Maja Haderlap, A

Nacida en 1961 en Bad Eisenkappel; reside en Klagenfurt. Cursa estudios de Teatro y Filología Germánica en la Universidad de Viena. Asistente de dramaturgia y producción en Trieste y Ljubljana.

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Im Kessel

© 2011 Maja Haderlap

Traducido por Nicolás Gelormini

 

 

En la batida

 

El bosquecillo que tengo está detrás de nuestra casa y atravieso cuando voy donde Michi y su familia cada vez que quiero ver televisión se está expandiendo. Creía conocerlo bien. Anduve innumerables veces por ese bosquecillo y podía franquearlo con los ojos cerrados. Sin embargo, ahora debo cobrar ánimo para entrar en él. Antes creía que podía oler cada tramo de sendero, cada claro, cada árbol en su estatura, aquí baja, allá alta, palpar con ojos cerrados la sucesión de avellanos, frambuesos y sauces,  sentir cuándo el techo de abetos se abría o cerraba sobre mí. Ahora el bosquecillo ha perdido su familiaridad. Se ha unido al bosque grande y se ha transformado en un mar verde, lleno de pinocha puntiaguda, y piñas de contornos filosos, con un sotobosque de cortezas que ondean y se desbordan.  Tan pronto miro desde la ventana del dormitorio, el bosque penetra en mis ojos o, detrás de la pradera, acecha con sus superficies dentadas y acanaladas. Un día rebasará sus márgenes, me temo, abandonará sus lindes, inundará nuestros pensamientos del mismo modo en que ahora tengo la sensación de que ocupa los pensamientos de los hombres que trabajan con mi padre o nos visitan para ir de caza con él.

 

En nuestro idioma, ir al bosque significa no sólo derribar árboles, cazar o recoger setas. También, como se narra una y otra vez, quiere decir esconderse, maldecir, acechar y atacar. Mucho se durmió, cocinó y comió en el bosque, no sólo en tiempos de paz, también durante la guerra hombres y mujeres iban al bosque. No al bosque del lugar, era demasiado ralo, pequeño, abarcable. Partieron hacia los bosques grandes. Esos bosques fueron el refugio de mucha gente, un infierno en que ellos cazaban animales salvajes y como animales salvajes fueron cazados.

Ocultas en él, las zonas donde había caza, bayas, hongos, que ellos no quieren entregar. Más secretos son aún los sitios secretísimos a los que no conduce ningún camino ni ninguna trocha y que deben ser rastreados en los senderos de caza y los lechos de los arroyos, los lugares donde esconderse y sobrevivir, los bunkers en los que nuestra gente, como se suele decir, se mantiene oculta.

 

Ese año la tormenta causa grandes daños en los bosques condales. El huracán deja una ancha grieta de destrucción en la que los árboles yacen en el suelo doblados, quebrados, desarraigados. De todas las talas del conde se hace venir a los leñadores para quitar lo que el viento ha derribado. Semanas enteras flota sobre la grieta el aullido de las sirenas, el ruido sordo de las hachas, el crujido de las troncos.

Los fines de semana los taladores se reúnen en nuestra granja para reparar y afilar sus herramientas. Sus pantalones están sembrados de manchas de resina, que brillan como pequeños pantanos. Desde el centro de los pantanos se extienden nudos de suciedad circular y escurren en la tela, parecidas a sombras de nubes de mal agüero. Las camisas están empapadas en sudor, los suéteres y las chaquetas, sobre los hombros, están deshilachados en los bordes y las mangas.

 

Sentado en un banco, papá repara una sierra que él llama americana. La martillea con golpes suaves y la herramienta se balancea al compás y susurra.

Estás haciendo bailar a la sierra, dice Michi. Apenas la pongo en tus manos, se pone de buen humor. Tío Jozi les cuenta a sus colegas que le gustaría tener un programa de radio, y que ya ha comprado un aparato grabador en la sección eslovena de la radio austriaca, que hablará con la gente y grabará las conversaciones. Si sus colegas no tenían nada en contra, también redactaría una historia sobre ellos, los leñadores del conde Turn.

Vosotros ya no sois taladores, dice papá, hace rato que os habéis despedido del bosque.

Michi responde que uno debe mirar dónde se queda, no se puede ir todos los días al bosque como si fuera la única manera de ganar dinero. Dice que se ha afiliado al partido socialista, que le prometieron encontrarle casa en otro sitio.

¿Vas a entrar en política?, pregunta papá. Pero nunca serás alcalde, no lo permitirán, ¡un esloveno, alcalde!, ¡nunca!

No entiendes, dice Michi.

Entiendo lo que entiendo, dice papá.

Dice que esta semana fue desde Mozgan-Grat, donde está derribando árboles para los campesinos, cruzó ilegalmente la frontera al lado esloveno para tomar una cerveza en el Kumer. Las mujeres se asombraron de lo lindo de que él se hubiera atrevido a pasar la frontera. Le preguntaron por la gente de Lepena y le encargaron saludar a todos los conocidos. Gracias, gracias, dicen los taladores e inician a pie el camino de regreso. Sólo Jozi se monta en una moto y se aleja saludando con una mano.

 

¿Dónde queda la frontera?, le pregunto a papá.

Allí arriba, dice y señala el Grat, que cierra el valle con un semicírculo.

Me gustaría ir contigo alguna vez al trabajo, digo.

Papá está tan sorprendido por mi pedido que me promete llevarme al otro día a la tala, de todos modos debía ir para llevar unas herramientas.

Ya a la madrugada su moto está delante del establo, una Puch con el tanque oscuro y brilloso, parece el cuerpo de un delfín negro. Papá sujeta al maletero la mochila llena de herramientas y un bidón de gasolina. Me siento en al asiento trasero y con cuidado pongo mis brazos alrededor de su cintura. Dice que debo apretarme firme contra él, para no caerme durante el viaje. En la primera curva, él grita, eh, agárrate bien, de otro modo perderemos el equilibrio. Después de un miedo que me sobreviene al principio, cuando papá frena y toma una curva, me dejo arrastrar por las rectas de sus aceleraciones.

Aparca la moto detrás de la granja de Mozgan, desliza algunos mosquetones hasta la parte de atrás de la pretina del pantalón y se cuelga al hombro la mochila. Comenzamos a andar, despacio. La gasolina burbujea en el bidón. En las zonas empinadas hay que ir como si uno paseara, de otro modo le faltará el aire, dice papá. Entonces apura el paso. Me quedo rezagada y en un tramo llano tomo impulso y lo alcanzo. ¿Fue aquí donde estuviste en la guerra?, pregunto. Sí, teníamos más arriba un búnker. Tu abuelo se encargaba del correo. Yo cocinaba. Era muy peligroso.

¿Tuviste miedo?, pregunto.

Debo haber tenido, al fin y al cabo era un niño, unos más años grandes que tú.

A nuestras espaldas se oye maldecir a un animal espantado.

Nos ha olido, dice papá.

Debajo de la cima, entre imponentes abetos cuyas ramas casi llegan hasta el suelo, aparece una cabaña. Está cubierta en su totalidad de cortezas, clavadas capa por capa en un armazón de madera. Antes, dice papá, cuando talábamos dormíamos aquí. Abre el cerrojo y pone las herramientas y el bidón al lado de los catres sin usar.

Debo ir a la tala, dice, después podemos cruzar la frontera.

Su lugar de trabajo luce ordenado y está delimitado por ramas apiladas. En suelo hay dispuestos troncos pelados y sin pelar, con nudos de ramas o limpios, como dice papá, y entre ellos caóticos y aromáticos montoncitos de aserrín. Los troncos tienen los bordes biselados, y los lugares de corte relucen como platos de madera recién tallados.

Papá está en el medio del claro y recorre el lugar con la mirada, después recoge las cuñas dispersas y las cubre con ramas. Ahora me gustaría una cerveza, dice y señala en dirección a la frontera.

Para mi sorpresa, la frontera nacional corre cerca de la tala. Desde la cima puedo ver el lado yugoeslavo del bosque, que, me asombro, se parece al austríaco y se revela como una continuación del paisaje familiar. Para saltar la frontera papá se apoya en un poste del cerco. A mí me hace arrastrarme debajo del alambre de púas para no quedarme enganchada en las púas retorcidas.

De pronto vuelve a tener prisa. A grandes pasos desciende veloz un bosque ralo. Me cuesta seguirlo. Los helechos me golpean en el rostro. Él me espera debajo del bosque. Está sentado en la hierba con la vista en un valle encajonado que desaparece en la hondonada.

Allí, detrás del Raduha, papá señala una cresta, allí asistí a la escuela durante la guerra. No mucho tiempo. Deben haber sido catorce días. Fui a la escuela en Luče, dice. Su hermano y él vivían done funcionaba la central del correo de los partisanos), en una granja. Después de huir de casa sólo habían podido pasar dos semanas con sus padres en el búnker. Después lo habían llevado al valle Savinja, porque era una región liberada. En enero habían debido abandonar la central de comando, porque los alemanes estaban atacando el valle. En el campo, los alemanes disparaban tanto que la tierra saltaba convertida en polvo. Él y los correos habían enterrado las máquinas de escribir. Cavaron un hoyo, pusieron un poco de paja y encima las máquinas. Después arrojaron de nuevo paja y encima tierra, hierba y nieve hasta que no se pudo ver nada. Al mediodía se habían puesto en camino y habían marchado toda la noche. Al día siguiente los alemanes siguieron persiguiéndonos, dice papá. La nieve me llegaba hasta las caderas. Un comandante dijo que yo no lograría escapar.

Escupe con vehemencia, como si debiera darse un alivio después del relato.

En el Kumer nos saludan dos mujeres que conocen su nombre. ¡Zdravko, exclaman, Zdravko, qué bueno que hayas vuelto! Le sirven a papá una cerveza y a mí un pan untado con paté de hígado.

 

En el camino de regreso papá me sonríe con la mirada ausente. Yo pienso en lo bonito que sería que papá me cogiera confianza y que me narrara una vez más la historia que me contó y me preguntara las cosas que he vivido  y yo le pudiera confiar que cuando voy a la escuela me extorsionan  y que mi sueño es que él enfrente a mis compañeras y les exija que dejen de amenazarme. Con la esperanza de poder contarle a papá, le hago en silencio una promesa que  yo misma no entiendo, una concesión, la de acompañarlo cada vez que vuelve a casa, que va a la escuela, por los caminos que conducen a esta región o a sus recuerdos. Mientras ascendemos por el bosque  reflexiono si quedarme en mi cuerpo infantil o crecer más allá de mí, y al final ese día me quedo metida en mi falda corta, en las calzas de algodón y las botas de goma.

Cuando más abajo de la frontera tomamos el Sendero del Aduanero, busco huellas de pies en el suelo blando, en el que se han formando charcos. Papá dice que hoy, domingo, de seguro los aduaneros tienen franco, y me río de su ocurrencia.

 

Llegamos al lado austríaco sin ser descubiertos, y papá pregunta si yo quiero ir a una batida, porque él ha visto que yo sé andar bien. Digo que sí y resuelvo superar mi temor al bosque. De camino al Mozgan el bosque ofrece, en un lugar, una vista a las granjas que yacen dispersas en lo profundo del valle.  Nos detenemos y espiamos desde la espesura verde. Como dos peces que se asoman entre las algas. En la televisión he visto los peces alegres y me imagino  cómo papá y yo, con los ojos bien abiertos, observamos desde las ondulaciones del sotobosque y luego nos perdemos en ellas, levantando una pequeña nube de polvo que luego se deposita despacio en el agua turbia. Un mar lleno de cálamos, pienso, pronto alcanzaremos la orilla.

Cuando subo a la moto con mi papá, estoy contenta. Pongo mis manos alrededor de su cintura y me aprieto contra su espalda. La tarde está cayendo, cuando descendemos por las numerosas curvas de la ruta de Koprivna. El sol se mantiene a nuestra altura. En un recodo espacioso papá se detiene y fuma un cigarrillo. Antes ahí había un cerco, dice y arroja el humo.

 

Antes de llegar a la hondonada, él atraviesa un puente de madera hasta una casa que se está desmoronando, oculta entre ciruelos y manzanos. Cuando bajamos de la moto, está Jaki, el compañero de trabajo de papá, apoyado en una guadaña delante de la entrada.  Alrededor de la casa está la hierba segada que forma olas en el suelo.

Fui a las ortigas, dice Jaki. ¿Habéis estado en la tala? Papá asiente.

Si uno no corta con regularidad, todo crece demasiado, dice Jaki. Hoy estuve arriba donde Blajs, allí también la hierba estaba crecida.

Papá está mirando un caserón solitario que aún tiene sol.

Es una pena que nadie se ocupe de esa granja, dice. ¿Quién habría pensado que se llegaría a algo así?

¿Cuántos hermanos murieron en el campo?, pregunta Jaki.

Lo tres mayores, Jakob, Johi y Lipi, dice papá. Las cenizas de Lipi vinieron desde Natzweiler, los otros murieron en Dachau.

Oigo el nombre sonoro, Dachau, que ya conozco, Natzweiler es nuevo y lo olvido enseguida.

Su tío había caído allí arriba, comenta Jaki.  Acababa de desertar, me dice a mí, porque siente mi mirada,  y ye en el primer combate con los alemanes lo habían herido. Se había arrastrado por la pradera hasta Jekl pero se quedó debajo de la carretera, detrás de un arbusto, desangrándose. La patrulla alemana pasó a su lado sin verlo, Pero después, el último miró en su dirección y disparó. Las gentes de Jekl debieron enterrarlo junto a la carretera.

Lo sé, dice mi padre, conozco el sitio.

Los muertos dejan su frialdad en este lugar, de donde el sol se ha retirado. Medito si el frío que me hace temblar, también tiene que ver con la tarde y  con el bosque, que se acerca a las casas. La luz se apresura a llegar a lo alto. Papá cae en la inmovilidad. Le pido que vayamos a casa.

Sí, sí, dice él, y que no rezongue como mi mamá. Se decide a subir a la moto solo cuando Jaki trae la suya desde la parte de atrás de la casa. De a tres bajamos por la Schotterstrasse, pero en la bifurcación, en la que deberíamos doblar hacia la izquierda, papá toma por la derecha y se detiene al borde del camino.

Puedes volver a casa, si quieres, dice él, y agrega que irá a tomar otra cerveza. Tomo el atajo por el prado de la posada en el que vacas perezosas, hastiadas se dan golpes con la cola. Balanceándome en dos troncos que han colocado sobre el arroyo Lepena, avanzo hasta el otro lado y corriendo trepo un talud detrás del cual se oye el chillido de los cerdos de nuestro establo.

 

 

Se dice que el modo en que alguien entró o salió del bosque revela todo sobre él. ¿Llevaba una escopeta, una estrella roja en la gorra? ¿Llevaba, para no congelarse, dos pantalones, uno sobre el otro, y dos abrigos? ¿Salió con la camisa abierta, con pantalones desgarrados y embadurnados de resina? ¿Llevaba un corzo muerto en la mochila? ¿Llevaba grasa para los novatos que estaban allá arriba en los abetos más altos durante la tormenta? ¿Llevaba una cesta con setas, una jarra con bayas o correo en los bolsillos? ¿Tenía puesta una camisa limpia, olía a resina y corteza, o apestaba rancio y sin lavar, a tierra y sudor de miedo, a sangre y a escara?

Los amigos cazadores de mi papá llevan pantalones planchados y chaquetas del color de los árboles, tienen olor a moho en el pelo y la ramita en el sombrero, que indica que ya han matado a un animal. De sus mochilas cuelgan  las cabezas de los animales de pezuñas, que han sido abordados con el arma y que han caído porque les han caído bien a los cazadores. Del hocico aún gotean sangre y sudor, el rocío del último aire que respiraron los animales. Los ojos oscuros  brillan en las delicadas cabezas, sus cráneos, liberados ya de piel y pelo, hierven despacio en agua oxigenada hasta que pálidos, como trofeos, son sacados de la olla.

 

Cazar es parte del mito familiar, cada día de caza es un día de fiesta, así ha sido desde siempre, dice papá. Aún hoy suele ir de caza al amanecer y al crepúsculo, engrasa sus rifles y fusiles, limpia el catalejo, cuenta los cartuchos. Aún se cuece en la cocina y se guisa carne de caza, aún los aromas de la sopa de gamuza. Los amigos cazadores aún salen y entran a la casa y cuentan historias. Aún espera él con ansias la batida anual, la caza con perros a la que me llevará porque sé “andar bien”.

Cuando llega el momento, la batida se organiza a primera hora de la mañana, a los cazadores se les da té y bollos de Berlín. Se divide el territorio, se asignan sectores de bosque, se determina el número de animales. Yo he de ir con el viejo Pop, a quien conozco bien. Es el más viejo y, según se dice, el que ve peor. Se cuenta que una vez lo pusieron a prueba a él y a su vista. A un gato doméstico le colocaron una piel de liebre, que lo cubría bien y estaba atada a su cuerpo con piolines. El gato furioso y lanzando arañazos buscó refugió en el primer árbol que encontró y Pop no daba crédito a sus ojos, porque él, y estaba dispuesto a jurarlo ante quien fuera, había visto la primera liebre que podía trepar a un árbol.

 

La abuela me lleva junto a ella. Me dice que escuchó que la caza terminará en la granja de Gregorič. Tengo que saludar de parte de ella a la vieja Gregorička. Ella me cargó fuera del campo cuando fue evacuado y yo estaba demasiado débil para caminar, dice mi abuela. Tres días enteros me cargó Gregorička, me sostuvo y me llevó en una carretilla, hasta que las SS habían desaparecido. Gregorička (había enloquecido en Auschwitz, antes de que la trasladaran a Ravenbrück, y desde entonces echaba pestes, decía que el diablo la había llevado al campo y que el diablo ahora debía sacarla. En su juventud había sido una mujer fuerte, que podía medirse con cualquier hombre, cuenta la abuela. Yo asiento y digo que transmitiré los saludos.

 

Pop me sostiene de la mano, mientras vamos a nuestro sector del bosque y con bastones golpeamos árboles y arbustos. Los cazadores tienen sus fusiles al hombro y van delante de nosotros. Los perros empujan liebres y zorros en su dirección, se oyen tiros aislados, vemos pocos animales huyendo.

La caza que al mediodía se deposita delante de la granja de Gregorička, es pequeña, y el aguardiente pronto se acaba. Nos dicen que vayamos  al comedor campesino, han preparado gulasch para partida de caza. La vieja Gregorička está sentada a la mesa en el banco. Me acerco a ella para darle los saludos de parte de mi abuela, y le estrecho la mano. Es fría y húmeda. Huele a orina. Gregorička  no entiende quién le manda saludos, me mira con ojos inexpresivos. Sveršina intenta mediar. La mujer vieja, imponente, asiente y, mientras comemos, balancea su cuerpo fornido. La observo de reojo y debo pensar en mi madre y en cómo esta Gregorička estaba en condiciones de arrojar varones por los aires y de cargar a mi débil abuela fuera del campo.

 

Un cazador cuenta que su vecino, que acaba de morir y que en la guerra fue partisano, le contó que de guardia en la guerra, no al acecho, avistó un ciervo blanco y que había tenido el presentimiento de que el búnker de los partisanos sería descubierto. Entonces le advirtió a los combatientes pero no quisieron escucharlo. Al día siguiente, en efecto, la policía atacó el bunker. Esto  es señal de que hay que prestar atención a la señales, dice el cazador. Sveršina dice que eso es un disparate, qué presentimiento ni ocho cuartos, protesta. El miedo de caer en manos de la Gestapo no era nada sobrenatural. Después que él llevó a Kori con los partisanos, no pasó mucho tiempo hasta que la policía estuvo en la granja Brečk. Alguien debe haber olido el asunto y ¡esto significó para él ir derechito a Mathausen!

Papá pregunta a los cazadores si aún saben quién era en esa época el mejor tirador de Lepena. Bueno, dice, bueno, ¿no se acuerdan?, la vieja campesina de Mozgan, dice tras una breve pausa, como si estuviera jugando la carta ganadora.  Ella tenía una legendaria mano de cazadora y había derribado a más de un corzo grande. ¿Qué decís vosotros a eso?, quiere saber papá, ¿qué decís ahora, vosotros con esas liebres raquíticas que habéis derribado? Ni si quiera en sueños podríais apuntar tan bien como la campesina de Mozgan. Mientras estaba al acecho tejía, y cuando un animal empezaba a pacer, ella sin pestañear alzaba la pistola y ¡pum!, se acabó. Pero a Ravensbrück no sobrevivió, observa Sveršina a toda la reunión, ahí pereció, sí señor, ahí pereció.

 

Está oscureciendo cuando los cazadores se ponen en camino y me doy cuenta de que papá ha bebido demasiado. Se tambalea y se queja de lo largo que es el camino que tiene por delante. Me ponen una linterna en la mano y me despiden diciendo: te ocuparás de tu padre.

Voy delante e intento alumbrar el camino para mí y para mi padre. Él cuenta todas las veces que hizo ese camino solo y lo bien que lo conoce.

El bosque comienza a atraer la oscuridad. Desde todas las direcciones nos sobreviene una calma clarividente que parece acechar nuestros pasos. Pienso cómo hacer para que papá siga hablando y la ausencia de ruido no aumente demasiado. Cuando salimos del bosque y nos detenemos en el prado detrás de la granja de Auprich, le pregunto cómo se llama la granja que se puede ver borrosamente allá, más arriba, debajo de la cima boscosa. Esa es la granja Hojnik, dice papá, contra ella también descargó su rabia la policía nazi. La familia iba a ser transportada, pero el viejo Hojnik se negó  a abandonar la granja. Y lo mataron ahí mismo. Y fusilaron también a su hijo y a su nuera. Arrojaron los cadáveres en la cabaña Hojnik y la incendiaron. A papá se le quiebra la voz. Habla con tono débil. Lo encuentro fastidioso.

Sopla un viento suave. Los árboles comienzan a gemir tan pronto volvemos a pisar el bosque. El crujido del follaje es apenas audible, se mezcla con voces y gritos. Le pido a papá que me de la mano. Ríe y da un gran paso hacia delante. En ese momento pierde el equilibrio y cae cuan largo es por una pendiente empinada hasta quedar tendido detrás de un arbusto. La linterna, que él se ha llevado al querer coger mi mano, deja de iluminar. Apenas puedo verlo en la oscuridad y lo escucho maldecir allá abajo. Demonios, demonios, ¿cómo voy a subir desde aquí?, se lamenta. Creo que le ha pasado algo y me dispongo a deslizarme hasta él. Quédate arriba, dice, quédate arriba, yo me las arreglo.  Ya no hay luz, ¿cómo reconocer nada en esta oscuridad?, protesta papá y patea el suelo con sus botas de monte, trata de encontrar algún apoyo. Entretanto ya está más cerca y dice: ahora puedes tirar de mí hacia arriba. Y yo tiro con todas mis fuerzas. Papá está de nuevo a mi lado. Quiero descansar un poquito, dice, después continuamos. Se sienta en el suelo y, al segundo, me parece, se duerme. Me acuclillo a su lado y siento cómo me caen las lágrimas. El bosque y la oscuridad hacen que me asalten todos los fantasmas que, como locos, me zamarrean. Levanto la cabeza e intento distinguir la luna que esta noche está cubierta. Del cielo parece descender sobre mí una esfera oscura. Temo haberla hecho bajar con mi llanto, y cierro los ojos. La oscuridad me invade y fluye, embriagadora, en mi pecho.

Papá yace como aturdido a mi lado. Después de una eternidad abre los ojos y dice, sabes, si uno tiene miedo en el bosque, hay que cantar canciones de partisanos. Dice que lo ha hecho a menudo y siempre le había ayudado, me pregunta si conozco alguna. Digo que no. Bueno, entonces canto yo, dice. Y papá canta con todo lo que su voz alcanza combativas canciones partisanas, aunque recuerda solo estrofas aisladas y las repite hasta que llegamos a casa.

Mamá nos espera enfadada y preocupada en la cocina. Como no quiero intranquilizarla, entonces no le cuento las desgracias que nos sucedieron. Temo que la muerte se ha anidado en mí, como un pequeño botón negro, como un oscuro liquen que, invisible, se extiende sobre mi piel.

 

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