Alina Bronsky, Frankfurt (D)

Alina Bronsky nació en Jekaterinburg (Rusia) en 1978 y vive en Fráncfort. Bronsky ha sido propuesta para el concurso por parte de Ijoma Alexander Mangold.


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Alina Bronsky

Parque de añicos

Novela (fragmento)

A veces pienso que soy la única de nuestro barrio que aún tiene sueños razonables. Tengo dos, y no debo avergonzarme por ninguno de ellos. Quiero matar a Vadim. Y quiero escribir un libro sobre mi madre. Ya tengo un título: La historia de una señora pelirroja sin cerebro, que todavía viviría, si hubiera escuchado a su hija mayor. Tal vez sea sólo un subtítulo. Tengo tiempo para pensarlo bien, pues no he comenzado a escribirlo.

La mayoría de la gente que vive en nuestro barrio no tiene sueños en absoluto. Lo pregunté especialmente. Y los sueños de aquellos pocos que los tienen son tan lamentables, que yo, en su lugar, preferiría no tener ninguno.

El sueño de Anna, por ejemplo, es casarse con un rico. Quiere que sea juez, que tenga unos treinta años y, de ser posible, que no sea tan feo.

Ana tiene diecisiete, igual que yo, y dice que se casaría de inmediato con alguien así, si apareciera. Entonces por fin podría mudarse del Solitario al penthouse del juez. Nadie excepto yo sabe que Ana a veces va en el tranvía al centro de la ciudad y da quince vueltas al Tribunal Provincial, a la espera de que el juez finalmente salga, la descubra, le regale una rosa roja y la invite con un helado, y después a ir a su penthouse.

Ella dice que hay que luchar por la propia felicidad, porque si no, ésta pasa de largo.

-Estúpida, ¿sabes qué quiere decir en realidad Solitario?- le pregunto-. Es un diamante especialmente noble que es el único de la corona. Nunca volverás a vivir en un solitario si te mudas de aquí.

-Eso lo has inventado tú. Nunca en la vida le habrían puesto a esta mole de cemento el nombre de un diamante -dice Anna-. Y además, quien sabe demasiado, envejece y se arruga rápidamente.

Es un dicho ruso.

Alina Bronsky (Foto ORF/Johannes Puch)

Dado que el juez de Anna se hace esperar, ella por ahora se acuesta con Valentin, que también tiene un sueño categoría C. Un Mercedes cero kilómetro blanco como la nieve. Primero debe sacar la licencia, por eso antes de la escuela reparte folletos de publicidad. Cuando trabaja tiene casi siempre una expresión como si alguien le hubiera puesto un cactus en los pantalones.

Peter, del quinto piso, en cambio, sueña con una rubia verdadera de ojos oscuros. Antes estaba con Anna, ella tiene ojos marrones, pero no es auténtica, al menos como rubia. En mí nunca estuvo interesado. Mi pelo es demasiado oscuro.

Me llamo Sascha Neimann. No soy un tipo, aunque en este país todos piensen eso cuando escuchan mi nombre. Ya dejé de contar cuántas veces lo he explicado. Sascha es sobrenombre de Alexander Y Alexandra. Yo soy Alexandra. Mi apelativo es Sascha, así me ha llamado siempre mi madre, y así quiero llamarme. Si me abordan con el nombre Alexandra, no reacciono.

A veces pienso que nunca volveré a conocer nuevas personas, porque estoy harta de contarle a cada uno lo mismo. Por qué me llamo Sascha. Hace cuánto que vivo en Alemania. Cómo conseguí cambiar en tan poco tiempo mi acento moscovita por un alemán correcto en el que combato encarnizadamente las sibilantes típicas de Hesse, que tomé de los turcos que viven en el bloque de viviendas vecino.

Me lo enseñé yo misma, podría responder. Si quisiera responder algo. Al fin y al cabo, mi cabeza está llena de una materia gris que parece una nuez y que, en el plano macroscópico, presenta muchas circunvoluciones y, en el microscópico, una orgullosa cantidad de sinapsis. Yo debo tener varios millones de sinapsis más que Anna, seguramente. Si el maestro me pone un siete, viene y me pide disculpas.

A mi madre esto le daba risa y decía que yo le resultaba inquietante. Siempre le resulté inquietante porque pensaba con más lógica que ella. Aunque ella no era tonta; pero sí demasiado sentimental. Ella leía por lo menos un librote por semana, tocaba el piano y la guitarra, y conocía millones de canciones.

Pero sumar uno más uno, no podía. O reconocer cuándo es tiempo de echar a un hombre a la calle. Esas son capacidades que, por lo visto, heredé de mi padre. De él sólo sé que tenía varios títulos de doctor y un carácter de perros.

-El carácter ya lo tienes -decía mi madre-. Y los títulos seguramente vendrán más tarde.

Soy la única de nuestro barrio que va a la escuela Alfred Delp. Es un instituto privado católico, y hasta hoy no entiendo cómo me aceptaron: a mí, aún casi enteramente sin habla, no bautizada, vestida con un jersey chillón rosa tejido por mi abuela daltónica. Faltaba mucho para la época de los jerseys rosa chillón. De la mano de una madre que por entonces sólo hablaba un inglés florido y muy suyo, con un acento espantoso pero en voz muy alta, y llevaba sueltos sus cabellos rojo fuego. Y en la mano, un litro de leche en una bolsa plástica del supermercado Aldi.

Aparte de mi madre, cientos de católicos alemanes, arquitectos, médicos y abogados habían inscripto a sus hijos. Todas personas en cuyas frentes estaba escrito con grandes letras "Con gusto haré donaciones generosas".

Ahora sé que para mi escuela admitirme fue parte de un proyecto: un poquito de integración y mucho cuidado de imagen. En efecto, todos los médicos, abogados y arquitectos recibieron una negativa para sus hijos. El primer día de clases mis compañeros me miraron fijo como si yo hubiera bajado de un OVNI. Dado que la mayoría de ellos nunca había visto un verdadero extranjero de cerca, todos fueron simpáticos conmigo.

Mi madre decía que yo debía invitar alguna vez a casa a mis amigos de la escuela. Lo decía porque no tenía idea de nada. Ella siempre invitaba amigos. Pero yo ya había estado en casa de dos chicas de mi curso y, aunque pusiera mi mejor voluntad, no podía imaginarme la situación inversa.

No tengo idea de qué fue lo que me impactó entonces: si el orden en la habitación de mi compañera Melanie o esos muebles que yo antes pensaba sólo existían en los catálogos o en las fantasías de Anna, o las sábanas con caballos. Nunca antes había visto sábanas de colores. En nuestra casa sólo había blancas o con motivos celestes. Me pregunté cómo alguien podía dormirse encima y debajo de esos caballos, sin que los ojos le hicieran chiribitas.

Mi compañera Melanie tenía mejillas rosadas, olía a jabón y llevaba una chaqueta de jean planchada. Durante el almuerzo su mamá me miró compasivamente de soslayo y me hizo preguntas sobre mi ciudad natal, el clima de Moscú, mi antigua escuela y mi madre.

Yo conté que mi mamá había estudiado Historia del Arte y en Moscú había actuado con un grupo de teatro al que siempre prohibían, y que también aquí quería buscar un teatro pequeño para actuar. La madre de Melanie tragó saliva y pasó a preguntar si la vida en nuestro edificio no era peligrosa. Dije que era mucho más limpio y acogedor que la casa donde había vivido allá. A Rusia siempre le digo "allá".

Mientras tanto, Melanie mordisqueaba en silencio sus pastelillos de queso.

Alina Bronsky (Foto ORF/Johannes Puch)

Después de comer volvimos a su ordenada habitación. Allí Melanie encendió el estéreo. Al lado, descubrí una pila de números viejos de Bravo y comencé a leer. Melanie giraba sobre su sillón de oficina y hablaba por teléfono con una amiga. Considerando que no teníamos nada que decirnos, di el tiempo por bien empleado. Por la tarde, la madre de Melanie me llevó a casa, miró nerviosa a su alrededor, e insistió en acompañarme hasta la puerta del apartamento y realizar el traspaso a mi madre. Sin embargo, ella no estaba en casa. Yo tenía llaves.

-Vuelve a visitarnos alguna vez -dijo la madre de Melanie y acarició mis mejillas.

-Está bien -dije yo y pensé para mí: "Sólo si hay números nuevos de Bravo".

Después de esto miré nuestra casa con otros ojos.

Nuestro sofá, recogida de la basura, y delante la mesita cuya tercera pata se quiebra si se la mira torcido. El pequeño televisor y la pila de vídeos. ¡Ya nadie tenía vídeos! El armario sin puerta. Los calcetines de mi padre adoptivo sobre la calefacción. Las calzas de mi hermanito sobre la silla. Nuestras cinco sillas vienen de la basura; nuestra vajilla, del mercado de pulgas.

La mesa de nuestra cocina estaba llena de frascos de mermelada, cartas, tarjetas postales, botellas abiertas y periódicos viejos. En aquella época aún no teníamos lavavajillas y casi siempre nuestros platos se acumulaban en el fregadero hasta que mi madre volvía por la noche y ordenaba. A veces lo hacía yo, pero no muy a menudo. En especial, no cuando Vadim me lo exigía. Sólo cuando con amenazas él ponía en su sucia boca el nombre de mi madre, yo ordenaba todo muy rápido.

Odio a los hombres.

Anna dice que también hay hombres buenos. Simpáticos, amistosos, que cocinan y limpian y hacen regalos y reservan un vuelo a las Canarias y llevan ropa limpia y no chupan y quizás incluso lucen bien. ¿Dónde están?, pregunto, ¿en la luna? Anna afirma que esos hombres existen, si no en nuestra ciudad, quizás en Francfort. Pero ella no conoce ninguno personalmente, a lo sumo por la televisión.

Por eso me gusta repetir lo que siempre dijo mi madre: yo soy mi propio hombre.

Aunque lo decía, nunca se atuvo a ello.

Desde que sé que mataré a Vadim me va mucho mejor. Además, se lo he prometido a mi hermano menor, que tiene nueve años. Creo que desde entonces también a él le va mejor. Cuando le conté, abrió los ojos como platos y preguntó sin respirar:

-¿Y cómo lo harás?

Hice como si tuviera todo bajo control.

-Hay miles de posibilidades -dije-. Puedo envenenarlo, estrangularlo, ahogarlo, acuchillarlo, arrojarlo por el balcón, atropellarlo con un coche.

-Pero no tienes coche -dijo mi hermano Anton, y por supuesto tenía razón.

-Por el momento no puedo llegar hasta Vadim -dije-. Sabes que está en la cárcel. Todavía le quedan tres años.

-¿Tanto tiempo va a tardar? -preguntó Anton.

-Ya, ya -dije-. Pero está bien que sea así. Me puedo preparar mejor. ¿Sabes?, no es tan fácil matar a alguien cuando nunca lo has hecho.

-La próxima vez saldrá mejor -dijo Anton en tono de especialista.

-Primero quiero despachar esto -dije-. No debe convertirse en un hobby. Estaba aliviada de que Anton considerara buena la idea. Al fin y al cabo Vadim es su padre. Pero el pequeño lo odia tanto como yo, si no más. Sus nervios estaban por el suelo desde antes, porque, al contrario de mí, siempre le tuvo miedo.

Ahora Anton está completamente destruido, y no mejora, y me pregunto si todas esas terapias sirven para algo. Anton tartamudea, no puede estarse quieto en la escuela, se mea en la cama, y comienza a temblar cuando alguien levanta la voz. A la vez, afirma que no recuerda nada. Entonces yo siempre digo: "Ponte contento. Yo también me pongo contenta de no acordarme de nada, aunque estuve allí".

Sobre mi primer sueño puedo hablar con Anton. Sobre el otro no. Pues siempre que alguien dice en su presencia la palabra "mamá", Anton se queda paralizado y por unos momentos no responde. Los otros niños del Solitario consideran muy interesante comprobar regularmente si aún se da esta reacción.

Por eso a cualquier niño que delante de Anton diga a propósito la palabra "mamá" lo muelo a palos. Es lo mínimo que puedo hacer por mi hermano. Aparte de no echarlo cuando por las noches viene aullando a mi cama, se aprieta contra mí, y en determinado momento, cuando suena el despertador, de miedo se hace pis sobre mis piernas.

Por supuesto, antes yo quería, como todos los demás, ser famosa. Además no me hubiera molestado en absoluto tener una madre sobre la cual todo el mundo hablara. Pero cuando de hecho luego todos fuimos famosos, con gusto la habría estrangulado: los fotógrafos y camarógrafos, los hombres y mujeres con micrófonos y pequeñas libretas, que filmaban la entrada de nuestro edificio y tocaban las puertas de nuestros vecinos para preguntar cuánto alboroto había habido aquella noche. ¿Quién gritó y quién lloró y quién corrió, y Vadim de verdad dijo "Aquí hay sangre, no entres" y también "Ya pasó, lárgate"?

Al día siguiente mi madre estaba en todos los periódicos. Su nombre de pila, la primera letra de su apellido, fecha de nacimiento y foto. Era la foto que ella tenía de su grupo de teatro, una foto bella, los largos cabellos rojos, el rostro no tan pintado como de costumbre, el pulóver negro. En esos días se convirtió en una estrella.

Mira, ¿estás satisfecha?, le pregunté. ¿No te había advertido? ¿Por qué te casaste con ese hijo de puta? ¿Por qué lo dejaste entrar esa maldita noche a la casa? Siempre has sido una mujer increíblemente tonta, le dije. ¿Cómo pudiste hacerme eso, haber sido tan imbécil?

Más tarde le pedí disculpas. Ella era como era y no tenía la culpa. Era de una clase que hoy ya no se produce... de todo un poquito más y un poquito mejor y un poquito más fino. Y eso lo voy a escribir en mi libro, para que todos se enteren. No quiero que ella sea famosa sólo porque murió de un modo tan miserable.

Desde un principio leí todos esos informes de periódicos. Bajaba al quiosco y compraba todo lo que había. Los primeros días no estuvimos en casa, porque la Dirección de Menores nos albergó en una casa que pertenece a la ciudad. Pero después de dos días dije que no lo soportábamos más. La casa estaba completamente libre de polvo y de libros y de vida. Además, había un ficus de plástico. Dije: los pequeños quieren volver al hogar.

Nos dejaron volver a casa, donde todo estaba ordenado como nunca antes. Fuimos asistidos las veinticuatro horas del día por varias mujeres de cabellos cortos que se veían todas iguales y tenían doble apellido, y por un hombre con cabellos largos y también doble apellido.

Apenas puedo recordar esos días. Sólo sé que hablé ininterrumpidamente y les expliqué cómo estaba organizada nuestra vida antes, y que ahora debía seguir igual. Que en ningún caso debían comprar otra comida sino aquella a la que estábamos acostumbrados. Pero de pronto hubo mantequilla orgánica sobre la mesa y ahí me dio un ataque.

Me acuerdo todavía de la mirada que me lanzó una de las mujeres cuando gritando caí al piso, directamente sobre la mantequilla aplastada. En esa mirada había alivio. Durante días me habían llenado la cabeza con que ahora yo no necesitaba funcionar. Yo podía dar rienda suelta a mis sentimientos.

Pero no les había prestado atención.

Y encima estaba Maria. Prima segunda, con tres maletas llenas a reventar, importada desde Novosibirsk. Una oportunidad para los niños traumatizados de volver a ser una familia. La prima de Vadim, por cierto.

Yo había consentido que viniera, pues luego de la experiencia en la casa de la cuidad, reaccionaba alérgicamente a la palabra hogar, y además no había colas de padres sustitutos que quisieran acoger de una vez a tres chiquillos rusos trastornados. Y menos mudarse a la casa cuya puerta había sido fotografiada tanto como Heidi Klum. En consecuencia, Maria.

Maria ronda los treinta y cinco, parece de cincuenta. Trabajó en Novosibirsk en el comedor de una fábrica. Maria, manos callosas grandes como palas, pero uñas esmaltadas rojo sangre, cabellos cortos, teñida de rubio y con permanente, piernas gordas con várices que no se ven bajo las calzas de lana, una docena de vestidos floreados, un trasero tan ancho que un helicóptero podría aterrizar sobre él, perfume dulce, que necesariamente hace estornudar, boca grande pintada de rojo, mejillas infladas, ojos pequeños.

Ojos amables. Maria, Maria es ante todo amable.

Alissa se rindió a ella de inmediato, como muerta. Maria esto, Maria lo otro, Mascha, mía, ma-ma-ma ¡MAMÁ! Yo ni siquiera me enfadé con ella por eso. Ella simplemente aún era muy pequeña. Enseguida ocupó el inmensurable regazo de Maria. Creo que durante días no quiso bajarse y Maria estuvo muy nerviosa porque con Alissa en el regazo no podía cocinar bien. Como si alguno de nosotros hubiera querido comer.

Ella cocinó bien, Maria. Todavía cocina bien. Mucho mejor que mi madre. Maria sabe preparar borsch y otras sopas complicadas. En la casa siempre huela a comida. Ella cocina caldos auténticos, de pollo o carne de vaca, con verduras y ramilletes de hierbas. Ella prepara albóndigas perfectamente formadas y panqueques tan delgados como encaje. En el supermercado ruso de la esquina ha encontrado leche condensada azucarada, un puré dulce que en tiempos soviéticos era más codiciado que el caviar, y en ella sumerge los panqueques plegados. Hace conservas de pepinos y mermelada de casis.

En los artículos de los periódicos Maria era "el único pariente con vida dispuesto a cuidar de los tres hermanos que quedaron".   

Alina Bronsky (Foto ORF/Johannes Puch)

Nosotros no nos quedamos, murmuré entonces. Y Maria no vino para arrojar a nuestros pies su valiosa vida. Cuando uno trabaja en un comedor en Novosibirsk y de pronto le consultan si quiere venir a Alemania a prepararles la sopa a unos niños, eso representa un poco menos que medio reino, pero mucho más que un décimo en la lotería.

Máxime cuando Maria sólo se casó en algún momento de su juventud y se separó enseguida. Quizás incluso dos veces. No tiene ni hijos ni mascotas, y entonces pensó que nada la ataba a su casa de un ambiente y a su comedor. Ahora esto se ha revelado como falso, y yo se lo podría haber dicho al instante. Pues en Novosibirsk siempre encontraba oyentes para sus opiniones, que ella respaldaba con informes acerca de su vida frustrada. Aquí, por el contrario, nadie se interesa en ello. En consecuencia, la mayor parte del tiempo ella está condenada al silencio.

Luego de casi dos años Maria conoce más o menos veinte palabras en alemán, tales como ómnibus, papa, manteca, basura, cocinar, lavar, y vete a la mierda (para los adolescentes de rizos negros, que a veces le silban en la calle y hacen gestos que asustan). Ocasionalmente estos vocablos se agrupan y forman oraciones. Las más de las veces, resulta un fracaso.

Si no compra directamente en el supermercado ruso, tiene que indicar con el índice y anotar los números. Con este fin siempre lleva consigo una libretita. Después de cada compra queda bañada en sudor. Cuando la abordan en la calle, llorisquea y le salen manchas rojas en la cara. La frase "Hablo únicamente ruso" se la hice practicar dos semanas. La tiene anotada en un papelito en su monedero, transcripta al alfabeto cirílico.

Cuando vienen los de doble apellido de la Dirección de Menores, Maria entra en pánico y debo consolarla largamente, antes y después, diciéndole que ella hace bien sus cosas y que no tendrá que volver a las cacerolas de su comedor.

Pues, por desdichada que se sienta en el Solitario, de ningún modo quiere regresar a Novosibirsk, en todo caso, no ahora. Aunque sueñe con volver en algún momento, más tarde, con una buena figura, maquillada decentemente, con una maleta llena de ropa elegante e, idealmente, del brazo de un alemán con un bigote cuidado. Él ha de ser rico y, sobre todo, hablar ruso, pues esto del alemán, dice Maria, es peor que el chino, idioma que yo justamente estudio los martes por la tarde en un taller de la escuela.

Cuando hago mis deberes, suspira a veces detrás de mí y comenta:

-Estudiar es importante, estudiar es bueno. Yo nunca estudié, siempre trabajé. Ya desde niña. Y mírame ahora. ¿Valió la pena haberse deslomado?

-¿Por qué no lees algo, mi angelito -le digo-. No tiene que ser directamente La guerra y la paz. Inténtalo con una novela policial.

-Estoy tan cansada de noche, mi solcito -dice ella-. Apenas leo un poquito olvido todo y tengo que comenzar desde el principio. Me fatiga tanto.

Por eso lee todos los día una hoja del almanaque Para el ama de casa ortodoxa, donde a veces hay una receta, otras un consejo para bajar rápido de peso y ocasionalmente un chiste, y eso le basta. Entonces yo tuerzo los ojos, pero de modo que ella no se de cuenta. Pues realmente ella no tiene la culpa de haber conseguido de entrada tan pocas sinapsis y de que un tercio de éstas se haya perdido en el comedor de la fábrica.

Alina Bronsky (Foto ORF/Johannes Puch)

La única que me preocupa un poco es Alissa. Aunque Maria todavía es intelectualmente superior a mi hermana de casi cuatro años, esto cambiará en un tiempo previsible. En la rutina diaria de Maria introduje como actividad obligatoria clases en las que le leo en voz alta.

-No me imaginaba -dijo sorprendida después del primer libro ilustrado- que había libros tan interesantes.

Maria ama a Alissa con la mayor ternura. Tanto que estuvo en contra de enviar a la niña con tres años al jardín de infantes, donde hay enfermedades infantiles y comida congelada, y tuve que amenazarla con la Dirección de Menores para quebrar su resistencia. Maria se la pasa haciéndole mimos y caricias a mi hermana, y sólo entre muchas lágrimas que ella traga renuncia al lastimero "mi pobre huerfanita", que yo he prohibido terminantemente.

Si Maria tuviera que volver a Novosibirsk, esto no sólo le rompería el corazón a ella sino también a mi hermana.

-Cuando Alilein sea grande, volveré a sentirme libre -dice Maria-. La educaré para que sea una persona feliz y sana (mipobrehuerfanita).

Al día siguiente Maria dice que sólo se sentirá libre cuando Alissa haya encontrado un hombre honrado con quien casarse.

-No eres una sierva -le digo-. Y puede ser que Alissa encuentre un hombre honrado apenas a los treinta años. Si tiene suerte.

María suspira.

-Cuando Alilein tenga un diploma -dice por fin-, yo también seré completamente feliz.

"Diploma" es para ella una palabra mágica, igual que impuesto sobre la renta del capital o paracetamol.

Daría la vida por Alissa. Eso no quiere decir que tenga algo contra Anton. Con regularidad ella intenta acariciar también a ese huerfanito, pero Anton no permite ningún contacto. Simplemente va retrocediendo paso a paso hasta que tiene la espalda contra la pared. Entonces Maria entiende que debe quitarle las manos de encima.

A mí Maria me tiene miedo, y esto tiene sus ventajas.

María ve muchos motivos para adorarme. Domino la lengua de este endemoniado país. Le explico el mundo local y la acompaño a hacer las compras que requieren un intérprete. Yo sé cómo se solicita la asistencia social o el subsidio familiar. La mayoría de las veces estoy presente cuando vienen de visita los de la Dirección de Menores. Cuando tengo que traducirle a Maria una pregunta, al mismo tiempo voy pensando la respuesta.

Maria siente pánico ante todo lo que tiene que ver con las autoridades. Ante cualquiera que irradie autoridad se siente diminuta como una hormiga. Trata de usted incluso a la máquina expendedora de boletos, y cuando sí controlan en el bus, saca de su bolso el ticket sonriendo sumisamente y con tanta brusquedad que su lápiz labial y sus tampones salen volando como proyectiles.

-Quédate tranquila, Maria -murmuro cuando casualmente estoy con ella.

Luego me arrastro por el suelo para recoger las cosas mientras la paralizada María le sonríe radiantemente a la espalda del inspector.

-Nunca hubiera pensado que era uno -susurra con temor reverencial-. Con pelo largo y un pendiente en la oreja, como los Beatles. El modo en que los dejan andar aquí. ¿Qué le colgaba de la oreja?

-Un reproductor de mp3.

-¿Qué?

-Música.

-Creo que serás como tu madre -dice María de pronto en tales momentos-.

-¿Qué?

Maria se tapa la boca con las manos.

-¿Qué has dicho?

-Nada, nada -murmura-. Nada, nada.

Después bajamos en el centro y cambiamos el reloj pulsera que Maria compró hace dos días por 4,95 euros y que no anda desde ayer.


Traducido por Nicolás Gelormini
 

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