana madre de Späht: lo peor es cuando el hijo muere antes que uno. Claro que él no había visto tristeza alguna en Alfons cuando fue a darle las condolencias por Uwe. Alfons se había quedado mirando el suelo, y Späht había podido ver la brillante coronilla entre los cabellos oscuros. Y anuncio fúnebre no había habido en el Gefrießer Tagblatt ni en el Goldshofer Zeitung. Si ahora el padre sigue al hijo, es más que justo. Que la tienda y la taberna la habían cerrado una semana no por duelo sino por vergüenza, podía imaginárselo; él había visto a Angelika escabullirse por el pueblo u oculta detrás del volante de su auto, pasando sin mirar o saludar a nadie.

Späht irguió nuevamente la cabeza y miró hacia fuera. Ahora estaba casi oscuro. Sobre él colgaba la lámpara sujeta a la viga central del alto techo. El cable atravesaba el granero en diagonal hasta la pared. La lámpara proyectaba un estrecho círculo de luz sobre la mesa de carpintero, y alrededor un anillo amplio, menos luminoso. Atrás la oscuridad era casi total, atrás, donde antes guardaba el tractor y el arado. Donde se escondía de niño cada vez que venía el matarife, porque el padre lo había amenazado: te llevará con él si no te portas como Dios manda. Y ahora todos morirían, y si él no fuera demasiado joven, se acostaría boca arriba, y no se levantaría más.

Desatornilló las prensas que sujetaban la cigarrera y la examinó. Las molduras no le gustaban en el borde inferior. Se encogió de hombros. Luego dejó caer la caja sobre la mesa y cerró los ojos. Si tan sólo hubiera podido darle la lijadora a Alexander, pensó. Pero como había dicho la mujer: quizás sería mejor un hijo muerto que uno homosexual, porque a los muertos hay que honrarlos. Y Späht había asentido cuando Alexander se detuvo sobre el gastado piso de tablas, con el manojo de llaves en la mano. Y los ojos del hijo habían ido de aquí para allá, como si buscaran en el suelo o en los peldaños de la planta alta una vida que él pudiera llevar allí. Y su nuez de Adán se había movido de aquí para allá bajo la piel. Decir no había dicho nada más, sólo había abierto su mano y dejado caer al suelo el manojo de llaves.

Späht atornilló a la sierra circular la medida del carril guía. Controló la hoja de sierra, a ver si giraba limpia y pareja, encendió la máquina y su silbido fue como un eco de días pasados, cuando siempre había ruidos a su alrededor, y también movimiento. Serrando separó la tapa del tronco y colocó las partes sobre la mesa de carpintero. Antes de desenchufar la lámpara de trabajo recorrió con la mirada su taller. Los dos establos de atrás los había hecho desmantelar ya hacía un año. Esas superficies se destacaban por su color marrón, y si hacía mucho calor aún se podía sentir el olor a los animales, que desde hacía una eternidad se habían sucedido allí para dar leche o engordar. Späht apretó sus dientes de plástico y sintió la presión en la mandíbula. Desenchufó el cable y el granero se oscureció; de repente, más fuertes los lejanos ruidos de la carretera federal. Empujó la puerta del granero y cerró el candado.

Patrick Findeis (Foto ORF/Johannes Puch)

En la sala hacía un calor agradable y la campesina estaba en la cocina. Él se sentó a la mesa y comenzó a leer una vez más el Gefrießer Tageblatt. Desde la mañana había olvidado qué había pasado en el mundo. Los apellidos de los anuncios fúnebres los leyó en voz baja, y si eran mujeres, también el apellido de soltera. No había nadie que él conociera. Pronto quizás, pensó, y dejó el periódico y evaluó si debía volver al Gambrinus, ahora que el Alfons ya no estaba allí. Se frotó las palmas de las manos, hicieron un ruido como de papel de esmeril arrastrado contra las vetas de la madera. Le habían quedado así de tantos años de trabajo.

Si llevaría su traje bueno a la lavandería, le gritó a la mujer. Ésta apareció en el vano de la puerta y lo miró: para qué, dijo ella.

Lo huelo, dijo Späht: ése no quiere que Uwe tenga toda la tumba para él sólo.

La campesina sacudió la cabeza: eso sería muy duro para la Angelika, dijo ella.

Späht asintió: pero lamentablemente, para él ya no.

La mujer desapareció de nuevo en la cocina y él la escuchó hacer sus tareas. Aquella vez, para el entierro de Uwe, Alexander había venido con otros ex compañeros de escuela. Era la primera vez que veían a su hijo en muchos meses. Y Späht hubiera dado todo por decirle que él, que las cosas no debían ser así. Pero Späht se había quedado quieto, había inclinado la cabeza y ya no había podido llorar correctamente la muerte de Uwe. Miró por la ventana de la sala y en el reflejo sólo se vio a sí mismo y el cuarto iluminado. Quería levantarse, pero se quedó sentado, apoyó las manos y los antebrazos sobre la mesa. Y esperó.

Finalmente sonó el teléfono.

¡Número equivocado!, le gritó al aparato.

Debe ser el Rößner por el asunto de la capilla, exclamó la mujer desde la cocina.

Späht sabía que sólo podía ser Rößner por el asunto de la capilla. Siguió contemplando el teléfono, como si pudiera reconocer quién era el que llamaba. Como si fuera mi propiedad, pensó él, como pensaba siempre, cada vez que sonaba el teléfono a esa hora, cuando cada días ellos terminaban el trabajo de restauración de la capilla,allá atrás. Y él podía imaginarse cómo Rößner sostenía el teléfono móvil pegado a la oreja -mientras su ayudante guardaba las herramientas- y esperaba la respuesta de Späht: que él iría y cerraría con llave la puerta de la iglesia igual que la había abierto al mediodía.

¡Número equivocado!, volvió a gritar y la mujer salió de la cocina y atendió.

Sí, dijo ella, se lo diré.

¿Qué pasa contigo?, preguntó ella.

Späht se encogió de hombros. Apretó sus dientes de plástico tanto que las crestas alveolares se le entumecieron por la presión: ¿acaso me pertenece esa casucha?, preguntó.

¡Es un honor para nosotros y más de lo que merecemos, que tengas la única llave: tu padre habría dado todo por eso, lo sabes!

Él todavía se revuelve en la tumba por la granja, dijo Späht y la campesina se apartó con un giro y se fue: ¡tú!, dijo ella, ¡tú!

La mujer había conservado el recorte de periódico con la fotografía en la que Späht le entregaba el cheque al párroco, y se daban la mano. Späht ya no podía acordarse del título. Llegó un tableteo desde la cocina. Cómo puede seguir trabajando así, pensó él, se levantó, tomó la llave del cajón del aparador, pasó junto al perchero y por la puerta. Caminó unos pasos y se volvió. Probablemente ella no había advertido que él se había ido. El coche lo dejó en el garaje. Se detuvo delante del Gambrinus. Las ventanas de la taberna y de vivienda estaban sin iluminar. Al brillo de los faroles, el edificio se recortaba contra el cielo negro. Un poco más atrás, el anexo en ángulo con techo plano, donde estaba la pequeña tienda, se encontraba casi a oscuras. Späht los había ayudado entonces en la construcción, poco después que se casaran Alfons y Angelika. Él siempre había estado seguro de que habían contratado a Alfons por su ciclomotor. Späht comenzó a sentir frío y siguió caminando, echándole una última mirada a la casa por encima del hombro. Al final del callejón entró en el campo. Anduvo a lo largo de los cultivos. A la derecha se alzaba el nuevo asentamiento, como una nave espacial llegada de la noche. Antenas satelitales en cada balcón. Olía a tierra y a podrido, como heno húmedo. Aún reconocía cada rincón aquí fuera. Si ahora el padre sigue al hijo, es más que justo., pensó y reconoció a lo lejos la capilla sobre la colina, sólo una sombra delante de la tiniebla. Sobre el suelo pesado, removido, se encaminó hacia ella, sintió el camino de grava bajo sus zapatos y caminó más rápido. El aire aún tenía algo suave, pero no por mucho tiempo, el viento se volvería cortante. Las estaciones eran quizás lo único que él aún sentía de verdad: llegan y se van, pensó Späht y estaba ante la capilla hexagonal con techo en cúpula, cuya restauración pagaba él solo; y aun así siempre se decía a sus espaldas: no alcanza: pese a todo el dinero de la comuna que él recibió por sus tierras. Pero nadie quería enterarse de que la iglesia había vuelto a estar llena desde que los polacos habían llegado al pueblo. Späht giró el picaporte y abrió la puerta. Reconoció la silueta de la Virgen María y a su izquierda la de San José, y la de San Antonio de Padua a su derecha. El Niño Jesús en los brazos de la Buena Mujer estaba a oscuras, la poca luz lunar de las angostas ventanas enrejadas no alcanzaba. Se detuvo ante la figura de la Madre de Dios. Olió madera vieja, disolvente y argamasa húmeda. Späht cerró los puños, puso en tensión todo su cuerpo e inclinó la cabeza: ¿no habría alcanzado?, dijo y él mismo no supo a qué se refería: ¿no podría haber alcanzado?, dijo él y levantó la vista y, tan pronto hundió su mirada en el incomprensible rostro de la Virgen, semioculto en la oscuridad, pensó: por partes: vamos por partes.

 Patrick Findeis, Dieter Moor (Foto ORF/Johannes Puch)

Späht levantó los puños delante de su rostro y exhaló. Y en ese momento continuo oyó a lo lejos los gritos del ganado, saboreaba él la tierra profunda, húmeda de los recientes surcos en los campos, y cada vez más fuerte el tonto mugido de los animales. No son las estaciones, pensó, es el tiempo y siempre el mismo, pensó, y no sé cómo seguir; y quizás sintió de verdad la infinitud detrás de la tierra que él nunca había abandonado, a la que él hasta entonces le había dado todo: y todos los que estuvieron antes de mí y me trajeron a este lugar en este tiempo, pensó él, y supo que ya no podría cambiar nada.

Caminando hacia atrás salió de la iglesia. Los Santos otra vez sólo figuras en la pared trasera, la más ancha del recinto hexagonal. Estaba al aire libre, empujó la puerta y echó llave. Inclinó la cabeza hacia atrás y miró al cielo, la media luna desapareció detrás de una nube. Levantó el puño y lo agitó: y qué, dijo, peor es cagarse en los pantalones, dijo, y se marchó. A lo lejos, por la carretera federal, pasaban los conos de luz de los automóviles. Si permanecía en movimiento, ya no sucedería nada.


Traducido por Nicolás Gelormini

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