Christian Fries

Nacido en 1959 en Duisburgo, reside en Münster. Estudios universitarios de Filosofía en Colonia, estudios de piano en Düsseldorf, a continuación estudios de teatro en la HdK de Berlín.

 

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TDDl 2010TDDl 2010

 

Christian Fries

Hutmacher, privado

Fragmento de la novela breve El principio reichiano

 

Traducido por Nicolás Gelormini

 

Wilhelm Reich: discípulo disidente de Freud, que reemplazó la conversación terapéutica  por la respiración y la relajación manual de los bloqueos musculares. La bioenergética y otras terapias corporales modernas se basan en sus teorías.

 

 

Divorcio

 

Todo pasa muy rápido. Mis hermanos no están informados. Aun así, estoy preparado cuando los vecinos me dan la noticia: mis padres se han divorciado. Como no podían ponerse de acuerdo sobre algunas posesiones –es lo que escucho–, las destruyeron conjuntamente. Es una buena solución, pienso. Mi padre ha logrado salvar los libros (¡por supuesto!); mi madre –es lo que escucho a continuación–, se llevó los frascos para conservas. Seguramente nadie se los disputó.

Mi madre no me preocupa.

En cambio mi padre es viejo, ¡y no va a ser tan audaz  para casarse con la señora T.!

Durante estos días paso mucho tiempo sentado en el retrete. No sé qué pasa: a veces cago tanto que fluyen de mí arroyos marrones; otras, la comida no aguanta ni media hora en mi estómago y vomito todo el menjunje ácido y apestoso. No es muy de buen gusto, a veces ocurren las dos cosas simultáneamente. Para esos momentos tengo a mano un cubo de plástico. ¡Como estudiante de teatro que soy, y además con experiencia en terapia, debería poder enfrentar con mejores armas estas embestidas del alma muda! Pienso en los innumerables buenos consejos que he repartido a lo largo de mi vida. ¿Y ahora?

Anastasia, estudiante de teatro como yo y como yo partidaria del principio reichiano, está sentada frente a mí, llamativamente erguida (¡una reina!) y ha bajado la vista hacia un costado.

Espera que yo me exprese.

–En fin –me encojo de hombros y sonrío avergonzado–, no deja de ser interesante que el divorcio de los padres afecte tanto a un varón adulto con alguna experiencia de vida.

Anastasia tuerce la boca ofendida.

Sé por qué.

Preferiría llevarme a la cama, y estar teorizando conmigo es sólo un mal reemplazo. Pero no puedo hacer otra cosa, Anastasia no es mi tipo.

–Es interesante –repito–. Podríamos habla un poco de eso, ¿qué te parece?

Como desde una perspectiva reichiana no hay nada que objetar a mi propuesta, Anastasia acepta a regañadientes.

–Al fin y al cabo –digo en tono suplicante– es casi una prueba de lo que siempre supimos pero tal vez no quisimos ver: que el yo sólo es una costra delgada que se rompe cuando las circunstancias cambian.

Anastasia se echa a llorar.

Me quedo callado.

 

 

Carrera meteórica

 

Las transformaciones que se están produciendo en la existencia de mi familia tornan casi imposible que me ocupe adecuadamente de mis propios intereses (profesionales).

Sin embargo, parece que tengo una buena racha.

Me invitan a varios castings.

Los directores de los teatros están entusiasmados con mi actuación.

–Señor Hutmacher –dice uno–, si lográramos ganarlo para nuestro teatro, podríamos por fin pensar en materias más complejas. Lamentablemente, la inteligencia no es la característica más saliente de los actores que llaman a nuestras puertas.

–Esos son prejuicios –digo yo secamente, pues la buena posición que obtuve gracias a mis trabajos, me permite proteger a mis compañeros.

–¡Me saco el sombrero! –dice, impresionado, el director.

Voy a mi hotel.

Por unos instantes caigo en un sueño profundo.

-Me acostaré contigo –le digo a una muchacha.

-Pero a distancia –dice ella.

Tomo un bastón con una delgada contera de goma y le abro la vagina desde lejos, como ella lo desea. El placer, sin embargo, no pasa de cierto límite. No es para asombrarse, pienso.

–Esto es demasiado –dice ella, desengancha la vulva y me enseña el interior.

Enfadado, arrojo el bastón y como protesta me masturbo. Al hacerlo pienso: le preguntaré a su madre (o a la mía) por qué el sexo sólo funciona con distancia. Ellas tienen que saberlo,  ellas lo hicieron.

–¡Dios mío! –oigo que dice la mujer mientras me despierto, sin haber eyaculado.

En una hora sale el avión.

 

 

En el conservatorio

 

En el conservatorio me odian.

Apenas regreso a W. de la entrevista descubro que han forzado mi armario. Faltan mis apuntes de clase. Sospecho de Kai, que quiere escribir un libro sobre la utilidad de las bases de trabajo reichianas para la actuación. ¡A él sí que le encantaría arrebatarme mis esenciales ideas sobre el tema! Por suerte, hace mucho que tengo copias de mis apuntes, así que veremos quién escribe el libro primero… Lo que también falta es una cajita de preservativos que guardo ahí desde el inicio de los estudios. Seguramente Anastasia se apoderó de ella. La caja ya estaba empezada, pero sería un error deducir a partir de eso actividades sexuales de mi parte. Dos preservativos se los di al profesor de acrobacia, uno al conserje, y otro lo usé, por pura melancolía, para masturbarme. Pero Anastasia se sentirá acosada por el deseo de saber con qué compañeras, por ejemplo de la clase de escenografía, tomé una ducha conjunta.

¡Ya veo su rostro  desfigurado de ira!

El rechazo (¡la envida!) de los compañeros me hace rebelde. Y así (¡por rebeldía!) rechazo  las diversas ofertas de teatros ilustres y firmo contrato para una serie televisiva de segunda categoría pero muy conocida, y para dos películas de televisión de segunda, cuando no de tercera categoría.

–Ahora comienza la función –digo con arrogancia.

Sin embargo, sigo asistiendo a clases.

¿Qué puedo decir?

Tengo plena conciencia de que (como actor) soy un fraude. ¡El impulso repentino que tomó mi carrera me resulta incomprensible! Y Anastasia, que a pesar de todo sigue siendo la única persona con la que intercambio opiniones, es decir, de la cual en cierta forma soy dependiente, no desaprovecha oportunidad alguna para arquear las cejas y señalar que en nuestra profesión, sobre todo entre los talentos de la nueva generación, hay muchos estrellas estancadas, estrellas estancadas con excelentes aptitudes, y que por eso resulta esencial seguir desarrollándose con lucidez en todo momento, exponerse regularmente al juicio crítico de docentes experimentados, en especial cuando el propio discernimiento no alcanza para hacerse una imagen realista de las propias capacidades… Me encojo de hombros (e inclino la cabeza)…

Pero las clases se convierten en un castigo militar.

Si actúo (mal) una escena, indefectiblemente oigo que alguien dice: “Deberíamos ir todos a la televisión, ahí sí se aprende”. Sea quien sea, con la risa que provoca se mete en el bolsillo a todo el grupo.

 

 

Reunión de emergencia

 

Estamos reunidos con mis hermanos. Nuestra hermana nos pidió que fuéramos a su casa.

A intervalos regulares salen de la tostadora rebanadas de pan.  Mi hermano las va untando con manteca y queso fundido, y las va devorando. Mi hermana no come nada, salvo cebollín. Espero a que me ofrezca arroz con leche. Lo hace siempre que estoy en su casa (el tiempo suficiente). Hoy se le olvida. Quizás piense que ahora soy demasiado viejo para alegrarme por un plato de arroz con leche. Creo que lo soy, pero aún así me alegro.

No me ofrecen arroz con leche.

Mi sobrina entra lloriqueando en la habitación.

–¡Cállate y duerme! –dice mi hermana.

Mi cuñado se escabulló de la vida de mi hermana. Y como mi sobrina se le parece, debe soportar algunos ataques por parte de su madre. No entiende el motivo y ha resuelto tener una personalidad conflictiva. La comprendo, pero no me cae bien.

–¿Qué hacemos? –dice mi hermano–. Hace falta ímpetu.

Se refiere a mi padre, pero en ese momento lo dicho se aplica mejor a nosotros.

No podemos anular el divorcio de nuestros padres. Somos más optimistas en lo que respecta a las eventuales segundas nupcias de nuestro padre.

–Podrías espiarlos un poco –dice mi hermano, sin ganas, en medio del silencio.

No es una misión edificante.

–¿Por qué yo? –digo de mal humor–. Tú tienes tiempo para esas cosas.

¡Qué desvergüenza! Mi hermano cree que los actores tienen una vida fácil. Por la noche están sobre el escenario, durante el día holgazanean y les da lumbago de tanto coger. Cedo a las peticiones de los otros y hago un bosquejo del carácter (lamentablemente demasiado conocido para mí) de la señora T.

–Es despótica, en eso se parece a mamá… Lo que la diferencia son los remordimientos. Cuando la señora T. se baja los pantalones, cae de rodillas por humildad, y también para que el viejo pueda tirársele encima. Como todas las criaturas de Dios, los pecadores incluidos, no está exenta de soberbia. Sí –sacudo la cabeza furioso–, la humildad es soberbia. Por lo demás, sé que dejó de fumar, que toma vino tinto y que lamenta haber venido al mundo como mujer.

Mi hermano toma notas.

–Debemos impedir esa unión como sea –digo de pronto, frotándome las manos enérgicamente.

Como mi hermana lo arregló así, nos comunicamos por teléfono con nuestra madre. El aparato está apoyado verticalmente sobre la mesa.  (Como un miembro masculino, pienso.) Lo ponemos en altavoz y escuchamos las palabras que ella ladra en el aparato: “Está muy equivocado si cree que viviré de las migajas que seguramente me dará como manutención. Hice bien en perfeccionarme profesionalmente los últimos años”. Ella no puede estar refiriéndose en serio a su servicio social en la comunidad protestante. “Ustedes se sorprenderán.”

Con cautela, mi hermana pone fin a la comunicación.

Nos quedamos callados.

–A veces entiendo a papá –dice mi hermano.

–Tal vez hizo un curso a distancia –digo–, mientras nosotros pensábamos que se encerraba en su cuarto a contar cerillas.

Mi hermana me pregunta si quiero que me haga arroz con leche.

Niego con la cabeza.

Se produce un pequeño terremoto.

Por un momento quedamos desconcertados, después recordamos que  el servicio meteorológico había pronosticado los temblores. Nos acercamos a la ventana, como si hubiera algo que ver. Mi hermano se coloca en el vano de la puerta.

–Sólo por si las consecuencias son  más devastadoras que lo anunciado. En caso de desmoronamiento hay más posibilidades de sobrevivir bajo un dintel.

Mi sobrina viene llorando.

La tomo en mis brazos.

–No tengas miedo –le digo–. Si la casa se viene abajo, estiraremos la pata todos juntos.

Mi hermana se echa a reír. Hoy verdaderamente no tiene piedad. La razón puede ser que nadie se apiadó de nosotros.

De pronto, los ojos de mis hermanos apuntan hacia mí.

–¿Cuánto calculas que será tu jubilación? –oigo que me dicen.

Estoy anonadado. ¡¿Qué bicho les picó?!

Menciono una cifra cualquiera. Sé que es más alta de lo que en verdad calculo,  y más baja de lo que son capaces de imaginar mis hermanos.

Los hermanos empalidecen.

Les explico en qué etapa de mis estudios me hallo –a ninguno de los dos le interesa–, cómo son las perspectivas en los tiempos actuales, les digo que la cultura es uno de los campos de la sociedad menospreciados y por eso no recibe las subvenciones suficientes, que las fusiones de teatros están a la orden del día, que las vacantes son escasas; que uno debe hacer bastantes monerías (¡así lo digo!), si quiere ganarse el premio de un puesto en una de esas empresas de entretenimiento que firman con el nombre de teatro municipal.

–En el fondo –continúo diciendo por maldad y para ver si los rostros se ponen más pálidos– mi objetivo no es convertirme en miembro de una compañía estable de un teatro  municipal. Prefiero proyectos de teatro experimental, que, aunque no dejan dinero, producen satisfacción. Quizás mamá pueda conseguirme un puesto de conserje –¡sí que soy malvado!–, cuando esté en una posición influyente, algo así insinuó ella por teléfono. Eso me dejaría tiempo para reflexionar, combinaría con mi holgazanería, y probablemente me daría acceso a espacios que, con o sin permiso, podrían usarse para ensayar. Será una existencia al mínimo –digo en paroxismo–. Pero  eso no significa –agrego– que ustedes deban temer que un día llame a sus puertas.

–Tú también debes acomodarte a la realidad–dice mi hermano con un hilo de voz.

–Estoy enterado de ello –respondo con tono glacial.

Durante unos instantes la conversación se detiene.

Entonces saco de mi bolso el contrato cinematográfico que firmé el día anterior.

De inmediato las cosas toman otro cariz.

Mi hermana, cuyas mejillas se ponen coloradas de excitación, descorcha una botella de champagne que tiene en el refrigerador porque después de la huida de su marido supuso erróneamente que volvería arrepentido al día siguiente. Mi hermano ordena pizza, es su plato favorito. Despiertan a mi sobrina que no entiende del todo qué sucede, pero opina que a mi firma al pie del contrato le falta movimiento. Sólo cuando se le dice que pronto seré una estrella, ella comprende. Ahora ve a su tío bajo una luz muy distinta, y no me la podré quitar de encima por toda la velada. Vuelvo a mencionar burlonamente el monto (ficticio) de la jubilación.

–¡Nos engañaste de lo lindo!

Debería (y me gustaría) ser más rencoroso de lo que soy.  Pero el buen humor a mi alrededor es contagioso. Digo:

–La sala de teatro experimental me la compraré con el sueldo de la televisión.

Esto agrada incluso a mi hermano. Dice que él mismo se dará una vuelta para ver lo que representaremos en nuestro “patio trasero”. Que el gusto por lo experimental no es una garantía de éxito pero que al fin y al cabo –¡no doy crédito a mis oídos!– es el germen de todo avance de la humanidad. Hemos olvidado a nuestros padres. Mejor así, pienso por un instante, y embucho una porción de pizza.

 

 

Delante del museo

 

Me acerco sin ser visto. Lo puedo ver desde la esquina. Está en la pequeña casilla de vigilancia situada delante del museo, hundido en la lectura. Podría escaparme sin que se diera cuenta…

Tengo puestos lentes de sol. El policial tuvo un índice de audiencia del 17%. Una de cada seis personas podría reconocerme. Como la fama es reciente, eso no me resultaría del todo desagradable, pero depende de la situación.

–¿Qué estás leyendo? –digo rápido y me meto a su lado en la casilla.

–Un lugar para estar –dice él.

Inclino la cabeza.

–Mientras nadie me eche… ¿Pero por qué lo harían? A un viejo pensionista… El director del museo ya me abordó personalmente y pude exhibir conocimientos sobre su propio campo. Creo que esto me congració con él. Por supuesto no quiso garantizarme el derecho de permanencia por escrito, pero dijo que vería qué podía hacer…

–¿Cuál es su campo?

–Los happenings de los años sesenta.

–¿Y sabes del tema?

–Puro alarde, como siempre.

Hay orgullo en la mirada, es su lado picarón. Pero luego se pone serio.

–Sólo en estas cosas –señala el libro– no hay engaño posible, todo es cuestionado al detalle. Ella no conoce el perdón.

Toma el paquete que está en su regazo y extrae un sándwich.

–Se ve sabroso –dice visiblemente animado–. ¿Sabes?, ni siquiera estoy seguro de que me sirva de algo ser un alumno aplicado. Si puedo exponer  sin errores la deducción kantiana de las categorías a priori, ella se enfada; tengo más posibilidades de –se ruboriza– sexo cuando no estoy bien preparado. Es asombroso, ¿no te parece?

Me quedo en silencio.

Mi padre levanta el dedo índice:

–Es sorprendente todo lo que se ha pensado a lo largo de los siglos; comienza a interesarme. Nunca tomé en serio a los filósofos.

Apretujados en la casilla, uno de nosotros con un sándwich de salchicha entre los dientes (y migas en la chaqueta), es de suponer que conformamos una verdadera pareja de cómicos. Hace tiempo que no estoy sentado tan cerca de mi padre, y lo disfruto como un niño.

¡Sentimientos impensados!

–Cuando uno se enfrasca tanto en un libro, puede sentirse muy bien y protegido –dice mi padre.

Muy cerca de nosotros, los autos se abren paso como pueden en el centro de la ciudad.

–Pronto pasaré a los sucesores  de Kant. Hay un montón de nombres olvidados. Jacobi, Fries…

Imprudentemente me he quitado los lentes de sol. Una mujer se detiene:

–¿Usted no es…?

Con el pueblo tengo un trato franco y presento a mi padre:

–Es un hombre culto, originalmente historiador del arte. Pero para alimentar a la familia, a nosotros, sus hijos, y a una esposa ambiciosa, tomó la pesada cargada de una existencia como docente. Ahora se empeña por penetrar en el campo de la filosofía, esto se debe a motivos privados sobre los que nos expresaremos profusamente en otra ocasión.

Hago referencia al talk show del próximo domingo. Mi padre está sorprendido, no pescó nada de mi carrera meteórica.

–La última vez que nos vimos todavía dudabas si, en lugar de ser actor, no debías seguir la carrera de terapeuta reichiano.

Un chico ha escuchado las palabras “terapeuta reichiano” y estalla en lágrimas, mientras, como en seguida me reconoce,  me besa la mano entusiasmado por mi actuación (en la película policial). Por supuesto, me parece exagerado, pero es una emoción bella la que él está experimentando, y no quiero obstruir el flujo de energía. Aunque nadie lo entienda, momentos como éste pueden transformar una vida.

Con repentina alegría por no sé qué cosa, mi padre tararea una canción y agita rítmicamente el libro cerrado. Si descifro correctamente las letras danzantes, se trata de la Crítica de la razón práctica.

No precisamente un best-seller, pienso.

Ahora nos rodea una docena de personas. Mi padre ha comenzado a hablar sobre la armonía de los vasos griegos.

–Es el campo en que soy competente, apenas comienzo ya me siento mejor –me susurra.

Por mi parte, repito varias veces el gesto de la escena en que echo de su silla al jefe de la policía, es lo que más ha gustado. Los peatones, cada vez más animados, pasan a mostrarse sus adquisiciones, comparan los precios e indagan las respectivas motivaciones de compra. Se ha puesto en marcha un alegre ajetreo, y ni siquiera a mi padre le llama la atención que yo me ponga de nuevo los lentes de sol y me escabulla.

“¡Viva…!” alcanzo a oír pero no sé a quién va dirigido.

La señora T. jamás se casará con mi padre.

 

 

Balanceo

 

Las coordenadas de mi existencia se han desplazado.

Aún me muevo con en aguas poco seguras.

¡Los pedidos que me hacen!

Aunque los estudiantes me odian, no es raro que alguno –casi siempre de los primeros años, mis compañeros de curso no se animan– hable conmigo a solas y me pregunte si no le puedo dar el teléfono particular de Jaroslav Kauz, quien, como todo el mundo sabe, tiene la sartén por el mango en lo que se refiere a la serie ¡Willi sabría cómo!

–El contrato me impide hacerlo –digo y me encojo de hombros.

Hasta los docentes de pronto no vacilan en simular que son amigos míos. Ahora los veo bajo una óptica completamente distinta. ¿Son ellos en verdad buenos actores? Quién sabe.  Anastasia no está segura de si la nueva situación es motivo para intensificar sus pretensiones hacia mí o  para apartarse con altivez y actuar el papel de la reina traicionada.

En una ocasión duermo con una chica de los primeros cursos. (¡En serio!) Me da vergüenza, y además, por causa de la masturbación matutina, no reboso precisamente de potencia sexual, pero de todos modos es estimulante (lo que compensa un poco la debilidad). La cosa se da cuando le cuento en el pasillo del conservatorio cómo transcurrió el casting en W., y que el actor K., que estaba viendo la audición (y a quien Anastasia aprecia especialmente) me abrazó con mucho afecto después que yo interpretara al bribón de Alma de mercader. No digo que no estoy bastante atractivo esa mañana. El éxito lo hace a uno atractivo, todos lo saben. Pero las verdaderas causas saltan a la vista. Y cuando lo hacemos de pie (no es mi posición favorita) en el pequeño cuarto del conserje al que ella me arrastra, y su orgasmo (entre otros motivos, debido a esa posición) se hace esperar, debo contarle por segunda vez, susurrando en voz baja, cómo me abrazó el actor. Cuando menciono que tiene pelos en las orejas, ella llega al orgasmo.

Dejo que las cosas sigan su curso.

Lo que da placer, da placer. No hay que darle vueltas, por más que nos duela.

Cuando me la encuentro de nuevo en una asamblea general, me saluda exaltada y me exhorta, en medio de sus compañeros de clase, a relatar por tercera vez el episodio con el actor. Le doy el gusto pero agrego con cierta hostilidad:

–Al fin y al cabo es un actor cuyo sólo nombre basta para que algunas mujeres tengan orgasmos.

Esto provoca una inmediata ola de indignación y una semana más tarde se me siguen haciendo reproches en conversaciones con los dirigentes de la organización estudiantil… También Anastasia está indignada, cuando (¡yo mismo!) le cuento. Por mi parte, no consigo librarme de la idea de que ella también tiene problemas de orgasmo, de otro modo ante tales niñerías reaccionaría simplemente encogiéndose de hombros.

Percibo que los cambios han puesto en peligro mi estabilidad interior, que los cambios corroen, desgarran, serruchan mis fundamentos. ¡La separación de mis padres, el éxito repentino! Nada es como era. ¿Dónde están los días en que Wilhelm Reich me daba seguridad interior (y significaba algo para mí)? Me he perdido, perdido perdido…

 

 

¿Qué será de mi padre?

 

Anastasia me pregunta por qué estoy tan interesado en impedir el casamiento de mi padre con la señora T. Ella insiste en que debo aclarar ese punto (oscuro). Dice que está en juego mi propia capacidad de involucrarme en relaciones afectivas. Por supuesto que no pregunta desinteresadamente. Pero como la situación de Anastasia en estos momentos no es precisamente color de rosa, estoy dispuesto, dado que puedo hacerlo sin traicionarme demasiado, a realizar mi aporte para despejar su ánimo. En consecuencia, voy (para alegría de Anastasia) a la tanto tiempo planeada sesión con el experimentado terapeuta reichiano. Cuando le expongo con cierto aburrimiento mi demanda, se queda impresionado:

–Por lo general los clientes vienen con vagos dolores de barriga. Pero usted tiene una pregunta concreta y quiere una respuesta concreta.

Respiro. Él dice:

–Respire, simplemente respire…

Y al final de la sesión se obtiene el siguiente resultado: los hijos quiere dominar a sus padres eternamente y no soportan que éstos tengan su propia vida.

Ahora soy yo el que está impresionado.

¡Vaya afán de posesión!

Pero el deseo de disuadir a nuestro padre de ese acto arbitrario (así digo para mis adentros), ¿no proviene también de una preocupación por su bienestar? ¡¿Qué será de mi padre cuando la señora T., mediante el casamiento, lo encadene a la silla de los filósofos?! ¿Se le podrán contar chistes como siempre? ¿Seguirá descolgándose con barbaridades como antes, y le preguntará –¡un ejemplo!– al párroco cómo figurarse concretamente el regreso a la patria de David después de vencer en combate a los filisteos: si, como hace suponer la Biblia en Samuel 18, 25 y ss., se pasaron por la frontera sacos llenos de prepucios, doscientos prepucios para ser más exactos, si Saúl los contó en persona, al fin y al cabo era el precio que habían pactado por su hija, y si a continuación se los habían comido para honra de Dios en una cena conjunta?

No, me temo que esas cosas ya no sucederán.

¡Lo que está en juego es su carácter, el que conocemos (y nos resulta simpático)!

 

 

TV

 

Unos días más tarde… Tomo mi merienda nocturna con moderado buen humor, hago zapping, pruebo la calidad de imagen del televisor de pantalla plana que Anastasia ha traído a la casa, pagado con mi dinero, obviamente, pues ella por ahora es, pienso con malicia, nada más que una estudiante de teatro sin diploma, “¡pobre como una rata!” digo en voz alta (y de una vez por todas, profundamente disgustado, tengo claro hasta qué punto he cedido a los cortejos de Anastasia; el televisor es el daño menor…), me figuro que en el manicomio, cuya dirección, según nos hemos enterado, ha asumido mi madre, a esa hora de medianoche los enfermos comienzan a aullar y sacuden las rejas (sin duda, un fantasía irrealista que surge de mi propio interior)… y en ese instante aparece la señora T. en la pantalla. ¡Es imposible!

¡¿Qué se le ha perdido a esa mujer en el mundo del espectáculo?!

Lo intuyo: ¡otra vez alguien intenta sacar provecho de mi carrera meteórica!

–Ya Nietz… sche… –está diciendo con lengua mordaz y un siseo agudo y penetrante. Ella se imagina que, de haberlo querido, habría sido una gran actriz, se lo ha contado a mi padre en un momento de tranquilidad (¡de intimidad!)–. Ya Nietzsche sabía que sólo un horizonte de conciencia estrechamente limitado posibilita una vida feliz. Lo sabía porque él mismo era incapaz de alcanzar una vida así. Y lo mismo me pasa a mí ­–le sonríe seductoramente al presentador del talk show–, que no me ha sido otorgada la paz interior de esas personas a las que su narcisismo, ignorancia y ceguera siempre brindan una conciencia limpia, sin importar lo que hagan.

Ahora ríe sonoramente, se inclina con un movimiento abrupto mientras escupe –¿estoy viendo bien?– un caramelo de menta  

con el que ha jugueteado entre los dientes.

La cámara sigue al caramelo.

¡Sí, es un caramelo Vivil!

Estoy indignado. Al fin y al cabo, pienso de repente, ella pertenece de alguna manera a la familia, y esto arrojará una sombra sobre todos nosotros.

–Usted puede creerme –continúa diciendo imperturbable– que todo este affaire del que estamos hablando me resulta muy doloroso. Ha llegado a mis oídos, y no lo dudo en absoluto, que mi ex marido se apareció con un revólver en casa de mi actual pareja y lo quiso empujar a un burdelo… ¡perdón! –suelta una carcajada estridente– a un duelo. Yo estaba horrorizada. Mi hija, ok, hablemos de ella, ha gozado, entre otras cosas debido a la intromisión  de mi suegra, una aristócrata empobrecida pero orgullosa de su casta, de una educación algo elitista y, como sea, no está muy contenta cada vez que oye que su… ¿cómo lo llamamos?, su futuro hermano político se gana el pan en el rubro cinematográfico. Y yo tampoco, yo, que fui su maestra y conozco y aprecio sus capacidades intelectuales siento una profunda culpa cuando pienso que él, en el fondo por las circunstancias familiares trastocadas,  desaprovecha la oportunidad de seguir cultivando su talento filosófico que es excepcional, lo repito, excepcional, y en lugar de esto se entrega a esa profesión escapista en la que uno sólo puede descuidar su persona, una profesión que no es más que puro narcisismo, que destruye en su germen cualquier posibilidad de desarrollarse moralmente, una profesión a la que no en vano Platón quiso saber desterrada de su ciudad, pues para qué sirve un hombre que juega a ser otro y sigue jugando y jugando…

Apago el televisor.

Respiro, jadeo, exploto.

-Deber e inclinación –digo a gritos.

¡Y encima tenía un sostén tan apretado que los ojos se le saltaban al presentador.

¡Se terminó!

Lo importante es que no vaya a heredar la casa mediante alguna treta.

Comienzo a reflexionar. Dado el caso de que contraiga matrimonio con mi padre, y dado el caso de que mi madre… y… y…

 

 

Estudio comparado

 

Trabajo toda la mañana en un estudio comparado sobre Nietzsche y Wilhelm Reich. ¡Por supuesto, se trata de una reacción basada en la rabia por la disparatada, indiscreta, y vergonzosa (para mí, para nosotros) aparición de la señora T. en el talk show!

El tema se presenta más problemático de lo que yo pensaba, porque en el fondo no hay ningún punto de comparación. Si en vez de Reich fuera Adler, qué duda cabe, se podría avanzar. Si en vez de Reich fuera Freud, al menos podría especularse sobre la importancia que para él tuvo Nietzsche, pues como intelectual vienés de finales del siglo XIX Freud por lo menos debe haber conocido a Nietzsche (¡tengo que investigar eso!), y quien conoce a Nietzsche debe tomar posición respecto a él. Pero Wilhelm Reich… Lo veo repartir preservativos en Berlín, lo veo hacer una siestita en su acumulador de orgones, lo veo pudrirse en una cárcel de Norteamérica. Lo veo  sonreír y mover su lengua literalmente larga. Lo veo realizar mediciones en personas que acaban de tener un orgasmo (algo que Anastasia encuentra excitante, y cuando dormimos juntos, a veces me susurra: “¡Los indicadores ya están funcionando y Wilhelm Reich verifica si seguimos bien conectados!”). Lo veo rechazar pseudodebates. Pero también Nietzsche tenía su lado realista y crudo. ¿No descubrí en algún texto suyo instrucciones para respirar?

En seguida estoy obsesionado por ese supuesto recuerdo y busco el pasaje durante horas.  En el índice encuentro bajo “Respiración”: “Vuelvo a respirar aire puro”. Bajo “Aire”: “Aire puro en el Olimpo del pensamiento…” y “A través de los muros penetra aire puro en la prisión del espíritu”. ¡Al parecer Nietzsche tenía la sensación de que se le avecinaba una muerte por asfixia!

El pasaje al que me refería no lo encuentro. Comenzaba más o menos así: “La mañana es un buen momento para hacer sentadillas y ejercicios de respiración”. Aunque me resulta bastante inverosímil que Nietzsche haya escrito algo así, estoy casi seguro de lo que digo.

Mi impulso buscador disminuye. Hojeo los libros que tengo delante, me pierdo…

Pienso en que a mi edad ya podría ser profesor de un conservatorio, lo cual no habría dejado de tener su toque teatral. También esto habría tenido un toque teatral. Y como terapeuta reichiano a esta hora (miro el reloj) sin duda estaría recibiendo pacientes y haciendo algo útil por la humanidad.

-¡Pero eso nunca me ha interesado! –digo en voz alta.

Encuentro el pasaje sobre los últimos hombres, los que inventaron la felicidad. ¡Ah, sí! ¡Claro…! Los hombres que parpadean y dicen: “Una serie de televisión es mejor que un agujero en la media”. De aquí se podría extraer un principio, pero cuántos críticos, columnistas, pseudointelectuales han tomado este pasaje como principio.

-Como principio reichiano –murmuro para mí de modo insensato.

Mi estudio comparado no quiere prosperar.

Escribo frases como ésta: “Nietzsche debió mover toda la masa de pensamientos de los siglos, Reich comenzó con la respiración desde cero. No podía sino avanzar.” O también: “Nietzsche, el bailarín femenino, dibuja sus coreografías en el cielo de las postrimerías del siglo XIX.  De otro modo, nadie hubiera fijado su atención en ese hombrecillo. Así, sus saltos, el modo en que se desmaterializaba, se exponía todo era polisémico y por ende artístico. Era un perfecto objeto de culto. No exigía nada”.

No estoy satisfecho.

Aparto las hojas.

Tomo (sin ganas) el guión que la agencia me envió esta mañana. “¿Ángela ha hablado contigo”, leo. “¿Ha hablado?”

De pronto me da lástima la señora T. ¡Qué difícil debe ser primero pensar y después vivir!

“¡Querido Wilhelm!”, digo de pronto con un grito que llena la habitación (y me pongo a escribir en una nueva hoja). “Dices que si uno respira correctamente y se da unos años de tiempo, tarde o temprano llegará al centro de sí mismo. ¿Lo crees realmente? Como todos los que vinieron antes, lo único que hiciste fue traer al mundo otro sistema terapéutico.  Nietzsche no quiso anular la infelicidad. La abrazó con desesperación. Una y otra vez tragó la serpiente marrón que quería escapar de su boca. Se imaginó lo más terrible que alguien se puede imaginar: que todo, absolutamente todo, lo que sale bien y lo que fracasa y nos destruye, retorna en un infinito bucle iterativo y que la tarea del hombre es celebrar la existencia en ese eterno retorno, decirle sí a esa repetición. ¿Cómo habría podido no explotar alguien que pensaba así? Pero, querido Wilhelm, alguien que respira con la esperanza de llegar al centro de sí mismo sin lograrlo, ¿no está peor?”

Me sorprende que pensamientos tan pesimistas atraviesen el umbral de mi conciencia. Pasen tranquilos, pienso, pasen tranquilos.

Me acuesto en el piso y respiro (a pesar de todo).

¿No debo esperar nada más?

No tengo ambiciones artísticas. Tampoco amorosas. Mi familia está despedazada, y yo no la sostuve. No voy a fundar una nueva. (En la medida en que disminuyo la frecuencia de las relaciones sexuales con Anastasia, se reduce el riesgo de una falla de preservativo.) De la filosofía no espero iluminación alguna, para la meditación carezco de una columna erguida.

Mientras inspiro pongo los labios en punta y dirijo la mirada hacia la nariz.

También esto es un ejercicio reichiano.

El sueño llega desde la derecha como un pesado manto.

Estoy en el borde de un puente. Desde el río me llegan ráfagas de viento.

La arrogancia no es buena consejera, alcanzo a pensar y desaparezco.

 

Tiempo de lectura: entre 23 y 26 minutos según el grado de excitación.