Maximilian Steinbeis, D
Nacido en 1971 en Munich; reside en Berlín. Vive de y para la escritura: Su debut, el relato Schwarzes Wasser, una «historia de turbadora belleza al estilo de Lolita» (NZZ), se publica en 2003 en la editorial C.H. Beck.
Descarga
del texto:
Formato PDF (*.pdf)
Einen Schatz vergraben
© 2011 Maximilian Steinbeis
Traducido por Nicolás Gelormini
Enterrar un tesoro
Bienvenido. Por favor, grábese en la memoria
la siguiente información. Esto nos ahorrará a mí tiempo, y a usted dinero. Mi asesoramiento cuesta una onza troy de oro por hora. Usted no querrá malgastarla en cuestiones preliminares.
Usted ha decidido proteger de la catástrofe inminente las ganancias que ha obtenido en su vida. Lo felicito. Ha demostrado valor y determinación. Ambos atributos le serán de mucha utilidad en la realización de su propósito.
Lo que le falta es el saber y la experiencia. Poseo ambos y los pongo a su disposición. Esto tiene su precio, naturalmente, pero no se necesita mucha imaginación para figurarse qué caro le puede resultar un cálculo erróneo y un desacierto en la concreción de su plan. En comparación, yo soy económico.
El procedimiento será el siguiente: le expondré de un modo general en qué consiste enterrar un tesoro. A continuación usted estará básicamente en condiciones de evaluar las dificultades a que se enfrentará, los aspectos a que deberá prestar especial atención y las decisiones que deberá tomar.
Escuche. Piense serenamente en todo lo que le diga. Luego arregle una cita con mi oficina. En esa ocasión discutiremos el resto.
El primer paso: transformar su dinero en oro.
Disfrute este paso. Es una gran aventura transformar en oro todo lo que uno tiene. Disfrute el momento en que usted entra en la sucursal del banco, sonriendo tranquilamente a la cámara de seguridad, y le dice sin ambages al amistoso asesor, que usted desea, y lo desea de inmediato, poner fin a la estafa que han venido cometiendo con usted él y la institución que lo emplea, que desea cerrar todas las cuentas y retirar los depósitos, vender todos los valores, liquidar las inversiones.
Resalto: todo, todo lo que usted tiene.
Sentirá la tentación de pactar. Pensará: ¿Pero qué si no todo sale como yo imagino? La diversificación lo seducirá. Distribuir el riesgo. No poner todos los huevos en la misma canasta.
¿Le resultan conocidas estas palabras?
Estas son las cosas que su asesor bancario ha predicado sin cesar, ¿no es cierto? ¿Tengo razón?
¡Resista!
La seducción será tremenda. Pero usted deberá resistir.
Piense en el momento en que el Estado se libere de sus deudas, rompa las cadenas y comience a saciar su descomunal hambre de poder, su hambre que ha aumentado siglo tras siglo. Piense en el momento en que todo su dinero se convierta en lo que básicamente era desde un principio: un montón de papeles coloridos.
Atienda a mis palabras. Quien no haya sustraído oportunamente sus posesiones a la intervención del Estado deberá pagar.
Y el único camino es éste: oro, oro debajo de la tierra.
Oh, yo no menosprecio la dulzura del veneno que el simpático asesor dejará caer en gotas sobre su lengua estirada. Es un buen alumno. Evitará ejercer una resistencia abierta contra usted.
Por supuesto, dirá. El oro es una buena idea en estos días, dirá.
Le ayudará, se pondrá a su disposición. A su manera sus intenciones son buenas.
Le podemos ofrecer estos títulos de índices bursátiles, dirá. O ese fondo de materias primas. ¿O por qué no acciones mineras? O si tiene que ser oro físico, entonces al menos colóquelo en una caja de seguridad, aquí en nuestra bóveda. No tome a su cargo el esfuerzo de la conservación y custodia. Evite el riesgo. Mire, mire qué segura la coraza maciza, con qué brillo frío resplandece, mire con qué firmeza vigila el láser de nuestro sistema de seguridad, escuche, escuche cómo los gruesos pernos de acero especial penetran casi sin ruido en las hembras, sólo se abren si uno introduce la clave secreta de 15 cifras y que el ordenador más eficiente del mundo necesitaría mil años para crackear.
Escuche: el día del arreglo de cuentas el Estado querrá saber de quién es cada una de las cajas de seguridad. Y los funcionarios llamarán a su puerta, acompañados de hombres armados, y lo acompañarán a su caja de seguridad y con gesto adusto le ordenarán abrirla. Tendrán derecho a usar la violencia si usted no se doblega. Y ellos se llevarán su oro.
En consecuencia: Tápese los oídos. No sonría. No responda ninguna pregunta. No diga nada salvo el propósito que lo ha llevado hasta allí: exigir lo que es suyo, aquí y ahora.
El simpático asesor, que en realidad siempre fue muy solícito con usted, sabrá qué hacer. Tal vez se mostrará un poco indeciso y sus tristes ojos marrones parpadearán.
Esos son los últimos segundos de su existencia como cliente. El asesor se está despidiendo. Enseguida habrá desaparecido, se habrá retirado a los recintos pintados en apaciguadores tonos pasteles, óptimos para un clima de venta, donde un rebaño de hombres pacientes ya espera que él lo asesore.
Él le ofrece la mano. ¡No la acepte!
Haga que le entreguen su capital en billetes de 500 euros.
Algunos bancos venden oro. Lo piden para usted. Usted quizás piense que es práctico. Así se evita cualquier fastidio y lo recibe empacado y gratis en su domicilio.
Repito: del banco no debe aceptar nada. Si usted no interioriza esto, nuestra cooperación será en vano. Para eso prefiero utilizar en otro caso mi escaso tiempo. Lo digo en serio.
En Alemania hay una ley que dice que cada compra importante de oro debe registrarse oficialmente. Usted puede imaginarse para qué.
De qué le servirá que su tesoro esté seguro bajo tierra, si usted está en prisión.
Por suerte hay tiendas, establecimientos normales. Venden metales preciosos, monedas, antiguas pero también recientemente acuñadas. Se puede entrar allí sin siquiera decir buenos días. En silencio se puede poner efectivo sobre la mesa y señalar lo que uno desea. Ni siquiera debe abrir la boca. Nadie se enterará de la transformación de su dinero, será igual a haber comprado con él huevos, combustible o un nuevo impermeable.
Esto está permitido. Es completamente legal. Sin embargo, hay un límite de 15.000 euros. En caso de sumas más altas el vendedor debe declarar la operación.
Superar estas dificultades es solo una cuestión de tiempo. Usted debe dividir su dinero en fracciones de 14.999 euros y cambiar éstas por oro en distintas tiendas, una tras otra, hoy en Hamburgo, mañana en Berlín, pasado mañana en Múnich. Conocemos a los vendedores de confianza. Le diseñamos un plan de ruta. Lo recogemos a usted y a su dinero en un camión blindado directamente en la puerta del banco. Viajamos por toda la república, de un negocio de metales preciosos a otro. Según la dimensión de su capital, deberá disponer de entre dos o tres semanas.
Usted ya ha hecho la gira. Conoció Alemania más profundamente de lo que quizás quería. En las interminables horas de autopista trabó amistad con Frank y Thorsten, los dos conductores con permiso para portar armas y conocedores de las artes marciales, que lo acompañaron y protegieron en su viaje y que al final demostraron ser agradabilísimos compañeros de ruta una vez que usted se acostumbró a su apariencia física.
Usted ha tomado un baño y ha dormido suficiente. Se ha fortalecido en el buffet del desayuno.
Luego ha regresado a su habitación, ha puesto con esfuerzo sobre la cama el bolso deportivo que Frank y Thorsten no perdieron de vista durante todo el viaje, ha abierto el cierre y ha dejado al descubierto el contenido.
Entonces usted por un momento se queda inmóvil.
Ante usted está lo suyo. Ante usted está todo lo que tiene, bajo la forma de un paralelepípedo macizo, compuesto de láminas sorprendentemente pequeñas y delgadas, de un amarillo mate.
¿Está decepcionado? ¿Pensaba que sería más?
Tonterías, usted está olvidando que ahora está tratando con oro. Levante una de las barras. Vamos, insisto, hágalo. Es suyo.
Le parecerá inesperadamente pesado. El oro pesa más que el doble del acero. El oro es pesado, es decir, no necesita mucho lugar. Ésta es una de sus grandes ventajas. Se puede llevar una ración para emergencias en un diente hueco. Se puede esconder un pequeño capital bajo una tabla de parquet suelta, suponiendo que usted tienda a ser un criminal irresponsable.
Pero eso no es todo. Lo verdaderamente maravilloso es la indestructibilidad de este metal. Sobrevive a todos, a cualquier catástrofe terrenal por más atroz que sea. Siempre permanece igual a sí mismo. Otros metales aceptan combinarse, se involucran con el oxígeno, ese descomponedor que da vida, se cubren de pústulas de óxido, quebradizas y de color apestoso, de eflorescencias y costras de sal, se deshacen al contacto con la humedad que se filtra, se funden en el fango, se derriten y descomponen, pero no el oro. Allí donde usted lo entierre, allí estará diez, cien, mil años, y brillará con ese color único, que le ha sido otorgado como signo de su maravillosa perseverancia, tan eternamente como el primer día, en diez mil, cien mil años, deformado y abollado quizás por los movimientos de presión y amasado de la tierra en que descansa, pero inmutable, incorrupto, como si no fuera parte del tiempo ni del mundo.
Suponiendo, claro está, que nadie lo desentierre.
Ya ha dado el primer paso. Ahora viene el segundo: usted necesita un sitio adecuado.
Lo importante es que sea de su propiedad. Si todavía no tiene un terreno, compre uno. Compre una superficie de campo o de bosque no menor a una hectárea, lo ideal son diez. No cuesta mucho y así después usted no tendrá que lidiar con las pretensiones del propietario.
Por lo demás –esto quizás lo sorprenda– no son relevantes las características del lugar. Debe evitar, por supuesto, los terrenos pantanosos y la arena, pero dejando de lado esto, cualquier lugar es tan bueno como el otro. Es indiferente si hay barro, cascajos o humus, si es húmedo o seco, si es ralo o frondoso.
Lo importante es otra cosa: la facilidad o no con que puede descubrirse el lugar.
En los libros siempre se dice de modo muy simple: un lugar solitario en el bosque, un bosque señalado, la punta de la sombra de la rama más larga a las doce del mediodía. Pero eso es un cuento de niños.
En dos años un claro puede haber sido invadido, la rama quebrada, el árbol derribado y el lugar en que está enterrado el tesoro haberse vuelto completamente indescifrable, un lugar que en el fondo ya no es un lugar sino una gota de agua en el mar, un aliento en el viento, una nada y el tesoro está en todas partes y en ninguna, desaparecido, evaporado, ausente.
Esto no debe pasar en ningún caso. Para eso directamente es mejor no enterrar el tesoro.
El dilema es siempre el mismo: por un lado, el escondite tiene que ser imposible de encontrar, si no, no sería seguro; por otro, debe ser posible encontrarlo, si no, el tesoro desaparecería.
Para resolver este dilema usted necesita cuatro parámetros: señalización, signo, código, y llave.
Naturalmente, el lugar no debe ser de ningún modo llamativo. Pues esto implicaría que cualquiera reconocería que es un lugar señalado y especial. En estos tiempos en los que cualquier taxista entierra veinte onzas en algún lugar, sólo un demente confiaría sus tesoros a un sitio con esas características. Conozco personas que registran con un detector de metales preciosos los lugares llamativos que van encontrando. Y no viven mal.
No, usted mismo debe señalar el lugar. Usted debe otorgarle el carácter de especial. Debe escoger determinados atributos del terreno y otorgarles un valor de signo, de modo que combinados den una señalización.
Estos signos deben ser duraderos: un árbol es mejor que un poste, una piedra mejor que árbol, una colina mejor que una piedra.
A mayor cantidad de signos, más grande es el riesgo de que alguno se descomponga, se derrumbe, desaparezca, y con él toda la señalización. Con ayuda de tres signos ya puede señalar cualquier lugar con precisión de centímetros. No elija menos de tres, pero tampoco más.
Haga uso de la trigonometría. Las leyes de las proporciones entre ángulos y lados del triángulo son eternas. Válgase de ellas.
Y manténgase lejos de las coordenadas del GPS. Usted querrá ser capaz de ubicar su tesoro también cuando los satélites hayan dejado de enviar sus señales.
Por supuesto, usted tiene que codificar la combinación de signos. El código puede y debe ser complicado. No necesita memorizarlo. Pero sí puede anotarlo o fijarlo en cualquier tipo de escritura. Haga generoso uso de las artes mágicas de la criptografía. De todas maneras en la elección de los materiales limítese a los analógicos. Lo último que necesita en estos tiempos que se avecinan es ser dependiente de un software y un ordenador en el instante del desmoronamiento.
Con esto llegaríamos al cuarto parámetro para enterrar exitosamente un tesoro: la llave.
Olvide todo lo que cree saber sobre mapas de tesoro. Aténgase a lo que dice Edgar Allan Poe, quien si bien escribió muchos disparates, al menos nos dejó un consejo verdaderamente digno de consideración: lo más oculto es lo expuesto a la luz.
Así pues, yo no le recomendaría dejar la llave en una cajita sobre el hogar. Eso sería de una negligencia arrogante. A diferencia del detective de Poe, usted no tiene que impresionar a nadie.
La cuestión es que su llave no debería necesitar de escondite alguno. Debería corporizarse en cosas abiertas, accesibles. Mire por la ventana: la red de calles de su ciudad, por ejemplo, es una mina de la cual se puede adquirir abundantísimo material para obtener la llave. El camino de A a B. Los nombres de las calles. Los ángulos de los cruces. La extensión en metros de los trayectos. Y es duradera: hasta en Hiroshima se ha conservado idéntica, en cierta medida, la red de calles.
También son igualmente apropiadas obras clásicas de la literatura y la música. Haga combinaciones. Si la llave está compuesta de muchas llaves que sólo funcionan en su interacción, será mucho más poderosa.
Me ha comprendido: éste es un campo ideal para preferencias personales. Su poema favorito. Las canciones melódicas de su juventud. El camino a la escuela, la dirección de su primer amor. Caiga en el sentimentalismo. Aquí está permitido. Cuanto más íntimo, mejor: sus recuerdos y sentimientos no son fáciles de penetrar por nadie y están bien ocultos en usted. Y uno los puede recordar bien.
Usted mismo debe ajustar los cuatro parámetros de señalización, signo, código y llave. Si lo hiciera yo, sabría dónde está escondido su tesoro. Y eso ni lo quiere usted ni lo quiero yo.
Los desafíos a que hice referencia son de naturaleza más bien intelectual. Aquellos que le esperan después exigen otras capacidades.
Uno no puede cavar solo un pozo que sea suficientemente profundo para acoger un tesoro. O sea que necesitará a otra persona, no más de una, pero la necesitará forzosamente. Puede ser su hijo o su nieto, si usted tiene alguno en que confíe ilimitadamente y que tenga la aptitud física para semejante trabajo. También puede ser su hija o su nieta, con las mismas condiciones. Hermanos, jamás. Tampoco su esposa. Nunca sale bien.
Si usted no tiene ningún descendiente adecuado, entonces necesitará un ayudante. Pero este ayudante trae consigo un problema que usted deberá enfrentar.
No me refiero a encontrar a un hombre adecuado. Eso lo podemos hacer nosotros por usted. Hay suficientes jóvenes robustos que estarían contentos y agradecidos con ese trabajo; eso no es lo que falta. El problema es otro. Volveré sobre esto más tarde.
Las herramientas se las daremos nosotros: palas, picos, cubos, cuerdas y –lo más importante– dos espuertas, una para usted y otra para su ayudante, apropiadas para el transporte de hasta 650 onzas troy de oro. Esto, multiplicado por dos, alcanza para la mayoría de los capitales. Y, en todo caso, más no se debe enterrar en un solo lugar.
650 onzas troy son más de 20 kilogramos. Esto hace de las mochilas algo muy pesado. Usted tiene que estar en condiciones de cargarlas, sin fatigarse demasiado, a lo largo de dos, tres kilómetros. Entrénese, si es necesario.
Llegado al lugar del escondite usted se enfrentará al esfuerzo mayor. Deberá cavar un pozo de por lo menos dos metros y medio de profundidad.
Hay enterradores experimentados y de ningún modo dados al sentimentalismo que son partidarios fervorosos de la teoría que dice que el tiempo, tarde o temprano, saca a la luz todo los tesoros. Que el tiempo a la larga no soporta los tesoros bajo tierra. Que es algo antinatural que el oro esté en la mugre, lo especial en lo común, que lo que es algo se disfrace de nada. Y que tarde o temprano es lavado por la lluvia, arrancado de la tierra por la tormenta, junto con las raíces del árbol que lo ocultaba y a cuyos pies estaba enterrado. Que el arado lo atravesará y lo arrojará a la superficie entre los terrones negros. Que yacerá ahí, resplandeciente a luz del día, brillante y amarillo, inalterado y nuevo, a merced de cualquiera que tenga la suerte de pasar por el lugar y abrir los ojos en el momento indicado.
Quizás esto sea superstición. No emitiré ningún juicio.
Como sea, lo importante es esto: dos metros y medio.
Hoy en día hay detectores de alto rendimiento, y la tecnología sigue progresando.
Dos metros y medio. Si quiere, más, pero en ningún caso menos.
Dos varones adultos tardan en cavar un pozo de dos metros y medio de profundad aproximadamente diez horas. Téngalo en cuenta al programar el tiempo. Usted no tiene que perder un minuto, si es que quiere haber tapado el pozo antes del amanecer.
En su espuerta encontrará bebidas y alimentos energéticos de alta concentración. Cada dos horas haga una pausa de quince minutos. De nada le servirá que usted y su ayudante se fatiguen y sientan hambre y trabajen más despacio.
Ahora viene algo importante: haga que su ayudante cave en el fondo del pozo. Él estará abajo, llenará el cubo. Usted estará arriba y alzará lo excavado.
Hable lo menos posible con su ayudante. Igualmente, por lo general los ayudantes no hablan alemán. De todos modos evite el contacto visual. Muéstrese huraño. Cierre sus ojos y oídos para los quejidos de su ayudante, para su sudor, para los sonidos guturales con que buscará contacto. Evite consumir junto a él los paquetes de alimento energético y mucho más compartirlos.
Lo que le espera es suficientemente difícil.
Cuando durante horas se ha realizado codo a codo un duro trabajo físico es difícil no construir una relación. Él, abajo, trabaja con la pala, usted tira. Trabajando así se entra en un ritmo preciso. Los movimientos de su ayudante están sincronizados con los suyos. Él pica mientras usted tira, después cava y usted espera hasta que el cubo está lleno, luego tira hacia arriba, y él toma el pico… después de una, dos horas hay tanta conexión armónica que el trabajo tiene algo de embriagador, un movimiento lleva a otro, como un baile, semejantes a un animal de cuatro brazos, usted y su ayudante se hunden en la tierra a dos metros y medio de profundidad, hasta se respira sincrónicamente en la oscuridad, los músculos colmados del mismo dolor tibio, vital, él allá abajo, usted ahí arriba.
Y al final usted debe darle muerte a golpes.
No hay manera de facilitarle esto. Para la mayoría es con mucho lo más difícil de toda la operación.
Y debe hacerlo solo. En la medida de lo posible podemos prepararlo, pero al final usted tendrá que ser capaz de tomar la decisión de alzar la pala, blandir en alto la hoja de acero y en el instante en que el que está abajo se incline sobre el cubo y relaje los músculos del cuello, dejarla caer en un preciso lugar de la nuca.
Es algo que ejercitaremos, es algo que usted debe aprender de memoria.
Si usted vacila, quizás inconscientemente, porque se espanta de sí mismo y de lo que hará, porque quizás usted se vuelve consciente de ese hombre que está ahí abajo, de su olor, de su camiseta deshilachada, de sus labios retraídos, de toda su corporeidad tibia, sudorosa, si usted frena la pala en medio del golpe, posiblemente sólo lo herirá. Y entonces todo será mucho, mucho más difícil.
El golpe de pala, realizado correctamente le apagará la luz al hombre como si éste fuera una bombilla. Se desplomará y habrá muerto. Lo único que le queda por hacer a usted es volver a tapar el pozo, por supuesto no sin antes haber metido el tesoro. Calcule usted una hora y media.
Luego está ante el pozo tapado. Si todo ha salido según lo planeado, estará clareando, el sol estará elevándose en el Este.
Constatará que lo colma una curiosa euforia. Advertirá que ese amanecer juega con usted del modo más curioso. Se sentirá tan libre y ligero como nunca antes en su vida. ¡Salte! ¡Grite de júbilo! ¡Arránquese la vestimenta del cuerpo! Nadie lo está viendo, usted está completamente solo. Dele vía libre a sus sentimientos.
Pero no olvide que aún debe recorrer el camino hasta el auto. Ahora deberá cargar las herramientas solo, un detalle más que se agrega. Deberá completar el camino en tanto la euforia lo sostenga.
Llegado al auto, de ningún modo parta enseguida. En el estado en que se encontrará sería un peligro para sí mismo y para los otros. Recline el asiento del conductor y duerma.
Dormirá sin sueños y tan profundamente como no le sucedía desde hacía tiempo. Lo que lo mantenía despierto, lo que le hacía dar vueltas y durante tantas noches no lo dio paz ahora yace seguro enterrado a dos metros y medio debajo del cascajo, la arcilla y el barro.
Después de ocho, diez, doce horas, tal vez ya haya oscurecido. Sus miembros estarán entumecidos y le dolerán. Sentirá como si le hubieran pisoteado la cabeza.
Ponga el auto en marcha. Conduzca hasta un carril de la autovía. Mézclese en el tráfico, sumérjase otra vez en el mundo. Acelere. Tome el volante con ambas manos. No le quite los ojos de encima al camino. Respire profundo y lentamente.
Usted es libre.