Charla de Klagenfurt sobre literatura

La Charla de Klagenfurt sobre literatura correrá este año a cargo de Sibylle Lewitscharoff. La escritora nació en Stuttgart en 1954, y reside en Berlín.

 

1998.- Galardonada con el premio Bachmann

Por su obra Pong, Lewirtscharoff recibió en 1998 el premio Ingeborg Bachmann. En 2007 fue galardonada con el premio de las Casas Literarias, y en 2008 con el premio
Marie Luise Kaschnitz. Premio de la Feria del Libro de Leipzig en 2009 por Apostoloff.

 

Klagenfurter Rede zur Literatur_Sibylle Lewitscharoff (Bild: Susanne schleyer)Klagenfurter Rede zur Literatur_Sibylle Lewitscharoff (Bild: Susanne schleyer)

 

Sobre la derrota/ "Über die Niederlage"

En la inauguración de la 34.ª edición de las Jornadas de literatura en lengua alemana, Sibylle Lewitscharoff hará una presentación a partir de su texto titulado «Über die Niederlage» (Sobre la derrota):  

 

Sibylle Lewitscharoff

"Sobre la derrota"

 

Traducido por Nicolás Gelormini

 

Cuando la Fortuna impulsa su rueda con el bastón, los destinos que se encuentran arriba descienden mientras que los apretados contra el polvo vuelven a subir. Hacia arriba y hacia abajo, de aquí para allá, la Fortuna lleva adelante sus negocios en el país universal. Los destinos provienen de lo universal y ruedan hacia lo universal. Como sea, estar abajo no significa estar derrotado y mucho menos lo que de eso resulta.

Quisiera invocar a dos especialistas de la derrota, a dos grandes hombres sufrientes, diametralmente opuestos en carácter y acción, y cuyas largas sombras llegan hasta nuestros días: Job y Jesús.

Job, que quiere ver borrado el día de su nacimiento, que con autoridad grita su queja a los cuatro vientos, que contra todos los que quieren convencerlo insiste en su inocencia y plantea así la cuestión de la justicia divina en el mundo terrenal con una agudez tan acuciante que Dios mismo se ve seducido a dar respuesta; Jesús, esa figura que voluntariamente se deja llevar a la humillación, y cuyo punto más amargo es el momento en que la certeza de la resurrección se desmorona, y así se pronuncian las palabras de desaliento: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? Job y Jesús son modelos que muestran cómo de una derrota espantosa puede surgir e irradiar una existencia asombrosamente distinta. Job muere saciado de vida y a una edad avanzada, confirmado por Dios en su inocencia; Jesús llega al gozo de la resurreccion y paulatinamente se transforma en el gran imán celeste del mundo cristiano.

Al que no le fue concedido un triunfo tardío, ni cuando estaba vivo ni más allá de su existencia carnal, fue al jefe del Alto Mando de las Fuerzas Armadas, Wilhelm Bodewin Keitel, quien –con gran éxito de publicidad– firmó la segunda rendición incondicional en Karlhorst la noche del 8 al 9 de mayo de 1945. Cuando el Museo Ruso-Germano de Berlín aún estaba en manos soviéticas, una rusa emperifollada y de uniforme conducía a los visitantes a una gran sala con mesas y sillas dispuestas en forma de herradura, precisamente como deben haberlo estado en 1945. En las mesas de adelante, algunas piezas de la vajilla gruesa típica de la época. En el frente, por supuesto, las banderas de la Unión Soviética y la RDA. En el medio, una gran pantalla. En ésta se podía ver a Keitel, rodeado, en esa misma sala pero llena a más no poder, de altos oficiales de las fuerzas aliadas. El hombre macizo estaba que echaba humo. Temblando de furia los gordos dedos atenazaban y poco faltaba para que la pluma se quebrara: Keitel grababa, más que escribía, su firma en el papel. Corte. Keitel ahorcado con la lengua hinchada. Keitel yaciendo desplomado en un rincón. El puntero de la rusa golpeteaba contra el rostro deshecho, como si quisiera propinarle un último azote. El hombre fue ejecutado en 1946 en Nuremberg. Ni restitución ni resurrección: solamente una derrota moral completa, y nada más.

Una derrota tonta, estúpida y extremadamente dolorosa se infligió el escritor japonés Yukio Mishima cuando se abrió el vientre: el 25 de noviembre de 1970. La acción estaba pensada como un gran signo triunfal; debía servir al reestablecimiendo del Imperio. Todo salió mal. Mishima irrumpió con sus compañeros en la comandancia de las Fuerzas de Autodefensa de Japon, tomó rehenes y pronunció un encendido discurso desde el balcón, discurso que, una vez evaporada la sorpresa inicial, fue recibido con carcajadas y algarabía. ¡Vamos, hazlo de una vez, hazlo! le gritaron. Mishima se retiró del balcón y lo hizo mal. Su mano no ejecutó el corte con la decisión necesaria. El compañero encargado de la decapitación dio un golpe débil y no separó la cabeza de una sola vez. En fin, una sucesión de cortes y tajos que carecieron de la firmeza y elegancia que tanto había ansiado Mishima. Puede que la palabra ignorancia parezca fuera de lugar en un contexto de vísceras salidas, pero antes de hacerlo en serio, Mishima estaba profundamente convencido de que este tipo de muerte era, más que ninguna otra, varonil, categórica y justamente elegante. Puede que su final haya sido deshonroso, pero quedan sus obras, que han sido capaces de mantenerse hasta hoy en la memoria del mundo lector.

En Klagenfurt las derrotas se caracterizan, como es natural –según solía decir tan bellamente Thomas Bernhard–, por la modestia. No tengo conocimiento de que tras recibir la sentencia alguien   se haya dirigido al público con un panfleto sediento de venganza, con una exhortación a la conversión general para luego quitarse la vida. Gracias a Dios, vivimos en tiempos blandos. Los críticos expresan su rechazo más con refunfuños que con dureza, rehúyen la responsabilidad de tal vez herir a un ser humano. Y a su vez, los candidatos denigrados por lo general no hacen réplicas, a lo sumo un párpado que se sacude o un músculo maxilar fuera de control muestran la ofensa. La mayoría de ellos ha obtenido mediante el entrenamiento una intangibilidad que cubre como un guante toda la persona y apenas deja que se filtre hacia afuera algo del tumulto interior, de los gritos chillones de indignación. Como dije, vivimos en una época blanda y nos vemos obligados a engañarnos mutuamente con que todo es un juego. Sin embargo, para quien desde el jardín de infantes sólo escucha estímulos tibios, porque le dicen que todo lo que él pinta, garabatea y, parlotea es creativo y bueno, para alguien así incluso la indulgente medida de reprimendas de Klagenfurt será imponente. Lo complejo de las victorias y derrotas en este recinto es que, como sucede en todos los negocios humanos, se deslizan errores. Así, algunas veces se escogieron vencedores que en pocos años mostraron ser balas de salva; en contrapartida, más de un candidato que no salió muy bien parado ya ha reunido una obra respetable que le ha granjeado estimación. Si tiene las condiciones para ser un escritor genuino, una derrota sufrida aquí no aturdirá al candidato, a lo sumo lo descarriará por algunos meses, quizás provechosamente, y le impartirá una enseñanza de modo que su carácter –una vez que haya escapado de la maraña de bronca, enfado, abatimiento– pueda afirmarse mediante un productivo reconocimiento de las propias faltas.

A propósito, las cuestiones de carácter lo son todo en la escritura, aunque la mayoría de las veces sean menospreciadas (esto dicho al pasar).

Generalmente los escritores son artistas quiméricos de la derrota y no de la victoria. Un escritor que se tambaleara de triunfo en triunfo sería una figura grotesca. Los escritores transforman derrotas –humillaciones del cuerpo, ignominiosos rechazos amorosos, orígenes oscuros, falta de dinero, desamparo en el mundo moderno y quién sabe qué más– en ganancias estéticas sublimes. Una novela puede parecer más que inútil con sus negras pinceladas: su autor, sin embargo, asoma la cabeza y ha disfrutado el placer secreto de reanimar teatralmente el sufrimiento padecido.

Me siento tentada a comunicarles mi fantasmagoría favorita. Por Dios, es demasiado tonta. Como todas las fantasías que apuntan a lo elemental, es fácil de adivinar. Quiere elevar la literatura a todo o a nada, liberarla del vicio de la banalidad, darle una importancia que no tiene, quizás nunca tuvo. Lo importante acontece sin más, no se lo puede producir mediante un sistema ingenioso (lo sé).

Quizás con esa fantasía no estoy tan lejos de la avidez terminal de Mishima; lo que, sin embargo, me separa de ésta es un habitar no poco placentero en el mundo que me rodea tal como se me manifiesta diariamente.

Pero basta de preámbulos protectores. Vayamos por fin al anunciado número acrobático: mi fantasía, por supuesto, también es un certamen, un certamen radical. Pero aquí la elección de Klagenfurt carga con un cuentito que ha trepado hasta lo grandilocuente. En mi competencia, que tiene lugar cada diez años, siempre participo pero no gano. Toda la competencia está organizada en base a decenas. Durante diez años se buscan diez poetas y escritores dignos. (Se los encuentra.) Resulta superfluo decir que al jurado sólo pertenecen críticos de oído fino, inteligentes, íntegros.

Igual que en el modelo de Klagenfurt se invita a los seleccionados a que lean su trabajo durante media hora. Se discute, se escoge al vencedor. Los nueve perdedores son estrangulados.

Imaginemos la incondicionalidad con que los candidatos juntarán fuerzas para dar lo mejor de sí. Qué peso gravita sobre los jurados. Imaginemos también con qué actitud los jurados pasan revista a los nueve cadáveres que se han apilado con cuidado ante ellos. Escuchemos el crujido de los periódicos, los apasionados discursos radiofónicos, veamos las cervezas que se alzan en las tertulias, regocijémonos con las olas de compasión que se extienden por Austria, Suiza y Alemania: nueve hombres de letras, tal vez en la flor de su edad, fueron despojados de sus vidas sólo porque a los oídos insobornables del tribunal leyeron apenas peor que el vencedor. Inimaginable, la carga del vencedor. ¿Podrá soportarla? ¿Podrá su obra tolerar el horror del que él es cómplice?

Sobre la pequeña montaña de víctimas, sobres los noble perdedores, qué restitución y resurrección de la poesía y la literatura.

Volvamos a los hechos. ¡Estimados candidatos! A ustedes, a quienes nadie les quiere quitar el pellejo sino el alma, a ustedes les recomiendo recibir los juicios con las manos juntas o posando una en el dorso de la otra. Bajen ligeramente la cabeza. Es la postura de la resignada devoción. No, esto no significa que ustedes recen. Los dedos entrelazados sólo indican que ustedes no están ausentes. Pero justamente en esa postura es posible que un pelito en sus cabezas señale impertinente hacia arriba y se entregue a la búsqueda de las conexiones celestiales de modo que todo lo que desciende sobre ustedes en este mundo se tranforme en dicha y gritos de júbilo cuando el juez supremo los reconozca y así por fin ustedes se conozcan a sí mismos.

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Charla de Klagenfurt 2009