Sabrina Janesch
Nacida en 1985 en Gifhorn; reside en Cottbus. Entre 2004 y 2009, estudios de escritura creativa y periodismo cultural en Hildesheim y además dos semestres de Filología polaca en Cracovia.
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Sabrina Janesch
Katzenberge
Traducido por Nicolás Gelormini
El abuelo dijo que había sentido la maldición desde lejos. Había sido un olor putrefacto pero apenas perceptible, flotaba sobre la tierra y se depositaba sobre cualquiera que la pisara.
Los otros la habían sentido recién cuando los dejaron bajar de los vagones. Pero entonces –dijo el abuelo–, para cuando los hombres se sorprendieron por el olor y las sombras artificialmente nítidas de las colinas, ya era tarde.
Allí donde los campesinos debieron bajarse no había una granja sino carbón amontonado. Había un cartel que decía en letras esmaltadas: Obernigk. “¡Oborniki!”, gritaron en el tren los soldados rusos y empujaron a los polacos fuera del tren. Los trece hombres se quedaron de pie al lado de la montaña de carbón y, parpadeando, miraron a su alrededor. Janeczko sentía sus piernas tan débiles que debió apoyarse en el hombro de Mariusz Sedecki. Los cabellos rojizos de Sedecki estaban pegoteados por el polvo y la suciedad, parecían grises; la travesía, sin embargo, no había podido quitarle a Sedecki su andar erguido. El hombro era huesudo, y Janeczko sintió el roce de la articulación como un cosquilleo en la palma de su mano.
En torno a ellos la tierra exhalaba vapores: en Silesia ya era primavera, y el sol en ascenso evaporaba el agua de las praderas inundadas. En el oeste se podía ver una cadena de colinas, llamada Katzenberge. En la otra dirección se extendía una larga hondonada y al final de ésta, Janeczko distinguió un bosque espeso. ¿Adónde ir?
El abuelo dijo que se habían quedado inmóviles, sin saber qué hacer: todos, el robusto Sedecki, el pálido picapedrero Garniecki, Wisniewski, que se había ganado la vida cultivando melocotones, él mismo y los otros campesinos. No entendían nada, pero sobre todo no entendían qué quería decir “De aquí en adelante deberán vivir en las granjas de los alemanes”. De niño Janeczko pensaba que su cuerpo estaba inseparablemente unido a la tierra en la que vivía. No mucho después comprobó que, aunque esto fuera cierto, se podía abandonar la tierra y seguir viviendo; con dolor, pero se podía.
Mirando hacia el oeste, hacia el lugar donde debía estar la pequeña ciudad de Obernigk, vio los aguilones y los techos de las casas, que se elevaban desde el bosque en dirección al cielo. El viento trajo un olor extraño, a cemento y a algo quemado. En el este se podían reconocer, detrás de las praderas y los bosquecillos, algunos pueblitos y caseríos. Janeczko decidió andar hacia el este, hacia donde no había nada ajeno, salir a campo traviesa.
Los hombres que habían abandonado el tren con él aún estaban alrededor de la montaña de carbón y deliberaban sobre quién iría a dónde, y si era una buena idea separarse. Sedecki llevaba la voz cantante y propuso que los campesinos de Zdzary Wielkie –una localidad polaca que desde hacía poco era ucraniana y ahora se llamaba Zastavne–, se mantuvieran juntos y buscaran algún pueblo en las cercanías que fuera lo suficientemente grande para acogerlos. Es decir: pondrían manos a la obra y buscarían trece granjas lo más cerca posible entre sí. Entonces tomó la palabra Wisniewski y preguntó en voz baja qué le dirían a la gente si encontraban a alguien. Sedecki clavó en él una mirada estupefacta: ¿Qué gente?
Bueno –respondió Wisniewski–, los campesinos alemanes. ¿Alguien habla alemán?
Janeczko olfateó el aire. Con cada minuto que pasaban discutiendo al lado de las vías, perdían uno de luz diurna. Tomó la bolsa que llevaba consigo –dentro había rapé y un poco de pan– y palpó para ver si también el arma seguía allí. “Mauser” decía en letras diminutas en el cañón, la única palabra alemana que conocía Janeczko. No creo que encontremos a alguien con quien hablar, dijo, y después, impaciente, a Sedecki: Búsquense tranquilos un pueblo con doces granjas, yo me las arreglaré solo.
Entonces se separó de los otros y del hombro huesudo, y partió. Lo siguieron con la mirada espantados, como si se hubiera levantado tranquilamente de una trinchera para atravesar caminando el territorio enemigo. Janeczko giró, miró los rostros extenuados y dijo: No podemos perder tiempo.
El abuelo dijo que marchar a través de los campos cubiertos de mastuerzo había sido como cruzar un río sobre una tabla rogando que no se partiera. Y de verdad: en más de una oportunidad Janeczko tuvo la impresión de que la senda cedería bajo sus pies y que en cualquier momento la tierra podría abrirse y devorarlo con apetito voraz. Se alejó de las vías, y cuando tras algunos cientos de metros la tierra no se rajó, se animó a volverse por primera vez. Los otros hombres marchaban hacia un grupo casi compacto de establos y casas. Janeczko no cambió de opinión: quería acercarse al bosque.
Fue mucho más tarde que entró en el pueblito, en ese pueblito alemán que le resultaba extraño por sus construcciones y el modo en que la gente vivía allí: todos juntos y amontonados, y detrás de la entrada del pueblo, los campos extensos. En Galitzia cada uno se establecía solo, y las granjas eran como islas desde las cuales se podía ver a la distancia si se aproximaba alguien.
El sendero no llevaba directamente al linde del bosque, sino que describía un recodo a través de una pequeña loma. Desde allí arriba Janeczko divisó al pie de una ladera una iglesia y delante de ella un cementerio. El abuelo dijo que en ese momento pensó lo trabajoso que sería en el futuro tener que transportar los muertos en tren para enterrarlos en Galitzia.
EL odio y el miedo –dijo el abuelo– tenían, como el amor, su propia lógica: él no estaba dispuesto a disfrutar o a considerar propio nada de lo que ellos habían dejado, no quería usar sus platos, comer los frutos de los árboles que habían plantado. Silesia, así lo creyó, la viscosa y mierdosa Silesia, era una solución provisoria, una suerte de chiste macabro que uno se permitía hasta que en casa, en Galitzia, la situación se ordenara.
Janeczko pudo divisar a los hombres que se acercaban al pueblo. Sus siluetas casi se fundían con el resto del paisaje. Durante el viaje los sombreros que llevaban habían servido alternativamente de cojín, plato, arma o pañuelo, y ahora, sobre las cabezas, parecían animalitos espantosos que se erizaban al ver las casas. Cada uno de los hombres cargaba, empujaba o pateaba tantas cosas como podía: bolsas con herramientas, ollas, algunos tenían semillas. Nadie había pensado en una reserva más o menos importante de comida, las provisiones se habían acabado en algún momento, después de pasar por Opole.
Desde su atalaya Janeczko observó a los hombres que trazaban círculos cada vez más pequeños alrededor de las casas de Osola, espiaban más allá de los cercos y llamaban: Jest tam ktos? ¿Hay alguien?
Los gritos Jest tam ktos se expandieron por la hondonada como una ola, dijo el abuelo, y llenaron cada rincón del caserío y de los sembrados, hasta el bosque, la campiña y el cielo. Los hombres comenzaron a sacudir las puertas de los cercados, a arrojar piedras contra los graneros, a quebrar ramas de los árboles para hacerlas zumbar en el aire y golpearlas contra las puertas de los jardines; entre gruñidos y resuellos se acercaron a las entradas de las casas. El abuelo dijo: Así espantábamos en Galitzia a los malos espíritus. Blandiendo palos los primeros grupitos entraron finalmente en las casas.
Junto al linde de ese bosque de la Baja Silesia Janeczko encontró la granja que aprendió a odiar desde lo profundo de su alma. De lejos pudo distinguir vagamente algo techado, y cuando se aproximó vio que a menos de diez metros del bosque había un cortijo, con la casa recién revocada, un establo y un granero tapiados. Todas las construcciones estaban cubiertas con ripias y no con cañas como en Galitzia. Hacia el sur se extendía un jardín amplio vallado al que seguían un galpón para gallinas y otro para conejos. En Silesia ya no había animales de granja con vida: a las gallinas se las habían llevado los zorros, los azores o los desertores. Los conejos habían muerto de hambre en sus jaulas.
Janeczko permaneció un rato en el camino de grava que separaba la granja del espeso bosque de encinas, como si necesitara decidir de qué lado establecería su hogar. Cuando su mirada se paseó una vez más desde la granja hasta el bosque, vio en una rama un mochuelo que, inmóvil, miraba fijamente en su dirección. Janeczko volvió la cabeza. Por un instante creyó que el mochuelo no estaba mirándolo a él sino algo que estaba detrás… pero no había nada. De pronto sintió frío y se confesó que hubiera preferido estar con los otros en el pueblo y poder descargar su miedo con gritos y alboroto.
Cuando Janeczko apareció, la granja contuvo el aliento. Janeczko oyó la sangre que le rugía en los oídos, tanto silencio. Su corazón golpeteó contra la caja torácica cuando comenzó a inspeccionar el cerco: en las tablas aún se veían grandes gotas de pintura seca. Color negro. ¿Realmente no habría nadie?
Trató de encontrar pistas en el jardín, pero la vid silvestre había invadido todo tan salvajemente que fue imposible reconocer nada. Indeciso, sacó de la bolsa la escopeta de cazador. La puerta del vallado se encontraba en la abertura de la herradura que formaban las construcciones. Janeczko tomó el Mauser, se acercó a la entrada, rodeó el picaporte con su mano, sintió el frío metálico, y finalmente la abrió. Luego se adentró en la granja, avanzó unos pasos, tropezó y soltó un gemido.
De la herida en su muslo se desprendieron algunas gotas de sangre que se escurrieron en la tela de su pantalón. A un paso de la entrada, camuflada como maleza por aquileas y melisas, acechaba una zarzamora que, un segundo después que Janeczko entró, rasgó la pernera y saboreó la sangre. El abuelo dijo que su primera resolución fue que, si efectivamente iba a permanecer allí, desenterraría la zarzamora y dejaría que se secara. Pero todavía podía salir alguien de la casa y explicar que todo había sido un malentendido… o matarlo de un disparo sin más comentario.
Janeczko clavó la mirada en la puerta de entrada, sobre la cual colgaba una esvástica de metal. Clavó la mirada en el establo, en el cobertizo, pero nada se movía excepto la hierba. Antes de pisar la casa, descolgué la esvástica y la puse en el suelo mirando para bajo, dijo el abuelo.
Janeczko extrajo la espina de la herida y se incorporó. En el patio la hierba crecía tan alta como en el claro de un bosque. Por momentos creyó ver movimiento entre los tallos; seguramente se trataba de ratones. En el extremo del patio interno, delante del establo, había una casilla para perros de la que salía un hedor espantoso. Janeczko oyó las moscas que zumbaban allí y resolvió, para el improbable caso de que trajera a su esposa y a su hijo Darek, incendiar la casilla y en ese fuego quemar todo lo que encontrara que hubiera pertenecido a la persona que había construido la granja y colgado la esvástica sobre la puerta.
Por cada paso que finalmente dio en dirección a la puerta, le habría gustado dar dos hacia atrás. Cuando se encontró ante los tres escalones de piedra que conducían a ella, dejó que su mirada recorriera una vez más la granja: el nogal junto a la verja, el gallinero, el estercolero, el granero cuya puerta estaba entornada y del que pareció escapar un viento frío; por lo demás, aroma a madera y resina.
Lo último que advirtió fue el par de ojos amarillos que lo había estado observando atentamente todo ese tiempo. Veloz como un rayo, Janeczko cogió una piedra del suelo y la arrojó contra la puerta del granero. Fuera, gritó. Tres veces: “¡Fuera, fuera, fuera!” Los ojos desaparecieron y en el granero ya no se vio nada.
En el corredor lo envolvió de nuevo aquel olor que ya le había llegado durante el viaje en tren. Jesstamktos?, gritó una y otra vez con voz ronca, y después que nadie contestara abrió de golpe la puerta de la cocina y entró. No había nadie.
El abuelo dijo: En medio de un mar de hongos había una silla y una mesa. Sobre la tabla de la mesa había crecido un hongo especialmente decorativo, que él barrió con un rápido movimiento de manos. La ventana estaba abierta de par en par y ofrecía una vista perfecta a las Katzenberge que se extendían más allá de la hondonada. Eran colinas en su mayoría peladas; en sus laderas no crecía maleza, y los valles estaban ocupados por pantanos. Alrededor de ellos se mecían cañaverales. Janeczko apartó la mirada y cerró la ventana.
El viento había depositado una delgada capa de tierra sobre
el piso y la mesa de la cocina. Janeczko no habría podido dar un paso sin pisotear familias enteras de hongos, amarillentos y de tallo delgado, esponjillas naranjas, marrones con sombrerillo viscoso.
En el alféizar había un periódico, y Janeczko lo tomó con la punta de los dedos y lo dejó caer sobre la mesa, en el lugar donde había crecido el hongo. El abuelo dijo que no comprendió qué decía el periódico alemán, pero que en la primera página flameaba una bandera polaca.
En la habitación contigua a la cocina, la vid silvestre había llegado a entrar por la ventana. Las ramas aplicaban al sofá y la mesita de luz una toma de estrangulación. Afuera el crepúsculo caía sobre el jardín y los prados. En realidad, Janeczko tenía la intención de inspeccionar el sótano y el altillo; tampoco había estado en el granero, no sabía qué se escondía allí.
Sin embargo, cuando estuvo frente al sofá, las fuerzas le alcanzaron justo para empujar a un lado las ramas más gruesas y acostare sobre el lecho de hojas. A continuación se durmió.
El abuelo dijo que en la primera noche se despertó varias veces porque estaba seguro de haber oído pasos en el altillo. No el trotecito de un animal, tampoco ruidos como de buscar a tientas, sino pasos firmes, claros de una persona con botas: primero el ligero golpe de los tacones contra el piso, luego la pisada y la translación del peso, que hacía gemir las vigas. Alguien daba pasos ahí arriba, arriba de él; es más, en determinado momento los pies habían recorrido casi todo el altillo. Para asegurarse de que no estaba soñando, se había repetido de memoria en un santiamén los nombres de todos los hacendados de su pueblo natal de Galitzia, comenzando por los de la primera granja junto al río: Khmyelnyckyj, Kovalcuk, Ivancyk, Vasilenko, Piddbunyj, Romanyszyn. El abuelo dijo: Cuando era un muchachito, en lugar del padrenuestro mi mamá me enseñó los nombres de nuestros vecinos ucranianos.
Cuando llegó al último, Wojciechovich, y los pasos todavía se oían, Janeczko se sobresaltó, se liberó de las hojas de vid y permaneció de pie en la habitación con el corazón palpitante. De repente los pasos se extinguieron, había silencio, no se oía nada, ni en el altillo ni en los campos. ¿Se había imaginado todo? ¿El ruido de los tacones especialmente fuerte cuando dijo “Ivancyk”? ¿El crujido de las vigas en la última sílaba de “Romany-szyn”?
El abuelo dijo que se había sentido perdido, estando como estaba, inmóvil en el medio del cuarto, y que pensó seriamente en ir al pueblo con los otros, por la noche, a través de los campos. ¿Pero qué decirles? ¿Qué algo rondaba en la granja junto al bosque? Aparte, los campos estaban envueltos por la negrura, sólo de a ratos las nubes dejaban asomar la luna llena. Desconfiado, se volvió a sentar en el borde del sofá, decidido a no dormir y a prestar atención al menor ruido, al menor movimiento. Todo siguió en silencio. En medio de la oscuridad, comenzó a anudar entre sí hojas jóvenes de vid y, finalmente, a bostezar. En algún momento se le cerraron los ojos.
Pasados unos minutos Janeczko volvió a despertarse porque creyó haber escuchado una voz. Se incorporó velozmente y vio afuera, semioculta por las ramas, una figura acurrucada en el alféizar de la ventana.
En ese momento la luna llena atravesó las nubes y los ojos de la criatura se encendieron bajo el resplandor. Janeczko dio un salto hacia atrás, en dirección a la pared, y gritó a voz en cuello: ¡Jesucristo!
Luego aquella cosa se esfumó, dijo el abuelo, saltó y desapareció. A la luz de la luna había visto claramente lo grande que era y cuán larga era su cola tupida y negra. Ésa era la maldición que yacía sobre las Katzenberge, dijo el abuelo, y desde ese momento no dejó de atormentarlo. Aunque Janeczko logró atrancar la ventana torcida, no pudo cerrar un ojo.
Por la posición de la luna Janeczko estimó que no faltaba mucho para que amaneciera. Hasta entonces anduvo de aquí para allá por la habitación y pensó en el emblema que habían dejado los alemanes, en la estufa, a la que pondría azulejos, y en que mañana temprano lo primero que debería hacer era subir al altillo, si quería pasar en esa casa una noche tranquila alguna vez. Cada tanto lanzaba miradas a la venta y al techo, pero la bestia no volvió a aparecer y las vigas no volvieron a crujir sobre él. El abuelo dijo que aquella noche había escapado al delirio muy despacio, paso a paso, y que finalmente se mantuvo sano y salvo hasta que llegó la mañana.
Cuando en la oscuridad de la habitación Janeczko pudo reconocer los contornos de sus propias manos, se puso de pie, se sacudió las hojas de los hombros, tomó su escopeta y subió peldaño tras peldaño hasta el altillo.
Telas de araña cubrían las paredes, algunos hilos aislados colgaban del techo y rozaron sus orejas. Con manos torpes se acarició la cabeza. Tensionó los músculos, luego empujó la puerta.
Bajo el tejado aún era de noche. Faltaban algunas tejas y los primeros rayos de sol atravesaron los agujeros y dividieron el espacio. Al principio Janeczko había estado aterrado, preparado para rechazar lo que arremetiera contra él, pero nada ocurrió. Paulatinamente sus ojos se acostumbraron a la oscuridad y reconoció las vigas de sostén y soporte, algunos muebles ya inservibles que habían quedado atrapados en el polvo y las telas de araña. Una corriente de aire salió por la puerta abierta. Desde la parte trasera del desván llegaba un ruido como perezoso, casi agradable. Janeczko entornó los ojos y atravesó la puerta.
Las tablas gimieron bajo sus pies, sintió cómo cedía la madera cuando terminaba de dar el paso. Cuando ya había recorrido casi la mitad de la habitación, llegó a una tabla que chilló tan fuerte que sonó como si hubiera pisado un animal. Saltó hacia un costado y se aferró a una viga pequeña. La soltó cuando la tormenta de su pulso se aplacó. Ahora había tanta claridad que Janeczko pudo ver en los rincones y se sintió algo mejor. Debajo de uno de los huecos del techo, a contra luz, colgaba algo de la viga. Desde la entrada Janeczko pensó que era un puntal algo desparejo. Una vez que estuvo más cerca, vio que se balanceaba imperceptiblemente y que el puntal desparejo tenía un rostro ajado, hundido, tenía puesto un traje de verano y se mecía según la corriente de aire colgado de una soga.
El abuelo dijo: el señor Dietrich se colgó con sombrero y corbata, pero no se quitó las botas de campesino para cambiarlas por zapatos de domingo. Un calzado tosco, de suela gruesa y tacones reforzados. Se le había caído el sombrero y ahora estaba a treinta centímetros bajo él. Cuando Janeczko lo recogió, una familia de ratones se dispersó en todas las direcciones. Lo dejó caer nuevamente y observó al hombre. No había sido rubio: los cabellos que aún estaban pegados a la cabeza eran casi negros y llegaban hasta las cuencas de los ojos.
Tenía que deshacerme de él, dijo el abuelo, antes de traer a la abuela y al pequeño. Así, se armó de coraje y cortó la soga al medio con su navaja.
El cadáver cayó al suelo con un ruido sordo y quedó tendido como había colgado, tieso como un palo. Janeczko abrió el saco y palpó los bolsillos interiores. Sintió algo duro, metió la mano y extrajo un pedazo de papel y un documento de identidad. El documento se parecía al que le habían extendido en Galitzia, sólo que en la primera página no ostentaba una “P”. La foto había sido arrancada, pero abajo se podía leer claramente el apellido Dietrich. Janeczko volvió a meter todo en el bolsillo. Luego revisó la cómoda y el armario pequeño que estaban en el desván, y en ellos encontró una manta deshilachada con la que envolvió al señor Dietrich y lo cargó escaleras abajo.
Tras depositar al señor Dietrich en el suelo, la mirada de
Janeczko cayó sobre el granero. A grandes pasos se acercó a
la construcción y abrió las hojas de la puerta: nada debía observarlo secretamente mientras él se movía por la granja, nada debía acecharlo o sorprenderlo. Inspiró el aire frío, metálico que salió a su encuentro.
Era agradable andar sobre un piso recubierto de cemento, poder ver todo con claridad bajo la luz que caía a través del hueco de la puerta.
En el sector derecho vio un montón de leña que se alzaba hasta el techo. Janeczko se acercó, acomodó algunos leños aquí y allá, los sopesó en su mano, trepó. Detrás de la madera, en el rincón más escondido, descubrió algo que parecía un cojín pequeño. Apartó algunos trozos de madera y retrocedió espantado. Era un nido, cubierto de negras plumas de corneja. En el centro había dos picos.
El abuelo dijo que era el nido de la bestia. Que él dudó un momento y luego tomó el atado de varitas de mimbre que estaba apoyado contra una máquina y barrió el nido en todas las direcciones posibles. Que también cogió los leños que lo habían ocultado y los puso sobre una de las máquinas. Más tarde los cortaría con la sierra.
Janeczko se sentó en los escalones de la galería y clavó la mirada en el cadáver envuelto. Cuando el sol hizo que sus hombros ardieran, se levantó y se inclinó sobre la esvástica que aún estaba en el suelo boca abajo delante de la puerta, y la metió dentro de la manta junto al señor Dietrich. Luego trajo del granero la carretilla y una pala, levantó la manta con el cuerpo y la esvástica, los metió en la carretilla y se puso en camino hacia las Katzenberge.