Clemens J. Setz, Graz (A)

Clemens J. Setz nació en Graz en 1982 y vive en la misma ciudad. Setz ha sido propuesto para el concurso por parte de Daniela Strigl.


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Clemens J. Setz

La balanza

1

La luz de las escaleras se apagó y Daniel quedó en medio de una absoluta oscuridad ante la puerta del apartamento en el cuarto piso. La música, que retumbaba desde adentro, sonaba dura e invariable en el corredor desnudo y sin ventanas. Daniel encendió de nuevo la luz; debió tantear lejos de sí para alcanzar el interruptor. La placa en la puerta, en la que Daniel había clavado su última mirada, volvió a aparecer y decía lo mismo que antes: Gerd & Elfriede Kaiser.

Daniel se quedó un rato inmóvil y escuchó cómo la música se enardecía en otro clímax epiléptico. Luego dejó que sus pies lo hicieran girar y bajó las escaleras, de regreso a su casa.

-¿Y?

-Les he dicho -dijo Daniel.

Se inclinó profundamente y se quitó los zapatos. Su mujer fue de inmediato al dormitorio.

-Ni un ápice más bajo -gritó ella desde la habitación.

-¿Qué?

Daniel se quitó la ropa que se había puesto encima del pijama.

Rita regresó del dormitorio.

-Ni una mínima diferencia -dijo.

-Más que decírselo no puedo hacer.

-¿Y qué les has dicho exactamente?

-Que pusieran la música más baja -dijo él-, porque aquí viven personas a las que les gustaría dormir.

-¿Y?

-Pues el hombre que abrió la puerta simplemente inclinó la cabeza y volvió a cerrar la puerta. Pero no de modo descortés. Por lo menos no parecía que él me quisiera cagar o ignorar o... Quizás sólo quiere escuchar una canción hasta el final.

-¡Es la una y media!

-Sí, lo sé.

-Además, no está escuchando una canción -dijo ella-, esto es una mierda tecno interminable.

-Bueno, quizás a nosotros nos parezca así aquí abajo -dijo Daniel.

Él se preguntó si se había puesto colorado. Su rostro se sentía caliente. Intentó no mirar a Rita.

-¿Sabes qué? -dijo ella-. A ese de arriba le importa un pito lo que le has dicho.

-Puede ser. He hecho lo que podía -dijo él y pasó junto a Rita en dirección al baño.

Se lavó las manos y se palmeó las mejillas con un poco de agua fría.

Más tarde, inevitablemente volvió a pensar en la placa de la puerta y en los nombres grabados en ella, incluso ahora, que ya hacía un rato estaba en la cama e intentaba olvidar la música que se adhería a las paredes.

Clemens J. Setz (Foto ORF/Johannes Puch)

 

 

2

En el buzón encontró una carta en la que se decía algo sobre el tiempo: esta palabra resplandecía en mayúsculas en varios lugares del texto. Se trataba de una propaganda de un nuevo seguro. Le costó esfuerzo leer el texto, ya que el corredor estaba oscuro y sus ojos habían empeorado nuevamente en los últimos meses. Todavía no se había hecho tiempo para conseguir nuevas gafas. A esto se agregaba la falta de sueño, que lo empeoraba todo.

Indeciso, hizo girar la carta publicitaria entre los dedos, luego la dejó junto a los coloridos folletos que debían hacer su paseo hasta la basura.

Cerró el buzón, guardó la llave y cruzó la puerta trasera en dirección al pasillo. Lo recibieron deslumbrantes rayos de sol. Protegió sus ojos con una mano.

Primero creyó que eso que veía junto a los contenedores de basura era un reloj grande; uno de aquellos ejemplares antiguos que se encuentran en las casas de campo aristocráticas y en cuyos vientres se pueden observar melancólicos péndulos y engranajes que se mueven al compás de una secreta música fúnebre.

Se acercó. Una pequeña caja de metal se acurrucaba a la izquierda arriba de la cara de reloj, en la superficie de la caja tres monedas en bajo relieve y debajo de ellas los números 2, 1 y 50. La balanza tenía una plataforma de metal, sobre la cual se veían las impresiones en bajo relieve de dos pies desnudos.

Alguien parecía querer deshacerse de ese monstruoso objeto. Por otro lado, pensó Daniel, de ahí no se llevaban la basura grande.

Daniel apoyó con cuidado un pie sobre la plataforma de la balanza y lo movió de un lado a otro. No sucedió nada. Lo intentó con más fuerza y vio que la pequeña aguja negra comenzaba a temblar un poco. Por lo visto, el mecanismo de monedas aún funcionaba, la balanza no estaba descompuesta. Su mano paseó, sin reflexionar, hasta el bolsillo de su pantalón, en búsqueda de cambio, después meneó la cabeza a causa de esa estúpida idea. Tenía una balanza en el baño de su casa, una eléctrica incluso. Además, Daniel sabía exactamente cuánto pesaba.

Se salió de la balanza y fue hasta el auto. Sólo cuando ya había cerrado la puerta del coche y había dejado que el afilado borde del cinturón de seguridad se deslizara por su mano, advirtió que había llevado consigo todo el correo sin haber tirado los folletos y las publicidades. Esto lo enfadó, y puso la basura en el asiento del acompañante.

Estúpida balanza, pensó mientras conducía el auto con mucho cuidado, marcha atrás, por la estrecha salida.

Cuando llegó a la oficina, arrojó enseguida la carta del seguro y las demás porquerías publicitarias en el cesto de papeles, apretujó todo dentro y lo aplastó contra el fondo y llamó a su mujer a la casa. Ella contestó sólo después del sexto timbre, y lo hizo jadeando. De fondo escuchó música de radio, eso quería decir que ella probablemente se encontraba en la habitación donde estaba el estéreo. ¿Pero por qué estaba tan sofocada?

Le podría haber preguntado, pero no lo hizo. Le explicó lo que había visto un rato antes en el patio. Al principio ella no entendió qué quería, luego le preguntó para qué la había llamado por algo así.

-Bah, por llamar -dijo Daniel.

-Okay.

Ella exhaló profundo.

-¿Puedes aclararme algo? -dijo él-. ¿Qué idiota pone una cosa así en el jardín?

-¿Qué? Ni idea -dijo ella.

-Quita un montón de lugar -dijo Daniel-. Apenas se puede llegar hasta las bicicletas.

-¿Pero cuán grande es? -preguntó ella.

-Pues no sé, gigantesca.

Sentado, Daniel hizo un convulsivo movimiento de natación para indicar el enorme tamaño del extraño vestigio.

-¿Qué quiere decir gigantesco? ¿Grande como un trampolín?

-No, no, no como un... Es decir, a lo sumo grande como, como...

Buscó una comparación adecuada, pero cuando notó que al otro extremo de la línea su mujer carraspeaba, dijo lo primero que le vino a la mente.

-Como un niño. A lo sumo grande como un niño.

-Pero eso no es gigantesco -dijo su mujer-. Quizás después vaya a verlo.

-¡No! No bajes -exclamó Daniel.

Su mujer se quedó callada un momento. Él advirtió que sostenía el auricular agarrado con las dos manos.

-Está bien -dijo ella por fin-. ¿Acaso inventaste esa balanza? ¿Es esta otra de tus historias que de algún modo me han de hacer avanzar? Si tú...

-No, no -dijo Daniel. Sólo pensé que quizás era propiedad ajena.

-Ya, ya -dijo ella-. Te oyes estresado. Haz un crucigrama.

-Okay, lo haré -dijo él y colgó.

 

3

La hija de Daniel, Lena, se llamaba en realidad Elena, o también Helena, con H muda; en su partida de nacimiento y certificado de bautismo se encontraban ambas variantes. Daniel y Rita la habían adoptado. Ella era de México, aunque ya se había despojado ampliamente de su origen. Aún recordaba muy bien su lengua materna, pero sólo cuando oía hablar en español, algo que prácticamente nunca sucedía, a lo sumo en la televisión. La fortuna quiso que ella se pareciera un poco a Rita. Daniel pensaba a veces en los padres biológicos de Lena. Sin que con eso expresara algo en particular, se los imaginaba siempre al lado de un gran río. Había conocido a Rita en el trabajo, pero poco después ella renunció; había estudiado arquitectura y entonces quiso intentar suerte como diseñadora. Ya al poco tiempo ganó un pequeño premio por sus primeros proyectos; se trataba de un segundo premio. El certificado estuvo colgado una tarde en la pared y ellos se sentaron enfrente y lo observaron mientras en la habitación un reloj hacía tictac. Al día siguiente el certificado había desaparecido.

Poco después habían hablado por primera vez acerca del misterio de la adopción.

Como durante todo el día le costó concentrarse, Daniel pensó en antes, y pensó en la balanza que se hallaba en el patio y lo estaba... no, por supuesto que no lo estaba esperando; qué ocurrencia estúpida.

Al examinar un plano que mostraba los espectralmente transparentes fundamentos de un hospital, sólo después de la tercera revisión le llamó la atención un error inequívoco. Habló al respecto con un colega que le quitó el plano de la mano y lo revisó en silencio, línea por línea, mientras Daniel estérilmente se quedaba a su lado y se balanceaba sobre las plantas de los pies.

Preguntó si sería un problema que él hoy fuera a casa más temprano. La larga barba del colega rozó el plano de construcción, luego levantó la vista y movió la cabeza.

-Por supuesto que no -dijo.

Clemens J. Setz (Foto ORF/Johannes Puch)

 

4

Cuando al día siguiente Daniel estaba por ir al trabajo, vio al propietario del edificio, el señor Greith, en el jardín. Greith llevaba una camiseta, sobre la que se veían una abstracta superficie de agua y una isla gris con forma de colina. En la isla había una única palmera que estaba a punto de perder el equilibrio. Un poco más lejos estaba el señor Gruber, un inquilino del cuarto piso.

-¡Daniel! -exclamó Greith. ¿Has visto nuestro dinosaurio? Ya hemos cabalgado todos en él.

Greith sostenía un papel, una lista de números. Daniel pudo reconocer sólo el número superior: 92. Parpadeó y pensó en sus ojos cada vez más débiles, entonces alguien le sostuvo una moneda ante el rostro, y él retrocedió dando un respingo.

Greith rió porque había asustado a Daniel.

-Todo está en orden -dijo-. No eres el primero, ¿no?

Gruber sonrió mientras asentía, y señaló sus zapatos, como si eso fuera una sensata apostilla.

-Sé cuánto peso -dijo Daniel.

-Pero es más divertido si todos los vecinos miran.

Greith lo palmeó en el hombro. Hizo una seña en dirección a la galería de balcones que miraban seriamente hacia abajo, a los tres hombres en el jardín. En un balcón había un telescopio de juguete, cuyo tubo estaba doblado en un ángulo extremo, como si alguien le hubiera quebrado la nuca. Un suave viento acariciaba a los hombres, entonces Daniel tomó la moneda y la introdujo en la máquina. Se enfadó por haberlo hecho. Subió por un segundo a la balanza, sólo con la mitad de su peso, la aguja osciló salvajemente de aquí para allá, pero antes que se estabilizara Daniel ya se había bajado y estaba en camino al automóvil. Su corazón palpitaba.

-¡Eh! -le gritó Greith.

Gruber se desternilló de risa.

Daniel se volvió. Greith lo señaló con el índice, luego desplazó el dedo hacia la balanza. Daniel hizo un gesto de rechazo, aunque ambos hombres ni con muchon estaba fuera del alcance de su voz, golpeteó su reloj pulsera y subió al automóvil.

Tuvo dificultades para atravesar la salida. Aunque estaba seguro de que ellos no lo observaban, primero condujo demasiado cerca de la pared del edificio, tuvo que poner primera de nuevo, e intentar todo una vez más. Seguro que era el cansancio, pensó. Nuevamente, en la mitad de la noche, las paredes se habían saturado de una música que se había vuelto loca, y esta vez él ni siquiera había subido, aunque Rita se lo había pedido varias veces.

Antes de doblar la esquina, arriesgó una última mirada hacia atrás. Los hombres no lo observaban en absoluto. Greith leía el papel en voz alta y gesticulando aparatosamente.

 

5

Otra vez su mujer se puso al aparato resoplando y debió tomar aliento antes de poder hablar.

-¿Sí? ¿Qué?

Daniel había olvidado por completo para qué la había llamado. Por tanto dijo:

-¿Pudiste dormir después?

-No, ¿y tú?

-Yo sí, un poquito.

-Qué suerte para ti.

-Estás furiosa conmigo, ¿eh? ¿Es porque esta vez no subí?

Ella no dijo nada.

-Yo estoy furioso conmigo mismo -dijo él-, sólo que ya estaba tan cansado... Y vestirse de nuevo y arrastrar los pies hasta el piso de arriba y hacerse el importante.

-No era necesario que te vistieras -lo corrigió-. Para eso es que uno tiene una bata.

-Yo no. No hago esas cosas.

-No haces esas cosas -repitió ella-. Sí, lo he notado.

-No, no quiero decir eso -dijo él-. Yo no me pongo un pijama para después ir arriba y llamar a una puerta cualquiera.

-Cualquiera no -dijo irritada la mujer-.

-¿Ya estás furiosa? -preguntó él-.

-En fin... Mejor pregúntamelo más tarde.

-Me lo imaginaba -dijo Daniel y se levantó de su sillón-. Siempre eres tan cortante.

-Ajá.

-Eso mismo, ¿lo has notado?

-¿Sabes qué?, cambiemos de tema -dijo ella.

Se aclaró la garganta, pero el timbre áspero que su voz había tenido durante toda la mañana no se fue. Notó que el cordón de su zapato izquierdo se había desanudado. Colocó el auricular sobre el aparato y se inclinó bajo el escritorio. Después de haber afirmado el nudo, se dio cuenta de que había colgado el auricular sin despedirse.

Fijó la mirada en el teléfono negro. Meditó si debía llamar de nuevo para disculparse, pero ya había llamado dos veces y ella había reaccionado algo irritada. Irritada, cortante. Sin respiración. Hoy como ayer.

Daniel se volvió a un lado y otro en el sillón. No le había contado que lo habían obligado a subirse a la balanza. Quizás no directamente obligado. Podría haber dicho "no", se dijo. Y además, ¿qué tenía de malo? No era su dinero. Y no tengo, pensó, por qué avergonzarme de mi peso.

Era un peso normal.

Escuchó música proveniente de la oficina contigua y fue hasta la puerta.

-Silencio, por favor -dijo él. Lo había imaginado.

Dos colegas, que habían empezado en la firma apenas una semana atrás, levantaron la vista asombrados. Pero en lugar bajar el volumen de la radio, que, inofensiva, emanaba una anquilosada música popular, esperaron hasta que Daniel se hubo retirado a su oficina.

 

6

Cuando se dirigía con el coche hasta su lugar en el estacionamiento, debió detenerse y esperar. Greith, quien por lo visto últimamente pasaba todo el día en el jardín, le obstruía el camino y jugaba con una regadera de latón.

Daniel tocó la bocina, Greith levantó la vista, rió, se disculpó sin palabras y se hizo a un lado. Dejó tras de sí una húmeda mancha de Rorschach sobre el asfalto, mientras se dirigía hacia la balanza.

Greith, con una pequeña botellita de aceite en la mano, se arrodilló delante de la máquina como si fuera a rezar.

Daniel bajó del coche y de inmediato Greith le hizo una seña para que se acercara. Daniel hizo como si su teléfono móvil estuviera sonando. Hurgó y sacó de prisa el aparato, lo sostuvo pegado a la mejilla con cara de preocupación, y desapareció en dirección a las escaleras.

Junto al buzón había un papel colgado. Esos idiotas, pensó.

Por lo visto, les causaba placer llevar cuenta de absurdos resultados de balanza. El papelito registraba en una austera planilla de Excel los nombres de todos los inquilinos, también los de Gerd y Elfriede Kaiser. Gerd pesaba 90 kilos, ningún peso liviano. En el margen había algunos agregados en una cursiva incomprensible que Daniel no pudo descifrar. Pero reconoció el papel, era la carta de publicidad del seguro.

Salvo Greith y Gruber, ningún hombre del edificio pesaba más de 100 kilos. Buscó su nombre y lo encontró; al lado había dos signos de pregunta.

Estos dementes, pensó.

Su mujer no estaba. Respiró aliviado. Después de pasarse la mano por la frente, le resultó evidente. Era completamente disparatado hacerse problemas.

A pesar de eso alisó el papel enrollado. Agradecido y algo tembloroso, buscó luego otros nombres que le interesaban. Había tantos partidos en ese edificio de cuatro plantas; muchos se habían mudado apenas unos meses atrás, y algunos nombres aún no le decían nada. Había pocas constantes en el edificio y él era una de ellas. Greith, por supuesto. Gruber también. Y un viejo jamaiquino, a quien todos llamaban Erich y que -el índice de Daniel buscó la entrada correspondiente- pesaba 75 kilos. Le habría dado más.

-Aún le falta mucho para estar completa.

Daniel se tambaleó hacia un costado.

-No todos quieren cabalgar sobre nuestro dinosaurio -dijo Greith alegre y se limpió los aceitosos dedos en su camiseta.

Sobre nuestro dinosaurio, dijo el eco en la cabeza de Daniel, mientras subía las escaleras con una sonrisa trabajosamente conservada.

Greith se detuvo y lo siguió con los ojos. Su mirada no era para nada hostil.

Burkhard Spinnen, Clemens J. Setz (Foto ORF/Johannes Puch)

 

7

Era temprano por la mañana. El huevo del desayuno en el rojo recipiente de madera tenía aspecto de estar pensando en algo intensamente. Un objeto silencioso, redondo. Daniel abrió la cabeza blanca a golpecitos con el reverso de una cuchara de té, y con la uña del índice hizo que la cáscara se desconchara. El atractivo contraste entre la cáscara y el interior blando despertó su apetito. Mientras extraía el huevo a cucharadas, miró por la ventana.

Esa mañana había resuelto tres crucigramas seguidos. Las soluciones eran naufragio, karate y Sri Lanka.

Afuera burbujeaba desde hacía rato un helicóptero.

Cuando Daniel chocó su incisivo contra la taza de café, se dio cuenta de que tenía miedo. El sentimiento impidió que pudiera moverse libremente. Como si estuviera hasta los hombros en agua congelada. Cuando tragaba, inevitablemente pensaba que tragaba.

Se detuvo ante el espejo en el vestíbulo y evaluó su postura. Se enderezó, se volvió hacia un lado y hacia el otro, y su imagen especular hizo lo mismo. Luego perdió la paciencia y se alejó.

Rita salía del baño.

-¿Ya te vas? -preguntó ella.

Daniel asintió inseguro. Sí, ya se iba. Pero recordó que aún no se había despedido de Lena, y regresó a la habitación de la niña y dijo:

-¡Adiós!

Lena alzó la vista hacia él por unos instantes.

De camino al trabajo intentó pensar sólo en ella. Una vez ella le había ganado al ajedrez, sin que él la dejara ganar. Entonces tenía seis años apenas.

 

8

A la noche siguiente Lena le pidió una y otra vez que bajara con ella al jardín, estaban haciendo un asado. Daniel dijo "no", porque ellos no estaban invitados, pero Lena insistió. El señor Greith la había saludado desde el jardín. Le había dicho que bajara más tarde, que le reservaría una tierna porción de costilla.

Ahora ya estaba oscuro y Lena, a quien la carne había caído mal, había subido hacía un buen rato. Daniel estaba junto a otros hombres del edificio. Conversaban a la luz de las pequeñas lámparas activadas por un sensor de movimiento. El señor Greith había hecho instalar el dispositivo en el jardín unos años antes, para que nadie tropezase por las noches. Con todo, cada dos minutos debían agitar los brazos y dar unos tontos saltitos aquí y allá, para que el sensor se activara. Probablemente la luz no se habría apagado sin cesar, si ellos se hubieran movido un poco, pero estaban demasiado fatigados para eso. La mayoría de los hombres había comido mucha carne y correspondientemente contaba chistes obscenos.

El señor Greith habló sobre una fiesta para conocerse y presentó a los nuevos inquilinos tantas veces que en determinado momento todos podían repetir sus nombres. Entre las nuevas adquisiciones se encontraban también Gerd y Elfriede Kaiser.

Daniel evitó hablar con ellos.

Tan pronto se apagaba la luz, Greith agitaba los brazos, saltaba aquí y allá, y los hombres reían. Con un parpadeo tardío el comunicador de movimiento registraba la presencia de su señor. La balanza volvía a recibir su sombra larga, talar, que se abruptamente se cortaba en dos entre el suelo y el muro.

-Un brindis por tu corpulencia -dijo Gruber-.

-Por la tuya -dijo Greith.

-Cor-pu-len-cia -repitió Gruber con una risilla-.

Gerd Kaiser derramó su cerveza entre carcajadas y se lameteó la muñeca. Elfriede Kaiser era la única mujer que aún quedaba. Ella le alcanzó un pañuelo pero él lo rechazó.

Después de un rato otra vez se apagó la luz. Greith maldijo y comenzó a hacer señas. Pero como la luz ya no reaccionaba a sus intentos de reanimación, hizo por fin dos desmañadas marionetas.

Gruber aplaudió salvajemente.

-Maldita electrónica -dijo Greith-. Me parece que cada vez se vuelve más insensible.

-Es que ya te conoce -dijo Gerd Kaiser con un tono sorpresivamente familiar.

Greith les mostró a todos el dedo medio. Soltaron una risilla.

Daniel sentía frío. Puso las manos en los bolsillos del pantalón y dejó que allí se transformaran en puños.

 

9

Los hombres se quedaron de reunión hasta bien entrada la noche. Daniel ya no se sentía perdido y entabló una conversación con Greith.

-Dime, ¿qué edad tiene tu hija?

-Diez -dijo Daniel.

-Siempre la veo abajo cuando pasa -dijo Greith expresando aprobación-. Diez. Parece más de doce.

-Sí, a esa edad crecen rápido -dijo Kaiser-. Es resultado de la alimentación.

-Puede ser -dijo Daniel.

-Los productos de carne -completó Kaiser.

-¿Por casualidad no sabes cuánto pesa tu hija? -preguntó Greith.

-Sí, y todo los agregados -añadió Daniel.

-Y cuando pasan mucho tiempo al aire libre -dijo Kaiser-, entonces pegan unos estirones que parecen árboles jóvenes. Mi hijo, por ejemplo, me sobrepasa ya dos centímetros enteros, y apenas tiene... es decir el mes que viene cumple trece.

-Sí, niños -se dijo Greith a sí mismo-. Balancear a un niño auténtico es un placer infrecuente.

-Sí, crecen muy rápido, es verdad -confirmó Daniel con voz un tanto más seria.

-Porque hacen melindres -dijo Greith a su índice levantado, que flotaba casi pegado a su ojo-. Cuando se trata de su peso son sensibles como acerillos.

En ese momento la luz se encendió nuevamente.

-Bueno, yo no me muevo más -dijo Greith-. Hagan lo que quieran.

-Catorce -dijo Kaiser en voz alta-. ¿He dicho trece hace un momento? Cumple catorce, el mes próximo.

-Por mí podemos seguir hablando en la oscuridad -dijo Gruber.

-Como quieran -dijo Greith.

-Vamos, redímenos -dijo Gruber y dio un suave empellón a Daniel.

Daniel movió ambos brazos, como un señalero de pista que intenta impedir el aterrizaje de un avión que se le viene encima. Tardó un rato, luego la luz volvió a apiadarse. Los hombres aplaudieron. Greith inhaló sonoramente por la nariz el aire nocturno, lo contuvo un rato y exhaló con fruición.

-Magnífico -dijo-. ¿Ya se han fijado que las estrellas desaparecen cuando se enciende la luz en el jardín?

-Y tan plácido -completó Gruber y señaló los balcones vacíos y las ventanas, que en su mayoría estaban apagadas-. Todos duermen.

-Noche de verano -dijo Greith y acarició la palmera de su camiseta.

-Creo que yo también iré a dormir -dijo Daniel.

En el apartamento Daniel encendió la luz de las habitaciones que daban al patio, de modo que los hombres de abajo no pudieron ver cuándo fue a la cama. Evitó hacer ruido y se quedó inmóvil en la oscuridad hasta que por fin se quedó medio dormido.

En el sueño el enfrentaba a un campanario de kilómetros de altura, que ejecutaba para él melodías roncas, secas, por culpa de las cuales se le ennegrecían las yemas de los dedos.

Clemens J. Setz (Foto ORF/Johannes Puch)

 

10

A la mañana siguiente, Daniel creyó que el jardín estaría vacío, pero Greith, desgreñado como un perro después de la lluvia, seguía ahí y estaba desordenándolo todo. Los restos de la fiesta del día anterior, platos de cartón y botellas de cerveza, los había acumulado en un montón que a continuación él mismo pateó con todas sus fuerzas. Daniel lo saludó con precaución. Greith se apresuró a contarle que los hombres, después que Daniel se hubo ido a dormir, se habían burlado de él terriblemente, porque él aún vivía solo, sin mujer.

-Bueno... -dijo Daniel.

-Yo también soy una persona -dijo Greith con obstinación.

-Por supuesto.

-Puede ser que a alguno le sorprenda -dijo Greith-, pero a mí puede ofenderme.

-Vamos, seguro que ellos no...

-Sobre todo ese Frieschling, ese Gerd -dijo Greith decepcionado-. Anda presumiendo como si supiera...

-Seguro que todos estaban algo...

-... cuánto pesan los niños -murmuró Greith y su mentón casi estaba pegado a su pecho.

Había vuelto a colocar su mano sobre su camiseta. La mantuvo un rato allí y los dedos se movieron indecisos a un lado y otro, luego la mano repentinamente se adelantó y tomó con suavidad a Daniel por el hombro.

-Los dinosaurios deben ser alimentados -dijo-. Igual que yo, yo también soy un dinosaurio, un vestigio de antiguos tiempos. De antiquísimos tiempos de gourmets. En fin, ahora veremos... Tengo razón, ¿o no? Hay un límite para las bromas.

Tarareó un confusa, breve melodía mientras Daniel subía a la balanza.

-Seguramente ese Gerd Kaiser es más hábil que yo -continuó-, en cierto sentido, no lo discuto.

Daniel no movió ni un dedo. Había sido atraído por Greith hasta la plataforma metálica de la balanza, pero en el fondo el último paso lo había dado él mismo, con impulso propio -sólo para no tropezar, se dijo-. Pero ahora Greith lo sujetaba ahí arriba; es más, aumentaba el peso de Daniel, pues con su mano pesada lo empujaba hacia abajo. Va a falsear el resultado, pensó Daniel y de inmediato corrigió ese pensamiento, porque, naturalmente, era tonto y estúpido. ¿Qué le preocupaba su peso? Él sólo quería bajar de la balanza. Lo intentó y sacudió los hombros, con precaución, una vez.

-Oh -dijo Greith y lo soltó-. Disculpa.

La aguja descendió aliviada hacia atrás y mostró 68 kilogramos. Daniel estaba infinitamente contento de ver ese número familiar. Casi había esperado un resultado completamente imposible, un monstruo de tres cifras al que quizás él no podría haber hecho frente. Se volvió y quiso bajar de la balanza -la imperiosa necesidad de bañarse-, pero Greith le cerró el paso. No adrede, según Daniel comprobó, pues Greith no se estaba fijando en él. Greith hurgaba en el bolsillo de su pantalón, encontró finalmente lo que buscaba y lo sostuvo en alto: un bolígrafo. Intentó escribir pero no funcionó, sin soporte. El papel era demasiado blando.

-¿Serías tan amable? -dijo serenamente impaciente, y su mano describió un semicírculo horizontal.

Daniel había entendido. Se disculpó en voz baja, descendió de la balanza y se volvió de modo que Greith pudo usar su espalda como soporte para escribir. Sintió el breve baile de trompo que producía la punta del bolígrafo sobre su piel. Una vez que el número hubo sido registrado, Daniel, sin encender la luz, subió por las escaleras hasta su apartamento. Su hija se estaba vistiendo para la escuela. La acarició en la cabeza y murmuró unas palabras de aliento.

Cuando por fin estuvo en la bañera, bajo una crepitante montaña de espuma de baño, tuvo la sensación de haber escapado una vez más justo a tiempo. Más tarde llamó a la oficina y se disculpó varias veces hasta que le aseguraron que no lo necesitaban con urgencia.

 

11

Daniel abrió los ojos. Había soñado que veía cómo su propia sombra deambulaba espectral sobre copas de pinos. Estaba sentado en una aerosilla y la conducía rumbo a la cima de una montaña, a partir de la cual crecía un gigantesco centro turístico.

Meditando sobre la curiosa imagen onírica, se vistió sin recordar que era domingo. Sólo cuando su mano izquierda se sumergió en la fría manga de su chaqueta y su reloj por un momento se enganchó con el forro, advirtió el perezoso rayo de sol que provenía de la pieza de la niña. Las cortinas aún estaban corridas. Su hija aún dormía. Se palmeó la frente, luego se quitó con una sonrisa absolutoria la chaqueta y la colgó de nuevo en la percha.

Daniel fue a la cocina. Sillas, una pesada mesa, una máquina cortadora de pan, una solitaria taza de café: todo parecía dormir. Sólo él estaba despierto.

¿Pero por qué se había levantado tan temprano? Los domingos él siempre era el último y se enfadaba cuando algo le impedía quedarse más tiempo en la cama. Absurdamente su corazón martilleaba.

Afuera llovía.

Volvió a vestirse y bajó al jardín.

Protegido por la antigua puerta del patio, observó la llovizna, luego, sin abrir el paraguas, salió a la intemperie y se dejó mojar. La balanza estaba en medio de la lluvia, ésta repiqueteaba contra la cabeza circular de la máquina y ablandaba la tierra a su alrededor, de modo que se podía esperar que la balanza pronto se hundiera.

Notó que algo estaba cambiado, y entrecerró los ojos. Pero la imagen no se volvió realmente nítida, y debió acercarse. Había algo distinto, pero él no reconoció enseguida qué. La balanza estaba ahí como siempre, la amplia cara de reloj miraba embobada y amenazadora hacia ningún lado y el macizo cuerpo parecía pesar toneladas y ser inamovible, como un péndulo detenido décadas atrás.

¿Quizás se había vuelto más grande durante la noche? No, no era eso.

Primero pensó Daniel que tal vez era cosa de sus ojos, luego lo vio: en la balanza faltaba algo. Era una oreja, la izquierda... a la cara de reloj con la señorial, espasmódica aguja en el medio, le faltaba de hecho la oreja izquierda.

Sintió calor. No más barreras, pensó confundido.

Se pasó la mano por la frente y notó que había comenzado a sudar. Se acercó a la balanza para ver bien el cambio. Donde había estado afirmado el dispositivo para monedas con el que la balanza podía ser despertada a la vida, ahora se veían tres agujeros negros para tres tornillos probablemente arrojados hacía tiempo a la basura.

Su pie derecho cobró confianza, se adelantó e hizo la prueba. La aguja, extrañamente ligera y liberada, dio al primer contacto un salto de alegría, como si la jalara un hilo invisible.

-¡Daniel!

Su mujer miraba desde la ventana, su rostro era todo asombro y sorpresa inocente, un ligero rostro de domingo. Él ya no pudo soportarlo, y dijo:

-¡Cierra la ventana!

-¿Por qué? ¿Qué pasa?

Ella otra vez estaba sin respiración, notó él. Y por algún motivo no soportaba más esa vista y exclamó:

-¡Cierra! ¡Cierra!

Agitó ambos brazos para espantarla. Pero ella se quedó donde estaba, sólo que su expresión y postura se habían transformado.

Daniel sintió cómo las miradas de todos los vecinos convergían en su mejilla izquierda, como en un espejo cóncavo. Su piel ardía. Con una mano sobre la mitad izquierda de su rostro, se volvió y recogió una pequeña piedra que, lista para ser tomada, había venido a hacerle compañía a sus sucias pantuflas. La ventana con el rostro de su mujer se cerró justo a tiempo, pero la piedra ni siquiera alcanzó el vidrio, sino que rebotó con un estallido seco contra la pared. Luego, protegido por los contenedores ordenados por el color, un poco arrastrándose, un poco arrodillado, Daniel buscó una piedra mucho más grande.


Traducido por Nicolás Gelormini

 

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