Markus Orths, Karlsruhe (D)

Markus Orths nació en Viersen en 1969 y vive actualmente en Karlsruhe. Orths ha sido propuesto para el concurso por parte de Daniela Strigl.


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Infotmación sobre el autor
Markus Orths quiere iniciar el concurso sin vídeo retrato

 

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Markus Orths

La camarera

Novela (fragmento)

Su vida transcurre como sobre rieles. Lynn ha aprendido a plegar las toallas formando cisnes. En el caso de los huéspedes que se quedan más tiempo, ya hay alguna propina. Lynn no sólo limpia, limpia a fondo. Donde otras camareras no ven nada, ahí comienza para Lynn comienza la tarea. La débil huella en la mesita de madera procede de un vaso, una huella que sólo puede reconocerse si uno se inclina y entrecierra un ojo: Lynn recurre a un limpiamuebles y la quita con una franela. Semillitas negras en las vetas del marco de la ventana son restos de ceniza casi imperceptibles: Lynn los saca escarbando con el cuchillo. Una huella digital en un azulejo a la altura de los ojos: a cualquier otro se le habría pasado por alto. Los cajones de las cómodas: no queda ninguna migaja. Lynn se dejó crecer las uñas de los pulgares para poder quitar la pringosa suciedad de la grifería. Las sábanas, extendidas sobre la cama, parecen recién planchadas, las mantas no muestran la menor irregularidad, ni una punta así de pequeña sobresale de la montaña de toallas. Las sillas son colocadas delante de los armarios, las superficies de los estantes son desempolvadas, radiadores, esquinas de baños, desodorante de ambientes, ventilación, aroma fresco. En el espacio mínimo entre espejo y pared Lynn encaja un paño húmedo, con el que ella ha envuelto la hoja de un cuchillo de cocina, limpia las pantallas del lado de adentro y de afuera, aparta las mesas y aspira las partes más aplastadas de la alfombra.

Cada vez con mayor frecuencia vuelve Lynn a las habitaciones. No a las habitaciones de cortesía sino a las habitaciones de hospedaje. Cuando cree saber que sus ocupantes están fuera, que no vuelven antes que caiga la tarde. Y Lynn fisgonea. ¿Cómo huele el hombre que vive aquí? ¿Huele a lavanda? ¿El traje apesta a sudor? ¿Con qué jabón lavaron la ropa de las maletas? ¿Durazno? ¿Violetas? ¿Se afeita con máquina o con hojillas? ¿Qué anotó él en el papelillo? ¿Cuelga ordenadamente la ropa sobre la silla? ¿Qué hay en los bolsillos? ¿Por qué razón él esta aquí? ¿Para montar una máquina? ¿Cita de negocios? ¿Viaje privado?

Markus Orths (Foto ORF/Johannes Puch)

En la habitación siguiente, una mujer: los zapatos junto a la silla son altísimos, quien lleva semejantes zapatos debe ser muy segura de sí misma, debe considerarse bella, quien lleva zapatos semejantes zapatos debe querer sobrepasar al mundo, el pantaloncillo muestra huellas de flujo, en el baño Lynn encuentra el medicamento, un poco oculto, abajo, en el neceser, KadeFungin, contra los hongos, en la maleta está pegada una etiqueta, Sabrina Hutwelker, Sabrina, piensa Lynn, suena a Humphry Bogart.

Habitación 309, bolsa del supermercado Lidl sobre la silla, cómo puede pagar él una noche en el Edén, demasiado caro para él, probablemente su empresa le pague la estadía, en la bolsa de Lidl hay patatas fritas, maníes, chocolate, además una botella de vino que tiene tapa a rosca, él es bajo, el hombre, bajo y gordo, un ungüento para heridas, se habrá caído, una excoriación, los restos de un apósito en la basura, o, piensa Lynn, lo han golpeado, le han dado una paliza, quizás es alguien de quien los otros se burlan, alguien sobre el que se hacen chistes, ya desde la escuela, ese niño gordo con gafas, hoy tiene lentes de contacto, el estuche está allí, vacío, de niño siempre con esas gafas gruesas que desfiguran sus ojos, un libro viejo sobre la mesa de noche, ya muy descosido, un ejemplar defectuoso, encontrado en una mesa de saldos, comprado a uno cincuenta, y como si esta suma representara un valor inmensurable, el hombre ha garabateado en la primera página las tristes palabras: Este libro pertenece a Bernie Willms.

Día tras días Lynn se queda más tiempo. Ya no tiene nada que buscar en la habitación en la que permanece por mucho tiempo después del mediodía, su trabajo está hecho desde hace horas. Si el huésped olvidara algo o una cita se suspendiera, si apareciera inesperadamente en su habitación, Lynn estaría en apuros. ¿Le creerían la excusa que tiene preparada? No lo sabe. Pero justamente ahí está el atractivo: el peligro de ser descubierta. ¿Un secador de viaje? La mujer no ha estado nunca en el hotel, o no confía en los secadores del hotel. ¿Pantuflas? Estadía larga. ¿Minibar saqueado? Desmesura. ¿Ningún pijama sobre la cama? El huésped ha dormido desnudo, no, el pijama se encuentra en el armario, el huésped lo tiro ahí adentro. Lynn deja el pijama donde está, cierra el armario, estira la manta, pero el pijama no se le quita de la cabeza. Mira la hora, abre el armario, toma la chaqueta del pijama, lo sacude. Se abotona como una camisa. Lynn se la echa sobre los hombros. Se queda un rato así. Excitación, cuando se imagina que la puerta se abre. Arroja de nuevo la chaqueta en el armario. Sobre todo: pijamas, uno color rosa, ¿al lado calcetines amarillos para dormir? La mujer es aún una niña: quiere ser llevada a la cama. Un vestidito de noche, ¿tirantes extra finos? ¿Para quién una se pondría eso? La mujer está sola aquí, habitación simple, la cama revuelta de un solo lado. Lynn se desviste, apresurada, está desnuda frente a la cama. Sus ropas de limpieza las arroja sobre la silla. Con esfuerzo se mete dentro del vestidito. Es demasiado pequeño, la tela apenas cubre su pubis. Entonces oye voces detrás de la puerta, se arranca esa cosa del cuerpo, no está rota, Lynn respira con violencia, pero las voces se apagan. Lynn se viste de nuevo con sus ropas de limpieza y arregla la cama.

Sucede un martes.

Lynn le ha puesto colores a los días. Los martes llevan el color de las cáscaras de huevo. Por la mañana ha cascado un huevo, pero no lo ha comido. Ahora está en la habitación 303, oye pasos en el pasillo, se sobresalta, ha perdido el contacto con el tiempo, mira la hora, hace un rato que terminó su turno, y Lynn ya sabe, cuando escucha los pasos, que se detendrán frente la habitación en que ella está y ya no debe estar. Lynn lleva la chaqueta del pijama del huésped sobre su uniforme de limpieza. La ha abotonado. Las mangas son demasiado largas. Escucha las llaves en el ojo de la cerradura. La puerta se abre, el huésped entra en la habitación.

¿Y Lynn?

Ha desaparecido.

Su corazón por fin da señales de vida.

Está bajo la cama.

Es una cama doble.

Todavía tiene puesta la chaqueta. Lynn apoya la cabeza de costado. Puede ver las piernas del hombre, que va al baño. Oye el chorro de la ducha. Es su oportunidad. Abandona el escondite. Mira en dirección a la puerta del baño, nada, Lynn dobla la chaqueta y la mete bajo la manta.

¿Y ahora?

Sólo debe abandonar el lugar sin hacer ruido. Y así todo estaría en regla. Vacila. Aún se puede oír el chorro.

Lynn no abre la puerta.

Se queda.

Juega.

Quiere.

Siente sobre su piel el hormigueo de la tentación. Otro breve titubeo: ¿Qué estoy haciendo? Y Lynn actúa.

Se arrastra de regreso bajo la cama.

Se queda tendida allí.

Espera.

Así viene la cosa.

Markus Orths (Foto ORF/Johannes Puch)

Unos minutos alcanzan para investigar, husmear, marcar su terreno. Es un lugar oscuro y polvoriento, pero la angustia no invade el pecho de Lynn. Si no estuvieran los lados abiertos, ella estaría como en un ataúd, pero están los lados abiertos, traen luz y aire. Entre la punta de la nariz y la parte inferior del tablado hay más de un palmo. Lynn puede enganchar las manos en el tablado. Puede posar las manos alrededor de la cabeza. Pude deslizar las manos bajo las caderas. Tablas, pálido brillo de los colchones, tablado, dos tablados, uno para cada colchón, ochenta centímetros de ancho, dos metros de largo respectivamente, en los lugares para los hombros hay cuatro puntales un poco curvados hacia abajo, no demasiado fuertes, apenas molestan, la cama tiene cuatro patas, ningún sostén adicional para el medio. Lynn rodea con las manos los puntales transversales a la altura de las caderas.

El hombre regresa a la habitación. Enciende el televisor. Chasquido de un encendedor, exhalación larga, relajada. Primero una película que Lynn no conoce. Le divierte formar imágenes a partir de lo que oye. Más tarde, un canal de noticias. Suave respiración al dormir, aunque el hombre no ronca. ¿Cómo puede dormir con el televisor encendido? ¿Quizás el sonido monótono de las palabras? Ahora una voz, que Lynn puede atribuir al presidente norteamericano. Este dice: When I talk about war, I actually talk about peace. Después de una hora se repite el programa, noticias casi idénticas, una curva infinita. Finalmente ella también se duerme. En determinado momento vuelve en sí, el televisor está apagado, le duele el cuello, pero Lynn se siente bien allí, bajo la cama, durante un rato escucha atentamente la respiración sobre ella. Por la mañana se arrastra de su escondite, cuando el huésped está bajo la ducha.

El miércoles es el día libre Lynn. Deja el hotel por la salida de atrás, sin ser vista. Su corazón late más rápido cuando piensa en la noche. Cuando piensa en lo que podría haber sucedido. Cuando piensa en lo que ella podría haber escuchado sin ser vista. Cuando piensa en que la podrían haber descubierto. Tiene el cansancio pegado al cuerpo. Todo es un extraño pegote. Pero ella sabe que lo hará nuevamente, debe hacerlo, sabe que ha encontrado algo. Cada martes, dice Lynn, lo haré cada martes.

 

El domingo se siente inquieta. No sabe si aguantará hasta el martes. Dos noches más en su propia cama. Dos noche más sola. Y en el instante en que ella está pensando en arrastrarse quizás ya el lunes bajo la cama del huésped de la habitación 307, la de una señora mayor que se hospeda por una semana y curiosamente dispone de una dentadura de repuesto que flota en el vaso del baño como una sonrisa olvidada, en el momento en que Lynn está retorciendo sus trapos y escucha el suave goteo del agua, Heinz entra en la habitación en la que ella está limpiando.

-Lynn -dice él.

Lynn se levanta y lo mira.

-Recibimos una llamada -dice Heinz.

-¿Qué clase de llamada?

-Tu madre.

Lynn se quita el uniforme de limpieza. Eso sucede mecánicamente. El domingo es azul pálido, Lynn sube a un taxi hacia la estación, al tren en dirección a casa, cuatro horas de viaje, en la estación de su lugar natal toma un taxi hacia el hospital, allí vacila, fuma e intenta retener tanto humo como sea posible, aplasta el cigarrillo en el receptáculo dispuesto para tal propósito. A su lado, pita un hombre con un grueso vendaje en la cabeza; él sonríe. En la recepción Lynn se informa del número de habitación: 118. Uno más uno es dos, dos más dos es cuatro, cuatro más cuatro es ocho. 118. Su madre está despierta. Las primeras palabras apuntan a tranquilizar. Nada grave, dice la madre, por suerte llegamos a tiempo al hospital, operación exitosa, bypass, en dos semanas de vuelta en casa, cambiar de vida, menos grasa, etcétera, pero qué bueno verte, Linda. Lynn acerca una silla a la cama. Esto produce un ruido que pone la piel de gallina. En la habitación hay una segunda mujer, duerme, junto a la cama una pila de revistas.

-¿Cómo pasó? -pregunta Lynn.

-Cortando el césped. Pero todo está bien, el bypass resiste, la operación ha salido bien. Bypass, a propósito, se escribe con i griega. Siempre pensé que se escribía con ai, ¿me entiendes?, como baile, pero se escribe con i griega. Es inglés.

Lynn extrae los cigarrillos de la cartera, mira a su alrededor, cambia de opinión, los guarda nuevamente.

-¿Cuándo volviste? -pregunta la madre.

-Hace tres meses.

-Podrías haberme visitado.

-Por supuesto -dice Lynn.

-¿Te he hecho algo?

-Mamá -dice Lynn y mira a su madre de tal modo que se queda callada.

Apenas me tolero a mí misma, le habría gustado decir, ¿cómo puedo tolerarte, cuando apenas me tolero a mí misma? Pero no lo dice. Calla. En mis hombros no hay lugar para ti, le habría gustado decir, apenas hay lugar para mí ahí arriba, me arrastro lo mejor que puedo. Si debo llevarte al hombro a ti también, me desmorono.

-Qué bueno que estés aquí.

-No puedo quedarme mucho tiempo.

-Por supuesto.

No deja que se le diga nada, piensa Lynn. Ella se deshace por recomponerse. ¿Cómo puede uno deshacerse por recomponerse? Deshacer es siempre desgarrar, desgarrar es siempre destrucción. Todos los días nos deshacemos por recomponernos. Todos los días hacemos algo que no va. Vivimos en un espacio de contrarios simultáneos.

-¿Me puedes servir agua?

Markus Orths (Foto ORF/Johannes Puch)

Lynn sirve agua en un vaso, poco gas, la mujer de al lado se despierta, un momento antes suelta un ronquido, apenas se estremece, saluda a la visita, Lynn inclina la cabeza, la madre no le presta atención a la mujer, le sigue hablando a Lynn, habla de flores que ella ha plantado, de malas hierbas que ella ha arrancado, de figuras que ella ha armado, de actividades que ella ha planeado. En otoño viajará a la Toscana, viaje en grupo.

-Me alegro -dice Lynn.

-¿Tienes monedas?

-¿Por qué?

-Aquí hay máquinas expendedoras de bebidas.

Lynn volcó sobre la mesa el contenido de su bolsa.

-¿Cómo anda el trabajo? -pregunta la madre.

-Limpio.

-¿Qué primero?

-El baño.

-¿Siempre?

-Primero el baño, después la habitación. Aspiro los pisos.

-¿Quitas el polvo?

-Todos los días.

-¿Pero se junta polvo en un solo día?

-Apenas puedo verlo. Sólo si le da el sol.

-¿Y a pesar de eso lo quitas?

-Sí, claro.

-¿Con una franela?

-Con un paño húmedo.

-¿Y las camas?

-Las tiendo.

-¿Cambias las sábanas todos los días?

-Depende.

-¿De qué?

-De cuánto se queden los huéspedes. Si se quedan un día, tengo que cambiarlas todos los días?

-¿Y si se quedan más tiempo?

-No.

-¿Si alguien se queda tres días?

-No.

-¿Si se queda una semana?

-Después del tercer día.

-¿Después del tercer día?

-Sí.

-Es decir que si alguien se queda dos semanas, ¿cambias las sábanas cuatro veces?

-Al final son cinco. Para el nuevo huésped.

-¿Y los zapatos?

-Debo limpiarlos

-¿Siempre?

-Cuando el huésped los coloca aparte.

-¿Cómo es con las toallas?

-Se cambian.

-¿Todos los días?

-Depende.

-¿De qué?

-De si están en el piso o cuelgan de la barra.

La madre calla. Agotamiento recíproco. Como después de un combate. Hacía tiempo que no hablábamos tanto, piensa Lynn.

-¿Alguna otra novedad? -pregunta Lynn después de un rato.

-Estuve haciendo crochet -dice la madre.

-¿Qué dibujo?

-Molinos de vientos. Una mantita con molinos de vientos. Cuatro aspas. La puerta. Dos ventanas.

-¿Para quién?

-Para la señora Klöppels.

-¿Por el cumpleaños?

-Este año cumple noventa.

Lynn bebe un sorbo del agua de su madre.

-Ahora debo irme -dice más tarde, en determinado momento-. Mi tren.

-¿Volverás alguna vez? -pregunta la madre.

-Es un viaje largo.

Una tiene un hijo, piensa Lynn, lo cría, lo mima con papillas, una se ocupa de su diaria supervivencia, una lo deja irse de la casa, escurrirse de las manos, al mundo, y luego el hijo vive en el mundo, junto con otros, y una quiere estar cerca de él y no puede, una le arranca un par de palabras, eso es todo, antes que se sumerja de nuevo. Lynn se levanta. No sabe cómo despedirse. La madre toma la mano de Lynn, se la lleva a la cara como un guante de baño, como si quisiera lavarse la mejilla con la palma. Lynn lo permite. Lynn no puede verse a sí misma desde afuera, falta un espejo en la habitación, y ella no sabe si su boca fabrica una sonrisa o simplemente permanece recta, una inexpresiva línea horizontal en el paisaje, que ella, desde que puede hablar, llama cara, pero que nunca puede tener cara a cara, salvo en el espejo, pero entonces ya no es ella misma.

Markus Orths (Foto ORF/Johannes Puch)

Una vez que la puerta se ha cerrado y ha dejado a la madre y el hospital desaparece detrás de ella, Lynn busca sus cigarrillos pero lo que saca del bolsillo no son los cigarrillos sino una cajita con pastillas azules y blancas, tiene tres compartimientos, mañana, mediodía, tarde. Lynn no sabe cómo llegó la cajita a su bolsillo, no sabe cuándo la tomó de la mesa, ve tan sólo el resultado, y como no sabe qué hacer, la abre y traga una pastilla del compartimiento para la tarde, pues hace mucho que es de tarde, y la oscuridad cae despacio sobre el mundo, piensa, si es que es posible que algo caiga despacio sobre otra cosa, pero le falta otra palabra para expresar lo que siente.

 

El lunes, la limpieza transcurre penosamente. Lynn remolonea. Debería apurarse. En lugar de limpiar más rápido, limpia más despacio. Lava dos veces los vasos de los baños. Se le cae uno al piso, se hace añicos, ella debe recoger los pedazos y buscar uno nuevo. Lynn ve por todas partes manchas invisibles en los pisos de los baños. No se harta de limpiar. Habría, piensa Lynn, que romper las baldosas y limpiar bajo ellas, habría que arrancar todo y hacerlo de nuevo, pero quizás tampoco así, quizás entonces todo estaría realmente mugriento, del polvo que levantan los albañiles. Lyff pasa el guante de limpieza bien profundo bajo los bordes de los retretes, allí hay lugares que ella no puede ver, perturbada,¿cómo sé, piensa Lynn, que los lugares que no puedo ver están realmente limpios?, quizás debería conseguirme un espejito de dentista, con el cual podría alcanzar a ver también los bordes interiores, un espejo para bordes de retretes, para localizar también los mínimos restos de heces y rociadas de orina, pero qué pasa con las bacterias, las bacterias no se pueden ver, sólo puede intentarse liquidar a las bacterias con productos de limpieza, hay que creerles a las etiquetas pegadas en los productos de limpieza: elimina las bacterias y garantiza una higiene completa, además la imagen de un joven que está arrodillado delante del retrete y cuyos dientes brillan igual que las bateas esmaltadas.

El martes a las seis Lynn se desliza bajo la cama y espera. Habitación 308. La parejita llega tarde. Hablan hasta eso de la una. No es una pelea, es una conversación que gira en torno al futuro, es una conversación en que la palabra si tiene un papel, se trata de una casa que hay que comprar, se trata de tiempo que deben pasar en común, cuando vivamos juntos, entonces haremos, dice el hombre, y la mujer sonríe probablemente, se trata de un hijo que todavía no ha llegado, se trata de una vida que aún no ha sido vivida, es la autopista futuro que se extiende sobre la cama, en la oscuridad, ambos han apagado la luz, se omite el sexo ahí arriba, se trata de dinero, de financiación, de préstamos, de sumas que son entregadas por los padres, se trata de agentes y comisiones abusivas, y Lynn se pregunta si ambos yacen abrazados, al menos eso, o cada uno por su lado, de su lado, y sólo se miran, sin contacto. La conversación se atasca, los dos ya no saben qué decir, el futuro está en sus bocas como un chicle masticado, y rompiendo el silencio el hombre dice ahora Mimimimi, la mujer ríe brevemente, el hombre habla en falsete, Mimimimi, dice él, soy el cocinero danés, dice él, no, dice la mujer, ése es el ayudante del cocinero, smorrebrod, smorrebrod, rantantantan, canta el hombre, y la mujer dice, por favor no, pero igualmente el hombre le hace cosquillas, y la mujer ríe y dice no, termínala, si no, grito, y el hombre la termina y vuelve a decir Mimimimi, la mujer dice quizás deberíamos intentar dormir, y luego todo está calmo, tan sólo de nuevo una suave risilla, y la mujer susurra, buenas noches, querido, hasta mañana, dice el hombre y Lynn oye cómo se apartan uno del otro casi sin hacer ruido, chirridos en la cama.

De ahí en más, cada martes. Lynn lleva consigo un pañuelo debajo de la cama y limpia los tablados. Nunca han estado tan limpias las partes inferiores de las camas. Las primeras horas Lynn está sola allí. Luego presta atención a lo que sucede dentro de ella. Pero no oye nada, sólo su pulso, a veces. Lynn se vacía por completo, los ojos cerrados, cae en un estado de adormecimiento. Cuando por fin la puerta se abre y alguien entra en la habitación, ella se estremece, vuelve en sí, pone las manos sobre el vientre. Entonces está despierta. Entonces está allí.

El tercer martes crujen los papeles, un plin cuando envían un e-mail, y un plin cuando un e-mail llega. Mientras tanto, el hombre habla de a ratos consigo mismo. No a mí, dice, no a mí. Cuando suena el teléfono móvil, Lynn oye la mitad de una conversación, esencialmente son números, quizás se trata de cotizaciones en Bolsa, quizás números de expedientes, en un momento el hombre dice veinticuatro, como respuesta a una pregunta, veinticuatro, dice el hombre, luego una pausa, luego 311, eso podría ser el número de habitación, pero también podría significar algo más, luego él dice la palabra obsecuente, únicamente esa palabra, y Lynn no sabe bien qué significa la palabra, obsecuente, de qué pregunta podría ser esa palabra una respuesta, los pies del hombre están desnudos, las pantorrillas son espinosas, en un momento el hombre se apoya sobre una sola pierna y se rasca con el empeine derecho la pantorrilla izquierda, la planta está cubierta de callos amarillentos, y cuando el pie está nuevamente sobre el piso, Lynn ve una uña encarnada. El hombre cuelga el teléfono y dice Herbert, Herbert. Dice, la has hecho buena, Herbert. Lynn no sabe si él se refiere a sí mismo. Oye como un siseo, un cloqueo, luego el hombre dice la palabra catarup, una palabra cuyo sentido no se le revela a Lynn, catarup, dice él una vez más y se sienta sobre la cama, los talones son rojos y de piel fina, es decir muy distintos de las plantas. Una tapa de botella cae al piso sobre la alfombra, el hombre alarga la mano hacia abajo, recoge la tapa, lleva en cada dedo de su mano un anillo, incluso en el pulgar, por un momento se le cruza a Lynn la idea de agarrar la mano del hombre en un rápido lance, sólo para oír el grito de espanto, pero se gira hacia el otro lado, levanta la vista hacia el tablado, se tranquiliza, respira despacio, respira en silencio.

Markus Orths, Daniela Strigl, Burkhard Spinnen (Foto ORF/Johannes Puch)

El cuarto martes, el televisor. Lynn no puede ver la película, sólo oírla. Se imagina las imágenes, oye voces y ruidos y ve lo que quiere ver, inventa imágenes propias, encajen o no. De por sí la univocidad de los sonidos la limita. Cuando son pasos o un portazo, cuando es un grito o un motor que es puesto en marcha; cuando es un beso o un golpe, cuando es un jadeo o un salir corriendo; entonces piensa Lynn, no quiero oír tantas cosas. Lo que más le gusta es el silencio. En el silencio todo es posible. Cuando el televisor enmudece, cuando la película calla, cuando sólo hay imágenes en el cuarto, imágenes que ella no puede ver, entonces ella siente como si por un momento cayera fuera del tiempo; como si ella ya no fuera solo ella misma. Estos momentos son infrecuentes. Pero se posan alrededor de Lynn como un paño tibio.

 

Jueves, la llamada de la madre, ritual.

Lynn está con el auricular en la mano. Todavía no ha marcado. Teléfono caracol, dice Lynn al vacío. Caracol, dice Lynn, ¿por qué caracol? De niña encontró una vez en la playa un caracol, le llevó el caracol a la madre que estaba tirada en traje de baño, blanca como queso bajo la sombrilla, con su libro.

Un caracol, dijo Lynn, encontré un caracol.

La madre dijo, tienes que llevártelo a la oreja.

Y Lynn se llevó el caracol a la oreja.

¿Qué oyes?, preguntó la madre.

Un rugido, dijo Lynn.

Es el rugido del mar, dijo la madre, las olas que han quedado atrapadas en el caracol.

¿El mar?, preguntó Lynn.

El mar, contestó la madre y siguió leyendo.

¿Cómo, pensó Lynn, cómo puede un caracol atrapar el mar? ¿Cómo puede algo tan pequeño atrapar algo tan grande e indestructible como el mar, las olas del mar, el rugido del mar? Y esa vez llevó el caracol a su habitación y lo colocó sobre la mesa de noche, y como no podía dormir, sostuvo su oreja siempre pegada al caracol, clavó su mirada en la oscuridad y escuchó el sonido de las olas. Tomó el vaso de agua y lo bebió hasta el final, y sólo porque tomó el vaso de agua y lo bebió hasta el final, pudo sostener el vaso vacío en la mano, y sólo porque sostuvo en la mano el vaso vacío, de pronto lo apoyó contra la oreja, y sólo porque lo apoyó contra la oreja, escuchó el mismo rugido que el del caracol, las mismas olas, el mismo viento. Y Lynn puso en su lugar el vaso y arrojó el caracol al cesto de papeles, porque de pronto intuyó que en la vida todo era engaño.


Traducido por Nicolás Gelormini

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