Tilman Rammstedt, Berlin (D)
Tilman Rammstedt nació en Bielefeld en 1975 y vive en Berlín. Rammstedt ha sido propuesto para el concurso por parte de Ursula März.
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Tilman Rammstedt
El emperador de China
Novela (fragmento)
Yo no podía saber que mi abuelo, en el momento en que me llegó su última postal, ya estaba muerto. Yo la había dejado a un lado sin leer, como había dejado a un lado también sus cartas anteriores. Conjuntamente con las cuentas e intimaciones entre las que casi a diario acechaban, formaban bajo el escritorio un pila cada vez más arriesgada, que yo cubría con un periódico viejo, aunque eso ayudaba poco, al fin y al cabo yo sabía lo que había debajo.
Desde hacía quince días casi todo se desarrollaba bajo el escritorio. Allí me arrastraba a cuatro patas y me movía únicamente en los sectores de la habitación no divisables desde fuera, las rodillas acolchadas con esponjas de cocina. Dormía, me untaba panes bajo el escritorio. En el lado inferior de la tabla dibujé un cielo estrellado y esperé a que pasaran tres semanas, a que fuera verosímil que yo estuviera de regreso de China, para de algún modo explicar eso que había que explicar, una explicación para mi abuelo, una para Franziska, una para mis hermanos, si hasta entonces no me habían descubierto. Me quedaban aún seis días para que se me ocurriera algo, no había tiempo para postales, ellas podían esperar, y también mi abuelo, creía yo, podía esperar, y entonces llegó la llamada y la espera ya no fue necesaria.
Evidentemente, yo no atendí el teléfono, desde hacía quince días no atendía el teléfono; en el contestador automático oí a una mujer que me pedía que le devolviera el llamado, "Se trata de su abuelo", decía, y aunque agregó: "Es urgente", yo ya sabía que algo andaba mal, que me las tenía que ver con lo más urgente del mundo; devolví la llamada, y mi abuelo devino un abuelo muerto, y su postal devino su última postal, y yo devine una cosa confundida y monosilábica. "Sí", le dije a la mujer en el teléfono, y "No" dije y "Está bien", aun cuando nada estaba bien, porque aunque tenía un problema menos, a la vez tenía algunos nuevos, y colgué, tome la última postal de la pila y creí saber que yo estaba triste.
En el frente de la postal se podía ver a un hombre gordo sentado en un flor dorada sobre un elefante, el reverso estaba salpicado de las letras diminutas, nudosas de mi abuelo, que yo desde siempre había encontrado difíciles de descifrar, pero que ahora, según comprobaba, habían degenerado en totalmente ilegibles, incluso con una lupa y no podía distinguir estructuras recurrentes, ni siquiera localizar las vocales. Antes de rendirme, había descubierto un "yo", un "estómago" y una "montaña" o "mañana" o "manzana", pero no estaba completamente seguro.
Sólo la última frase estaba escrita con claridad, más grande que el resto e igual que la dirección en letras de imprenta, tan profundamente talladas en la postal que continuaban en espejo del otro lado apretándose contra el elefante. "Deberías haber venido conmigo", decía allí, y atrás había puesto un signo de admiración en forma de cuña, que debería haberme convencido definitivamente de que no se trataba de un simpático arabesco retórico, de la expresión de un lamento bienintencionado, sino de una firme decepción, de un reproche, de una amenaza, y como era su última postal, amenazaba de modo especial, sugiriendo que él no habría muerto, si yo hubiera ido con él, que él no se habría desmoronado de pronto en ese pueblucho olvidado, del que yo ni siquiera sabía dónde quedaba, sino al menos en China, o mejor aun, que él, si yo hubiera ido con él, sólo habría debido asirse a mí por un momento, "Nada, sólo estoy un poco mareado", habría dicho él, y yo lo habría guiado hasta un banco, le habría comprado una botella de agua, porque no se me habría ocurrido otra cosa, porque además no habría sido necesaria otra cosa, "Ya estoy mejor", habría dicho mi abuelo unos minutos después y sacado su peine, el peinado habría sido su mayor problema.
"Deberías haber venido conmigo", esa frase me enfadó, yo escuchaba cómo él la pronunciaba, cómo acentuaba el "deberías", cómo sus cejas se curvaban hacia abajo, cómo me miraba a continuación, como si aguardara una respuesta, la respuesta correcta, naturalmente: Sí, es verdad, abuelo, debería haber ido contigo, fue un error, otra vez has tenido razón. A mi abuelo le gustaba tener razón, al parecer mi abuelo siempre había sabido todo con anticipación, deberías haber mirado el mapa, deberías haber aprendido más idiomas, deberías haber lavado el pulóver aparte, deberías haber pedido el bistec. Mi abuelo se ofendía continuamente si uno no le hacía caso, pero no se podía hacerle caso, porque él sólo a posteriori comunicaba todo lo que uno debería haber hecho de modo diferente, pero, decía, nadie le había preguntado nada, y mira, ahora estás empapado, y mira, ahora nos perdimos, y mira, ahora estoy muerto.
Sí, debería haber ido con él, y no, no había ido con él, no había ido a China y mucho menos a olvidados puebluchos en camino a ella, y yo sabía que parecía que le había dado la espalda, sabía que le debía cierta explicación, pero ahora eso ya no era necesario, y con mi mejor voluntad no sabía si era correcto estar aliviado por eso.
Además, era fácil de reconocer que la última postal no venía de China. Estaba franqueada con un sello de correos alemán, y la imagen del hombre gordo y dorado estaba arrancada de algún folleto turístico y precariamente pegada sobre una postal gratuita, una esquina ya estaba suelta, debajo aparecía un oso polar. Casi todas las postales que mi abuelo me había escrito en las últimas semanas, tenían algo superpuesto, a veces ni siquiera eso, en algunas se veía el enmaderado de una casa y en el "Saludos desde el Westerwald" estaba tachado "el Westerwald" y había sido reemplazado a mano por "Shangai". Naturalmente me sorprendió poco que mi abuelo no hubiera alcanzado la China, 8000 kilómetros, el auto era sencillamente demasiado viejo para eso, mi abuelo también era sencillamente demasiado viejo para eso, y yo intenté convencerme de que él en realidad nunca se lo había propuesto, aunque nunca había querido confesárselo a sí mismo, hasta el final había necesitado alguien ante quien tener la obligación de demostrarl que sí lo quería. Si se lo veía así, él debía incluso estarme agradecido.
China, justamente, como si no existiera el Mar del Norte, como si no existiera Harz, ni Rügen, ni Francia, ni el Lago de Garda, debía ser China y no otro lugar. "No quiero discutir sobre el tema", dijo mi abuelo y yo dije que era una feliz coincidencia, porque yo tampoco quería discutir sobre el tema, China estaba fuera de cuestión, y crucé los brazos y mi abuelo también, aunque sólo conservaba uno, el derecho, pero sabía envolverlo tan hábilmente alrededor de la manga izquierda de su camisa, que parecía que se trataba de dos brazos cruzados intactos, y luego nos miramos un rato largo, mi abuelo lo más decidido y yo lo más burlón, para mostrarle qué idea ridícula era China y entonces mi abuelo: "Me estoy muriendo".
No hay que sobrevalorar una frase semejante, tampoco a posteriori, tampoco ahora que mi abuelo ha tenido otra vez razón. "No te estas muriendo", dije por tanto, aunque esto naturalmente en cualquier caso habría sido una mentira, pero no quería admitirlo como argumento, no quería que me convirtieran en aquel que destruye últimos deseos, quería permanecer imparcial, porque, por supuesto, objetivamente me asistía la razón y China era totalmente disparatado, pero ante moribundos cuenta poco el tener razón, esto lo sabía mi abuelo y por eso, como medida de seguridad, había comenzado temprano con la muerte. Pues mi abuelo estuvo muriendo todo el tiempo desde que lo conocí, probablemente durante mucho más tiempo, y corrigió eso poco antes de su fallecimiento. En mis más tempranos recuerdos él me mira seriamente y dice: "Pronto ya no estaré aquí", y luego señala todas clase de objeto que yo he de heredar después de su partida, el óleo con los dos caballos que galopan, el abrecartas con forma de puñal, el cenicero giratorio, todo lo que se admiraba por entonces. Años más tarde averigüé que el había prometido los mismos objetos a mis hermanos, con el mismo guiño cómplice, con el mismo "Este será nuestro secreto". Nunca le pedí cuentas, pues por un lado el cuadro y el abrecartas hacía tiempo habían perdido su encanto, por otro ya se había vuelto costumbre responder sólo con una inclinación de cabeza a los anuncios de muerte de mi abuelo. Ya nadie en la familia lo contradecía, nadie decía: "Seguro que vivirás cien años", porque cada vez parecía más probable que efectivamente viviría cien años. En cada visita al médico, a la que precedían sin falta largos rituales de despedida, se veía confirmada de nuevo la ya casi ominosa excelente constitución de mi abuelo. Hasta hace tres años tenía él todos los dientes propios, hasta hace dos años necesitaba gafas sólo para leer, e incluso cuando leía los dejaba a un lado por vanidad, a pesar de innumerables cigarrillos y luego innumerables chicles de nicotina, los pulmones y el corazón aún cumplían su función ejemplarmente, y a nadie la habría sorprendido que en algún momento le hubiera vuelto a crecer el brazo izquierdo.
Pero en determinado momento su cuerpo finalmente se dio cuenta de que ese estado no correspondía a su edad, y en unos pocos meses recuperó lo que antes había descuidado. Los músculos se pusieron fláccidos, las arterias se obstruyeron, las articulaciones se hincharon, las orejas crecieron. De cada visita al médico mi abuelo traía un nuevo medicamento; si antes en las comidas había ocasionalmente media pastilla al lado de su vaso, ahora la hilera se extendía poco a poco hasta superar el ancho del plato, "Ah, mi postre", decía antes de recogerlas del mantel con dedos cada vez más temblorosos y, tragarlas una por una con la boca torcida en una mueca de disgusto. Mi abuelo siempre prestaba mucha atención a que nosotros observáramos, comprendiéramos perfectamente lo que él estaba tomando para sí. Posiblemente adrede dejaba caer a veces una cápsula, "Déjalo", decía cuando uno de nosotros iba a buscarla bajo la mesa, pero no hacía el menor amague de inclinarse, recibía la pastilla reencontrada sin una palabra de agradecimiento.
Y en el fondo fue la menguante salud de mi abuelo la que dio motivo para regalarle un viaje. "Quién sabe cuánto tiempo estará en condiciones de viajar", había dicho mi hermano mayor, y a nosotros no se nos había ocurrido nada mejor: una semana durante Pentecostés, podíamos pedir unos días de licencia. Pero luego desertó primero la mayor de mis hermanas, algo con su niño, y luego el segundo de mis hermanos, algo con una entrega urgente, y como ya de por sí no sería un viaje de nietos completo, propuso mi hermana menor echar suertes, "No debemos arruinarnos todos el feriado", dijo y mi cerilla fue la más corta, no hubo duda, y los otros dos ni siquiera se tomaron el trabajo de reprimir su alivio, mi hermana menor incluso alzó por un momento un puño, y mi hermano me golpeó con demasiada firmeza en la espalda, "Levanta esa cabeza", por cierto lo quiso decir en tono alentador, pero más bien sonó como una orden. Les pregunté si consideraban tan buena idea que precisamente yo me fuera de viaje con nuestro abuelo, pero ellos hicieron un ademán de rechazo, "Quizás sea mejor así", aprobaron todos al unísono, "por fin tendrán de nuevo tiempo el uno para el otro", y precisamente eso era lo que yo temía.
Era imposible discernir si mi abuelo se había alegrado con nuestro regalo. Había estudiado el vale sin expresión alguna y luego había continuado comiendo su torta. "Keith hará un viaje contigo", explicó el segundo de mis hermanos, otra vez demasiado fuerte y demasiado contento, como solía hablar en el último tiempo con mi abuelo. "Nos habría gustado ir todos, pero tú sabes", y mi abuelo por supuesto no supo, ¿cómo podría haber sabido?, se pasaba sin cesar la lengua por los dientes mientras miraba al segundo de mis hermanos sin comprender. "¿Un viaje adónde?", preguntó por fin. "A donde tú siempre quisiste ir", dijo mi hermana menor, y mejor no lo hubiera dicho. Pues el día siguiente, aún en pijama, mi abuelo dijo "China", al mediodía lo dijo también y por la tarde una vez más, y cuando le mostré algunos folletos, Praga, Masuria, Corfú, el ni los miró, "China", dijo, "Un regalo es un regalo", dijo él, y que no quería discutir más sobre el tema, y luego cruzó un brazos y puso en juego otra vez la muerte.
"Y en el caso de que murieras", había dicho yo, "sería más bien una razón para no ir a China. China está lejos, China es fatigosa, en China no te entiende ningún médico", y mi abuelo había sonreído, una de esas sonrisas tristes que nadie podía copiarle fácilmente, y dijo en voz baja que entonces él preferiría no viajar nada, que me deseaba lo mejor en Corfú, e hizo como si volviera a hundirse en su libro, y yo permanecí ante él más tiempo del que quería, observé cómo él, antes de las inverosímiles, por demasiado frecuentes, vueltas de página, llevaba su índice a la lengua, "Como quieras", dije, para luego abandonar el cuarto aceleradamente, abandonar la casa y alejarme tanto como fuera posible.
-¿Y? ¿Adónde viajarán? -me preguntó Franziska después que yo la convenciera de pasar a visitarme por la noche.
-En cualquier caso, no a China -dije.
-Pues quedan otros lugares -dijo ella y no se quedó a pasar la noche.
Hacía seis semanas que Franziska no se quedaba a pasar la noche. "Debo irme", decía siempre demasiado temprano, miraba su teléfono móvil para comprobar la hora y buscaba en su cartera las llaves del coche. "Conduce con cuidado", le decía yo como despedida, sin querer hacerlo, y ella apenas sonreía cansada, y yo cerraba la puerta de casa silenciosamente, pero sólo cuando el ruido del motor había desaparecido por completo.
Mi abuelo, naturalmente, no había estado nunca en China, casi en ningún lado, según se pudo saber, él nunca había abandonado el continente europeo, nunca Alemania, sólo una vez había llegado muy cerca de la frontera con Dinamarca y otra, con mirada benévola, de la frontera con Holanda.
"¿Y porqué ahora precisamente China?", le pregunté al día siguiente por teléfono. Desde las ocho me había llamado sin pausa: yo debía renovar mi pasaporte, yo necesitaba calzado resistente, ¿estaba vacunado contra la malaria? "Por Dios, tú ni siquiera has estado en Austria", exclamaba yo y mi abuelo no decía nada, durante un rato no decía nada, todo el rato hasta que yo le preguntaba "¿Está ahí?"
"Sí", decía él. "No quiero ir a Austria", decía él. "Ya no tengo tiempo para Austria", decía el, y ahora era yo quien callaba, pues sí, pensándolo bien, yo tampoco quería ir a Austria, en todo caso no con mi abuelo, pensándolo bien no quería ir a ningún lado con él, a ninguna montaña, ninguna playa, ningún desierto, ningún museo, ningún baño termal, yo no quería hojear con él menús bilingües durante un rato innecesariamente, no quería callar con él ante vistas panorámicas, tampoco afirmar en la cena, ridículamente temprano, bebiendo vino, que caminar tanto nos había agotado, no quería, para no consentir ninguna ocasión en la que finalmente tuviéramos tiempo el uno para el otro. Y quizás China, pensándolo bien, era la única propuesta razonable, porque muy probablemente allí los menús bilingües ayudarían poco, porque por las noches, después de beber vino de arroz, con toda probabilidad uno estaría agotado, porque allí no sería grave no entenderse, porque allí uno no entendía todo lo demás, y con toda probabilidad allí habría ante todo mucho de todo, salvo tiempo para el otro, y al final, en el mejor de los casos, uno no sabría ya para qué lo hubiera necesitado: todo lo no dicho entre nosotros se habría llenado con China. Y de pronto recordé que de niño durante unos días yo había creído que mi abuelo era chino.
Debía haberse peleado con mi abuela, la segunda o la tercera, en cualquier caso habían hecho mucho ruido, y en determinado momento él exclamó: "Y yo soy el emperador de China". Su cargo me impresionó entonces menos que su origen, y lo anduve contando por todas partes: no todos me creyeron. ¿Entonces por qué yo no tenía el aspecto de un chino?, me preguntaban y yo decía: "Eso ya llegará", aunque no tenía idea de cómo eran los chinos. Todos iguales, se afirmaba, y me imaginé un país en el que sólo pululaba mi abuelo, donde en cada auto estaba sentado mi abuelo, donde por la mañana de cada casa china salía mi abuelo, luego se despedía de mi abuelo y llevaba a la escuela a sus hijos, cinco abuelitos muy pequeños. Unos días después la verdad salió a la luz. "No eres chino", le dije a mi abuelo. "Como te parezca", dijo él.
En aquella época aún me agradaba la idea de un país lleno de abuelos, pero ahora, por teléfono, me parecía espantosa, uno solo me alcanzaba, uno solo ya me resultaba demasiado, y de eso se trababa, no de China o Corfú o Austria.
"¿Estás ahí?", preguntó él, y yo dije: "Sí, estoy aquí", luego colgué.
No estoy seguro con cuantos de mis hermanos estoy efectivamente emparentado Pero se puede partir de que con la mayoría de ellos tengo en común por lo menos un progenitor. Con exactitud puedo acordarme del nacimiento de mi hermana menor, entonces tenía cinco años y todos juntos visitábamos a mamá en el hospital. "Conque aquí están ustedes", exclamaba ella con la voz algo débil, pero más tarde se puso en evidencia que ella debía pensar largo rato el nombre del segundo de mis hermanos, y también que observaba de modo vacilante a mi hermana mayor, como si no estuviera segura de haber visto alguna vez a esa niña.
En consecuencia, sólo puedo presumir que esa mujer en el hospital era mi madre biológicas, pero que salvo por ese lazo de sangre, no teníamos nada que ver. Ya desde mi más tierna infancia viví con mi abuelo, de quien, naturalmente, sólo presumo que era mi abuelo biológico. Existe cierto parecido entre él y mi madre, el mentón, los dedos cortos, eso debía bastar, todas las otras preguntas él las evitaba. Cuando una vez en su casa encontré una foto que lo mostraba de joven con una niña sobre los hombros, le pregunté si se trataba de mi madre. Él tomó la foto, la observó brevemente con ojos entrecerrados, luego me la devolvió y dijo: "Probablemente".
Mi abuelo consideraba muchas cosas probables, que aún hubiera leche, que pronto serían las vacaciones de verano, que en Australia el agua corría al revés en el desagüe; nos instruía con placer, pero nunca se podía estar absolutamente seguro de nada, y si uno de nosotros, precoz, lo contradecía: "Salvo de que nos morimos", mi abuelo decía: "Eso efectivamente es muy probable".
Pero él mismo parecía oler una posibilidad final, y en los últimos años, desde que su cuerpo había recuperado el desmoronamiento correspondiente, se aferraba a esa posibilidad final con un empeño que de otro modo nunca se hubiera esperado en él. Su ambición de no morir creció poco a poco hasta convertirse en una obsesión. Varias veces por mes había que ir con él al cementerio, donde pasaba revista tumba por tumba y triunfante exclamaba: "Más joven", "Mucho más joven", "Casi de la misma edad", y si contra lo esperado alguien había osado morir recién en edad provecta, tomaba nota de los datos exactos y luego los transcribía en la lista que estaba sobre su escritorio: 72 años 112 días, 79 años 6 días, 83 años 299 días, y cada vez que él superaba a uno de la lista, cada vez que él podía tachar otra vez un nombre, nos llamaba a todos. "Felicitaciones, abuelo", decíamos a coro, y él hacía un gesto de rechazo: "Gracias, pero aún no he logrado nada".
Su tardío deseo de sobrevivir a todos, tomó poco a poco formas atemorizantes. La muerte era no sólo su enemiga, sino también su ayudante, con deleite leía en el desayuno los anuncios fúnebres, esperanzado seguía con la vista a cualquier ambulancia que pasara, desarrolló una sospechosa preferencia por las películas de catástrofes, y sólo en el último segundo pudimos impedir una tarde que él enterrara la tortuga de mi hermana menor, "Estaba clínicamente muerta, de verdad", aseguró él aunque el animal pataleaba ostensiblemente en la tumba de apenas un nudillo de profundidad.
Hubo momentos en los últimos años, en que seriamente nos preocupamos por nuestra seguridad. Si alguno de nosotros tosía un poco, mi abuelo al punto aguzaba los oídos, "No suena nada bien", y era inquietud lo que resonaba en su voz. No estoy seguro de no haberme imaginado todo, pero los episodios se acumulaban. A mi hermano mayor siempre le llenaba la copa de vino, aunque éste hubiera recalcado varias veces que después debía conducir, mi hermana mayor informaba de llamativos rasguños en el cable de su secador de pelo, y cuando yo, hace unos meses, después de las compras, llevé una caja de agua al sótano, mi abuelo apagó la luz mientras yo me encontraba en el medio de la empinada escalera. "Perdón", dijo él, cuando me quejé en el acto, pero no volvió a encender la luz.
Más o menos por esa época mi abuelo también comenzó a acusarnos a mí y a mis hermanos de querer quitarle la vida. Con frecuencia algo era al parecer incorrecto en su medicación, con frecuencia supuestamente se le mezclaba mantequilla con la comida, aunque él debía prestar atención a su colesterol, con frecuencia supuestamente alguien abría ventanas para que él encontrara la muerte. "Pero no conmigo, queridos míos", decía el luego. "Conmigo no".
Por supuesto mi abuelo sabía que él probablemente no era inmortal y que, pese a todos los esfuerzos y medidas preventivas, nunca lo sería. Supongo que él esperaba porfiadamente que la muerte se olvidara de él, tan pronto hubiera atravesado cierto límite de edad. Así como uno espera que la compañía telefónica se olvide de uno después que uno ha ignorado todas las intimaciones, y la conexión sencillamente sigue funcionando, porque ya nadie sabe que uno aún la tiene.
Y de hecho es imaginarse que él ahora efectivamente está muerto, que él ha terminado completamente su vida, porque nunca terminó anda. Antes, cuando aún estaban las abuelas, algunas en edad conveniente, otras apenas unos años mayores que yo, lo exhortaban continuamente, una tras otra con palabras casi idénticas, en nombre de Dios, a de una vez por todas concluir algo, la declaración de impuestas, la desde hace años planeada pérgola bicolor, el rompecabezas sobre la mesa de la sala de estar, en el que ya ni nos fijábamos.
Como respuesta, mi abuelo siempre inclinaba la cabeza juicioso, ordenaba un par de recibos o colocaba una pieza del rompecabezas, luego rápidamente buscaba una tarea nueva, la cafetera llena de calcio, el enredado cable del teléfono, tarjetas de felicitación para cumpleaños que aún siquiera estaban cerca, algo que él pudiera afirmar que era en verdad más urgente.
Y dado que mi abuelo tampoco llevaba a término estas actividades y como excusa debía buscar otras nuevas, toda la casa, toda la vida de mi abuelo consistía en comienzos, por todas partes uno se topaba con libros abiertos, panes mordidos, zapatos sueltos, escuchaba historias que se interrumpían en mitad de la frase, incluso en mitad de la palabra, aún estaban en nuestros buzones los nombres de casi todas nuestras abuelas pasadas, y a veces, después que él había dicho que iría a dormir, uno lo encontraba media hora más tarde de pie en el pasillo, "Estoy en camino", se apuraba a decir.
Yo le había dicho que era sencilla y conmovedoramente disparatado querer ir a China en auto, pero mi abuelo no quiso escuchar nada, no había cumplido ochenta años para estrellarse en algún lugar de Siberia con un inservible salvavidas al cuerpo: El automóvil, afirmaba él, era probadamente el medio de transporte más seguro, y al final no sería tan largo el trayecto. "Ocho mil kilómetros en línea directa", decía yo. "¿Lo ves?", decía mi abuelo, y entonces de ahí en más lo mejor era no contradecirlo.
Con mayor pánico llameaban sus ojos en los últimos años, si sospechaba, si podía ser así, que estaba equivocado, y con mayor rapidez adoptaba su mirada un aire frío y rígido, de modo que ninguno de nosotros se animaba a mirarlo directamente. Nunca fue realmente violento, sólo a veces quedaba destruida la vajilla, seguramente para evitar algo peor, luego él enseguida enlazaba varias veces su brazo izquierdo con la manga derecha y nosotros abandonábamos la habitación lo más rápido posible.
La mayoría de las veces los "caprichos del abuelo", como los llamábamos con ánimo apaciguador, eran seguidos por largas fases de silencio, de miradas fijas, de inmovilidad. Hundido se sentaba en el sillón y a nuestras discretas preguntas respondía, cuando lo hacía, con un "Hm", que sólo en su intensidad podía ser interpretado como rechazo o asentimiento. Esos días permanecía alejado de las comidas en común, y el arrepentimiento que él fingía tenía como objerto despertar nuestra compasión. "Pero debes comer algo", decíamos nosotros entonces solícitos y aparentábamos preocupación, aunque había suficientes indicios de que él, tan pronto estábamos fuera del alcance de su vista, se untaba panes o daba cuenta de nuestros restos.
Mi abuelo nunca cocinaba por sí mismo, pero si había alguna visita que elogiaba la comida, era siempre el primero en decir un "Gracias" y si más tarde le pedíamos explicaciones por eso, afirmaba haber hablado por todos nosotros. Pero por lo general, en presencia de otras personas, mi abuelo estaba como transformado: si bien aún hablaba mucho, lo hacía en voz más baja y la mayoría de las veces en relación con el tema que se estaba tratando, hacía preguntas y aguardaba las respuestas, reía sinceramente, también con los chistes de los otros, y no preguntaba fingidamente, si ya no comíamos más, para luego llegar por sobre la mesa con el tenedor y servirse de nuestros platos. Uno se veía obligado, quisiera o no, a encontrarlo galante, al menos, cuando los invitados eran mujeres jóvenes, y especialmente mujeres jóvenes que yo había invitado.
A menudo debí escuchar qué hombre encantador podía ser mi abuelo, cuán joven se mantenía, qué atento y gentleman era, y a veces, hasta oí la palabra "sexy". Cada vez que volvían esas mujeres, ya desde el mediodía la casa olía al agua de colonia de mi abuelo; él se cambiaba varias veces de camisa, y de tanto en tanto disponía atenciones para ella, una piedra, un libro, acaso un broche. Cuanto más asiduamente se producían las visitas de las mujeres jóvenes, tantas menos ocasiones dejaba pasar mi abuelo para ridiculizarme ante ellas, esto comenzaba con inofensivas historias de niñez, se extendía pasando por fotos desfavorables, hasta llegar a mentiras demasiado peregrinas: que yo aún de vez en cuando me hacía en la cama, por ejemplo, o que yo de niño me ponía con llamativa frecuencia los vestidos de mi hermana mayor. Podía suceder que en citas planeadas románticamente, en el cine o en el café, de pronto mi abuelo estuviera sentado junto a nosotros, al parecer por casualidad se había sumado a nuestro grupo, algo que podía explicarse sólo si él había escuchado mis llamadas telefónicas o me había seguido secretamente. Cada vez más sutiles debían ser mis maniobras de distracción, cada vez más incomprensibles eran mis susurros al teléfono, cada vez más nervioso miraba yo a mi alrededor durante los encuentros románticos que de este modo resultaban a menudo ser los últimos.
No es de extrañar que yo en algún momento dejara por completo de traer mujeres jóvenes a casa, que mantuviera oculta cualquier relación íntima con ellas, lo que, sin embargo, llevó a mi abuelo a creer que yo sufría de aislamiento y a querer constantemente emprender algo conmigo. "Hoy saldremos, sólo tú y yo, como antes", resolvía él y yo debía fijar un bar, un "bar de ambiente", según él especificaba; y para fastidiar yo lo llevaba siempre al Pete's Metal Eck, donde él, visiblemente intimidado, tomaba medio litro de cerveza y después de cada trago miraba largo rato la etiqueta. "Estoy cansado", decía yo en algún momento por compasión respecto a la música, y él asentía aliviado.
De camino a casa, sin embargo, volvía a estar muy animado. Qué bonita era una noche así con nosotros dos solos, decía luego, "Sí, abuelo", que de ese modo por fin podíamos conversar, "Depende, abuelo", que yo alguna vez debía traer de nuevo una de mis chicas a casa, "Por el momento no hay ninguna chica, abuelo", que yo en esas cosas siempre le podía pedir consejo, "Gracias, abuelo", que él creía que, en lo referente a mujeres, teníamos el mismo gusto, "Es muy posible, abuelo". Cuán posible era, no podíamos intuirlo entonces. Apenas tres años después Franziska se convirtió en mi abuela, apenas cuatro años y medio después se convirtió en mi esposa, y ahora, hace seis semanas, se convirtió en alguien que siempre debe irse demasiado temprano, pero eso nunca se lo dije a mi abuelo, pues él quizás habría podido ocultar su satisfacción, pero probablemente no su interés.
Hasta el sello de la última postal de mi abuelo era ilegible. El código de una oficina postal que en cualquier caso no me diría nada, una fecha, el 18 o 19, ya no era importante eso: sin duda él aún estaba vivo en ese momento, sin duda ya no vivía ahora, y casi con igual seguridad él no había podido saber que moriría, es decir nada indicaba que en la postal se me comunicara algo más decisivo que en las innumerables otras tarjetas. Continuamente, esas postales. Ya antes, cuando yo aún vivía en la casa, él las echaba sin franquear en nuestros buzones para luego traérmelas a la mesa de desayuno con un triunfal "Correo para ti, Keith". Después de mi mudanza a la casa del jardín el número de postales, a veces me esperaban varias por semana, como es debido por correo, aunque naturalmente habría sido mucho más fácil despacharlas directamente en mi buzón, pero en silencio habíamos acordado en considerar los pocos metros que nos separaban como una distancia que había que tomar en serio.
Pero no fueron sólo las postales lo que me hizo ganar entre mis hermanos la dudosa reputación de "niño preferido". Me insultaban llamándome "favorito del abuelo", "nieto mayor", y "niño mimado". Incluso a mí la mayoría de las veces me había resultado molesta esa preferencia ejercida durante años. Antes había regido entre nosotros una especie de justicia doctrinal, cuya observación exigía tantas tablas, tantas cuentas compensatorias, tantas cintas métricas y balanzas y cronómetros que nuestro abuelo (nunca quedó claro si por resignación o por verdaderas dudas) finalmente nos convocó a una de esas "sesiones familiares", que aún se realizaban regularmente en aquella época, y nos explicó que lamentablemente su energía no alcanzaba para dedicarse a todos nosotros por igual, y que por lo tanto él había resuelto, ocuparse especialmente de mí, para no quedarse finalmente con una pura mediocridad. "Pero esto no quiere decir que no los quiera a todos igual", recalcó, y nosotros debimos jurar que le creíamos.
De ahí en más, me llevaba cada domingo a una pequeña excursión, al zoológico, al museo de ciencias naturales, a para mí interminables conciertos de piano, y luego durante la cena relataba en detalle nuestras vivencias, mientras yo, callado, evitando cuidadosamente las miradas de mis hermanos, fijaba la vista en mi plato.
Más tarde vinieron los paseos, "Tú eres muy especial", "Algún día serás importante", "No me defraudarás, Keith, sencillamente lo sé". Cuando a los ocho años yo quería ser astronauta, me regaló un telescopio, cuando a los diez quería ser agente secreto, me hizo aprender varias artes marciales y en las habitaciones de mis hermanos instalo conmigo sistemas de escucha, cuando a los trece quería ser una estrella de cine, me arrastró de casting en casting. En una serie de televisión, ya hace tiempo cancelada, corro con otros niños a lo largo de una calle, esa fue mi única aparición. "Eres el que mejor corre, no hay duda", dijo mi abuelo, pero para mí eso ya no era tan importante.
A partir de los catorce años ya no quería ser nada en absoluto, y mi abuelo eligió pasiones para mí. Arquitectura, pirotecnia, "algo que tenga que ver con ordenadores", los libros no leídos sobre estos temas aún llenan metros enteros de biblioteca. "Tienes múltiples intereses", resolvió mi abuelo y no lo contradije.
De todos estos tratamientos especiales, las postales resultaron ser lo más incómodo, especialmente en los últimos años, cuando mi abuelo tenía buenos motivos para no enviarme ninguna, cuando nosotros sólo hablábamos apenas al cruzarnos y sin ganas, cuando era cada vez más frecuente que alguien al otro extremo de la línea colgara si era Franziska la que cogía el teléfono.
A veces le agradecía las postales, pero nunca le envié ninguna, lo intentaba sin cesar, sin cesar escribía "Querido abuelo", a veces incluso "Muchas gracias por tus postales", pero luego todo se estancaba, nada se imponía como frase siguiente, nada parecía digno de ser comunicado, las postales comenzadas se apilaban en mis cajones, muchas ya con la dirección puesta, algunas provistas de sellos postales cuyo valor o moneda en algunos casos ya no tenía validez. No sé por qué nunca tiré las postales, quizás lo consideraba un desperdicio, al fin y al cabo estaban casi sin usar, quizás no quería confesarme mi fracaso, que en todos esos años ni siquiera había logrado dirigirle un par de frases insustanciales, y me decía insistentemente que el espacio de una postal simplemente no alcanzaba para todo lo que yo creía querer decirle, aunque no sabía exactamente qué era ni qué espacio sería el suficiente.
Y ahora que probablemente todo el espacio del mundo no alcanzaría, porque además de los sellos también el destinatario había perdido validez, saqué del cajón una de las postales comenzadas.
Querido abuelo:
ya estaba escrito, con letra demasiado grande, seguramente con la esperanza de llenar con el encabezado una buena parte del aparentemente escaso espacio, lo que ayudó poco, pues aún estaban vacíos unos cuatro quintos de la postal. Y de pronto no quise tolerar más ese estado de vacío, de pronto ese estado me pareció más que un fracaso, pues quizás el lugar siempre había alcanzado, quizás incluso siempre había sido demasiado grande, quizás efectivamente no había nada para decir más que "Querido abuelo", quizás aun el "Querido" habría sido exagerado, y quizás debería haber enviado las postales como estaban, porque, así y todo, eso hubiera correspondido a los hechos, pero ahora yo me las veía con otros hechos, hechos cerrados, abarcables, y tomé un bolígrafo y escribí bajo el encabezado
Tú has muerto.
Mi letra apenas había cambiado en los años que separaban a las dos líneas, en aquella ocasión había utilizado yo un bolígrafo negro, ahora uno azul, otra diferencia no se veía. Escribí además
Muchos saludos.
Tu nieto,
Keith
y aún me seguía quedando a disposición la mitad del espacio. Miré larga y fijamente los ocho nuevas palabras, no se transformarían en más. Tomé una tijera, recorté la postal justo debajo de mi nombre, luego la eché en el buzón.
Traducido por Nicolás Gelormini