Josef Kleindienst

Nacido en 1972 en Spittal/Drau; vive en Wien. Cursa las carreras de filosofía, ciencias teatrales, filología alemana y española en la Universidad de Viena, en la Universidad de Amsterdam y en la Universidad de artes aplicadas de Viena (cátedra de filosofía, estética).

 

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Video: Anna Ceeh

Kamera: Wolfgang Haas
Musik: Infra Red Army

 

TDDl 2010TDDl 2010

 

Josef Kleindienst

Excursión


Traducido por Nicolás Gelormini


 Ató la soga al paragolpes y después anudó el otro extremo al cuello de Silke. Era un soleado día de principios de otoño y los bosques alrededor estaban en silencio. Clavó la mirada en el cuello grácil del que ahora pendía la cuerda. Luego se volvió y entró en el auto. Albert, que se había quedado todo el tiempo en el vehículo, lo miró con expresión boba cuando giró la llave de encendido.

–La vas a matar –dijo Albert mientras se ponía un cigarrillo en la boca. 

–¡Tonterías! Es una buena corredora –repuso Wolfgang.

Luego arrancó el automóvil, un viejo Ford Mustang.

–¿Y qué haremos con ella cuando todo termine? –quiso saber Albert.

–No dirá nada, la conozco.

–¿Y si lo hace?

–No seas tonto. Es sólo un pequeño paseo. Ella también se está divirtiendo –repuso Wolfgang.

Albert aspiró nervioso el humo de su cigarrillo. Wolfgang encendió la radio y miró una vez más en dirección a Silke, que seguía de pie con la soga alrededor del cuello. Puso primera y apretó el acelerador, las ruedas comenzaron a moverse y la soga se estiró lentamente.

 

Había llegado a esa decisión el día anterior, cuando estaban esperando a Silke. Había tenido un buen día y había recordado que Silke aún le debía veinte euros.  Si no se los devolvía ahora, pues tendría que trabajar para pagarlos, pensó. Albert estaba junto a él y fumaba un cigarrillo.

–O me paga los euros o trabaja –murmuró Wolfgang.

–Mira, ahí viene –dijo Albert y exhaló el humo.

Wolfgang giró la cabeza y vio a Silke que trotaba por las vías del ferrocarril. Ella les hizo señas. Bastante más atrás de ella, Wolfgang vio la locomotora que se aproximaba lentamente, y de lejos le recordó el tren eléctrico de su hermanito. Paseó la mirada por los campos y luego volvió a mirar a Silke, que había abandonado las vías. Llevaba un anorak gris y jeans oscuros ajustados.

–¡Hola! –les gritó.

–¿Tienes los veinte euros? –preguntó Wolfgang sin responder al saludo.

Silke hizo una mueca. El tono agresivo de la voz de Wolfgang la desorientó.

–Te he dicho que te los daré a fin de mes.

­­­–Lo mismo dijiste el mes pasado.

–Pero son sólo veinte euros.

–¿Y qué? Son míos –Wolfgang se enfureció.

Albert los miraba a los dos con cara de sorpresa. No sabía nada de los veinte euros y se sintió postergado, pues Wolfgang siempre le contaba todo. Miró a Silke que le sonreía desconcertada.

–¿No íbamos a ir a la ciudad? –Silke intentó cambiar de tema y miró de nuevo en dirección a Wolfgang.

–Sí, pero no tengo más ganas –respondió éste con tono severo y metió las manos en los bolsillos.

Silke percibió la amenaza en las miradas de Wolfgang. Varias veces le había pedido dinero  y siempre se lo había pagado. Por eso no entendía  por qué repentinamente él la presionaba tanto.  El tren se detuvo con un chillido.

–¿Subimos o no? –preguntó Albert.

Wolfgang lo pensó un instante, y luego se dirigió hacia el tren. Albert lo siguió. Silke dudó. Sólo cuando Albert se volvió hacia ella, subió con ellos al tren.

Atravesaron dos vagones vacíos y terminaron sentándose  en el último, en los asientos de atrás.

–Tenemos todo un tren para nosotros solos –observó Albert.

Wolfgang no reaccionó. Tenía la vista fija en Silke, que estaba sentada enfrente de él. No apartaba la mirada de ella, por momentos clavaba los ojos en sus muslos, luego volvía a mirarla a la cara.

–O me pagas ahora o trabajarás para pagar la deuda –oyó Silke que él decía en voz baja, pero decidido.

–¿Qué?

–Me has entendido.

Albert lo miró atónito. Nunca lo había oído hablar así.

–¿Qué quieres decir? –preguntó Silke con una sonrisa nerviosa.

Wolfgang no hizo gesto alguno, continuó mirando fijamente a Silke.

–Trabajarás para pagar los veinte euros.

La tranquilidad de su voz confundió a Silke, que, insegura, miró a su alrededor buscando al inspector. Pero era uno de esos trenes completamente automatizados que ya no tenían guardas.

–¿Si? ¿Cómo? –preguntó.

Albert percibió el miedo de Silke. Le hubiera gustado defenderla, pero la resolución de Wolfgang le hizo comprender que habría llevado las de perder.

–Del modo en que suelen pagar las mujeres –Wolfgang se había levantado de un salto y se había sentado al lado de Silke–. Pagarás como pagan las mujeres –repitió.

–¡Estás loco! –se le escapó a Silke.

Intentó cambiar de asiento, pero Wolfgang apoyó la mano sobre su muslo con firmeza.

Ella conocía a Wolfgang porque habían ido a la misma escuela, sabía que era colérico y le gustaba trenzarse en peleas con otros chicos, pero nunca se le hubiera ocurrido que pudiera enfrentarla de ese modo. Estaba acorralada entre Wolfgang y Albert. Este último había enmudecido por completo, como si el asunto no le incumbiera en absoluto.  “¿Por qué no dice nada?”, pensó Silke y lo miró. Pero él miraba fijamente por la ventana.  Wolfgang se volvió hacia ella e intentó besarla. Sus labios ya estaban muy cerca y Silke pudo sentir su respiración agitada.

–¿Estás chiflado? –lo increpó.

Pero lo único que sucedió fue que sintió con más fuerza sobre sus muslos las manos de Wolfgang. Despacio, éste le metió la mano derecha entre las piernas. Intentó con todas sus fuerzas repelerlo, tanto que le corrieron lágrimas por las mejillas. De pronto, resplandeció ante sus ojos la hoja de una navaja.  

­–¿Te has vuelto loco? –oyó que decía Albert.

–¡No te metas! –contestó Wolfgang con dureza–. Tú también podrás divertirte un poco, si quieres. Ella va a pagar los veinte euros trabajando.

Mientras se dirigía a Albert, Wolfgang no dejó de sostener la navaja delante de la cara de Silke. Asustada, Silke miró a Albert pero éste simplemente se dio la vuelta.

–¡Ven conmigo! –la conminó Wolfgang.

–¿A dónde?

–Ven, no te pasará nada.

La levantó del asiento tirando de su mano y la empujó por el pasillo. Abrió la puerta del baño y la obligó a sentarse. Ella se quedó mirándolo. En ese momento le pareció que Wolfgang medía como mínimo dos metros. De pronto, él abrió la cremallera de su pantalón, y su pene tieso asomó. Con esa cosa erecta se veía particularmente ridículo.

–¿Qué estás mirando? –quiso saber.

–Tu verga es bastante grande.

Wolfgang bajó la mirada hacia su pene, y luego volvió a mirar a Silke, que seguía sentada en el retrete. Sus miradas se encontraron por un momento.

–Está bien, pero después me dejas tranquila. Y guarda la navaja –dijo Silke después de unos instantes.

Cuando sintió los labios de Silke, Wolfgang volvió a meter la navaja en el bolsillo, y miró al techo, donde la luz titilaba.

 

Poco después estaban de nuevo en el compartimiento. Cuando Silke y Wolfgang regresaron, Albert no reaccionó, sino que los miró aburrido. Wolfgang parecía relajado, con la actitud de siempre, y también la tensión entre Wolfgang y Silke parecía haberse aflojado, por lo menos así lo creyó Albert, cuando ellos se sentaron. Ninguno habló.  Sin embargo, de pronto Silke besó a Wolfgang e intentó estrechar su cuerpo contra el suyo. Wolfgang pudo percibir que Silke estaba temblando.

–Eh… ¿qué es eso? ¿Quién ha dicho que te me puedes echar encima? –y la apartó de un empellón.

Silke cayó de nuevo en su asiento y se echó a llorar. Albert la miró con compasión. Al verla así, sintió una profunda rabia contra Wolfgang y le hubiera encantado martillar a puñetazos su cara. Pero siguió mirando sin mostrar agitación a Wolfgang, y luego a Silke. Era imposible calmarla, una y otra vez le venían ataques de llanto.

–¿No puedes controlarte un poco? –la increpó Wolfgang.

Silke se enjugó las lágrimas del rostro. El tono con que Wolfgang le hablaba le causaba más dolor que lo ocurrido poco antes en el baño. Wolfgang miró abstraído por la ventana durante un rato, y luego apuntó con la mirada hacia Silke.

–Puedes estar contenta. ¿Sabes? Aquí no hay nadie.

Silke clavó la vista en él. Wolfgang tenía la nariz ligeramente curva, algo que ella advertía por primera vez. La estación siguiente era su lugar de destino. Silke se dispuso a ponerse de pie, pero Wolfgang la devolvió a su asiento de un empujón.

–Seguimos viaje –ordenó.

Albert lo miró sin comprender.

–¿Qué?

–Seguimos viaje, hasta Salzburgo.

–¿Y qué haremos en Salzburgo? –preguntó Albert.

–Hace mucho tiempo que no voy a Salzburgo y Salzburgo es una ciudad bonita –respondió Wolfgang.

–Yo bajo aquí –dijo Silke decidida y se levantó del asiento.

–Tú sigues viaje con nosotros. Todavía tienes una deuda de dieciséis euros. Ya pagaste cuatro –le explicó Wolfgang con sequedad.

Silke se zafó pero Wolfgang la cogió por la mano y la hizo retroceder. La besó y la empujo hasta colocarla entre él y el cuerpo flaco de Albert.

–¿Por qué no la besas tú también? ¡Vamos, prueba! –exhortó a su amigo.

Albert, sin embargo, se quedó mirándolo con expresión aturdida. El tren se puso en movimiento. Afuera se veían pasar los edificios como fantasmas enormes y oscuros.

–Besa a Albert –Wolfgang rió–. Serían, digamos, cincuenta centavos.

Albert siguió mirando por la ventana como si no hubiera oído la invitación de su amigo.

–¿No has entendido? ¡Bésalo! –ordenó con la voz completamente transformada.

Silke se volvió hacia Albert y lo besó en la mejilla.

–No, no. Bésalo bien, con lengua y todo.

Albert miró a Silke. Nunca lo había besado una mujer. Sintió la saliva sobre su mejilla. Entonces sintió los labios de Silke sobre los suyos y después la lengua que intentaba penetrar en su boca, en el fondo vio la amplia sonrisa de Wolfgang. Y luego sintió las manos de Silke, que se posaban en sus hombros y de algún modo le pareció que ella le estaba pidiendo ayuda.  Pero entonces Wolfgang tiró de Silke.

–Suficiente. Te gusta hacerlo, puta.

Silke lo miró llena de odio y le escupió la cara.  La saliva corrió por la frente, luego descendió lentamente por las mejillas. Sin decir nada, Wolfgang se limpió con la manga de la chaqueta. Ella esperó una reacción, pero no sucedió nada, él siguió sentado mirándola. De algún modo le recordaba a su propio padre, que también a veces la golpeaba, antes, cuando era más chica, ahora menos. Permanecieron en silencio. El tren se detuvo, pero nadie subió. Albert seguía sintiendo sobre su boca los labios de Silke, que ahora estaba sentada entre ellos ensimismada. Wolfgang miraba al frente con resolución. De pronto, Silke saltó de su asiento  e intentó largarse. En un segundo Wolfgang la tomó de los brazos y la hizo volver.

–Aún no hemos acabado –amenazó.

Su respiración estaba agitada. Forzó a Silke a sentarse y le acarició las mejillas. Después, con un movimiento rápido le levantó el suéter y le acarició el vientre. Silke se levantó una vez más de un salto y esta vez logró zafarse. Corrió en dirección a la puerta del vagón, pero antes de que pudiera abrirla, Wolfgang ya la había alcanzado. Comenzó a golpearlo con sus manos, Wolfgang la tomó por la cintura con sus fuertes brazos y la cargó de regreso.

–¿No puedes siquiera vigilar un poco? –le reprochó a Albert. –Está bien –dijo Albert y colocó su mano sobre el muslo de Silke. Le pareció que podía sentir la piel debajo de la tela.

Wolfgang volvió a sacar la navaja y la sostuvo delante de la nariz de Silke.

–Si vuelves a intentarlo te dejaré una marca en la cara.

Silke podía oír sus propios latidos, veloces y enérgicos.

–¿Qué quieres? ¿Ir al baño de nuevo? –lo amonestó.

–¿Has escuchado? ¿Por qué no vas tú con ella? –Wolfgang rió sin prestar atención a Silke.

Albert miró la navaja, que Wolfgang aún tenían en la mano y agitaba delante del rostro de Silke. De veras le habían dado ganas de ir al baño con Silke. Si ella lo hacía con Wolfgang, seguramente también podía hacerlo con él. Quizás hasta le gustara. Wolfgang comenzó a mordisquearle a Silke las orejas. Ella se apartó bruscamente. 

–¿No te gusta?

Silke volvió a oír sus propios latidos y estalló en un grito histérico mientras sus puños golpeaban a Wolfgang. Éste la tomó de sus cabellos largos, la arrojó al piso y le colocó un pie sobre el rostro, de modo que Silke ya no podía moverse.

–Te has vuelto completamente loco –lo amonestó Albert con la vista fija en Silke, cuyo rostro estaba ridículamente desfigurado bajo el zapado de Wolfgang–. ¡Suéltala!

–Mira lo que ha hecho.

Albert vio que Wolfgang se palpaba la nariz ensangrentada. A continuación, Wolfgang tiró de los cabellos de Silke para levantarla del piso.

–Excelente, ahora me debes de nuevo veinte euros –dijo cuando ella volvió a estar sentada a su lado–. Entiendes por qué, ¿no?

Silke asintió.

–Entonces está todo bien.

Se quedaron sentados en silencio. Wolfgang escupió con energía en un pañuelo y se limpió la sangre. Silke lo estaba observando. Albert miraba por la ventana, donde veía pasar los faroles de la calle a medida que el tren se acercaba a la estación de la siguiente ciudad. Repentinamente, Wolfgang agarró a Silke del brazo y la alzó.

–Bajamos aquí –ordenó y la empujó delante de él.

Albert lo miró sorprendido y los siguió. Ya era de noche y la media luna dominaba el edificio de la estación. No se veía a nadie en el andén. El tren siguió su camino sin ellos.

–¿Y ahora? –preguntó Albert.

–Ni idea. Veremos. Y ojo con planear cosas estúpidas –dijo Wolfgang a Silke, que estaba de pie a su lado, intimidada.

Entraron en la estación. La boletería y el quiosco estaban cerrados. Afuera, pasaron delante de la estación algunos peatones. Wolfgang miró a su alrededor. Empujó a Silke hacia el baño. Albert los siguió a paso lento. Se sentaron al lado de la puerta, en un viejo banco de madera adornado con garabatos.

–¿Y qué hacemos aquí? –preguntó Albert, que comenzó a tener frío.

–Silke va a trabajar para pagar su deuda –repuso Wolfgang aburrido.

–¿Qué quieres decir?

–Que Silke va a trabajar –Wolfgang apretó su cuerpo contra Silke y la rodeó con un brazo–. Silke hará lo que le gusta hacer.

En ese momento un hombre panzón de cierta edad vino tambaleándose hacia ellos. Sin prestarles atención, entró  en el baño. Wolfgang le hizo una seña con la cabeza a Albert y le susurró algo al oído. Éste lo miró sorprendido, luego observó a Silke, sentada sin decir nada, se levantó y siguió al hombre. Regresó unos minutos después. Le hizo un guiño a Wolfgang, que obligó a Silke a levantarse y la arrastró al baño de hombres. Albert volvió a tomar asiento en el banco. Nervioso, miró a su alrededor.

 

Silke tenía la vista fija en el piso de baldosas blancas. Oyó correr el agua del mingitorio y cuando alzó la mirada el hombre estaba delante de ella. Debía tener más de cincuenta años y la miraba con expresión severa.

–Ahora se la chuparás. Después podrás irte. Estaremos a mano –le susurró Wolfgang sin soltarla.

–Conque es ella –dijo el hombre después de examinarla.

Wolfgang señaló con la cabeza la puerta del compartimento. El desconocido la abrió y él empujó a Silke adentro.

–Diez minutos, ¿comprendido? –les grito desde afuera.

Desde adentro, echaron el pasador a la puerta. Silke sintió el aliento que hedía a cerveza. Detrás de ella estaba el retrete y apenas si tenían espacio para estar. De inmediato el hombre intentó besarla. Silke sintió las manos sobre sus pechos. La saliva del hombre goteó en su cuello. El desconocido se desabrochó el pantalón y se lo bajó. Ella miró fijamente su pene, que colgaba flojo debajo de la barriga redonda y que él se agarró con la mano derecha. De nuevo intentó besar a Silke. Luego acercó la cabeza de ella a su pene. Silke sintió náuseas y cuando él advirtió que se resistía, acercó su cuerpo al de ella. Su mano frotaba violentamente el pene. Ella sintió su respiración agitada.  Cuando eyaculó, se aferró a ella y le salpicó de semen los pantalones. Después de quedarse en la misma posición un ratito, se levantó el pantalón y sin volver a mirar a Silke abrió la puerta y se fue. Silke volvió a atrancar el compartimento desde adentro y se sentó en el retrete. Oyó la voz agresiva de Wolfgang, que le decía al hombre que cinco euros eran poco, pues había sobrepasado el tiempo y que ahora eran diez euros. Poco después golpeaban la puerta.

–Puedes salir –dijo Wolfgang.

Ella no se movió.

–¿Me oyes? Te he dicho que salgas.

Vio las manos de Wolfgang que bajaban hacia ella desde el compartimento contiguo, y luego su rostro.

–¿Eres sorda o qué? ¿Debo bajar a sacarte?

Silke se levantó temerosa y abrió la puerta.

–¿Cómo estuvo? ¿Te has divertido? –Wolfgang rió–. Aquí tienes una goma de mascar, como desinfectante.

Abandonaron el baño. Afuera esperaba Albert.

–¿Hubo algún problema? –quiso saber Wolfgang.

Albert negó con la cabeza y se puso de pie sin prestar atención a Silke. Ella lo miró malhumorada.

–Del otro lado, no lejos de aquí, hay unos flippers. Juguemos una ronda. ¿Qué opinan? –propuso Wolfgang en tono casi alegre.

Albert no respondió nada sino que directamente caminó detrás de él.

–Está bien –dijo Silke de pronto, lo que confundió completamente a Albert.

En el salón de juegos Wolfgang y Silke eligieron el mismo flipper, mientras que Albert, desorientado, pidió una cerveza en la barra. Mientras la bebía, observó a Silke que jugaba concentrada, como si no hubiera pasado nada.  Luego fue el turno de Wolfgang, que golpeó furioso la máquina cuando perdió la última bola. Abandonaron el local una hora más tarde y volvieron a la estación. Silke dijo que seguramente la vez siguiente vencería a Wolfgang.

–No tienes la menor oportunidad –oyó Albert que Wolfgang decía detrás de ellos.

Poco antes de entrar en la estación, Silke se detuvo y la expresión de su rostro cambió.

–Mejor me quedo un rato más.

–¿Qué hay? El último tren sale en diez minutos –le explicó Wolfgang.

Finalmente Silke los siguió. Miraba a su alrededor desconfiada, como si estuviera oliendo el peligro muy cerca.

–Mirándolo bien, hemos pasado una buena velada –observó Wolfgang cuando ya estaban sentados en el tren.

Silke no dijo nada y siguió mirando por la ventana.  Las puertas se cerraron automáticamente y el tren se puso lentamente en marcha. Durante el viaje se quedaron callados, cada uno abstraído en lo suyo. Se levantaron sólo cuando pudieron reconocer el edificio de su estación. Silke daba por descontado que ahora podría irse a su casa, pero se sorprendió cuando sintió  la fuerte mano de Wolfgang alrededor de su muñeca.

–Me debes todavía diez euros –dijo él.

–Estamos a mano –repuso Silke irritada.

–No, no lo estamos.

Albert estaba observando el tren que se alejaba y el ruido le impedía entender por qué discutían. De pronto hubo silencio, cuando el tren desapareció. Las estrellas brillaban sobre ellos.

–Este fin de semana mi madre está de excursión con gente de su empresa. La casa está vacía. Pueden venir –anunció Wolfgang.

–Pero yo no quiero –respondió Silke.

­–No digas estupideces, tú vienes.

Wolfgang la agarró  por los cabellos y la arrastró detrás de él. Albert los siguió, quizás porque no quería dejar a Silke sola con Wolfgang. Poco después estaban en la casa de la mamá de Wolfgang, ubicada en un sector algo alejado, a orillas de un río. Wolfgang puso enseguida una botella de whisky sobre la mesa de la sala, buscó tres vasos y sirvió.

–Esto levanta los ánimos –le dijo a Silke.

Luego tomó un vaso y dijo “Salud”.

–¿Por qué no pones música? –le exigió a Albert, que estaba junto al reproductor.  Luego se sentó a lado de Silke y la besó. Le acarició los pechos y le preguntó si eso le gustaba. Ella, indiferente, miraba a Albert que revolvía entre los CDs. Pese a todo se sentía atraída hacia Wolfgang y quería que todo fuera como había sido antes de ese día. De un trago apuró el vaso y lo hizo sonar contra la mesa. Se sirvió otro.  Observó a Albert.

–¿Qué te parece si lo atamos? Tal vez le guste –le susurró a Wolfgang.

Wolfgang miró a Albert que, desprevenido, hurgaba entre los CDs.  Luego miró a Silke y asintió. Se acercaron a él sigilosamente, desde atrás. De pronto, Albert sintió  las manos de Wolfgang en sus hombros y las de Silke en sus piernas.

–¿Qué pasa?  –gritó y dejó caer el CD que estaba buscando y que por fin había encontrado.  Minutos después yacía en el piso, atado de pies y manos, y Silke estaba de pie sobre él con las piernas abiertas. Wolfgang estaba sentado de nuevo en el sofá y los observaba. Albert levantó la vista hacia el vaso que Silke sostenía en la mano.

–¿Quieres un trago? –le preguntó ella.

Antes que él pudiera contestar, Silke se inclinó hacia él y volcó el Whisky en su boca. Silke apenas si podía mantenerse de pie, pero le gustaba tener a Albert bajo ella. Le desabrochó el pantalón y pudo verse el miembro tieso de Albert.

–Mira, lo calientas –dijo Wolfgang riendo.

Silke se dejó caer hacia atrás y se sentó al lado de Albert en el suelo. Observó desde esa ubicación el pene, hasta que éste se aflojó. Decepcionada como si un espectáculo de la naturaleza hubiera concluido, apartó la mirada. Luego se levantó, tambaleándose caminó hasta Wolfgang y se sirvió más whisky.

–Desátenme –balbuceó Albert.

Con extrañas contorsiones intentó subirse el pantalón, pero no lo consiguió.

–Ya es suficiente –dijo Wolfgang.

Se levantó y comenzó a desatarlo sin prisa.

–Qué divertido –se quejó Albert mientras se abotonaba el pantalón mirando a Silke, acurrucada borracha en un rincón.

 

Cuando Silke se despertó al día siguiente, la cabeza la retumbaba. Sólo paulatinamente le vinieron los recuerdos. Cuando quiso mover sus manos, advirtió que estaba atada y la cuerda sujeta a un viejo y enorme arcón.  Albert dormía en el sofá. Afuera, en la galería, vio un gato negro que dormía al sol. Intentó liberarse pero pronto se dio cuenta de que era imposible. Poco después Wolfgang apareció en la habitación, se desperezó y miró a Silke.

–¿Puedes desatarme? –le pidió con voz débil.

Pero él la ignoró y fue a la galería donde tomó el gato en su regazo y lo acarició cariñosamente. Entonces también Albert se despabiló. Se miraron en silencio. Albert apartó la vista, se puso rápidamente los zapatos, que estaban delante del sofá. Se levantó la puerta de vidrio y fue junto a Wolfgang. Silke vio por la ventana cómo conversaban. En realidad, el único que hablaba era Albert, mientras que Wolfgang estaba sentado en silencio. Poco después Wolfgang abandonó la galería y Albert se quedó allí solo. Wolfgang se puso delante de ella, hizo sonar las llaves del auto y dijo que harían un breve paseo. La desató del arcón, pero le dejó las manos sujetadas. Silke no respondió nada, sino que miró angustiada a su alrededor mientras él la conducía al garaje, donde estaba el Ford. Abrió la puerta trasera del coche, donde ya esperaba Albert en el asiento del acompañante, y empujó a Silke dentro del vehículo.

 

Silke trotaba lentamente detrás del auto.

–Mira, lo está haciendo bien. Podemos acelerar un poquito.

Wolfgang apretó el acelerador y Silke comenzó a correr. Albert la observó por el vidrio trasero.

–¡Ten cuidado, no va a resistir mucho más! –gritó.

Wolfgang redujo la velocidad y miró por el espejo retrovisor. A continuación dobló y el auto penetró un poco sobre el lodo, los neumáticos giraron sin avanzar, hasta que volvieron a tener suelo firme. Regresaron a baja velocidad, siempre con Silke corriendo detrás de ellos.

–Debemos cargar gasolina –dijo Wolfgang.

–¿Tienes licencia de conducir? –preguntó Albert.

–Es muy cerca, no pasará nada –repuso Wolfgang.

Detuvo el auto, desató la soga del paragolpes y fue hasta Silke, que estaba con la lengua afuera. Ella retrocedió unos pasos, Wolfgang la atrajo tirando de la cuerda hasta que estuvo delante de él.

–La rutina de ejercicios terminó. Puedes subir al auto.

Como Silke no contestó y tampoco amagó con entrar en el vehículo, la atrajo con la cuerda y la obligó a subir. Poco después iban a toda velocidad por el campo. Silke se vio sacudida a un lado y a otro. Por un instante el coche mordió la hierba mojada, pero con un movimiento reflejo Wolfgang pudo controlar el vehículo. Albert lo miró aterrorizado.

–¿Tienes miedo, cagón? –dijo Wolfgang riendo, cambió la marcha y aumentó la velocidad.

Detrás de ellos se veía una gigantesca nube de polvo. Wolfgang rio como loco y aumentó el volumen de la radio. Los sembradíos de maíz pasaban como un rayo. Poco después llegaron a la carretera nacional. Albert observó por el espejo retrovisor a Silke, que estaba sentada en silencio y miraba por la ventana. Delante de ellos avanzaba lentamente un tractor con un remolque de heno. Wolfgang maldijo y frenó, pues no podía adelantarlo. En la primera oportunidad salió de su carril, pasó de la tercera marcha a la segunda y aceleró con violencia. Demasiado tarde advirtió la presencia del automóvil de la policía, estacionado a un lado de la carretera. Un segundo después vio la señal de detenerse que le hizo un agente. Bajó el volumen de la música, se volvió hacia Silke, la liberó con una mano de la cuerda.

–Ay de ti si dices algo…

Detuvo el auto unos cincuenta metros más adelante del vehículo policial. Una policía joven, seguida de un compañero más viejo, robusto, avanzó hacia ellos. Wolfgang se quedó sentado en silencio, se giró una vez más hacia Silke y le dirigió una mirada severa. Luego bajó la ventanilla.

–Buen día, permiso de circulación y licencia de conducir, por favor.

Wolfgang revolvió en la guantera, donde también estaba el botiquín, y le dio a la agente el permiso de circulación. Ella se lo entregó a su compañero, que lo inspeccionó detenidamente. La policía echó un vistazo a Albert y Silke.  Silke la miró sin decir nada.

–¿Y la licencia de conducir? –se dirigió una vez más a Wolfgang.

–Lo he dejado en casa. Sólo quería cargar gasolina.

–No está bien eso.

–Si usted quiere, puedo traerla más tarde. De verdad que está en mi casa.

La policía miró a Wolfgang con desconfianza.

–¿Dónde vive usted?

–Aquí cerquita, en el pueblo de allí atrás –respondió Wolfgang señalando con un movimiento de mano.

En ese momento el policía le devolvió el permiso de circulación y regresó a su auto. Wolfgang se lo pasó a Albert, que lo volvió a poner en la guantera. De repente, Silke estiró la cabeza hacia adelante y le dieron arcadas, como si estuviera a punto de vomitar.

–Me siento mal –balbuceó.

La policía la miró sorprendida.

–Tal vez usted necesita un poco de aire fresco.

–Qué va, ya se le pasará –dijo Wolfgang.

Sin embargo, Silke se inclinó otra vez hacia adelante y esta vez pareció que sí vomitaría.

–Necesito aire fresco –volvió a balbucear.

Wolfgang se quedó en su asiento, pero cuando sintió la mirada de la agente, descendió del auto y abrió la puerta trasera. La agente no le quitaba los ojos de encima. Silke se arrastró fuera del auto, anduvo unos pasos tambaleándose y mientras vomitaba se aferró a la sorprendida policía. Wolfgang le clavó una mirada de espanto y subió al automóvil.

–Buscaré la licencia –murmuró y, sin volverse, arrancó el vehículo y abandonó el lugar.

Albert lo miró perplejo.

–¿Por qué me miras así? Todo está bien.

Volvió a subir la radio y aceleró; la torre de la iglesia del pueblo vecino desapareció detrás de ellos.