Linus Reichlin, D
Nacido en 1957 en Borken, reside en Berlín. Comienza escribiendo columnas y reportajes, por los que recibe varios premios, entre ellos el Ben Witter del «ZEIT» y el Premio de Periodismo de Zurich.
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Weltgegend
© 2011 Linus Reichlin
Traducido por Nicolás Gelormini
Región del mundo
1
En un pueblo con nombre que parece una palabra latina Martens disparó contra dos hombres y percibió en el mismo momento que se había equivocado. La mujer cayó contra la tierra, sus brazos se movían de manera artificial, Martens cerró los ojos. Soy médico, pensó. Soy médico. En pureza y santidad, viviré y ejerceré siempre mi arte. En pureza y santidad. Ese era el parágrafo quinto del juramento hipocrático, Martens intentaba recordar el primero. ¿Cómo rezaba el primer parágrafo? Para quien podía recordar el quinto, no debería constituir ninguna dificultad el primero. “Juro”, murmuró Martens, “por Apolo, médico, por Esculapio, Higía y Panacea y pongo por testigos a todos los dioses y diosas”. Él era médico y estaba armado, porque los otros habían fijado una recompensa por la cabeza de los médicos extranjeros. Y era un buen tirador, pero como médico, no hubiera debido serlo en absoluto, ahora este hecho se cobraba venganza. Y después, pensó, después, ¿cómo continúa el juramento?, ¿el segundo parágrafo? Llamo a los vivos, me compadezco de los muertos, rompo los rayos. Esto no encajaba, pero siempre le había gustado el epígrafe de la campana de Schiller. Veamos si todavía consigo recordarlo en latín, pensó. Vivos voco, mortuis plango. Fulgaro frango. ¿Era mortuis o mortuos? No era fácil decidirse, pues su cabeza todavía retumbaba por la bomba que los otros hace un momento habían detonado a distancia. Cableaban los Nokias con dispositivos de detonación, y después llamaban por teléfono a la bomba. Porque no tenían amigos, pensó Martens. Este pensamiento desató un impulso de risa histérico, se mordió la mano, que temblaba entre sus dientes. La detonación había quebrado el eje delantero del vehículo sanitario como si se tratara de una cerilla, mi ambulancia, pensó Martens, yo salvo vidas, cuando me lo permiten. Martens yacía a la sombra del vehículo destruido, los neumáticos exhalaban un hedor a caucho quemado. Escuchó a alguien que vociferaba algo. Eran dos mujeres. Una yacía en el polvo, la otra gritaba algo en dirección a él. Ésta tomó a la mujer herida de ambos brazos y la arrastró con grandes esfuerzos por la calle angosta. Todo esto no podía ser cierto. No tres días antes del viaje de regreso al hogar. Una sandalia colgaba del pie de la mujer herida, y poco antes de que las mujeres desaparecieran detrás de una estrecha puerta de madera, en una casilla de barro, la sandalia se desprendió del pie y quedó tirada.
Ahora todo volvía a ser otra vez como antes. Una calle angosta, pacífica, indiferente; a la izquierda, un Toyota Corolla blanco se recostaba sobre un muro de barro, a la derecha se encontraba la casilla en la que habían desaparecido las dos mujeres, el polvo se hallaba como detenido en el aire caliente, la sandalia yacía en el medio de la calle angosta.
Tómate tu tiempo, pensó Martens. Todavía no estaba convencido de que todo no fuera solamente un producto de su imaginación. Debía reflexionar, recapitular. Entre tanto lo turbaba el permanente traqueteo detrás de sí. Los otros traqueteaban, los propios, Niehoff, Khalili, Petersen y un par más que habían llegado en un nuevo contingente contestaban el traqueteo.
"¡Calma!”, gritó Martens, pero los propios estaban demasiado lejos y los otros todavía más lejos, y, en cualquier caso, la solicitud de calma jamás fue cumplida en aquel momento. Él se tapaba los oídos. Apartamos nuestra atención del sonido de la guerra para escuchar a los venados mientras pacen en la hierba. ¿De quién era eso? No lo podía recordar. En pureza y santidad, pensó, soy médico. El hecho de tener este pensamiento con tanta frecuencia lo tranquilizaba. Significaba que algo no andaba bien en él, que se encontraba bajo el efecto de un shock y no podía confiar en sus percepciones. ¿Es acaso un prodigio? Pensó él con una melodía que conocía de una canción de rock, estoy caliente, estás caliente, ¿es acaso un prodigio? La bomba había explotado precisamente debajo de él, que se hallaba sentado en el asiento delantero de la ambulancia blindada y bostezaba, porque la noche anterior había tenido tráfico sexual con Nina Voigt en la parte trasera de Bremen, tráfico sexual, así lo llamaba ella, y en relación con ella era una denominación adecuada, se trataba de la prioridad, de ceder el paso, de limitación de la velocidad y de remolcar. Él había bostezado, y entre las pocas ventajas que tenía esta región del mundo se encontraba el hecho de que un simple bostezo en el momento justo podía impedir el estallido del tímpano. La bomba había explotado, y la violencia de la presión por la detonación había estrujado el alma de Martens expulsándola de su cuerpo, por un instante se había visto desde afuera: su rostro desencajado, la mirada apática por el espanto, casi estúpida, era evidente que en la cercanía de la muerte toda inteligencia se desprendía de uno. Había estado expuesto a una enorme violencia enemiga, y después, ¿ningún shock? Improbable, pensó Martens. La sandalia, esa era la explicación más plausible, ya se encontraba tirada allí desde antes, él sólo la había notado recién ahora, y su cerebro, que ahora no era más que una coctelera, había alucinado una historia como consecuencia del trauma, a partir de la sandalia, dos hombres que volaron por los aires detrás del Toyota blanco, y naturalmente eran en verdad mujeres, y al final solamente quedaba tendida la sandalia: se trataba de una alucinación sucesiva que menguaba progresivamente, no lo habría sorprendido si también la sandalia hubiese desaparecido con rapidez.
Cerró los ojos, volvió a mirar: la sandalia todavía se encontraba allí, pero de seguro no por mucho tiempo más. Que el cañón de su arma todavía estuviese caliente –y el calor no provenía del sol– y que el arma además todavía oliera a pólvora, un olor persistente, agradable, tal como siempre le había parecido a Martens, no significaba nada en absoluto. Una noche, su padre, en la etapa avanzada de consumo de alcohol, había disparado con el rifle de pompa contra la alfombra persa que se encontraba delante del televisor, dejando un agujero del tamaño de un plato, un agujero en la alfombra como jamás había visto hasta entonces la policía de Furtwangen en la Selva Negra. Para el expediente policial, su padre afirmó que dos ladrones habían penetrado en la casa, pero jamás se encontró de ello prueba alguna. Naturalmente yo vi algo, pensó Martens, y disparé, ¿es acaso un prodigio? 15.000 dólares de recompensa por la cabeza de cada médico extranjero, todos los médicos en el campamento alemán caminaban de aquí para allá con este número, que bien podía ser sólo un rumor en lo atinente a la cantidad, pero 5.000 ya hubiesen sido razón suficiente para disparar si se veía figuras o nada volar por los aires desde atrás de un auto. Al principio los otros hicieron estallar por los aires el vehículo sanitario, luego intentaron conseguir la cabeza del médico, para mí, era lógico, pensó Martens. Yo vi a dos hombres, que no estaban allí, pensó, pero muy bien hubiesen podido estar allí.
Volvió a dirigir la mirada hacia allí, y la sandalia permanecía testaruda en su lugar.
"Soy médico”, dijo Martens, cuando Khalili se recostó junto a él, Khalili olía igual que el arma de Martens, sólo que con mayor intensidad. A Martens le hacía bien tener a su amigo junto a él. Ahora en realidad todo tenía que empezar a mejorar.
"Ah, ¿eres médico?”, dijo. "Me da mucho gusto. Yo soy intérprete, de Kreuzberg. ¿Sabes quién soy?”
Martens asintió con la cabeza.
"Mírame”, dijo Khalili.
Martens lo miró, era una satisfacción. Khalili le caía bien, de hecho le caía muy bien. Khalili era lo mejor en esta región del mundo, Khalili era un hallazgo para la vida. Si me hubiese quedado en casa, pensaba Martens, jamás lo hubiese conocido, y habría sido una gran pérdida.
"Bizqueas”, dijo Khalili. "Podría ser una conmoción cerebral.”
Tanto mejor, pensó Martens. Commotio cerebri, ligero trauma cerebral, ahora caía en la cuenta de cómo se llamaba el pueblo en que se encontraban: Quatliam. Un nombre que de ningún modo sonaría extraño en un verso latino: Quatliam esse delendam.
"Los médicos no deberían estar armados”, dijo Martens. "Es cínico.”
"Sí”, dijo Khalili. "Yo también soy de la opinión de que precisamente ahora tenemos un montón de problemas filosóficos. Y con nuestros hermanos del otro lado del muro, sencillamente no se puede discutir. Por eso ahora los vamos a dejar aquí solos.”
Detrás del muro de barro que dividía a los otros de los propios se elevaba con velocidad una delgada columna, como el chorro de una fuente cuya agua se había transformado en polvo. El viento esparcía la tierra en forma de abanico, en partes cristalinas que resplandecían bajo el sol.
Khalili agitaba su mano una y otra vez ante el rostro de Martens. "¿Hola?”, decía. "¿Has oído? Abandonamos este lugar. Hoy no es nuestro día.”
"Sí”, dijo Martens.
Se desprendió de la belleza resplandeciente del chorro de la fuente de polvo y miró en dirección a la calle angosta.
La sandalia ya no estaba allí.
En sus oídos zumbaba el ruido de la sangre. Podía oír cómo se aceleraba el ritmo de sus pulsaciones.
Miraba el follaje de un árbol delgado, que se elevaba por encima de una de las casillas. El verde refrescaba sus ojos. Martens quería cerciorarse por completo.
Volvió a lanzar una mirada.
La sandalia había desaparecido.
Todo su cuerpo tembló de alivio.
"¡Espera!”, le dijo a Khalili, cuando éste se disponía a pararse. "¿Ves allí una sandalia? En la calle angosta. ¿Hay tirada allí una sandalia?”
Khalili arrojó una rápida mirada.
"No, no hay ninguna sandalia. ¿Por qué? ¿Ves una sandalia?” La mirada preocupada de Khalili reconfortó a Martens. Khalili era alguien en quien se podía confiar, una ola de euforia inundó todo su cuerpo, que experimentó un agradable cosquilleo; dijo: "No hay problema.”
Extendió su brazo hacia la mano que le tendía Khalili, Khalili lo ayudó a ponerse de pie.
"Estoy bien”, dijo Martens, entre sus pies y el suelo había una capa de caucho pastoso, Martens se tambaleó, pero Khalili lo sostuvo con firmeza.
"Está todo en orden”, dijo Martens, y de hecho, ahora todo estaba aclarado. Primero dos hombres, después dos mujeres, luego una sandalia, ahora ya no más una sandalia, se corroboraba su autodiagnóstico: reacción frente al estrés, ligera conmoción cerebral. Pero estaba progresando, su alma ya recobraba la salud, de hecho no se trataba en absoluto del cerebro, a pesar de que un neurólogo habría discutido esta cuestión. No, su alma, literalmente expulsada de su cuerpo por el impulso de la explosión, se hallaba otra vez de regreso en su patria, y en el recobrado intercambio de sensaciones y entendimiento ya no encontraba lugar una sandalia alucinada. Allí no había ninguna sandalia, y eso significaba que en realidad nada en absoluto había sucedido, salvo por el hecho de que Martens había disparado contra un espejismo.
Viene de familia, pensó.
2
Acompañado por los disparos de despedida de los otros, el Dingo traqueteaba por la calle de tierra. Khalili y Petersen se bamboleaban con el ritmo de las irregularidades del terreno. Martens apoyaba con fuerza las piernas contra el suelo del vehículo, con la finalidad de soportar los golpes de los baches con alguna suspensión, su cabeza reaccionaba con sensibilidad a las sacudidas. A través de la pequeña ventana penetraba la luz del sol que caía sobre un ángulo, generaba un delgado rayo, y este rayo traía una luz de esperanza, consideraba Martens. El rayo iluminaba la boca del arma de Felder, la boca brillaba, y las manos de Felder eran las de un carnicero. Pero cuando el vehículo tomó una curva y la luz del sol se deslizó desde la boca del arma hacia las manos de Felder, eran las manos de un carnicero que en su tiempo libre tocaba la mandolina.
"¿Tocas la mandolina?”, preguntó Martens.
"¿Qué?” El ambiente dentro del blindado era muy ruidoso, Martens volvió a formular la pregunta.
"¡Batería!”, exclamó Felder. "¿Por qué?”
Martens levantó las manos. En realidad hubiese sido difícil ofrecer una explicación. La mirada preocupada de Khalili. ¿Y qué?, pensó Martens, solamente pregunté si tocaba la mandolina. Hospital militar, decía la mirada de Khalili, te llevo en cuanto lleguemos al campamento. No es necesario, pensó Martens. Khalili sacudió la cabeza y miró para otro lado.
"¡Excepcionalmente está permitido fumar!”, exclamó Niehoff hacia atrás. Niehoff conducía esta patrulla. Niehoff dijo de sí mismo: "Polla larga, entendimiento corto.” Niehoff amaba la vida, cuando uno viajaba con él, regresaba ileso, y si no, era el destino. Niehoff no representaba peligro alguno, ni para los otros ni para los propios, todos lo querían. Khalili, Petersen, Felder sacaron los cigarrillos por debajo del chaleco antibalas, Martens se había fumado el último justo antes de la partida, en el campamento, la partida hacia este pueblo en que había explotado la bomba; cuando pensaba en ello, sentía un intenso malestar corporal. Explosión no era la palabra correcta, no era la palabra para una sensación, la sensación de ser aplastado entre dos planchas de acero. Él no se merecía que los otros le infligieran semejante violencia extrema, era una maldita iniquidad.
Khalili se sentó junto a él, le ofreció un cigarrillo.
Martens extrajo uno del paquete. Khalili prendió el encendedor. Martens vio la llama, flameaba, saltaba de aquí para allá, no podría quedarse otra vez quieta la maldita llama. Khalili sostenía con firmeza la mano de Martens, finalmente logró prender el cigarrillo.
"Ahora en serio, Moritz. Esto no me gusta nada.”
"¿Qué?” Martens inhalaba el humo más profundamente que cuando estaba en su casa, en Berlín, en esta región del mundo la gente no se moría por fumar.
"Cómo has prendido el cigarrillo. No lograbas poner en contacto la llama y la punta del cigarrillo.”
Bien, pensó Martens. Trastornos motrices. Un síntoma más de conmoción cerebral.
"Es muy posible”, dijo. "Voy al hospital. Apenas lleguemos al campamento. Me hago examinar.”
"Pero no por Nina.”
"No por Nina.”
"Yo no atiendo a ninguna persona que quiera. Dice siempre mi padre. Por otra parte, quizá lo dice solamente porque no tengo un seguro médico privado.”
"Tu padre tiene razón. Me haré examinar por Loeck.”
"Esa no es una buena idea. Loeck está enamorado de Nina. Incluso si tuvieras una bala metida en la cabeza, él diría: está todo bien, amigo. Solamente mantenga el dedo apretado contra el agujero y llegará a cumplir cien años.”
"Todos están enamorados de Nina. No tengo de dónde escoger, Tim.”
"¡Entonces deja que yo te examine! Yo no estoy enamorado de Nina. Mi amor sólo está dedicado a la guerra contra el terrorismo. Y he estudiado medicina durante dos semestres.”
"Sí. Y cincuenta semestres filología alemana.”
"¿Y qué? Entonces te puedo curar también con versos, como el Sayyid. Te hago invulnerable.”
Extrajo de su camisa el amuleto que había comprado de un santo callejero, un verso del Corán envuelto en cuero con la vaina de un chile. Khalili besó el amuleto.
"Hoy ha vuelto a demostrar que vale su precio”, dijo.
El viaje hacia el campamento se prolongaba, eran solamente cinco kilómetros, pero estaban repletos de baches, poblados de cabras, Martens sentía cada metro del camino en su propio cuerpo. Un dolor detrás de su ojo se intensificaba con cada conmoción, lo sentía cual si fuera un clavo que penetraba a través de la pupila. Con el ojo lloroso, Martens vio afuera las primeras casas de la ciudad amable en que se encontraba el campamento. La ciudad era amable, porque el campamento proveía a los habitantes de algo de dinero y de un poco de protección. Era una amabilidad con los dientes apretados, y cuando el Dingo de repente se detuvo, Khalili, Petersen y todos los que se hallaban sentados en su interior comenzaron a inquietarse. Detenerse no era aconsejable en esta región del mundo, haz como la musaraña: deslizarse a cubierto, una breve mirada hacia la izquierda y hacia la derecha, determinar el lugar del escondite más cercano, deslizarse hasta allí, y esto durante todo el día, y comer mucho, pues viviendo de este modo se consumen muchas calorías.
"¡No es más que un accidente!”, exclamó Niehoff hacia atrás, pero en ocasiones comenzaba de este modo: un vehículo atravesado, ninguna posibilidad de avanzar, estrechez, un segundo vehículo se acercaba por detrás, o un hombre salía corriendo de repente alejándose del lugar, o corría a los gritos hacia uno.
"Es sólo una carreta tirada por burros”, precisó Niehoff. Khalili miraba tenso hacia adelante, Petersen se persignaba, Felder observaba el arma entre sus rodillas. "¡A un lado, a un lado, a un lado!”, exclamó Vogel, el conductor, hacia la ventana, fuera. Martens abrió con violencia la puerta y saltó fuera del vehículo, se desplomó sobre sus rodillas, le faltaba el aire, el pánico le cerraba la garganta, a través de un orificio infinitamente estrecho una amarga mucosidad se abrió paso por su garganta y vomitó delante de los pies de los niños, tantos niños. Emergían constantemente de la nada, a veces en medio del desierto, como si los hubiesen parido las piedras. Los niños eran un buen signo, cuando estaban allí, los otros no disparaban, o, digamos, lo hacían de mala gana. Los más pequeños se acercaron hasta quedar casi junto a Martens, extendían la mano y tocaban su pelo dorado. Ahora se reían con disimulo, estaban orgullosos de haber tocado la cabeza del extranjero. Él se embadurnaba el pelo con tintura, decían los más grandes, no, no, viene de un país en que el sol nunca brilla, por eso tiene el pelo tan claro. Khalili ya había traducido muchas veces aquello que decían sobre su cabello.
"Está todo bien”, dijo Khalili y ayudó a Martens a ponerse de pie.
"Lo siento”, dijo Martens, una mucosidad le caía por la nariz. "No lo pude controlar.”
"Es solamente un carro tirado por burros que se desplomó. Ven, míralo tú mismo. No es una bomba. Quiero que te convenzas de ello. Es solamente un comerciante de zapatos, dos jóvenes lo han chocado de costado. Ahora hay zapatos tirados por todos lados, ¡míralo tú mismo!”
Khalili condujo a Martens hacia el lugar del accidente, el carro yacía de lado, una rueda todavía daba vueltas, la calle estaba repleta de sandalias. Dos hombres en blancos pantalones occidentales reñían con el comerciante, Niehoff, con el arma al hombro lista para disparar, le hacía señas a Khalili para que se acercara: "Deberían dejar la calle libre. Díganselo, ¡pero con amabilidad!”
Martens tenía un silbido en el oído, ante sus ojos centelleaban copos blancos, transparentes, centelleaban delante de las sandalias con las que estaba cubierto el suelo, sandalias unidas de a pares. Veía sandalias por todas partes, y en cada una se encontraba incrustada la imagen de aquella mujer que se había precipitado contra la tierra, las pequeñas nubes que ascendían flotaban durante un rato sobre el cuerpo de la mujer. Las sandalias producían también algunos sonidos. Martens escuchaba a la otra mujer, quien le gritaba algo, ahora lograba recordar una palabra que ella había repetido con insistencia.
Khuuree, la palabra daba vueltas por su cabeza, cada vez con mayor velocidad, ¡Khuuree! Khalili trataba con los hombres que se hallaban involucrados en el accidente, pero Martens no podía esperar y arrancó a Khalili del grupo de los otros, él debía saber si todavía había esperanza.
-Khuuree -dijo Martens-. ¿Es una palabra? ¿Significa algo?
-¿Cómo se te ocurre esto ahora? Además estás blanco como un papel.
-¿Significa algo?
-La pronunciación es incorrecta. Se dice Khooree. Significa hermana. ¿Por qué?
-Nada -dijo Martens-. Nada de nada.
Se fue tambaleando hasta el Dingo, se sentó junto a Petersen y Felder, durante un momento tuvo la sensación de estar compuesto solamente por su cabeza, había perdido todo acceso que condujera a su cuerpo. La totalidad de su energía se concentraba entre sus sienes, donde palpitaba la palabra, Khooree, Khooree. Uno no podía inventar una palabra que desconocía. He oído la palabra, pensó. Si no la hubiese oído, no la conocería. La he oído. Y si existió la palabra, también existió la mujer, y si existió la mujer, también existió la mujer herida.
"¡Ella es mi hermana!”, le había gritado la mujer. "¡Mi hermana!”
3
Los portones del campamento se abrieron para dar paso al Dingo, el campamento era para los otros un absceso en la ciudad amable, para los propios era, sin embargo, una cabaña alpina. Aquí uno se encontraba a cubierto de la tormenta y del clima, y por las noches, cuando burbujeaban las latas de cerveza, se contaban historias verdaderas. Aquí no se inventaba nada, esta región del mundo ofrecía incluso a los malos narradores materia suficiente para buenas historias. Algunos abandonaban la cabaña alpina por las mañanas con resplandecientes durámenes, y a la noche, cuando volvían, los acariciaban con el pulgar por sobre una o dos muescas frescas, hechas con rudeza, y sus almas permanecían pendientes de las pequeñas astillas de los bordes de las muescas como algodón de azúcar.
Martens contemplaba desde el vehículo el parabalas relleno con grava, que se encontraba a ambos lados del corredor de entrada. La sombra del Dingo se iba posando sobre el parabalas, el juego de sombras era nada. Todo lo que Martens oía o veía ya no era nada, ya no tenía ninguna actitud ante las cosas. Los disparos contra las mujeres lo habían separado de todo. Estaba sentado rodilla contra rodilla con Petersen y Khalili en el Dingo, los oía hablar, pero todo esto era meramente funcional. El oído oía, la rodilla sentía, el cuerpo se comportaba como un trabajador en la cadena de montaje, que ejecutaba sus movimientos cuando ya no quedaba nada más sobre la cinta. Comer, dormir, cagar, todo esto habría de continuar funcionando, sólo que yo ya no voy a estar más presente, pensó Martens. Se hallaba en el pueblo. De nuevo había olvidado cuál era el nombre. Se hallaba en el pueblo y en ningún otro lugar. Me he quedado allí, pensó Martens. Aquello que de él estaba aquí no era más que un espectro.
En la playa de estacionamiento del campamento descendieron del Dingo, las banderas de las naciones crepitaban en el viento, había un aroma a pollo asado. Niehoff pronunció todavía una breve arenga, al finalizar dijo: "fin de la jornada.”
Khalili pasó el brazo por detrás de la espalda de Martens y colocó la mano sobre su hombro.
"Nuestra última misión”, dijo. "Seguramente ya casi ni nos enviarán fuera del campamento.”
Sábado, pensó Martens. En tres días todo ya habría terminado, el sábado volaban de regreso a Berlín, el domingo ya estaban citados para reunirse, Khalili y él.
"Estás completamente pálido”, dijo Khalili. "Así no puedo dejarme ver contigo en Berlín. Quedamos para ir a Manzoni, ¿eso no lo habrás olvidado? Domingo, 20.00 horas, en Manzoni. Encuentro de soldados retirados.”
"Manzini”, dijo Martens. El nombre lo reconfortaba, imágenes cálidas, las noches con Anja en Manzini, sus ojos verdes, fríos, el amor se encontraba en ella en las manos, su piel transportaba sus sentimientos, utilizaba los ojos solamente para ver. Como Nina, curiosamente recién ahora se daba cuenta de este parecido entre ambas, ninguna de ellas era un ser visual. Manzini, un nombre maravilloso, pero nada a lo que él pudiera aferrarse en este momento, Manzini en verdad no existía. El pueblo existía.
–¿Cuál era el nombre? –preguntó.
–¿Qué?
–El pueblo. Donde estuvimos.
–Quatliam.
"Sí. Quatliam.” Quatliam, pensó, con este nombre él sí podía vincular algo, era el único lugar real, y allí él podría encontrarse de nuevo. Tenía que ir allí, porque todavía se encontraba allí, alguien tenía que ir a buscarlo.
-Pero eso no puede hacerse sin ti -dijo.
-¿Qué no puede hacerse sin mí?
Martens calló. Sus pies se encontraban en terreno pantanoso, el suelo se ladeaba, con las piernas muy abiertas, como un borracho, miraba alrededor en busca de un lugar para sentarse. Sencillamente ahora debía sentarse, sobre el pequeño muro delante del Café Lummerland, a Martens le agradaba este nombre. Los primeros que habían llegado a este lugar habían llamado Lummerland al campamento y por las noches habían cantado la canción de Lummerland: una isla con dos montañas, y en el profundo, ancho mar… En ese entonces, los otros ya se habían acercado lo suficiente a Lummerland para disparar un proyectil contra el café, pero no había explotado, la decepción de los otros todavía se encontraba ahora en el aire.
"Pero sólo para fumar un cigarrillo”, dijo Khalili. Se sentó junto a Martens. "Y después te acompaño al hospital militar.”
Encendieron los respectivos cigarrillos, y Martens dijo: "En el pueblo. Quatliam”. Quatliam, pensó. Un nombre semejante, y un pueblo tan insignificante. Y sin embargo se había convertido en el centro de su vida. "He visto algo allí”, dijo.
Por la noche se levantó un viento en las montañas, se precipitó hacia abajo por el valle, pasó con velocidad por sobre los campos de patatas, se apoderó de los barriletes de los niños, e irrumpió en la ciudad amable, superó los parabalas y los muros de defensa del campamento y esparció tierra y calor por las calles estrechas. El viento henchía las redes de camuflaje, enloquecía las banderas de las naciones, y hacía arder las brasas de los cigarrillos. Khalili se colocó las gafas de sol para protegerse de la tierra, y Martens le contó lo que había visto en Quatliam. No dijo nada: disparé contra una mujer. No quería cargar él solo con la responsabilidad, pretendía compartirla con el destino, con fuerzas insondables, con tiros de rebote que habían alcanzado a la mujer, con proyectiles extraviados, de los cuales había muchos por los aires. Para la mujer, no tenía ninguna importancia si él decía la verdad o no. Para ella se trataba de encontrar rápidamente ayuda. Naturalmente Khalili no comprendió cuando Martens dijo: yo le disparé. Todos en el campamento habrían comprendido, ¿quién en todo el mundo si no ellos? Pero comprenderlo no bastaba. Habrían comprendido y pensado: gracias a Dios no me ha sucedido a mí. No es una lepra, tampoco la peste, pensó Martens, no estoy enfermo, solamente me ha sucedido algo, y me ha sucedido solamente a mí, y yo solo tendré que arreglar el asunto. Era su derecho, guardárselo para sí. No tenía la necesidad de confesar nada, tenía la necesidad de hacer algo.
"Sé que Thieke tiene una ambulancia militar en reparación”, dijo. El cigarrillo se había abrasado entre sus dedos, le estaba achicharrando la piel, lo arrojó al viento. "Thieke es uno de tus clientes. Y todavía te quedan cuatro botellas. Por dos nos dará el vehículo.”
-Moritz -dijo Khalili-. Tenemos programado un encuentro para el domingo. ¿Cómo se llama?
-Manzini.
-Manzini. Eso de la mujer, entiendo que te haga inventar cosas. Pero creo que en este momento no puedes pensar con claridad. ¿Qué pretendes con Thieke? ¿Quieres ir solo en un vehículo sanitario a ese pueblo? Reflexiona. Sabes que es una tontería; de otro modo, le pedirías permiso a Seegemann. Pero no haces eso. Porque sabes que Seegemann es en efecto un comandante miserable. Pero ni siquiera a él se le ocurriría enviar ahora una tropa sanitaria a ese pueblo. Nos hemos retirado, y ellos han tomado el pueblo, ahora les pertenece. No podrás salir con vida…
Martens ya había dejado de oír. Contemplaba un pájaro, que se acercaba volando contra el viento, apenas se desplazaba del lugar, bailaba con el remolino de viento, era un pájaro pequeño, azulado. En este lugar casi no había pájaros, muy pocos árboles, muy poco alimento, había un par de gatos y muchos perros de combate con una cruz de 90 centímetros de altura. De repente el pájaro abandonó la resistencia, dejó que el viento lo atrapara, y cual si fuera un objeto inanimado fue arrastrado alejándose con el impulso del viento. Esto no es algo metafórico, pensó Martens, es solamente un pájaro.
-¿Estás acá? -preguntó Khalili y agitó repetidamente la mano delante del rostro de Martens en ambas direcciones.
-Vamos a buscar las botellas -dijo Martens y se puso de pie, estaba infinitamente cansado-. Debemos partir.
Su boca estaba seca, y allí había como un gusto a hierro, como a sangre.
-Recogemos a la mujer y la llevamos al hospital militar.
Khalili puso su brazo alrededor de la espalda de Martens.
-Ven, caminemos un poco -dijo.
Hizo que Martens girara noventa grados, en esa dirección se encontraba el hospital. Martens opuso resistencia, se dio vuelta en dirección a Frankfurt, era la barraca en que vivía Khalili, en su armario escondía las botellas de vodka que cinco meses atrás había recibido de un tío de Tayikistán y había ingresado de contrabando en el campamento, en ese entonces habían sido cien, ahora solamente cuatro: Khalili se encargaba de proveer a los sedientos, en el campamento todos lo querían.
-Hacia el hospital, no -dijo Martens-. A tu barraca. Al hospital me dirijo después de que hayamos recogido a la mujer. Mi caso no es urgente, el de ella, sí.
-Soy de otro parecer. Si a mí alguien me cuenta que pretende robar un vehículo sanitario para recoger una mujer pashtún de un pueblo en que se han parapetado diez o veinte combatientes, entonces yo diría que acaso sea mejor que el afectado se dirija antes al hospital para que lo examinen. Ante todo, si un par de horas antes ha explotado una bomba directamente debajo de él.
Esto aburría a Martens. Lo aburría, y estaba cansado hasta los huesos. Quizá los otros se habían apoderado del pueblo, quizá no. Para él no tenía sentido reflexionar al respecto.
"Debo ir allí”, dijo. Dos mujeres se dirigían hacia él, se habían atado unos pañuelos de colores delante de los rostros para protegerse del polvo, llevaban gafas de sol, sus cabelleras les daban un aire deportivo.
"¡Hola, Tim!”, dijo la más pequeña, la otra sonreía deportiva. Todo en ellas era deportivo, llevaban puesto el uniforme cual si fuera un extravagante equipo de jogging.
"Hola, Sabine”, dijo Khalili, y por la cadencia Martens pudo comprender que ya había dormido con ella, pero que no quería hacerlo otra vez.
El viento empujó a las mujeres haciéndolas pasar delante de ellos, sobre las montañas se extendía el sol crepuscular.
"Vamos”, dijo Martens.
Khalili puso su brazo sobre el hombro de Martens.
"Dime una buena razón”, dijo, "por la que tres días antes de que volemos de regreso a casa quieres arriesgar tu vida. Y no me vengas ahora con cuentos de que es tu deber como médico. Cuando yo estudiaba medicina, mi padre me dijo: el mejor amigo de un médico debe ser la muerte. Tú bien sabes que no puedes ayudar a todos, que se van a morir entre tus manos. ¿Por qué entonces esa mujer? ¿Por qué quieres poner en juego tu vida y la mía por ella? Dame un motivo plausible y te acompaño.”
Martens miró a Khalili a los ojos. Y supo que Khalili no entendería. No se trataba de culpa. Si no hay intención, no hay culpa, era irrelevante quién había disparado contra la mujer. Tengo que ir a ese pueblo, porque estoy allí, pensó Martens. Y estaba allí, porque estaba aquí, en esta tierra. La razón plausible hubiese sido: lo que hago, lo hago porque me encuentro en este país. Pero eso no habría convencido a Khalili, y él necesitaba a Khalili como traductor y como amigo con quien poder compartir el miedo.
"He disparado contra la mujer”, dijo.
Khalili apartó la mirada.
"Esa es una buena razón”, dijo. Abrazó a Martens, con energía y brevedad; rápidamente lo liberó. "Entonces vamos a buscar ahora las botellas”, dijo Khalili, se restregó el ojo para sacarse alguna cosa.
"Sí”, dijo Martens. Como dos extraños caminaron hacia la barraca Frankfurt. Y el antepenúltimo día antes de su partida, Martens comprendió, después de cinco meses, qué significaba estar aquí.