Linda Stift, Viena (A)

Nacida en 1969 en Wagna/Steiermark; reside en Viena. Estudios de Filología Germánica. Lectora independiente para editoriales de bellas letras y publicaciones periódicas.

Descarga del texto:
Formato Word (*.doc)
Formato PDF (*.pdf)

 

Información sobre la autora
Vídeo retrato

 

TDDL_2009_banner_beige_0: descriptionTDDL_2009_banner_beige_0: description

 

El mundo de las cosas bellas

 

Un delgado fajo de billetes cambió de dueño, y se nos permitió subir a un camión, cuya rampa de carga fue levantada y asegurada con cerrojo apenas entramos. Antes habíamos recibido breves indicaciones en inglés: que apagáramos nuestros teléfonos móviles, y también cómo debíamos comportarnos en tal o cual caso. Después el hombre nos deseó suerte, en nuestro idioma. Lo dijo tan bajo que apenas se le entendió. Casi sonó como si hablara para sí mismo. Pareció advertirlo porque agregó un “Good Luck”, esta vez en voz alta y clara.

Estábamos sentados en catres de madera, adosados a las paredes laterales. El lugar olía a retrete sin limpiar. Juntamos las rodillas contra el pecho y esperamos. Hombres, mujeres. ¿Cuántos? No los contamos uno por uno, el hombre no había pasado revista. Así, nuestro número permaneció indeterminado. Ningún rayo de luz llegaba hasta nosotros. Se oyó el ruido de manos que revolvían y buscaban. Uno tras otro sacamos las linternas de nuestras mochilas nuevas, de coloridas telas plásticas, que habíamos adquirido especialmente para ese viaje. Habíamos pasado días enteros eligiendo las maletas con que pisaríamos el nuevo país. No queríamos causar una impresión sospechosa, el equipaje debía ser bonito y funcional, tener el tamaño correcto, no queríamos uno que pareciera usado por nuestros abuelos.

Mantuvimos las linternas apuntadas hacia el piso. Nadie hablaba. Cada tanto se oían jadeos y carraspeos. Alguien suspiró, y a otro se le escapó un gruñido al que siguió un silencio incómodo, porque todos reprimieron los sonidos de sus cuerpos. Una puerta se cerró. El vehículo se puso en marcha. Entonces también nosotros nos agitamos. Aunque podíamos estar erguidos, caminábamos inclinados para compensar el tambaleo y balanceo del vehículo, y hablábamos desordenadamente. Alumbramos los rincones. Tirados en el suelo, había sacos vacíos y latas, papel arrugado y restos enmohecidos de comida. Un juego de neumáticos estaba sujeto a la pared de la cabina del conductor, también encontramos dos cubos de metal, que adentro estaban parcialmente oxidados y cubiertos de una costra marrón. La causa del hedor fecal. Pusimos la basura y los cubos bajo los bancos. Los cubos los colocamos boca abajo, con la esperanza de que el tufo disminuyera. Nos acomodamos en la medida de lo posible. Se abrieron los paquetes con comida y ésta fue colocada en las rodillas sobre periódicos que compramos a las apuradas y no alcanzamos a leer. A lo sumo habíamos echado un vistazo al horóscopo, y enseguida lo habíamos olvidado. Teníamos provisiones parecidas; sin embargo, cuando cambiamos salame por jamón ahumado, y queso de cabra por queso de oveja, se propagó una cautelosa, cohibida atmósfera de picnic. Para beber había agua y aguardiente, cerveza no, porque entonces orinaríamos constantemente. Queríamos aplazar tanto como fuera posible el inevitable uso de los cubos. Hacía calor y el aire estaba viciado. Después los ánimos se pusieron más alegres, el aguardiente aflojó la sensación de ahogo, pero no era ni parecido a estar en un bar. No hablamos del pasado, sólo del futuro que nos aguardaba, cuánto dinero podríamos ganar, en qué casas gigantescas pronto viviríamos, o si teníamos la intención de cuidar cada centavo, en qué habitaciones pequeñas, pero bonitas. Qué formación profesional podríamos comenzar y qué oficios adoptar. ¿Por qué no también estudiar en la Universidad? Medicina. En todas partes se necesitan médicos. Sólo hay que aprender rápido el idioma. Quien hable el idioma de este país, habrá ganado. Los bellos sueños salían de nuestras bocas flotando como pompas de jabón. Después, una vez que hubiéramos ahorrado lo suficiente, regresaríamos, con el auto propio, abriríamos una consulta, o construiríamos una casa, en la costa quizá, y ¿por qué no levantar un hotel? El hambre de sol era enorme en el nuevo país, pues no tenían un mar propio, sólo montañas. Y ellos querían ir al mar como fuera. Hasta en invierno emprendían viajes a lejanas playas oceánicas para tenderse en la arena caliente o sobre los cantos rodados. Se dejaban achicharrar por el sol, como si fuera el último día de sus vidas. Incluso después del almuerzo no se concedían un descanso, otra vez yacían, con las panzas hinchadas y adobados como pescados en la parrilla, sobre las tumbonas a rayas y las orientaban cada media hora según la posición del sol. Una pensión sólo con desayuno, después se la podía ampliar. No se necesita mucho para comenzar. Toallas blancas y una bolsa de botellitas de gel de ducha. Café fuerte y roscas dulces. Todo era tan fácil, si se tenía aunque más no fuera un poco de dinero. Capital inicial, ésas eran las palabras mágicas, y créditos rápidos. Nuestros bancos, que ellos ya habían acaparado, invertirían con entusiasmo en nosotros. Con estas palabras y otras parecidas discurríamos y ya nos veíamos hoteleros, de traje o con un vestido fino y amontonando por las noches el oro en la caja fuerte. Ni por un segundo pensamos en la crisis económica. En que quizás no nos necesitaban para nada. Para nosotros siempre hay trabajo. No somos exigentes, estamos bien formados, vendemos barata nuestra fuerza de trabajo y por eso nos prefieren a los nativos.

Paulatinamente todos fueron enmudeciendo. Los cubos fueron sacados de su lugar, teníamos en los ojos lágrimas de vergüenza. Odiábamos el sonoro golpeteo de nuestro chorro de orina, sólo a los varones les da igual. Podíamos esforzarnos todo lo que quisiéramos, y apretar los dientes para no producir ningún ruido, pero no había caso. Además, simultáneamente debíamos compensar el balanceo del vehículo con los pies y los muslos, para no errar el blanco. Y ni hablar de la penosa posición que debíamos adoptar en presencia de varones extraños.

Nosotros, en cambio, estamos acostumbrados a orinar casi en público y entre nuestros iguales. No nos molesta. Al contrario, hacemos de eso una diversión, organizamos pequeñas competencias. Para no perder la dignidad, huimos hacia adelante. Les dijimos a las mujeres que no se hicieran problemas. La naturaleza reclamaba su derecho, y nosotros seguro no nos aprovecharíamos de eso. Además, no miraríamos en absoluto. Si las tranquilizaba, nos pondríamos las manos delante de los ojos. Y eso hicimos, aunque más de uno espió entre los dedos. El golpeteo, por otra parte, lo percibíamos sin filtro, no nos podíamos tapar también los oídos.

Arreglamos dormir por turnos. Pues no nos podíamos acostar todos al mismo tiempo, no había suficiente espacio. Extendimos en el piso los colchones de goma y los sacos de dormir, dos o tres se acostaron acurrucados sobre los bancos, los otros sencillamente nos quedamos sentados, dejamos caer la cabeza y los hombros o nos apoyamos contra la pared como si nos estiráramos en una cama grande. Como si colgáramos de ganchos. Luego las linternas se apagaron, sólo hubo murmullos y susurros, tragos apresurados, y finalmente respiración fuerte, ronquidos y resuellos. Dormimos mal, nos arrojábamos o éramos arrojados de un lado a otro por las maniobras de freno y aceleración del conductor, chocábamos con otros cuerpos, que yacían junto a nosotros y tampoco podían descansar. Extendíamos cuidadosamente una mano, para tocar un rostro, cabellos lacios, rizados, gruesos o finos. Apoyamos la cabeza en un hombro. Alguien apretaba su cuerpo contra nuestras espaldas, nos rodeaba con ambos brazos, ponía una pierna sobre nuestras caderas. Nos quedamos acostados, tranquilos. Nos acomodamos en el abrazo. Nos dimos la vuelta. Caíamos hacia un costado. Resbalamos para escaparnos, flexionamos los brazos y las piernas, no queríamos sentir a nadie. Estábamos como clavados a los sacos de dormir, los brazos pegados al cuerpo para no chocar con nadie. Los ojos insomnes fijados en la oscuridad, conteníamos el aliento y nos hacíamos tan pequeños como era posible.

El aguardiente había secado las gargantas. Como si tuviéramos pegado en el paladar papel secante, la boca entreabierta, estábamos sentados y acostados sin hacer nada, la nariz hinchada de mucosidad, y pensamos en aquellos que habíamos dejado, cómo nos darían la bienvenida al regresar con los bolsillos llenos de dinero y de saberes útiles. Cómo nos admirarían y tímidamente nos preguntarían por nuestra opinión. Cómo de pronto nos respetarían. Cómo rebotarían contra nosotros las intrigas familiares, porque ahora tendríamos algo para decir. Sin embargo, a veces los que regresaban no eran bien recibidos, los padres les prohibían a las hijas la entrada a la casa porque ellas estaban sospechadas de haberse prostituido en el país extranjero. Los padres no podían imaginarse otra cosa. Los hijos recibían de sus madres bofetadas a diestra y siniestra, porque las habían tenido en vilo, porque casi las habían llevado a la tumba. Pero mejor abofetear que expulsar. Eso no podía pasarnos a nosotros, nuestras familias eran abiertas. ¿Por qué las abandonamos? Porque fuimos perseguidos, mutilados, asesinados, por dinero y poder, a causa de nuestra religión, porque fuimos sacrificados a un ideal o a la tradición. Porque de todos modos muchos de nosotros ya se habían ido. Porque no seríamos los últimos. Porque queríamos una vida mejor. Quizás sencillamente porque queríamos otra vida. Una vida con posibilidades. Fuimos abordados por personas que contaban que nos aguardaba un paraíso y que estaríamos locos si no pisábamos esa tierra. Prometieron el oro y el moro, el azul del cielo, y ¿quién no quería ver tal cosa con sus propios ojos?, en nuestro país el horizonte era gris, y ya estábamos cansados de eso. Ofrecieron un paquete completo con una garantía de éxito del ciento por ciento, no había que preocuparse por nada, sólo pagar tanto y cuanto, y ellos lo transportaban a uno al país deseado. Así de fácil era. Como en una agencia de viajes. O nosotros mismos habíamos buscado el contacto con esos intermediarios, ya sabíamos que el cielo también en otro lado podía ser gris, que uno mismo debía ocuparse de su paraíso.

Quizás llevaríamos a alguien cuando regresáramos, para casarnos. Pero también uno se podía casar en el nuevo país, al parecer había personas que se ponían a disposición, a cambio de dinero, por supuesto. Inmediatamente después uno era reconocido y obtenía los documentos necesarios para poder quedarse. Pero no queríamos eso. Queríamos casarnos por amor. Queríamos casarnos con alguien que nosotros mismos hubiéramos elegido. Soñábamos con bodas que duraban semanas, meses, años, donde nos cubrían de arroz y pétalos de rosas, donde los invitados dormían bajo la mesa mientras nosotros, la novia y el novio, ya hacía tiempo que habíamos puesto los pies en polvorosa. Bodas en las que se servía cerdo asado, pescado al horno, salchichas y los tradicionales bollos de manteca de cerdo, dulces y salados, y pasteles y tortas y confituras hasta que todos se sentían enfermos y debía ser servido un café negro como la peste. Bodas en las que el pastel tenía varios pisos y el baño de azúcar crujía entre los dientes. En las que las madres se arrancaban los cabellos y los padres cantaban canciones tristes. En las que los jóvenes bailaban y los ancianos soltaban risitas. Y uno especialmente vivo cabalgaba sobre un cerdo. Aunque precisamente abandonábamos el país en que semejantes bodas podrían haber tenido lugar –ninguno de nosotros había estado nunca en un festejo así–, en cuanto futuros repatriados no ansiábamos otra cosa.

Cuando despertamos, encendimos de inmediato las linternas, con los ojos hinchados miramos nuestros relojes. Ya era entrada la mañana, hora de levantarse. Y hora de acostarse. No queríamos levantarnos enseguida, sólo un minuto más, nos arrellanamos y dimos vueltas, mientras otros ya pataleaban impacientes. Fueron repartidos puntapiés, en broma o no tan en broma, finalmente trepamos a los bancos y apretamos los puños contra los ojos. Nos desperezamos en los sudados sacos de dormir. Pero no dormimos, sino que lanzamos suspiros y nos frotamos teatralmente los miembros entumecidos. De las mochilas se sacaron termos con café y té, se volvieron a sacar los cubos. Todavía incómodos, aunque sin lágrimas, hicimos que sonara el golpeteo. Lo otro lo retuvimos. Era impensable. Mejor padecer un estreñimiento.

Cagar nos resultaba más difícil que mear. Quien podía se aguantaba, pero no todos lo lograban. Además debíamos primero vaciar el contenido de ambos cubos en uno, nadie había pensado en eso la noche anterior, en reservar un cubo para el pis y el otro para la caca. El cubo para la orina ya estaba bastante lleno y se desbordaba con cada frenada. Le pusimos a modo de chal un viejo pedazo de tela que habíamos encontrado. Extendimos en el piso los sacos de dormir. Pero no funcionaría mucho tiempo. Los cubos debían ser vaciados. Golpeamos con los puños la pared de la cabina del conductor, pese a que nos habían dicho que no debíamos golpear, nunca, en ningún caso. Pero el conductor no podía desconocer el problema. Golpeamos varios minutos, luego golpeó el conductor a modo de respuesta. Los cubos, los cubos, gritamos y seguimos golpeando. El conductor respondió pero no le entendimos. No detuvo el vehículo. Resignados, volvimos a nuestros asientos. En algún momento debía hacer una parada, seguramente no tenía en el asiento del acompañante un cubo para mear.

Teníamos parientes en el nuevo país. En ellos depositábamos nuestras esperanzas. ¡Las cartas que habían escrito los parientes! Todos los días esperábamos al cartero para recibir aquellas cartas en los sobres crujientes. Con sellos coloridos y de correo aéreo, despachadas semanas atrás. Los parientes habían abierto restaurantes, tiendas de comestibles, empresas de ordenadores y sastrerías a medida, trabajaban día y noche, la casa con jardín y piscina en la que vivían era tan grande que se podía patinar dentro. Habían contratado criados provenientes de lejanos países insulares. Decían que seríamos siempre bienvenidos; su casa, naturalmente, estaba abierta para nosotros. Ante todo, la hospitalidad, la sangre pesaba más que el agua. Esto y mucho más figuraba en las cartas, y nosotros lo tuvimos por buena moneda. Sonaba a América, a los Estados Unidos, para nada a Europa, pero con esa moneda también queríamos hacer negocios, si se conseguía en Europa.

Más tarde, cuando nos hubiéramos construido algo y quizás no quisiéramos volver porque nos habíamos acostumbrado al nuevo país, porque las tradiciones se habían vuelto discutibles y el antiguo idioma inseguro, y los padres y los abuelos sólo fueran espectros sin edad en nuestras cabezas recién peinadas, escribiríamos esas cartas, las hermanas y hermanos menores esperarían nuestras noticias. Pero no escribiríamos cartas, sino emails. Así ellos no deberían esperar al cartero, que tal vez desde siempre había sido un espía. ¿Acaso sabíamos si antes habían llegado todas las cartas? ¿Si él no las había leído de principio a fin, con dedos temblorosos, o al contrario, impasible y desinteresado, antes de traerlas? ¿Si no las había copiado y archivado? ¿O aprendido de memoria, y más tarde, en casa, grabado en una cinta? Nunca nos enteraríamos. No miraríamos hacia atrás, sino hacia delante. Ya no había un “atrás”. Escribiríamos a nuestras hermanas y hermanos menores diciéndoles que nos siguieran, aquí había para todos, podrían vivir con nosotros. Hasta entonces les enviaríamos chocolates con nueces, revistas, libros, DVDs, ropa cool. Les enviaríamos dinero. Pero no por correo, para así hacerle morder el polvo al cartero, que tal vez era completamente inocente.

En determinado momento el camión se detuvo, con un sacudón que hizo que los dientes chocaran entre sí y nos arrancó de las bellas imágenes. Percibimos un rugido sordo, probablemente estábamos al borde de una autopista o una carretera importante. Se oyó fuerte el ruido de una puerta, el conductor había descendido, nuestra rampa no se abrió. Saltamos de nuestros asientos y comenzamos a golpear la puerta trasera del camión. Desde la oscuridad, una voz dijo que eran las cuatro, no sabíamos cuándo llegaríamos, nadie nos lo había comunicado. No se podía decir con exactitud, nos habían respondido. Dejamos de golpear, no tenía sentido. El conductor ya debía estar lejos del vehículo. Para ahorrar baterías, no encendimos las linternas. Esperamos con los músculos tensos y las orejas aguzadas. Nadie usó la interrupción para ir a uno de los cubos, aunque el uso hubiera sido más fácil que con el vehículo en movimiento. La puerta podía abrirse en cualquier momento, esperábamos. Y en absoluto queríamos ser atrapados con los pantalones bajos. Sin el conductor nos sentíamos fatal: ¿qué pasaría si él no volviera? ¡¿Cuántas veces se había oído de camiones que quedaban abandonados, sin dueño, y en los que se acumulaban los cadáveres putrefactos?! Muertos por ahogo o por el golpe de calor. Ancianos, jóvenes, madres con sus bebés contra el pecho. Muertos de hambre, de sed, con hematomas en brazos y piernas. Pues bien, nosotros podríamos liberarnos, ¿o no? No debías ser tan difícil forzar la puerta desde adentro. Éramos jóvenes y fuertes. ¿Y no habíamos visto entre el juego de neumáticos un formón? Tanteamos en búsqueda de nuestros cortaplumas y horquillas.

El conductor regresó. Después de una media hora, larga y mortificante, en la que habíamos organizado mentalmente nuestro entierro en la patria, cerró la puerta de un golpe y continuó el viaje. Aunque no nos había dejado descender, respiramos aliviados, nos alegramos como niños que habían perdido de vista a sus madres y de pronto las veían aparecer en otro lado. Olvidamos los discursos fúnebres, los miembros agarrotados, el hedor ahora bestial, y dejamos que el movimiento del vehículo nos meciera mientras nos llevaba al mundo de las cosas bellas.

 

Cuando se abrió la puerta de atrás, entró rodando una masa de aire fresco que fue aspirada ávidamente por nuestros pulmones y produjo sensación de vértigo. Un hombre agitó la mano, ¡vamos, afuera! Recogimos todo de prisa, los sacos de dormir nuevos tenían marcas negras en forma de estrías, y abatidos nos arrastramos fuera del camión. Apenas podíamos mantenernos derechos. Una angosta luna nueva se recortaba en la tiniebla. El conductor estaba junto a la puerta, fumaba un cigarrillo y movía la cabeza en gesto de aprobación. Pero no para nosotros, sino para sí mismo. Había concluido su trabajo, nos había entregado sin incidentes en el lugar solicitado. Aspiró una vez más el humo del cigarrillo, que ardió hasta el filtro. Juntando el dedo medio con el pulgar, arrojó el filtro por el aire, saludó y subió al camión. Encendió el motor y partió. Con miradas cansadas, lo vimos irse. No habíamos cambiado palabra con él, había recibido de nosotros un montón de dinero, todo el tiempo nos había mantenido en la incertidumbre, pero no le guardábamos rencor. Al contrario, le estábamos agradecidos.

Ahora estábamos a un costado del bosque, solos con el hombre que tampoco nos había dicho una palabra. Repartió copias de un papelito, en el que estaba dibujado el camino que debíamos recorrer. El lugar donde nos encontrábamos estaba resaltado con una cruz, aquel lugar que debíamos alcanzar, con un círculo, el trayecto entre ambos estaba marcado con flechas punteadas. Debíamos partir rápidamente en grupos de dos o de tres, con una diferencia de diez minutos; del otro lado, en lugar del círculo, nos esperaba un compatriota, nos dijeron. Necesitaríamos –el hombre sacudió su muñeca de modo que la manga de su chaqueta de cuero se deslizó hacia arriba y se pudo ver un rólex con brillantes eslabones de oro– aproximadamente una hora, no debíamos encender las linternas, el camino era fácil, siempre derecho, nos dijo que no habláramos en voz alta, mejor que directamente no habláramos. El hombre estiró el brazo del reloj a modo de poste indicador. Luego lo dejó caer, el reloj desapareció con un suave roce. Nos deseó “Good Luck” y se fue en la dirección contraria a la nuestra.

Lo seguimos con la mirada hasta que fue devorado por la negrura del bosque, luego fijamos la vista en los papeles, después en la dirección en que debíamos andar. Desorientados, saltábamos de un pie a otro. Quince minutos antes aún estábamos en el camión, arrebujados en los sacos de dormir, bebíamos aguardiente y nos apoyábamos unos contra otros, ahora estábamos de pie en algún lugar de un bosque. Todavía podíamos dar la vuelta. Podríamos regresar en otra ocasión, cuando tuviéramos más dinero, más músculos, más pecas. ¿Por qué nos habíamos ido? Apenas podíamos recordar los motivos.

No podíamos ponernos de acuerdo en quiénes de nosotros serían los primeros en partir. Nadie quería iniciar la marcha. Se formaron dos grupos, idénticos a los que al comienzo habían dormido en el suelo y a los que habían estado sentados en los catres de madera. Se produjo un parloteo, hablamos cada vez más fuerte hasta que nos retumbaron los oídos y, agotados, enmudecimos. Alguien miró su reloj. Nos teníamos que poner en marcha de una vez. Trabajosamente se separaron los primeros cuatro del grupo de los catres y fueron en la dirección que había señalado el hombre. Miramos a nuestro alrededor, y aunque nos temblaban las rodillas, hicimos la señal de la victoria. Después el segundo, el tercer grupo, con una diferencia menor a diez minutos. Nos pareció demasiado tiempo, no queríamos estar tan distantes. El suelo crujía bajo nuestros pies, ramas delgadas golpeaban nuestros rostros, animales invisibles emitían sonidos extraños. Y siempre el miedo de que ya nos estuvieran observando y de pronto se cerrara la trampa. Avanzamos paso a paso en la oscuridad, nos abrimos camino con esfuerzo en esa naturaleza que nos separaba de ustedes. Éramos intrusos y la naturaleza nos lo hacía saber. Se erizaba y encabritaba. Si al comienzo habíamos vacilado y apoyado los pies con cuidado, ahora machacábamos el suelo sin consideración con nuestros pesados zapatos deportivos, siempre adentrándonos en la espesura. En castigo, tropezábamos con raíces y troncos caídos. Los tobillos dislocados, adelantábamos cojeando. Si nos topábamos con otro grupo, lo dejábamos atrás o retrocedíamos un trecho, luego seguíamos andando, no aguardábamos siquiera cinco minutos. No éramos sino una única cinta estirada. Una fila humana agujereada e indisciplinada, como en la caja de un supermercado.

Había pasado más de una hora, continuábamos marchando por el bosque, ni sabíamos si la dirección aún era la correcta. Nos movíamos más despacio que al comienzo. Vamos, vamos, nos susurrábamos entre nosotros cuando alguien hacía ademán de detenerse. Ni rastros de un compatriota que no estuviera esperando.

A lo lejos se oyeron ladridos. Muy suaves, pero se acercaban. Anduvimos más rápido, el frío húmedo de la noche atravesaba nuestra ropa. Nuestras piernas se enredaban entre arbustos y matas. Caímos cuan largos éramos y perdimos de vista a los que habían salido antes que nosotros. Ahora los perros estaban muy cerca, se los oía jadear, se oía el tintineo de los ganchos de sus cadenas contra los anillos de sus collares. Los perros ya nos habían olido, seguramente. Se oían también los pasos de los que llevaban a los perros, el ruido confuso de la madera al quebrarse y de las ramas en movimiento. Ahora también se percibían voces. Voces que exclamaban órdenes en una lengua extraña. Voces que gritaban, voces llorosas, voces contenidas. Ladridos. Sólo atiné a quedarme acostado. Boca abajo, crucé los brazos sobre el mohoso suelo del bosque, apoyé sobre ellos la cabeza y cerré los ojos. Un objeto largo con patitas de insecto pasó sobre mi mano. Esperé sentir en cualquier momento contra mi nuca el húmedo hocico de un perro o el frío caño de un arma.

Cuando abrí los ojos, justo pude oír cómo alguien decía “Good Luck”, luego se cerró una rampa de carga. Poco después comenzaron el tambaleo y el balanceo. Estaba sentado junto a otras personas sobre un catre de madera. Ningún rayo de luz llegaba hasta nosotros. Olía a retrete sin limpiar. Se encendieron algunas linternas, se abrieron los paquetes con comida y ésta fue colocada en las rodillas sobre periódicos comprados a las apuradas y que no habían sido leídos. Alguien me mostró mi horóscopo, pero lo olvidé enseguida.

 

Traducido por Nicolás Gelormini

TDDL_2009_banner_beige_0: descriptionTDDL_2009_banner_beige_0: description

TDDL_2009_banner_beige_0: descriptionTDDL_2009_banner_beige_0: description