Gregor Sander, Berlin (D)
Nacido en 1968 en Schwerin; reside en Berlín. Tras el bachillerato y un aprendizaje de cerrajería, cursa estudios de Enfermería.
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Pez de invierno
Es de madrugada, las cuatro y media y ya está más claro que una media luz, más que un alba, pero no es de día. He dormido bien en el asiento trasero de mi auto y me parece increíble estar aquí, en la Kanalstrasse de Kiel-Holtenau. El despertador de mi teléfono móvil sonó y entredormido me quité los zapatos y salí a ver la mañana. Completamente solo, no se ve a nadie. Las casas aún están a oscuras. Frente a mí hay algunos veleros en un embarcadero, y más atrás, si uno mira más allá del canal, la rada resplandece y en Kiel todavía brillan los faroles de la noche. Las hojas de los arces menguan aun más la luz temprana, pero estoy seguro de que será un día bello. Un día de verano de mucho calor. Un día como ayer, en que los campos reverberaban, los tallos estaban amarillos como la miel a causa de la sequía y yo me asombré de que la autopista no llegara hasta Kiel y los últimos kilómetros hubiera que hacerlos en la carretera. Pasé por el centro de la ciudad y después crucé el puente hasta el otro lado del Canal de Kiel, que está allá abajo, y el viaje hasta aquí, el otro lado, tuvo algo de Norteamérica, algo de Río Hudson, claro, con la diferencia de que el río que está ahí abajo fue cavado.
Un vehículo recorre lentamente la Kanalstrasse. Una vagoneta BMW color rojo oscuro. El hombre que desciende lleva un pantalón con peto azul.
–¿Usted es el hijo de mi compañero?
–¿Su compañero?
–Pues Walter.
Le doy la mano y digo:
–Sí, lo soy. Es decir, no su hijo.
–¿Entonces qué? –pregunta el pescador y ríe.
Se lo ve muy despabilado, tiene el rostro chato y los pelos erguidos forman como un cepillo gris sobre la cabeza. Sus facciones son finas, y no tiene el aspecto de alguien que sale al mar. Como si supiera lo que estoy pensando y quisiera demostrar lo contrario, busca en su cartera y saca una pipa y una bolsa de plástico verde con tabaco. Llena la pipa, la enciende y sigue sin tener ese aspecto que, yo me imagino, tiene alguien que pasa días enteros solo en el mar. Estamos los dos un poco incómodos y señalo el canal, donde justo ante la esclusa está amarrado un pesquero.
–¿Es su barco? –le pregunto.
La embarcación tiene todo el aspecto de ser un barco pesquero. Blanca, con borda de acero, cabina, y timón de madera. Yo esperaba algo así.
–Sí, es mío, pero hoy no lo usaremos. Con él salgo al mar. Cuando es temporada de arenque o a veces para pescar bacalao. Hoy usaremos el pequeño. Está en el puerto.
Con la cabeza me indica la Schleuseninsel, la isla en el medio del canal y yo asiento y me pregunto dónde habremos de pescar.
–Quizá Walter se quedó roncando. De vez en cuando le pasa. Últimamente más a menudo –dice el pescador y agrega que se llama Josef Neuer.
Me gustaría beber un café. Por un momento me gustaría volver a mi vida, sentado en mi cocina y no estar de pie al lado de Josef Neuer.
Ayer Walter quiso que pernoctara en su casa.
–Te cuidé mucho en aquella época.
Pero para mí era demasiado, tras esa velada que pasamos juntos casi veinte años después, y afirmé entonces algo sobre un hotel y estuve contento de poder irme.
–No te quedes dormido, hijo mío –exclamó apoyado contra la puerta, con una ligera borrachera y sus ochenta años cuando yo me alejaba.
Una curiosa foto para mí, que ya no tenía ninguna más de él.
–Vamos, saldremos ahora. Walter ya estuvo muchas veces conmigo en la rada –dice Josef Neuer y vacía la pipa golpeándola contra el tacón de su bota de goma. Atravesamos en su auto la puerta de entrada a Schleuseninsel. Él sostiene en alto un documento y dice sin mirarme:
–Por el 11 de septiembre.
Como si eso lo explicara todo y también los pescadores de Kiel-Holtenau debieran declarar su presencia ante la CIA cada vez que ingresan a un puerto. Subimos por el estrecho puente de hierro que está arriba de la esclusa, y el agua de la dársena limitada por paredes de metal está llena de medusas. Se apelotonan como el sagú en la sopa fría de cerezas que preparaba mi madre en verano.
–El viento viene del Este –dice Josef Neuer–. Eso empuja a los bichos en la esclusa y en el canal. Con semejante tiempo no se saca ni un pescado. Desde hace días que tenemos esa porquería. Todo lleno de algas y medusas.
Sobre un prado hay un pequeño remolque de madera y por la ventana que tiene en la pared posterior pueden verse redes y boyas apiladas hasta el techo. Neuer abre el candado y me entrega un pantalón impermeable y botas de goma.
–Deberían irte bien. Son de mi esposa y ella no era grandota.
¿Dijo “era”? ¿Y qué hace su mujer a bordo? ¿Eso no trae desgracia?, pienso y luego vamos hasta un bote pequeño y chato con motor fuera de borda y partimos, nos alejamos de la esclusa adentrándonos en el canal, delante de depósitos, enormes silos de hormigón y un astillero. Frente a nosotros, arriba, está el puente de la autopista. Cuatro cargueros, uno detrás del otro, salen a nuestro encuentro por el otro lado del canal, lentos como animales gigantescos. Son casi mudos, sólo se oye nuestro pequeño motor. El cielo está azul grisáceo y las siluetas de los árboles de la orilla se recortan contra la franja de luz rojo amarillento del horizonte.
–Todavía estás ahí –había dicho Walter cuando me llamó hace algunos días a Hamburgo, al bufete. Eran las primeras horas de la tarde y para mí no tenía nada de especial aún estar sentado a mi escritorio y estar trabajando. La secretaria se había ido y, como siempre, había programado la centralita para que yo recibiera las llamadas directamente. El caso que tenía ante mí era sencillo y los elementos obrantes en autos eran claros; el teléfono sonó y Walter dijo esa frase sin saludar.
No puedo recordar si yo esperaba el llamado de alguien, si me asombré de que sonara el teléfono o si levanté el auricular naturalmente, sin reflexionar. Normalmente sólo llamaba Sarah a esa hora, y hablábamos poco tiempo. Y si yo me quedaba hasta tarde, me pasaba a los niños para que les pudiera dar las buenas noches. Pero Sarah no llamaba más, hacía semanas que no llamaba.
No lo reconocí por la voz. Tal vez no sea posible después de tanto tiempo. Walter habló conmigo como si yo necesariamente supiera quién era y hubiera esperado su llamado.
“Hace mucho tiempo de eso”, me escuché decir en algún momento y lo vi frente a mí en Güstrow, cuando cargaba con cajas su Ford celeste recién adquirido en Hamburgo, y yo estaba a su lado y lo observaba.
–¿Por qué te marchas ahora? –le había preguntado entonces.
–Posiblemente no lo entiendas –había respondido él.
–Ya se acabó. Puedes ir adonde quieras y cuando quieras.
Delante de su garaje el jardín estaba descolorido y sin hojas. El año estaba terminando y creo que lo que me desconcertó fue que se marchara faltando tan poco para Navidad, como si no tuviera tiempo.
Walter tenía entonces sesenta años. Un hombre viejo para mí, que tenía trece. Acabábamos de conocernos, seis meses antes en Güstrow. Mi madre se había mudado allí conmigo, inmediatamente después de la entrega de boletines, como había hecho siempre. Habíamos vivido tres años en Leipzig, y ahora ella quería intentarlo en Mecklenburg. “Es un lugar muy tranquilo. Tenemos el Inselsee a dos pasos. El hospital ha conseguido para mí un apartamento de una habitación y media. Y ya viene el verano, podrás hacer nuevos amigos.” Ella intentaba animarme, pero no era necesario. Estaba contento de irme de Leipzig. No tenía amigos, en todo caso, ninguno al que extrañaría en serio, y lo único que le tomé a mal a mi madre fue que en esos apresurados cambios de residencia nunca volviera a mudarse a Berlín, allí donde me había parido.
Siempre conseguía fácilmente nuevos trabajos como enfermera; no sé exactamente de qué huía. No sé si era impaciencia o aburrimiento, si era su manera de elaborar el haber estado encerrada en la RDA, o si sólo se trataba de una huida de las frustradas relaciones amorosas que había tenido en Leipzig y antes en Jena. Cuando nos trasladamos a Güstrow ella tenía apenas treinta y dos años, me había da a luz con diecinueve y ninguno de sus amoríos fue tan lejos como para tener un segundo hijo. Ninguno de sus hombres se mudó con nosotros, me mantenía fuera de esos asuntos, y el precio era que yo me quedaba en casa solo relativamente temprano, porque si ella no tenía turno nocturno, se iba a casa del novio que tuviera entonces. Sin embargo, cuando despertaba por la mañana temprano, ella siempre estaba en la cocina bebiendo café y fumando un cigarro. Aún llevaba su delantal de enfermera con la tarjeta de identificación prendida al pecho, y se veía cansada y de algún modo satisfecha. Cuando iba a la escuela me preparaba el desayuno, y durante el verano, en las vacaciones cuando llegamos a Güstrow, dormíamos los dos hasta el mediodía.
Íbamos a nadar juntos a la piscina sobre el Inselsee, y yo saltaba de cabeza desde el trampolín a tres metros de altura, en Leipzig todavía no me había animado. Me balanceé ligeramente sobre la tabla, miré hacia abajo, a lo único que le tuve miedo fue a irme hacia adelante y chocar de espaldas contra la superficie del agua. La ciudad era pequeña, y en comparación con Leipzig parecía un pueblo, el castillo no ayudaba en este aspecto. Nuestro apartamento estaba en un bloque de viviendas que tenía sólo cuatro plantas, y efectivamente tuve mi propia habitación, un cuchitril con vista a la calle y con un farol delante de la ventana.
Walter vivía al lado en una villa bastante descuidada. Habitaba un apartamento en la planta baja y en su jardín había árboles frutales, arbustos y un césped enorme. Detrás de nuestro edificio, cada vecino tenía una pequeña parcela en la que cultivaban verduras.
Walter trabajaba en la preparación de las camas del hospital. Es decir, le llevaban al sótano las camas usadas, las camas en las que un enfermo había yacido durante días o incluso había muerto, y las desinfectaba, les ponía ropa nueva, y las colocaba delante de su cueva como autos en un aparcamiento. Su permiso para salir de la República Democrática Alemana estaba en trámite desde hacía cinco años y lo habían confinado a ese sótano. Durante años había sido jefe del departamento de esterilización, luego le habían quitado el cargo y lo habían puesto en el lugar más alejado dentro su departamento. Él podría haber evitado el golpe, sustraerse y encontrar otro trabajo en algún lado. Pero no quería. Evidentemente, esa perseverancia en el sótano era para él parte del trabajo. Mi madre entabló conversación con él, después que otra enfermera le dijera a él en ese cuartucho sin ventanas e iluminado por tubos de neón: “Sigues aquí”. Y él había rugido en respuesta: “No soy yo el culpable”.
El pescador baja la marcha y apaga el motor. Con un largo gancho de metal busca el fondo. Estamos muy cerca de la orilla, compuesta sólo de un poco de arena amontonada y un par de arbustos ralos.
–¿Suele salir hasta aquí con su esposa? –pregunto en medio del silencio matinal que de pronto ha surgido después que se apagara el motor.
Ella no está viva, estoy seguro. Quiero que él lo cuente pero no puedo decir por qué. Él dijo: “No era grandota”. Era.
Josef Neuer ha arrojado la red y comienza a recogerla.
–Siempre navegábamos juntos. Durante veinte años. Comenzó a venir cuando nuestro muchacho se fue de casa. “¿Para qué me quedaré en casa?”, dijo ella. A mí no me gustó mucho, al principio. Y después resultó que tenía intuición. “Tira las redes aquí”, me decía y al día siguiente estaban llenas. Hombre, pensé… –dice Josef y no termina la frase y tampoco sigue recogiendo la red–. Y el años pasado un día no me acompañó porque se sentía mal y cuando volví a casa estaba sentada completamente fría.
Lo miro y no me arrepiento de mi pregunta. Un ferry pasa junto a nosotros, tiene el casco de color rojo carmesí y se llama Danube Highway. Neuer lo ve irse y vuelve a halar de la red. Tiene guantes de goma azul y los cuerpos desgarrados de las medusas resplandecen en la malla como pedazos de hielo. Por fin, un pescado, uno con rayas verde oscuro en el lomo. No se sacude, más bien parece estirarse. Neuer lo desengancha de la red lentamente y dice:
–Si la primera pesca es perca, el pique es una mierda.
Ambos reímos.
–¿Quién es usted si no es el hijo de Walter? Walter me ha dicho que viene su muchacho, que a ti, o a usted, antes le encantaba pescar.
–Éramos vecinos en Güstrow, tal vez éramos algo más. Amigos, digo.
–¿Tal vez amigos?
Neuer dobla la red vacía como si fuera una prenda de vestir y la arroja delante de sí al suelo. Llena su pipa y me mira.
–Walter no ha contado mucho sobre Güstrow y la RDA. Pero cada vez que ha hablado lo hizo sobre ustedes. Nunca sobre la Stasi y toda esa cháchara. Siempre sobre tu madre y la felicidad que era para él. Conocer al final de su vida una mujer tan bonita, y que él podía ser como un padre para su hijo. Un tipo ejemplar le decía a usted. Lástima que su madre no quiso venir al Oeste, incluso cuando cayó el muro. Decía que era demasiado cobarde.
–Y él era demasiado cobarde para quedarse –digo yo y me siento incómodo igual que cuando pensé esa frase sin decirla mientras Walter guardaba sus cosas en el coche y poco después desapareció para siempre.
No quería que se fuera, pero ¿cómo hubiera podido decirlo?
–¿Qué quiso decir hace un rato con “mi compañero”? –le pregunto a Neuer de repente.
–Lo dije por decir. De vez en cuando Walter me ayuda. Cuando vendo el pescado en Holtenau. O a veces me consigue cebo, cosas así.
En cambio, Walter había dicho “Mi mejor amigo es un pescador de aquí”, cuando me llamó al bufete de Hamburgo, y que yo fuera allá y saliera a navegar y pescar con ellos. Acepté. Estaba ávido de todo lo que me sacara del trajín cotidiano, de la rutina oficinesca y de mi vida hogareña. Desde que Sarah se había mudado no podía estar bien en casa. Seis meses antes, a Walter lo habría ahuyentado de inmediato.
El día que Sarah me dejó fui de la oficina a casa, como siempre. Sólo que lo hice un poco más tarde. Lo habíamos hablado, igual que todo lo que habíamos hablado en los últimos seis meses. Dejar expresarse al otro, preguntar, contar acerca de uno. La terapeuta familiar a la que fuimos por deseo de Sarah le preguntó cierta vez: ¿Ama usted a su marido? Usted debe poner de su voluntad, de otro modo podemos ahorrarnos todo esto.” Sarah no supo qué responder y de hecho un par de semanas después ya se había mudado. Los niños vivían alternadamente con ella y conmigo, y cuando estaban en mi casa, yo era un extraño para mí mismo. Como si no fuera su padre sino más bien un tío. Por los menos ellos seguían teniendo su habitación, que tenía el aspecto de siempre. Lo peor de la casa ese día que Sarah se marchó eran las marcas en la alfombra. Un círculo dejado por un plato sobre el que había habido una maceta, un cuadrado de la cómoda Biedermeier, las pequeñas impresiones de las sillas de la mesa donde comíamos, que parecían huellas de perro. Las miraba una y otra vez. Parecía como si mi familia estuviera haciendo compras o deportes, qué sé yo. Sólo esas impresiones eran nuevas.
Walter quiso hablar ayer sobre mi madre. Me di cuenta tan pronto entré en su mansarda de Kiel-Holtenau. El camino me había llevado desde el puente del canal en dirección al agua. La calle serpenteaba hacia abajo por un barrio de casas de ladrillos. Algunas tenían dos frontones y parecían dos casas unidas entre sí. Conduje hasta el final de la calle, hasta el canal y aparqué delante de la Schleuseninsel. Allí, donde la rada de Kiel desemboca en el canal, había un pequeño café, una casa solitaria, también de ladrillo y atestada de utensilios marinos. La tarde ya estaba avanzada y adentro una pareja joven bailaba tango en un cuarto que tenía sillas a lo largo de sus cuatro paredes, como en un baile escolar. Estaban solos y el hombre llevaba un traje color arena y la mujer un vestido oscuro que le llegaba hasta la rodilla. La mayoría de los clientes, sin embargo, estaban sentados afuera, al sol, que se hundía, y bebían cerveza y vino. No tenían aspecto de turistas, pero tampoco de personas que pertenecieran al lugar. Quizás sencillamente eran de Kiel y habían atravesado la rada para beber una cerveza después del trabajo. Me senté con ellos y pronto ni pensé en irme. Un barco ruso atracó justo enfrente de nosotros. Los containers apilados parecían un juguete que había salido demasiado grande. Un marinero saltó por la borda para amarrar el barco. Desde un barco más pequeño le cargaron gasolina y pocos minutos después el barco ruso había desaparecido.
Me pareció estar en Holanda o en Inglaterra o en Dinamarca. No lo podía decir con precisión, pero era como si mi realidad se hubiera desplazado un poco, como si yo estuviera descentrado. Eso me gusta, era todo lo que quería de ese día y no esperaba obtener.
De todos modos, después me puse en camino y busqué el domicilio de Walter. Se alegró mucho cuando me abrió la puerta. Sus pálidos ojos azules estaban hundidos bajo densas cejas grises, había lágrimas en ellos y su voz tembló cuando me abrazó y dijo:
–Qué bueno que estés aquí.
Poco después, en la cocina, sacó un calamar de una olla. Yo acababa de sentarme y él levantó con un tenedor ese bicho gigante y lo puso sobre una tabla como un trofeo. Vi las pequeñas ventosas rojas en los tentáculos y el carnoso cuerpo de piel blanca.
–Hay que cocinarlo con tres corchos de vino tinto, por el ácido tánico –dijo como si me revelara una receta familiar.
Cortó el calamar y roció los pequeños trozos con una mezcla de aceite de oliva, ajo y perejil. Sabía estupendo, casi no como marisco, y en cuanto a la consistencia, el bicho era mucho más tierno de lo que parecía.
–Es el mejor en mariscos que he comido en el último tiempo –dijo Walter.
–¿Y se lo pesca en el Báltico? –pregunté sólo por decir algo.
–Claro que no –dijo Walter y eludió el tema y habló de mi madre sin parar.
En aquella época él la amaba, y yo lo sabía, con mis trece años podía verlo, también porque a Walter no le importaba un bledo que yo me diera cuenta. Para mi madre él nunca fue una opción y también esto yo lo sabía. Conocía bastante bien el tipo de hombre que ella prefería, y no era parecido a Walter. Él le agradaba a mi madre, pero ella lo mantenía a distancia. Sin embargo, Walter no se dejaba intimidar, le traía flores y aparecía por las noches en la puerta con una botella de vino. Nunca estuvimos en su casa, en la villa, y creo, además, que Walter se ponía a salvo en nuestra casa. No sólo huía de la soledad. En el primer piso de la villa vivía su sucesor, el nuevo jefe del departamento de esterilización del hospital, y él no perdía oportunidad para molestar a Walter. A veces cambiaba la cerradura de la puerta de calle, otras ponía marchas militares a las dos de la mañana, y de vez en cuando la luz del apartamento de Walter estaba encendida aunque él sabía que la había apagado al salir.
–¿Y tu madre? ¿Qué hace ahora? –preguntó Walter mientras retiraba de la mesa los restos de calamar.
Aún el tiempo estaba muy caluroso y él llevaba una camisa blanca de manga corta por encima de un pantalón negro de tela ya algo deformado. Tenía los botones superiores desabrochados y se podían ver la piel vieja, suave, y muchos lunares.
Giré mi copa en la mano y miré el borde que refractaba la luz de la vela.
–Le va bien. Vive en Munich. Ha abierto un servicio privado de cuidados a enfermos y gana buen dinero. Se casó otra vez, con un austríaco que trabaja con ella. Y tuvo otro hijo, a los treinta y ocho. “En el Este yo era una madre normal, y en el Oeste también lo soy”, dice siempre.
Lo miré y supe que él no quería oír eso, pero yo no quería tener consideración para con Walter.
Seguimos hablando de los viejos tiempos. De cómo me había enseñado a pescar, los señuelos para percas y lucios, y cómo me puse en cuclillas bien cerca y concentrado, cuando me mostró por primera vez el corte detrás de las agallas, con un rutilo que, con su cuerpo cubierto de finas escamas plateadas, parecía llevar una cota de malla.
Recuerdo especialmente bien un día de ese verano. Mucho antes que la gente saliera a la calle en Leipzig y también semanas antes de que los húngaros abrieran las fronteras. Hacía mucho calor, era fin de semana. Del otro lado de la cerca de nuestro bloque de viviendas, detrás de los pequeños jardines, había un parque y en el césped algunos hombres estaban jugando al fútbol. Hombres gordos, deformes, con pantalones amplios que les llegaban hasta las rodillas. Yo estaba delante de la cerca sobre el techo de la conejera perteneciente a uno de los inquilinos. Tenía un conejo en el brazo, un conejo gris y blanco por el que yo había asumido algo así como un padrinazgo, desde el día de nuestra llegada hasta el día que lo sacrificaron, poco antes de Navidad. Yo estaba sentado con las piernas cruzadas sobre el tibio cartón alquitranado, y mi madre y Walter se hallaban detrás de mí y los tres dábamos voces y gritábamos y alentábamos a los jugadores. Luego vi cómo el hombre que vivía arriba de Walter y que hacía esas cosas inauditas, atravesó el jardín. Llevaba pantalones de gimnasia y una camiseta blanca y tenía unas tijeras de jardín en la mano. Nunca lo había visto tan de cerca y cuando nuestras miradas se encontraron, por un momento detuvo su movimiento. Mi madre colocó un brazo alrededor de Walter y también miró hacia el hombre. Ese fue el único contacto cariñoso que hubo entre Walter y mi madre en esos seis meses.
Josef Neuer arrancó el motor fuera de borda apretando un botón.
–Ahora sí nos largamos –dice.
En la última de las veinte nasas había solo algunos bueyes de mar y cangrejos chinos pero ninguna anguila, así como antes en las redes no había habido sollas ni percas.
–Los japoneses y los españoles las cazan cuando son angulas, y si las sacas pequeñas, ¿cómo va a haber viejas en mi nasa?
Estoy sentado adelante, él está en la popa y en el banco entre nosotros nada nuestra pesca. El banco tiene tapa levantable y Neuer ha arrojado ahí los pescados. Ahora sólo lleva los dos pantalones uno sobre el otro y los tiradores naranjas de su pantalón de peto se destacan contra los hombros de color marrón oscuro.
Neuer se ha decidido a tutearme y se desprende del “usted” como de una prenda demasiado apretada.
–No veo la hora de que llegue el invierno. Ahí se acaban las medusas y las algas. Con semejante tiempo no atrapas nada –dice con voz enérgica compitiendo con el motor–. ¿Sabes? Sí, hace frío pero no importa. Pues ahí vuelves a atrapar algo y los peces no se te ponen blancos por pasar una noche en la red, y la carne es bien tierna. Y además hay bacalao joven. El bacalao joven es pez de invierno, el mejor de todos.
Navegamos hacia Kiel y en el canal hay mucha actividad. Una docena de veleros nos sale al encuentro. Reunidos en la esclusa de Holtenau, ahora van por un rato uno detrás del otro, ensartados como en una cadena de perlas, en dirección al Mar del Norte.
Neuer ha dicho hace un rato que sus comprobantes de impuestos se apilan en la mesa de la cocina. Antes lo había hecho siempre su esposa. Y con este tiempo él debía pasar una hora en el jardín regando sus plantas. En parte, dijo, no sabía qué plantas eran esas. A veces deseaba que todo se detuviera por un día. Y además, se había escapado un gato, después que muriera su esposa, y el otro, el macho, el gris, que no lo soportaba a él, a Neuer, ahora vivía con él en la casa vacía y paulatinamente se acostumbraban uno al otro.
Y ahora estamos en el enorme pesquero cerca de la Kanalstrasse y Neuer vende su pescado. Estoy sentado apoyado contra la borda y fumo un cigarrillo. Me lo ha dado Walter sin decir palabra, y también sin decir palabra pasa por alto su ausencia de esta mañana.
–Eh, Walter, te quedaste planchando la oreja –había dicho Neuer.
La gente llega con cuentagotas. Ellos saben cuándo el pescador está aquí y vende. Se quedan un rato y hablan con los hombres sobre el tiempo y el pescado que por el momento falta. Neuer tiene puesto en una mano un guante de lana con el que sujeta a los pescados, y en la otra sostiene un cuchillo, y destripa los animales. Las tripas vuelan por la borda y las gaviotas chillan y se pelean por ellas. Pone el pescado en la bolsa, se lo pasa a Walter y dice el precio. Walter cobra el dinero y lo pone en la pequeña caja de metal.
–Mi esposa me enseñó a ser amable con los clientes –dijo hace un rato Neuer, y no puedo decir que él no lo sea.
Pero a ojos vistas está contento de que entre él y los clientes esté Walter. Una mujer compra dos sollas, y está dispuesta a hablar un poco más con los hombres. Se ha arreglado para la compra, se nota. Los cabellos rojizos están recién lavados, ella está correctamente pintada y lleva una falda de jean y una camiseta blanca. Cincuenta años quizá, maestra quizá o empleada estatal. Recibe el pescado pero no se va. No hay nadie detrás de ella esperando y Neuer corta filetes de las percas que hemos pescado. Les quita la piel y forma un montón con las espléndidas porciones rosadas.
–¿Ha escuchado del asesinato? –pregunta la mujer.
Yo también he leído la noticia, ayer en el pequeño café. Un hombre ha matado a golpes a su mujer, aquí en Kiel-Holtenau, y la policía todavía no sabe bien los motivos. El hombre se dejó llevar preso y los vecinos dijeron lo que los vecinos dicen tan a menudo: “Eran gente amigable, común”.
La señora no cede:
–Señor Neuer, usted conoce a todos aquí, ¿no? ¿No ha oído nada? ¿Por qué la mató? ¿Lo conocía?
–Lo que se dice conocer…
–Pero usted habla con todo el mundo.
La mujer cruza los muslos y la bolsa con el pescado se balancea al lado de aquéllos.
–¿Y usted?
La mujer fija la vista en Walter, éste menea la cabeza y no le devuelve la mirada.
–Vamos, señor Neuer, señor Walter, ustedes saben más de lo que dicen.
La mujer juguetea con el colgante de su cadena.
Walter dice sin levantar la vista:
–Quizás ella preguntó demasiado.
Y la mujer suelta el colgante, la risa se le congela. Se va sin saludar por el embarcadero hasta la calle y sigue su camino.
Neuer sigue sacando filetes de las percas y después de un rato mira en dirección a Walter que está apoyado contra la cabina.
–¿Qué hay? –dice Walter.
–Hombre, hombre…
Y los dos ríen. Es más una risa de jóvenes que de hombres. Arrojo la colilla al canal y mis ojos se llenan de lágrimas así sin más, y por primera vez desde que Sarah me abandonó.
Traducido por Nicolás Gelormini