Heike Geißler, Leipzig (D)

Heike Geißler nació en Riesa en 1977 y vive actualmente en Leipzig. Geißler ha sido propuesta para el concurso por parte de Ursula März.


Descarga del texto:
Formato Word (*.doc)
Formato PDF (*.pdf)

 

Información sobre la autora
Vídeo retrato

 

Banner TDDL 2008


Heike Geißler

La vida en el aire

El paso de la alta a la baja temporada se había completado. En la playa ya no retiraban las algas marinas y sólo los más curtidos se animaban a meterse en el agua. Los turistas que aún quedaban en el lugar estaban en los cafés y restaurantes, o hurgaban en las galerías y tiendas de souvenirs.

 

Él ya había respirado aliviado; era bueno tener que guiar sólo un grupo al día por el lugar y poder sentirse, hasta el próximo cambio de temporada, como si se encontrara en una eternidad de descanso.

Había aprovechado el primer día de la nueva temporada y acondicionado su casa para el invierno. Cerró herméticamente las ventas, quemó hojas y maleza en el jardín. De pie en la escalera abarcó con la vista la playa y toda la zona desde el campamento, a un costado, y hasta el puente de una localidad vecina, al otro, y finalmente se volvió hacia el tejado de caña para repararlo en algunos lugares. Como estaba muy concentrado en su tarea y aún no se había acostumbrado a disponer nuevamente de tanto tiempo libre, no puso ningún obstáculo a sus pensamientos, y por eso se asustó cuando uno de ellos sonó como una queja: ese año él no había sido suficientemente activo, por no había ninguna mujer a su lado. Aguzó los sentidos, bajó de la escalera y cruzó el jardín; consideró que ahora sí en verdad añoraba una mujer y debía poner remedio a su situación.

Con ansias quiso arrebatar a sus recuerdos una mujer que pudiera lanzarse, como una ocurrencia deslumbrante, sobre su cabeza o, mejor, sobre su corazón. Pero ninguno de los antiguos amoríos le vino a la memoria de modo convincente. No había habido ninguna mujer con la que hubiera superado el cambio de estación, ninguna que hubiera querido retener a su lado. Sólo una se había preocupado un rato por él, una que era demasiado joven y con la que había pasado un desprevenido final de verano, antes que ella se mudara a una ciudad más grande.

Por la tarde se encogió de hombros y pensó que las cosas eran como eran.

Así, cuando estaba preparado para terminar próximamente el año con un sentimiento de pesar, un acercamiento postergado le devolvió la esperanza. Pues luego de que él, de camino al trabajo, hubo saludado a través del escaparate a la propietaria de la boutique y sentido un ligero rubor en el rostro, ella había salido, lo había llamado. Con gusto aceptaba ahora, había dicho ella, la invitación a comer.

Heike Geißler (Foto ORF/Johannes Puch)

Se citaron para la noche, y de inmediato pensó que al fin y al cabo el año tenía buenas intenciones para con él y, en un arrebato, pensó que incluso la vida tenía buenas intenciones para con él, y pensó por anticipado un lejano futuro. Cuando encontró a los visitantes delante de la agencia de turismo, él ya estaba de compras con sus pensamientos, evaluaba con qué plato podría impresionar a la mujer. Mientras les enseñaba las atracciones a los turistas, mientras señalaba con el índice la casa de cañas más antigua del lugar, proyectaba cómo ordenar la casa y qué podría hablar con ella. Sin que nadie lo notara, él estaba sentado frente a ella, luego a su lado, y esperaba con alegría el último retoque de un comienzo que se había producido en primavera, cuando la mujer había inaugurado su boutique. Llevó a los turistas al patio de artistas, hizo que visitaran los ateliers y los juntó más rápido que de costumbre, para llevarlos a una galería, la última parada.

Ya ha pasado casi un siglo, dijo, desde el florecimiento artístico del lugar. Los pintores que viven aquí no son tan famosos como aquellos que dieron su sello al lugar. Pero, dijo, lo que ustedes compren aquí no es algo que después de un rato no querrán ver más. El galerista se acercó a ellos, y movió la cabeza en señal de aprobación. Mientras elogiaba a los paisajistas, y ayudaba luego al galerista a envolver los cuadros vendidos, llegó al final de una velada hermosa y se preguntó si el encuentro debía deslizarse hacia la noche y más allá de ésta o si sería apropiado ir más despacio y primero invitarla una vez más.

Condujo a los turistas de regreso a la agencia cargados de paisajes costeros, y decidió que los años de citas habían pasado. Algo, pensó, que comienza tan lentamente como esto, puede y debe continuar. Es tiempo, pensó, y consideró que sólo estaría en lo mejor de su vida cuando finalmente tuviera un amor que le pareciera ser feliz.

Cuando la mujer estuvo delante de la puerta, él se incomodó por sus pensamientos, por su prisa, que lo había enviado tan lejos con tanta anticipación. Se hizo a un lado para dejarla pasar, le quitó el sobretodo, y ya había pasado años con ella, habían vivido tiempos difíciles y él había vuelto a elegirla. Pero se llamó al orden, la invitó a sentarse a la mesa, sirvió la comida. Cómo eran las cosas con los turistas, es decir, cómo era vivir en un lugar que en verano estaba lleno de gente y en invierno apenas visitaba alguien. Sobre esto habló con ella y durante la conversación advirtió que no se le ocurría nada más, que todo lo que pudiera decir y preguntar ya estaba gastado por culpa de sus reflexiones vespertinas. Se detuvo en medio de la frase, apoyó los cubiertos, acomodó con el índice unas espinas en el borde del plato, hasta que las miradas de la mujer lo volvieron a alcanzar.

Sonriendo se dio unos golpeteos en la frente, como si detrás de ésta hubiera alguien que se negara a hacer su trabajo, y tomó la copa para brindar con la mujer. Habló atropelladamente y esperó así insinuar que se había producido un pequeño error, una especie de contratiempo. Creyó que hablaría discreta y, sin embargo, claramente de sus mejores intenciones y, al mismo tiempo, de su sorpresa por tener más esperanzas para aquella velada, ningún objetivo para él y esa mujer. Puso la mano sobre la de ella, sintió cómo se abría bajo la suya, volvió a sonreír.

Podemos, dijo con la lengua pesada por el vino, también simplemente terminar.

La mujer primero lo miró sin comprender, luego enfadada. Abrió la boca para decir algo, pero al instante la cerró. Cuando se quitó la servilleta del regazo y se levantó, él también se puso de pie. Estaba demasiado cansado para despedirse apropiadamente, pero estaba bien despierto y aliviado cuando la mujer cerró la puerta.

Quién sabe, comenzó él su reflexión a la mañana siguiente pero no quiso continuarla. Revolvió el café y observó desde la cocina los platos y los restos de comida sobre la mesa de la sala de estar. Ya en ese momento percibió un suave cuchicheo, sin tomarlo especialmente en serio. Se acostó de nuevo en la cama, cayó otra vez en un sueño profundo y al despertar supo, aunque le pareció curioso, quién estaba cuchicheando, cómo había que nombrarlo.

¿Dónde?, preguntó. Sí, dijo, bienvenido. Por supuesto, pensó, uno sabe cuando se topa con un ángel; cómo no saberlo, uno lo advierte en seguida y no se pregunta nada. Lo único asombroso era que no veía al ángel; que en su casa no caía ninguna luz especial, producida para ese encuentro, que de ningún lado llegaba una inesperada alegre melodía.

Heike Geißler (Foto ORF/Johannes Puch)

Pero, dijo, soy un mal anfitrión, disculpa. Puso la vajilla sucia en el fregadero, ventiló las habitaciones, arregló las cortinas y anduvo por la casa con los brazos bien abiertos para ofrecerle todo al ángel. Sintió cómo su casa era ocupada de la mejor manera, cómo recibía nueva vida era animada de nuevo.

Si bien no habría podido decir qué cuchicheaba el ángel, creyó entender algo. Entre otras cosas, algo que le divertía. Algo, también, que lo amparaba y lo inducía a su vez a tutelar. La dicha, pudo observarlo desde la primera noche con el ángel, regresaba a su vida, y el compromiso. Con dos sillones arrimados construyó junto a su cama un lugar para dormir.

Si alguien hubiera ido a su casa y dicho: ¡Pero aquí no hay nada, no se ve nada, te estás enamorando del aire!, él habría hecho un gesto de rechazo y dicho que esa nada ya llevaba tiempo suficiente cuchicheando en su casa, y con bastante claridad como para hacerlo sentirse unido a ella.

Todo el tiempo del mundo, gritó a las habitaciones de la casa, y una semana después aumentó su curiosidad por saber qué sucedía exactamente con el ángel y cómo y cuando se mostraría. Quizás un matrimonio, le dijo al ángel, para que no seamos tan finitos. Sin embargo, a continuación se dio unos golpecitos en la boca. ¿Pero qué sé de ti?, dijo, sé por lo menos que cuando viene viento del mar, por el tejado de cañas entra un silbido que se parece a un cuchicheo.

Caminó por el pueblo para, pensó el, alegría de todos y cada uno. Debía ser hermoso contemplarlo, verlo tan enriquecido, creyó, y supuso que ése era un tiempo de alegría para todos. Por eso interrumpió su camino al trabajo y entró en la boutique. Perdón, exclamó hacia la parte posterior de la tienda, donde la mujer ordenaba camisas en una estantería. Estaba, continuó, algo confundido. Ajá, dijo ella y le dio la espalda. Perdón, repitió él, y esperó una reacción, esperó para poder decirle cómo se alegraría de conocerla de nuevo y esta vez amistosamente, pero ella ya no se volvió hacia él.

Lo cierto es, pensó delante de la tienda, que ella tiene su propia casa. ¿Cómo habríamos decidido cuál dejaba la suya? Y ella tiene, insistió, una más nueva y elegante y probablemente enseguida habría buscado a alguien que hiciera algo más excitante que llevar turistas de aquí para allá y mostrar casas en las que vivieron o viven paisajistas. Sí, le dijo al ángel, es una lástima que nuestra historia esté precedido por un pequeño desengaño.

Heike Geißler (Foto ORF/Johannes Puch)

Sin embargo, por las mañanas tenía la impresión de encontrarse, solos los dos, en la mejor compañía, y ya no cabía en sí de la alegría, cuando, en la segunda semana, se les sumó la impaciencia. Qué hermoso sería, pensaba cada vez con mayor frecuencia, que nos acercáramos más visiblemente. Después del trabajo hacía largos paseos y de tanto en tanto miraba, porque no se le ocurría nada mejor, al cielo. Practicó una mirada tierna y un paso dócil. Pero en secreto quería arrancar de a poquito al ángel de su escondite, exigirle que no se portara así, que por fin se mostrara.

Pues mientras aún festejaba su suerte y aparentaba tener un secreto cuando los compañeros le preguntaban por qué sonreía así, advirtió que el cuchicheo se hacía más infrecuente y suave. Para no confundir nada, había investigado en detalle los ruidos de su casa. Había andado rápido y despacio sobre las tablas del suelo, se había grabado en el cerebro cada chirrido, había hecho crujir la ropa de cama y finalmente había, creado un sofisma: que los celos, si cabe, eran también un problema de los ángeles.

Por lo tanto, al día siguiente había ido nuevamente a la boutique, y había exhortado con vehemencia al ángel a acompañarlo para que pudiera experimentar cuán inapropiados eran sus celos.

Encontró a la mujer conversando con un cliente; cuando ella advirtió su presencia, él la miró con gesto amistoso. Pero nada que signifique algo, le susurró al ángel, nada. Para no quedarse de pie sin hacer nada, se sentó en un sillón de cuero, hojeó, sin perder de vista a la mujer, una revista de modas. Pero cuanto más hojeaba y la observaba conversando con el cliente, más gastado se vio a sí mismo. La retuvo aún más fuerte con su mirada, se quitó a pellizcos hilachas del pulóver, finalmente se levantó y abandonó la tienda sin saludar.

Ves, le dijo al ángel, como lo prometí: ahí no pasa nada. Siguió caminando, acechó a un movimiento del ángel. Sí, dijo, hubo por supuesto algunas mujeres, pero recalco "hubo", ahora estás tú. De hecho nadie llega a mi edad, dijo, como si fuera la primera vez. En realidad, pensó, llego como si fuera la primera vez.

Ese día saludó a los turistas de un modo ligeramente descortés. Habría preferido seguir hablando con el ángel, alentarlo para que se mostrara. Está bien, dijo en voz baja, después seguimos hablando. Durante la visita guiada, sin embargo, ese propósito perdió sentido apenas formulado. Cayó en la cuenta de que el ángel podría haberse ido varios días atrás. Perdió el hilo de su discurso, omitió algunas frases que había olvidado aunque las decía casi todos los días. Llevó a los turistas a una tienda de souvenirs y se retiró por un momento al otro lado la calle. Entre los autos estacionados algo en él se derrumbó, él lo advirtió y pensó, semejantes derrumbes siempre tienen razón. Con esfuerzo prosiguió la visita, no dejó que se le notara nada, bromeó en los lugares de costumbre.

Más tarde, de regreso a su casa, se desvió del camino en dirección a la playa y allí siguió caminando en la dirección contraria. Mientras tanto, sostenía su mano izquierda como si fuera una litera. Adelante, dijo, aquí hay lugar para ti.

Aunque a la altura de la salida del pueblo ya estaba calado de frío, y cansado por la vigilancia de los últimos días, resistió la tentación de ir a su bar favorito. Llevó sus pasos muy cerca del agua, se preocupó poco por las olas que alcanzaron y bañaron completamente sus zapatos.

Caminaba, él lo sabía ahora que le dolían los hombros levantados, como un repudiado, y no quiso creer que podía ser repudiado. Un comienzo, dijo, no acontece por pura broma. Buscó con la vista y se preguntó si el ángel no estaría agazapado en alguna grieta o detrás de algún objeto arrojado por el mar y no se animaba a anunciarse porque se avergonzaba de su retiro, de su silencio. Sería un disparate, dijo, un gran disparate perderse así. Caminó hasta que oscureció, hasta que hubo pasado por tres localidades vecinas, e insultó al cielo cubierto que no dejaba pasar ninguna luz hasta él en la playa. Sí, dijo, con cuánta escasez me han sido arrojadas en la vida las cosas oportunas. Quizás es, dijo, una tacañería del cielo. Pero refrenó su boca, pues creía que había que conservar el optimismo y también la paciencia. Ahora, pensó, todo es eventualmente posible. En consecuencia, estiró sus miembros y caminó tan derecho como no lo había hecho en horas y se frotó las manos para calentarlas.

Cuando llegó a la siguiente localidad, subió la escalera pútrida e impregnada de la humedad de la tarde, se encontró ante un campo. Al final de éste empezaba el pueblo. Se volvió hacia el agua y miró hacia atrás, en dirección a su casa. Estaba demasiado agotado por el largo paseo para emprender el regreso. Desde aquí, pensó, mejor enviar un explorador que llegue rapidísimo y espíe a ver si mi ángel se encuentra allí.

Por lo general él gastaba muy poco dinero en acontecimientos inesperados. Pero ahora no quería ser ahorrativo, quería atraer al ángel con un poco de lujo. Pasó delante de algunos hoteles que le parecieron demasiado caros, vio personas que cenaban en restaurantes, hasta que en una calle lateral encontró un hotel que se le antojó accesible. Sin embargo, se enteró enseguida, con una sonrisa por parte de la recepcionista, el hotel no ofrecía una habitación doble al precio que él se había imaginado. Está bien, dijo, y eligió una habitación simple; pero apenas la hubo abierto y estirado la cabeza hacia el interior, regresó de prisa a la recepción. Pues tomar sólo una habitación simple, pensó, sería un engaño.

Heike Geißler (Foto ORF/Johannes Puch)

En la nueva habitación se quedó un rato. Por un momento tuvo la impresión de aún había alguien allí. Entonces se inclinó, levantó la colcha y miró bajo la cama, abrió el armario y la puerta del baño. Aquí, comprobó, no hay nadie. En la habitación no hay nadie más que yo. Le resultó fácil imaginarse una risa que se deslizara por el cuarto, que se arrojara sobre él y lo refutara: pero estoy aquí, sí, estoy aquí.

Finalmente se sentó, estiró las piernas. Se hizo el ingenuo y fijó la vista en la cortina como si le interesara su motivo salvaje, hasta que por fin éste lo irritó. Siempre sin saber si el ángel se encontraba aún, o de nuevo, en su cercanía, salió del hotel y a continuación entró en el primer bar que encontró.

Se pidió un aguardiente y una cerveza, miró el espejo detrás de las botellas y se observó emborrachándose, charlando con el dueño del bar. Qué necesario es un ángel así, ¿no?, dijo. Todo el tiempo, usted me entiende. No se perdió de vista a sí mismo cuando preguntó -y de inmediato supo que ésa era una pregunta ebria, imposible de responder- cuál sería ahora el mejor lugar, dónde podrían arreglarse del mejor modo todos los asuntos. En el espejo vio cómo el dueño le servía un aguardiente de despedida, destinada a calmarlo. Apoyó la cabeza en la barra, para enfriarla, y con un rodeo regresó tambaleándose al hotel. Sería tiempo, dijo al ángel, de que te anunciaras.

Al día siguiente apenas tuvo algunas ideas pequeñas, las llamó esperanzas; al instante se frotó la frente para calmar los efectos de la noche. Deseó espejismos piadosos que le pusieran al ángel a su lado, con el rostro y la estatura que fueran. Cuando vio la parada aceleró el paso. Decidió volver en ómnibus. Y bueno, dijo, demasiada aguardiente, demasiado poco sueño. Todo, dijo, se solucionará, sólo debo volver al comienzo. Repetir el comienzo y estar atento. Mientras caminaba sintió mareos. ¿Cómo podría, dijo, atraer al ángel a mi lado?

Al alba se encontraba en la parada junto a algunos escolares, les había dado la espalda. El ómnibus estaba retrasado, y los niños se imaginaban que podría haber sufrido un accidente un choque. Se preguntaban a quién del pueblo vecino le habría tocado, a quién no. Entretanto, a él le temblaba el mentón. Tenía miedo de regresar a su casa. No va a ser bueno, pensó. Ahora ya se ha vuelto demasiado pesado. Todo se volvió demasiado rápido demasiado pesado.

Con ojos entrecerrados divisó el ómnibus que entraba en el pueblo. Los niños se apretujaron en torno a él, se colocaron muy cerca de la calle, se amenazaron entre sí con arrojarse bajo el ómnibus. Ni se les ocurra, dijo, y bajó al instante la cabeza y fijó la vista en las marcas del agua que sus zapatos habían absorbido durante el largo camino. De alguna manera, decidió, todo saldría bien.

Sacó un billete, respiró el olor de los niños, a leche ligeramente cortada, a suavizante y a goma de mascar con gusto a fruta, y caminó entre exclamaciones fuertes y risillas, hasta que en el ómnibus lleno, muy atrás, descubrió un asiento sobre el que sólo había una mochila.

Con mala voluntad reaccionó la niña cuando él se sentó y con las caderas empujó la mochila un poco más contra ella muchacha. Aunque no era gordo, él sobresalía en el pasillo. Tremendas ganas tenía de empujar a la niña con mochila y todo un poco más cerca de la ventana, o de alzarla por encima de él y colocarla en el pasillo, para tener a su izquierda un asiento libre y protegido que él pudiera señalar. ¿Ves?, habría dicho él, aún no estoy listo para un final; en consecuencia, no hay final. Pues cómo puede surgir tan rápido un final cuando el comienzo aún no fue el correcto.

En lugar de eso, sin embargo, la niña pasó su mano por encima de él, dio unos tirones a la chaqueta de otra muchacha que estaba sentada a la derecha del pasillo, y gritó algo. Acábala con el ruido, dijo él, deja eso para más tarde, ahora no. La muchacha se volvió, apretó la cadera contra la mochila, defendiendo su lugar. Él hizo presión desde su lado. Espiaba, no fuera que el ángel ya estuviera ahí, buscando un asiento y lo estuvieran apretujando.

Es necesario, pensó, un aplazamiento. Una interrupción al menos. Ese lento viaje en ómnibus de regreso le resultaba excesivamente rápido.

Contraído en su asiento, percibió con un ligero malestar cómo se iba sintiendo cada vez más fatigado. Miró por encima de la muchacha y se figuró una felicidad para el futuro: que el cuchicheo le llegaba otra vez, que el ángel lo regañaba por su condescendencia. O que el cuchicheo no le llegaba, pero él sabía hacer de la pena fortaleza y a cambio, como recompensa, obtenía el cuchicheo. Intentó ver el paisaje a través de su rostro reflejado, hasta que la niña le dio un empujón y le exigió que la dejara bajar.

Heike Geißler, Dieter Moor (Foto ORF/Johannes Puch)

Los niños descendieron a raudales del ómnibus, se embotellaron en la parada delante de la escuela, como si quisieran quedarse ahí hasta la tarde, hasta que fuera suficientemente tarde para volver a casa. Qué despliegue, pensó y se concentró en escuchar en detalle la nueva tranquilidad, que tenía de fondo música de radio y las conversaciones de algunos turistas que llegaban.

Desde el ómnibus vio finalmente la boutique de la mujer, vio las vitrinas iluminadas en el escaparate. Mientras llegaba a la parada pensó si no se le habría escapado un error: a lo mejor sólo había fantaseado al ángel y precipitadamente había comenzado a gozar de esa fantasía más de lo debido. Cerró los ojos y se prohibió pensar muy gráficamente en el ángel, por miedo a que le pudiera salir una representación convincente.

Después de bajarse, anduvo detrás de los turistas que caminaban con sus equipajes, y aprovechó y aprovechó el semáforo para colocarse delante de todos. Un hombre mayor le tiró de la manga y le señaló que estaba casi sobre la calle. Se sacudió la mano del brazo.

Dijo que ya lo sabía, que conocía el lugar, a la perfección incluso. Que además, a esa hora era raro que pasara un coche. Desafiante, miró al hombre, pero retrocedió: advirtió pies ajenos bajo el suyo, se disculpó en voz baja. Cuando llegó a la altura de su casa, atravesó la calle y sintió cómo todo lo que en él era demasiado ligero comenzaba a girar.


Traducido por Nicolás Gelormini

 

Banner TDDL 2008