Thorsten Palzhoff, Berlin (D)
Thorsten Palzhoff nació en Wickede en 1974 y vive actualmente en Berlín. Palzhoff ha sido propuesto para el concurso por parte de Ijoma Alexander Mangold.
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Thorsten Palzhoff
Livia
Dos meses y medio después de la ejecución de Ceausescu, un equipo de cámaras del Westdeutschen Rundfunk grabó el derribo de la estatua de Lenin en la Plaza de la Prensa Libre de Bucarest. Para la grabación se había planeado un día entero de rodaje, pero los trabajos se extendieron más de lo esperado. Poco después que las primeras salvas del martillo neumático repercutieran en las paredes de la gigantesca Casa de la Prensa, ante la cual la estatua de ocho metros de altura estaba desde hacía decenios como advertencia y amenaza, los obreros descubrieron entre sonoras maldiciones que el coloso estaba firmemente anclado al pedestal de mármol con puntales de bronce desacostumbradamente gruesos. La caída de Lenin se transformó en una prueba de paciencia. El viento venía frío del sur por el Boulevard Kiseleff, de ese lugar donde en una lejanía nublada por el smog se destacaba como una parisina visión el Arco del Triunfo. Cada ráfaga más fuerte soplaba en los ojos de los curiosos arena arremolinada, que poco a poco también ensuciaba las cámaras presentes y se depositaba como una fina película sobre los objetivos. Cuando atardeció, algunos de los transeúntes se santiguaron al ver las pálidas luces que provenían de las soldadoras y tronzadoras de los obreros, y bajo cuyas vibraciones las piernas de Lenin parecían temblar. Al día siguiente, el 6 de marzo de 1990, cuando aún no se había podido infligir daño alguno a la firmeza de la estatua, dos trabajadores subieron hasta la cabeza mediante una escalera de bomberos, y le pusieron una gruesa soga de acero al cuello. Apenas una hora más tarde llegó el momento: con ayuda del metálico lazo patibular y de la fuerza de tracción de una grúa móvil se logró arrancar de la tierra al Lenin de siete toneladas e izarlo hacia el cielo gris, bajo el aplauso de algunos cientos de espectadores.
La estatua fue cargada en un barco. Tendida a lo largo de la borda, remontó el río Colentina como en cámara lenta entre dos filas de personas en silencio, y el gesto antes tan visionario con que el gigantesco Lenin tenía agarrada la solapa de su abrigo, ahora, que yacía, semejaba una mano estirada en actitud implorante. Casi dos semanas después, también Petru Groza debió despedirse de su ciudad. A él, el primer jefe de estado comunista de Rumania, un hombre de frente alta, arrugada, y rasgos rígidos como los de una máscara, lo habían rociado con pintura vocingleramente amarilla en su plaza junto a la Facultad de Medicina. Un bromista le había colgado en la mano levantada un cubo de basura y profetizado con un grafitti: Caerás como Lenin. Compañeras de destino, ambas estatuas se reunieron fuera de Bucarest en un desolado rincón del jardín de un castillo, donde sobreviven al tiempo detrás de un bajo muro de ladrillos, frente con frente, como cadáveres insepultos.
En pie siguieron los pedestales vacíos. Cerca de ellos, delante de una cámara encendida, el equipo de la WDR preguntó a los transeúntes qué debía hacerse, según su opinión, con los espacios que habían quedado desocupados. Las repuestas les permitieron palpar el estado anímico del país: uno habló, con desesperanzado desdén, sobre un momento a la libertad de prensa, otro exigió con el puño el alto que los símbolos políticos fueran reemplazados por símbolos literarios; una mujer muy nerviosa murmuró casi para sí que todo le parecía bien, siempre que no estuviera decidido por el gobierno provisional, y por último, un hombre sin rasurar, de aspecto trasnochado, exclamó, antes de desaparecer para siempre de la imagen, como los otras caras sin nombre, que ambas estatuas debían ser fundidas y vaciadas en un molde de un Dacia 1300.
Los tres colaboradores de la WDR sabían qué era una Dacia pero en el caso de muchos otros nombres dependían de la información que les daba su intérprete Anghel. Con su acostumbrada concisión les explicó quiénes eran Mihai Viteazul, Mircea Dinescu o Mihai Eminescu. Sólo en un caso quedó debiéndoles una respuesta al equipo: cuando ellos quisieron averiguar sobre el nombre Livia, que durante la encuesta había sido mencionado por toda una serie de transeúntes que, sin excepción, eran mayores de edad, Anghel manifestó que eso no se podía explicar en dos frases. Esa noche, la última noche de los alemanes en Bucarest, él les contaría sobre Livia durante la cena de despedida en el restaurante del Hotel Capşa.
Habían conocido a Anghel en el Intercontinental, el hotel más caro y moderno de la ciudad, alguna vez orgullo Ceausescu, y desde su violenta muerte habitado por equipos de televisión de todo el mundo. En el bar del hotel, en la en la planta 16, donde proxenetas, prostitutas e intérpretes ofrecían las veinticuatro horas del día sus servicios a los huéspedes extranjeros a cambio de divisas, habían entablado conversación con él apenas llegados. Él los había rescatado en la barra de un círculo de rumanos que parloteaban salvajemente, y les había advertido que no se dejaran contar cuentos por los charlatanes. Aquí, en Rumania, los rumores se tomaban más en serio que la realidad, era un mal profundamente arraigado en los rumanos. Su idioma conocía no menos de una docena de formas hipotéticas, y quizás a su relación supersticiosa con el lenguaje se debía agradecer la victoria sobre Ceausescu. Pues mientras los manifestantes en la Plaza de la Universidad aún gritaban ¡Somos un pueblo unido!, mientras los soldados aún estaban indecisos, y las luchas en plena marcha, algunos de los revolucionarios habían podido entrar a la estación televisiva y anunciado ante las cámara que el país ya estaba liberado. Los rumanos habían creído más en el mensaje de la televisión que en la realidad de las calles, y así fue como se llegó a la revolución. Los tres alemanes menearon sorprendidos la cabeza y siguieron a Anghel a la terraza. Después que él, extendiendo el brazo, les hubo explicado la vista panorámica de la ciudad, convinieron el precio: por cien dólares al día les conseguiría, en las siguientes dos semanas, historias e imágenes para una serie de reportajes televisivos.
Confiando en que él les mostraría la verdadera Bucarest, oculta para el visitante, lo siguieron por toda la ciudad. El corazón se les subió a la boca cuando delante del Comité Central Anghel señaló un agujero tapiado y les contó que eso era la entrada al inconsciente del país, al sistema subterráneo de túneles de la aún activa Securitate; quien atravesaba el agujero, salía por el otro extremo del túnel directamente al dormitorio del dictador, al escenario de las pesadillas de Rumania. Los guió hasta las abandonadas casas de un antiguo barrio residencial, en cuyos descuidados jardines familias de gitanos, hasta hacía una semana, habían hecho fuego con el parquet arrancado al piso; desde que un nuevo rumor había hecho del clan de los Ceausescu una estirpe de romaníes, las casa estaban otra vez vacías y los gitanos habían desaparecido. En la Casa del Pueblo, el actual Palacio del Parlamento, los condujo por infinitas hileras de habitaciones, por un laberinto de corredores, puertas secretas y salones reales, cuya pompa de mármol y columnas, según explicó, eran meros revestimientos sobre cemento, yeso y ladrillos huecos. Lo siguieron a la Plaza de la Victoria, a una gran manifestación cuyos sentido y objeto les resultaron incomprensibles; allí Anghel señaló a su alrededor, por encima de las cabeza de los manifestantes, los edificios que no eran más que decorados huecos, bloques de viviendas nunca terminados con fachadas recién pintadas. Para la compra de souvenirs los familiarizó con las reglas del omnipresente mercado negro, un engendro de la creciente inflación, que transformaba cada rincón de la ciudad en un bazar infinito, un gesticular y gritar balcánico. En los puestos ambulantes, en las bandejas de los mercachifles y los carros, detrás de los cuales había hombres y mujeres de gorra que se apoyaban alternadamente en uno u otro pie, se hallaba expuesto todo lo imaginable e inimaginable, desde tubos de televisor, bombillas y baterías hasta uniformes, condecoraciones y demás exvotos del régimen caído. En uno de esos puestos debió haber hallado Anghel el viejo libro, forrado en cuero artificial azul, que en su última noche juntos, durante la cena de despedida en el Capşa, puso sobre la mesa mientras decía que era un recuerdo para sus amigos alemanes.
Con cortés atención estiraron los tres el cuello hacia el libro manchado. Sólo cuando Fechner, el redactor del equipo de la WDR, leyó en voz alta el adornado título Livia, se iluminaron sus rostros: sobre esa Livia, recordaron, Anghel les debía información. Acercaron sus sillas a la mesa, hojearon al azar el texto rumano y miraron las fotografías en blanco y negro en la parte central del libro. Algunas tomas mostraban una pálida muchachita con pelo hasta los hombros y un profundo hoyuelo en el mentón; en otras se veía un elevado paisaje montañoso y extensas praderas, vistas de un pueblo y de una casita con techo a dos aguas: miradas a aquel mundo sobre el que ahora Anghel narraba.
Livia, comenzó él, creció hace tres cuartos de siglo en un pueblo transilvano, hija de un sastre y una bailarina. Allí arriba vivían desde tiempos inmemoriales rumanos y húngaros en pacífica armonía, orgullosos de su comunidad y de la fértil tierra cultivada por los campesinos morlacos. Cuando en abril el tiempo se hacía más cálido y los cisnes migabran hacia el norte, Livia corría con otros niños hasta el río. Allí un día vio algo dorado que en el lecho del agua, y cuando alargó el brazo para tomar el objeto, sacó del río una trompeta de juguete. Los otros niños rieron y exclamaron que la trompeta pertenecía al Príncipe de Kagran, y que cuando él viniera a buscarla, encontraría a Livia y la llevaría a su castillo.
Poco después corrió la voz en el pueblo de una gran guerra había terminado. En el lejano oeste se habían reunido los ministros de las naciones enemistadas y, haciendo valer su autoridad, habían hecho caer el reino de Hungría y habían declarado rumano el pueblo de Livia. A la pequeña Livia le era difícil comprender por qué ahora los vecinos húngaros izaban cada mañana su bandera a media asta, por qué su padre, el apacible sastre, se había peleado con su mejor amigo Tamás, y por qué su madre se quedaba en casa todo el santo día y ya no bailaba. Livia ya no tenía permiso para ir con sus amigos al río, y permanecía sola en el desván y tocaba la trompeta del Príncipe de Kagran.
Un día, húsares húngaros llegaron cabalgando desde la estepa. A gritos anunciaron que sólo se podía estar a favor o en contra de ellos, y a quien estuvieran su contra le darían fuego y muerte. El pueblo entero fue asolado en el combate, y cuando Livia escapaba con sus padres de la casa en llamas, fueron alcanzados, primero su padre, luego su madre, por balas de fusil. Livia se quedó junto a sus padres, muda de tristeza y miedo. En su desesperación se llevó la trompeta del Príncipe de Kagran a los labios y sopló tan fuerte como pudo. Pero no vino ningún príncipe a buscarla. En cambio, llegaron cabalgando los húsares, acometieron montados en sus caballos salvajes en dirección al llamado y abrieron fuego contra el supuesto enemigo. La historia dice, concluyó Anghel, que los habitantes del pueblo, horrorizados por la muerte de Livia, unieron fuerzas en nombre de la muchachita y pusieron fin a la revuelta húngara. Así, con su trompeta, se convirtió en figura simbólica de la unificación de Transilvania con Rumania.
Parece un cuento de hadas, bostezó Leitner, el sonidista del equipo. Anghel clavó una sombría mirada en él. Por supuesto, admitió, con el tiempo tales historias se vuelven una leyenda. Pero ¿la encuesta ante los pedestales de Lenin y Grozna no le había mostrado a él, a Leitner, que Livia aún estaba en la memoria de la gente? Precisamente. Su mito le permitía, como a un vampiro, sobrevivir su propia muerte. Y especialmente ahora, explicó Anghel, Livia estaba rondando. Ahora, después de los cambios en el país, se estaba ante una situación parecida a la de los tiempos de Livia. Los húngaros transilvanos protestaban, pronto otras minorías seguirían su ejemplo, y el estado rumano amenazaría con desmembrarse. Si ellos, pues, realmente estaban buscando una figura simbólica, un símbolo de la actual situación de Rumania, ese símbolo era -tomó el libro azul y lo sostuvo en alto- Livia.
Anghel miró uno por uno de los rostros turbados. Sus oyentes permanecieron en silencio, pero ostensiblemente algo operaba en ellos. Cuando el camarógrafo Dahl, en voz baja y con mucho preámbulo, comenzó a preguntar por la autenticidad de la historia de Livia, Anghel lo interrumpió con la propuesta de seguir la ronda en un bar; en medio del dudoso lujo del Capşa él no se sentía a gusto. En las arañas, susurró, y bajo las mesas había, como en tiempos de Ceaucescu, micrófonos ocultos. Su conversación estaba siendo registrada y en una lejana oficina, sin importar con qué objeto, era resumida por escrito.
Cuando salieron a la Calea Victorei, que como toda Bucarest a partir de las seis de la tarde, cuando se apagaban las luces, estaba casi completamente a oscuras, Leitner levantó el cuello de su abrigo y se despidió de Anghel y sus colegas. Fatigado por los esfuerzos de las últimas dos semanas, abandonó a los tres en dirección al Intercontinental, que se alzaba como una torre no lejos de allí. Desde la otra acera, declaró semanas más tarde, me volví una vez más hacia ellos. Aún estaban tonteando con el conserje del Capşa y luego bajaron la calle, discutiendo excitadamente y quitándose de la mano unos a otros el libro azul. Al día siguiente estuve sentado a la mesa de desayuno mucho tiempo solo. Cuando iba a llamar a sus habitaciones, por fin bajaron, agotados y visiblemente debilitados por la noche pasada. Me desearon un buen viaje a casa, para ellos la cosa aquí no había terminado. Querían por propia cuenta extender uno o dos días su estadía, para grabar un reportaje sobre Livia. Anghel se había ofrecido como guía en Transilvania, donde inmediatamente después de Schäßburg debía encontrase el pueblo de Livia. Por suerte, concluyó Leitner su declaración, ya no había tiempo para tratar de convencer a nadie; pues si hubiera emprendido el viaje con Fechner y Dahl, probablemente yo tampoco habría regresado.
Un mes después que Leitner regresara de Rumania, se decía en un comunicado de la DPA que él había sido el último en ver a Fechner y Dahl. Desde entonces ellos no habían dado señales de vida. Ni las investigaciones de las autoridades rumanas ni las acciones de los parientes, ni las pegadas de afiches y preguntas a transeúntes en Schäßburg y Bucarest, habían arrojado el menor indicio de su paradero. A ambos se los había tragado la tierra.
Ahora, dieciocho años después de su desaparición sin dejar rastro, llegaba a la WDR una cinta desde Rumania. El envío tenía adjunto un escrito de la Casa Béla Bálaz en Târgu Mureş, en el cual se pedía una explicación. Durante una revisión del inventario del archivo habían encontrado un casete con el logo de la WDR, y lo que se veía en la cinta planteaba ciertos interrogantes. La vista de la copia trajo un inesperado reencuentro con Fechner y Dahl, pues tuvieron que enfrentarse a las tomas de su último viaje. Éstas daban cuenta de lo que había sucedido con los dos alemanes aquel 19 de marzo de 1990.
En la cinta se ve primero el interior de una estación de tren. Un cartel con la leyenda Gara de Nord revela al lugar como la Estación Central de Bucarest. Ya antes que éste aparezca en la imagen, se oye el reiterativo Dimineaţa! Dimineaţa! de un vendedor de periódicos que pasa junto a dos jóvenes demacrados vestidos con ropas sucias. Ambos están ante la gran pizarra con los horarios de partida de los trenes y quitan de las líneas inferiores las letras de plástico. Un empleado ferroviario de uniforme azul se les acerca a ellos para amenazarlos, amonestarlos, pero ellos no advierten su presencia, porque están concentrados en su juego con las letras. Cuando el empleado agarra a los jóvenes, se cierran delante de la cámara, con un suspiro fuerte y casi animal, las puertas del tren. Por el vidrio se extiende una rajadura que corta ell mundo de afuera, ahora rodante, en un arriba y un abajo.
Tras un breve parpadeo se abre un amplio valle fluvial, detrás de cuya extensa pradera se alzan colinas cubiertas de oscura vegetación boscosa. Sobre los bosques pende una niebla tan espesa y blanca que pareciera que uno se encontrara en las altas cimas muy lejos del suelo. De la impenetrable bruma repentinamente sale levantando vuelo una bandada de pájaros, una nube oscura de gigantescos monstruos alados, que en confuso desorden baten sus alas resplandecientes como cuero, en dirección al pálido cielo. A lo lejos pasa una iglesia medieval fortificada. Con su muralla en anillo, sus torres cilíndricas y banderas flameantes parece sacada de un libro de cuentos. Luego el paisaje es tragado por la oscuridad de un túnel, y por un momento los pálidos fantasmas de las caras de Anghel y Fechner rondan por el tembloroso vidrio de la ventanilla.
En la siguiente toma Fechner está en una callejuela de adoquinado irregular, bajo un arco de piedra erosionada. Nuestro guía Anghel ha puesto pies en polvorosa, dice Fechner al micrófono. Ha recibido su óbolo y ha desaparecido sin dejar rastro. Así las cosas, nos encontramos ahora en Sighişoara, llamada por los rumanos alemanes Schäßburg an der Kokel. El lugar natal de Livia no puede estar muy lejos. A propósito, nuestro viaje nos ha llevado hasta la Edad Media... Con un gesto abarcador Fechner se vuelve, y la cámara lo sigue por callejuelas estrechas, sin gente, sumergidas en una luz fría, y ante viejísimas casas de dos y tres plantas, que parecen estar hundidas en la tierra por el peso de sus desmesurados techos. Las paredes están ladeadas y curvadas, se inclinan sobre la calle o se echan agobiantes sobre un Fechner que aparece diminuto. Cuando la cámara gira alrededor de él, una sombra se desliza por la pared detrás de Fechner, crece hasta tornarse gigantesca, se vuelve y desaparece. En seguida se ve un portón de madera pintado de azul, con una pizarra dorada. Es el acceso a una larga escalinata techada, que asciende en innumerables peldaños y que, como un túnel supraterreno, conduce por la ladera de una montaña hasta una iglesia.
Ante el portal de la iglesia Fechner está con un niño y una niña. Venimos de un entierro, dice el niño en curiosamente anticuado dialecto de los sajones de Transilvania, por eso el padre nos puso estas buenas ropas. Pero el entierro se ha extendido a lo largo y ahora también mi hora se detuvo. Dónde está su padre, pregunta Fechner. El niño lo mira sorprendido y exclama: ¡Eh, es el cuidador del cementerio de ahí arriba! Y antes que Fechner pueda decir otra palabra, la niña señala una mariposa blanca y exclama: Mira, mariposita, mariposita y corre delante de su hermano para desaparecer de la imagen.
Oscura y amenazante se alza la torre de las horas de Schäßburg sobre tejados macizos con ventanas semejantes a ojos que espían. Su juego de campanas resuena hueco y pesado sobre la ciudad. Junto a la nuca de Fechner, hacia arriba, se ve la gran esfera del reloj, cuyas agujas marcan las cinco. Figuras de varios metros de altura, los aparecidos del mecanismo de relojería, realizan su centenaria y diaria tarea y dan la hora. Cuando Fechner advierte que está siendo grabado, se lleva sonriendo una mano a la oreja y dice a la cámara: Se oye como la trompeta de Livia, ¿no? Espera, Livia, exclama riendo en dirección a la torre, ¡el príncipe de Kagran va hacia ti!
Luego el mundo gira: lentamente se ve pasar un colorida hilera de casas, una iglesia blanca, y finalmente la panorámica termina en Fechner y una casa de revoque amarillo. Arriba de la pesada puerta que lleva al sótano llamea un lámpara de aceite en forma de urna. Esta es la casa de los Draculeşti, explica Flecher y señala una placa recordatoria en la pared. Aquí, se dice, nació el famoso empalador Vlad Tepeş, llamado Drácula. Pero más que esto nos interesa el bar subterráneo de la casa, pues desde hace horas buscamos seres humanos en esta ciudad muerta. Fechner baja la escalera, tira de la pesada puerta y por un momento la sostiene, hasta que la movida imagen de la cámara lo sigue hasta un sombrío sótano abovedado, escasamente iluminado por velas y una mortecina lámpara de techo. Se ven paredes sin ventanas, muro desnudo, ancho, del que aquí y allá asoma una mano de largos dedos que hace las veces de perchero. De la barra cuelgan guirnaldas plásticas de ajo. Aunque hay varias mesas ocupadas, todo está muy tranquilo.
En una de las mesas, un matrimonio de personas mayores está mirando las fotografías del libro de Livia. La mujer golpetea con el dedo sobre la página abierta y dice, en un dialecto casi bávaro, que, que es cierto, las imágenes provienen de una película que ellos vieron de niños de niños. Correcto, asiente el hombre, y de la verdadera Livia no hay, según él sabe, ninguna foto. En el fondo se oye reír a alguien; la cámara gira buscando en el recinto y encuentra a un hombre de mediana edad que está sentado solo ante un vaso de cerveza. Una verdadera Livia, exclama con fuerte acento húngaro, nunca existió, sólo existía la Livia de la película. El hombre se inclina hacia delante, enciende un cigarrillo con la vela de la mesa y comienza a relatar. La película fue rodada a fines de los años cuarenta por Morosov, un discípulo ruso de Eisenstein, por encargo de Gheorghiu-Dej. Una película de propaganda para la juventud rumana, en la cual la buena niña rumana es asesinada por los malvados húngaros. Esto significó una bofetada para la minoría húngara. Sepa usted, en aquel momento los rumanos habían birlado Transilvania por segunda vez. Los húngaros respondieron a la obra de propaganda con una segunda y sincronizada pista sonora en la que las aseveraciones de la película se transformaban en su contrario. Naturalmente esta versión estaba prohibida, había que conservar la cinta sonora y la fílmica por separado para no ser descubierto. El hombre, sonriendo, deja salir el humo por la nariz y pide con su mano extendida el libro azul. Mire, dice él, conozco bastante de películas. Esta es desde todo punto de vista espantoso. Morosow jamás puso un pie en nuestro país, rodó la película en un estudio ruso señalando el mapa con un dedo. Y como gracias al éxito la película creó su propia realidad, el libro debió perpetuar todos aquellos falsos hechos. Aquí hay algo sobre campesinos morlacos, pero a los morlacos usted los encontrará en otro lugar; y también es nuevo para mí que en abril pasen cisnes por Schäßburg. ¡Y estas fotos! Usted seguramente no vio aquí semejantes paisajes montañosos, ¿o sí? No son más que decorados de estudio.
Oscuridad vespertina. En el fondo una despojada fachada de cemento. Fechner, con el micrófono en la mano, habla a la cámara. Han llegado al destino de su viaje, dice él, detrás de él se encuentra la Casa Béla Baláz de Târgu Mureş, un museo fílmico con un archivo excelente. Para esa noche le han prometido una proyección de la película Livia... Fechner interrumpe sus palabras introductorias. Se oye un fuerte griterío, un suceso que ocurre más allá de la cámara distrae visiblemente a Fechner. Con un breve movimiento, la imagen sigue su mirada y muestra una furiosa multitud que pasa por la esquina, acompañada por un equipo de cámaras con el logo de la televisión rumana. Las imágenes que esa misma noche registrará el equipo de la TVR permanecerán en la memoria de todo el país: imágenes de enfrentamientos y peleas callejeras entre rumanos y húngaros, que nadie ha previsto; imágenes de cacerías en las que la muchedumbre persigue a un fugitivo con palos y garrotes, y lo rodea para destrozar sus miembros y moler su cráneo; imágenes de desfiles de antorchas, en los que se prende fuego a muñecos de paja y campesinos alzan los ensangrentados dientes de sus horcas; imágenes de casas en llamas, de personas tambaleantes bañadas en sangre, de personas que se desploman y de muertos. En alguna de estas imágenes seguramente aparecen, a un costado, también Fechner y Dahl, cuando, ignorantes de la situación que se está configurando en las calles, suben la escalera de la casa Baláz.
La última toma muestra una pared blanca. Pasos retumbantes y el chirrido las sillas que se corren dan idea del ámbito en que se encuentra la cámara. Una voz de mujer repite varias veces igen igen, la luz se apaga, se oye el suave cerrar de una puerta y la película Livia, conservada en el casete de Dahl como registro de media hora, comienza.
En la escena de apertura la cámara avanza lentamente por la callejuela de un animado mercado de pueblo, a través de un denso gentío y junto a r puestos de frutas y verduras, ricamente cargados. Sólo cuando se ven las bocas bien abiertas de los comerciantes uno advierte que el film no tiene sonido. Desde hace un rato sólo se oye el suave y acompasado ronroneo del proyector, el gemido de una silla o el contenido carraspeo de uno de los invisibles espectadores. Quizás es la perceptible presencia de Fechner y Dahl lo que vuelve tan fantasmal el mudo quehacer de las figuras que revolotean en la pantalla: se ve el baile de un grupo de mujeres, se ve cómo ellas inflan sus falsas sobrefaldas tradicionales al ritmo de sus giros pero no se oye música. Se ven los campesinos morlacos, despojados por el director de su verdadera patria, que ríen mientras realizan su duro trabajo de campo, pero no se sabe por qué se alegran. Sólo en la mitad de la película, después que un uniformado ha entrado a caballo en la plaza y ha leído su mudo mensaje a los decorados, se agregan al argumento paulatinamente algunos sonidos. Se oye el salvaje griterío de los enemistados pobladores, se oye el fragor de los incidentes que se desatan con la irrupción de los hombres vestidos de húsares. En un instante de total confusión unos pasos graves atraviesan el tumulto y se alejan; una ventana rechina al cerrarse bruscamente, y por un instante el ruido callejero entra amortiguado en la sala de proyección. Lo que se oye son los disturbios en Târgu Mureş, que entretanto han alcanzado la Casa Béla-Baláz, situada al norte del centro de la ciudad. Se oye la muchedumbre vandálica, se la oye gritar y vocifera consignas, hasta que con una ventana se rompe con un estallido.. Luego todo queda en silencio. Una explosión en el medio de la sala pone fin a la proyección de Livia, que por último muestra a la muchacha junto a sus padres muertos. La cámara hace zoom hasta su pálido rostro; su hoyuelo, su boca y sus ojos están sumergidos en profundas sombras. Ella levanta la cabeza y gira el rostro en dirección a una fuente de luz, las sombras en su rostro ceden y su tristeza adopta rasgos de decisión. Se lleva la trompeta del príncipe de Kagran a la boca y toca la señal en su mundo sin sonido. Por un momento todo está completamente tranquilo, y bajo el sol naciente del comunismo Livia se funde con la luz cegadora de la cámara saturada.
Traducido por Nicolás Gelormini