Angelika Reitzer, Wien (A)

La autora nació en Graz en 1971 y en la actualidad vive en Viena. Reitzer ha sido propuesta para el concurso por parte de André Vladimir Heiz.


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Angelica Reitzer

Súper ocho

Ella se encontraba bajo el balcón de Albert (no se animaba a llamarlo), en un jardín repleto; en algún momento Albert saldría. Las matas y los arbustos florecían, apenas si una mancha de césped estaba libre, las hierbas crecían altas, había muebles de jardín que nadie usaba, bicicletas con sus remolques, un carrito de jardín. Los habitantes le concedieron unas horas de sueño al jardín, parecía habérselas ganado. Ella volvía de una cena en la que la gente decía cosas como: mi arte es mi trabajo es mi mensaje al mundo. Ella debería haber hablado con alguien. (¿Cómo lo logran ustedes: el rollo de la Oficina de Trabajo y la supervivencia, y encima buen vino?) Pero se había escabullido antes que los otro pudieran ver qué clase de persona era ahora.

 

Ya no podía recordar por qué estaba tan apegada a él: Albert apenas hablaba; los muebles de su habitación parecían reproducciones en miniatura de verdaderos muebles. No había polvo en las bibliotecas con libros viejos, en ningún lugar un pelo. (Se habían bañado juntos algunas veces y en una ocasión ella le había lavado el pelo, que sólo consistía en puntas y se secaba en seguida. Directamente como si él nunca se hubiera sumergido. Ella iba allí una y otra vez, se quedaba de pie bajo el balcón.

 

La madera flota en el agua como si algunos botes aún no estuvieran terminados o como si ya se hubieran desarmado. Albert hablaba de botes, los dos miraban hacia abajo, al jardín oscuro/maleza. Pero ella no había entendido bien de qué ciudad hablaba él, quizás no la había mencionado. Casa flotante, sí, seguro, y también hay barcos de carga. Y los contenedores quedan desperdigados en el agua. A ella le hubiera gustado oír datos o pormenores, pero el sólo dijo: hace mucho tiempo de eso. Desde que lo conocía, él no había querido salir de la ciudad. Así era la cosa. Ahora él hablaba de urbanizaciones en las afueras de la ciudad, en el agua, de la confusión de madera, chapa y casillas en y junto al agua y de los niños que trepaban por el lugar. Todo sigue creciendo, sin que se les quite algo a los otros. Me refiero a espacio. Entonces ella era la mujer en su balcón, a ella le interesaban otras facetas y él habló finalmente de una mujer, de cuánto él... entonces ella ya no quiso escuchar nada más y le preguntó si él había pagado para que ella estuviera con él. Él dijo: sí, quizás; y como ella no sabía cómo seguir, le preguntó si él también había visto canoas dragón, y Albert dijo: ah sí, canoas dragón. Sí, él había visto también canoas dragón, pero no eran interesantes, y luego habló de las pistas de aterrizaje junto al agua, de lo cerca que las gigantes máquinas tomaban altura, y entonces por fin ella supo de qué ciudad hablaba.

 

Nunca habían hablado por teléfono, Albert no tenía teléfono y ella no preguntó el número de sus amigos, que vivían abajo/le alquilaban la primera planta. Una vez la mujer de la planta baja fue hasta la barandilla de la terraza. Dijo sin mirarla: él ya no vive ahí. Pero ya te habrás enterado. Entonces ella se había ido del exuberante jardín y había cerrado tras de sí la puerta de la cerca, le resultaba duro alejarse de la casa, no podía siquiera entenderlo.

Angelika Reitzer (Foto ORF/Johannes Puch)

 

Albert preparó unas rayas con la cocaína que había pagado ella, porque él no tenía dinero; le habría gustado ir con él al lago, al agua. Se quedaron en el bar, él dijo: ¡¿no es estupendo poder beber todo lo que uno quiere?! Ella bailó y pagó por ambos en la barra, tuvo que llevarlo a la casa (ése es mi actual refugio), se besaron un rato largo, no subieron juntos. En una época en que había varios proyectos simultáneos que supervisar, ella lo había visto en el boliche, donde de un lado a otro de la barra daban vueltas en círculo, como un trencito, vasos de tequila y vodka.

 

Ella tenía muchas ideas, y casi todas le gustaban a U. Él le había dado una grabadora de reportero y ella grababa. Era responsable de la comunicación y también, cuando era necesario, hacía presupuestos. Luego ella debió asesorar a los otros socios, lo que desembocó en que ella tenía que apostarse como una estudiante en un stand de informaciones. Cuando cerraba su puesto, en el local de al lado el Dj giraba los reguladores a más potencia; ella se quedaba, se enganchaba con la gente de alguno de los museos y con los artistas, iba con ellos y su grupo a otros lugares. Una vez terminaron en un bloque de viviendas en las afueras de la cuidad; entre pringosos paneles de madera, música western o country. Albert, claro, había ido con los técnicos, a ella no le importaba. U. la había confundido al decir: ya deberías estar a disposición todo el tiempo. Primero parecía que a él le era indiferente en qué momento ella trabajaba en los proyectos, todo se sucedía fluidamente, comían juntos, a él le gustaba pasear, ella iba con él, escuchaba sus monólogos y luego intentaba convertirlos en realidad. Él no contaba las horas de ella, pagaba el potencial y el éxito. Ella fue haciéndose cargo también de recados personales, y cuando la contadora le dijo: eres la asistente, no supo si era un elogio.

 

Se sentó junto a Albert en la barra. Fue con él a su casa y pudo verlo todo. El tipo era melancólico, le encantaba la música electrónica, que se instalaba en toda la habitación, eso era bonito, él quería hablar un poco con ella, pero no mucho, hizo té de menta/ya estaban fumados. Ahora iba a la casa de Albert en la ciudad, a veces dejaba un mensaje en la puerta o esperaba en los peldaños de piedra. Al fin y al cabo, él le diría si no quería verla más, de eso estaba convencida.

 

Después (nuevamente) trepó siguiendo a Albert hasta las luces, bien arriba. Ese verano hubo de todo: ópera, drama, música completamente increíble; la luz modificaba las melodías, ponía en exposición a los oradores, le mostraba los personajes que ella antes no había reconocido, en su existencia sin roces, también oscurecía algunas cosas. Le encantaba la atmósfera de las piezas teatrales, le agradaban los colegas de Albert, que a veces sólo la miraban sin comprender. Una vez uno habló de Albert a sus espaldas como de alguien que no viviría por mucho tiempo. Después él faltó y ella vio la representación sola, se sintió una traidora. Lo buscó la mitad de la noche. Luego lo ayudó a subir la escalera hasta el apartamento, querían dormir juntos, él se cayó del sofá, ahí, donde luego estuvo ella; todo estaba mojado. Necesitó un rato para entender. Más tarde todo se aclararía. Ella dependía de él, sí. Ella no podía sin él. Ella lo quería en cualquier estado. A veces ella se sentía tan desbordada en ese querer, que no sabía cómo seguir. Estas cosas las sentía siempre/por eso estaba convencida de lo auténtico de su sentimiento; los rayos de sol querían entrar en la habitación, a la mayoría la mantenían distantes las pesadas cortinas. Una capa de él lo cubría todo. El cuarto lo ocupaba su hermana, a quien ella imaginaba alta y delgada. Bondadosa y bella, como él; sí, él era así. Sólo que ella no sabía qué hacer con el dolor de Albert. En el piso había botellas, tiradas o aún de pie, del fregadero asomaba vajilla; no olía bien. Primero, aún medio dormida, intentó no moverse, no quería sentir la mojadura en el cuerpo, era demasiado tarde. No es nada, pensó, mientras abría y cerraba los pesados párpados. Se quedarían tirados allí hasta que él despertara y entonces podría mandarla fuera, entonces ella o él pondría el punto final, pero la idea no podía agradarle. Albert no le había contado por qué no iba más al trabajo, parecía ser definitivo para él. Ella le había dicho lo que sus colegas decían de él, que faltaba dinero; quiso consolarlo, él la había apartado. Como si ella le resultara una carga. Ella seguía viendo algo libre en él o en torno él. Era una persona libre.

 

Ella soportaba eso. Lo soportaba a él. Después que sus cuerpos se curvaban, él era el contorno que ella quería recorrer con sus miembros, estirarse al punto de que la claridad volviera. Quería, pero él no la ayudaba. El peso de la última y larga noche gravitaba sobre el dormido, ¿qué lo diferenciaba de alguien sin conciencia, que no podía acordarse de sus días pasados?, ¿cómo era que ella siempre veía alrededor de él ese espacio gris y estéril, como si ella hubiera traído la basura consigo?

 

Ella debía dejarlo dormir, debía darle la tranquilidad que él deseaba tener. Necesitaba tener. También ahora, en medio de sus desechos, ella era la carga. Ella debía estar en su propia casa, dejar correr agua por sus hombros, su vientre, piernas abajo, y aún estaba tibio; podría lavarse como todas las mañanas, ella olió el shampoo, se enjabonó, se envolvió con una toalla enorme y se acostó en la cama o salió a luz del día que, pese a todo, ahora comenzaría. Y además. A él no podía apartarlo frotándose o lavándose. Ella percibía algo, sentía el suelo, el líquido frío a su alrededor, su piel ajada. Tampoco cuando se fue a dormir, lo perdió de vista. Sus sueños pertenecían a Albert, su dormir le pertenecía a él, ella quería pasar sus noches con él, despertarse juntos como alguna vez lo hicieron, no yaciendo en el suelo, él no seguiría desmayado, recuperaría la conciencia, entonces también volvería la suya. Ella necesitaba tiempo, y perseverancia (de todo tenía mucho).

 Angelika Reitzer (Foto ORF/Johannes Puch)

 

Ahora ella no podía encender su teléfono móvil, fijarse si había llamado alguien. Ella hubiera debido preparar un material para el trabajo, hacía varios días que no iba a la oficina. Los avances no eran tan rápidos, sobre todo los componentes interactivos causaban problemas. Luego se retiraron algunos socios. Ella, en cualquier caso, había hecho todo y, por supuesto, más de lo que debía. Albert no tomaba en serio su compromiso, la llamaba reservista. (Todos somos material humano en un enorme ejército de reserva.) Cuando el negocio vaya bien, nos expandiremos al mundo. Ella se había entusiasmado con el proyecto y con U., el espontáneo y esmerado director de equipo, que una y otra vez insinuaba que ya encontraría un modo de darle realmente las gracias a ella. ¡Pero si ella ya había formado parte del proyecto! No podía entender qué era exactamente lo que había cambiado. Aún no. Ella había sido puntual en el encuentro con los inversores, pero al subir las escaleras hasta el segundo piso, supo que puntual era tarde. Entonces hombres de trajes negros estaban sentados en torno a la mesa de café en la sala de estar, en el apartamento de U.; una situación absurda, se sintió insegura, se acercó un sillón de oficina a la mesa baja. De golpe ella era la secretaria que debía servir el té y tomar notas. Se sintió paralizada, bajó la vista para mirarse, pero todo estaba okay, no tenía en ningún lado pasta dentífrica, no tenía caca de perro en el zapato, su pantalón no era tan nuevo ni su color negro tan brillante como los trajes de esos hombres, pero estaba limpio. Olvidó el té y cuando finalmente lo trajo, estaba intomable. Quiso hacer té nuevo, pero ahora ya nadie quería. Fue otra vez a la cocina y no quiso abandonarla más. Debía, tenía que salir de allí, pero el movimiento ahora era imposible; llorar no podía, tampoco iba gritar, sólo esperar. Con Albert todo era distinto.

 

Una vez él le había regalado un libro de su colección, uno viejo.

Al principio él había dicho: no soy bueno para ti, te darás cuenta.

Una vez habían pasado toda la noche en el pequeño balcón de él, ella había hablado de su ciudad ideal.

Por otra parte, no sabía qué quería de él, a veces pensaba si debía decirle la verdad sobre él y ella.

Qué aliviada estaba cuando él volvió a desaparecer.

Y cada vez ella estuvo segura de que era una despedida por error.

Con Albert había reído. Ella debía reírse de él, así había comenzado. Le salía bien.

Con Albert todo era distinto.

Él sólo necesitaba estar allí.

 

Ella estaba en la enorme sala de estar, subida a una bicicleta fija, movía los pedales y miraba una película. Se oyó el motor de un auto pesado en el pequeño estacionamiento delante de la casa/el gran portón eléctrico se cerró, se deslizaba entre el acceso y la llegada (así se separaban rigurosamente, con cada regreso, en cada partida, el interior y el exterior, pero se podría preguntar, ¿qué es mejor?, ¿permanecer o salir?). La puerta del auto se cerró, ahora se abriría de inmediato la puerta del edificio. La mujer de la bicicleta fija a veces se imaginaba cómo su propia sombra sacaba temprano por la mañana a la niña, después del café, del periódico, etc.; mientras ella hace con su bicicleta de carrera el largo camino hacia la tía feliz, percibe nítidamente el viento, es el viento en contra, afecta la piel, ella deja que la bicicleta ruede, el camino hacia la tía feliz es siempre ladera abajo. Se imagina que para sus sombra los días son iguales que para ella, pero que las sombras no saben nada de agotamiento; se imagina cómo ella está cerca y a la vez muy lejos, y cómo le cuenta a la tía feliz acerca de su último viaje; cómo recorre el país de norte a sur en ómnibus, se queda en los lugares que le gustan, cuenta acerca de retrasos de varias horas y de la cólera y el buen humor de las personas; que ella no tiene por qué preocuparse por si una comida es demasiado picante para la niña, si ya pasaron demasiado tiempo en el ómnibus atestado, en qué camas dormirán todos, o si es suficientemente limpio. Y cuando la tía feliz le pregunta por su acompañante, dice traviesa: los acompañantes van cambiando, hay suficientes. En la bicicleta fija ella habría fruncido el ceño ante semejante frase. Se escuchó suspirar, miró de inmediato por encima del hombro. Nadie la acechaba. Últimamente, la mujer de la bicicleta fija no podía dilucidad si su esposo (Gabriel) estaba con ella. Él se había vuelto aplicado, ambicioso. Cuando estaba, era un buen padre que no sólo les inventaba nombres exóticos a sus hijas; cuando estaba con ellas, su gravedad aumentaba. Gabriel encajaba bien al lado de su sombra.

 

La felicidad de él estaba asegurada mediante diversas coordenadas: a lo largo de una alegre niñez había vivido en pos de ese esperable futuro en que todo sería posible. Con sus padres y las hermanas él había habitado una caja de construcciones que había crecido junto con los niños. Con el correr de los años surgieron nuevos espacios, dentro, fuera y sobre la casa. Allí encontraron refugio amigos y repudiados, parientes vivieron con ellos. Se construyeron balcones y detrás del viejo jardín se instaló uno nuevo. En el sótano de la casa se encontraba la pequeña habitación y un espacio con una pared circular, un gran escritorio. Paredes revestidas de madera, armarios empotrados, una pantalla de proyección (todo proveniente de otra época, de otra familia). Además, los trasteros eran tan grandes como la pequeña habitación, sólo que sin ventanas, y los profundos estantes estaban repletos/cuando ella se mudó a la casa, le resultó incomprensible cómo alguien podía orientarse allí. A menudo había dicho: por favor, siempre cierra las puertas, el caos se desborda, se desparrama por todo el sótano. Hacía algún tiempo había penetrado agua de lluvia hasta la planta inferior, nadie se había dado cuenta, ella no quiso decir nada/podía utilizar todo/después de inventariar todos los recuerdos existentes y ahora: una vez que el daño del agua había sido reparado. (El piso de parqué hacía olas hasta debajo de los armarios empotrados, ahí dentro vivían desde la lluvia hormigas en grandes cantidades, paseaban de aquí para allá por toda la planta, conocían los trasteros, el baño y a la mujer del sótano, también a ella la conocían. A veces ella se despertaba por un cosquilleo en los brazos, en los hombros, en la mejilla. Ella se duchaba inmediatamente después de levantarse, pero las hormigas ya estaban ahí antes que ella. Las hacía arrastrar por el chorro delgado y tibio. Regresaban. Las arañas estaban ahí desde antes de la lluvia, las arañas estaban desde antes que los seres humanos, claro. Ahora además marchaban los solados. En tropa. Llenaban las grietas. Seguían sus caminos, había tantos lugares en los que el revoque estaba desconchado, y por ahí aparecían, la tierra de abajo debe estar llena de ellas, y alguna vez lo estarán también estos cuartos.

 

Siempre había esperado que alguien de los antiguos proyectos llamara otra vez, que alguien preguntara por ella, al fin y al cabo nunca se las habían arreglado sin ella. Había trabajado tanto y siempre había intentado compenetrarse de la materia ajena. Las pocas veces que en alguna reunión no supo de qué se hablaba se le habían quedado atragantadas, por supuesto. Pero ella no sólo había recuperado terreno. Ella era buena. Era flexible. Estaba a disposición. La única llamada de la oficina fue de una mujer que ella no conocía, y que le mandó por correo electrónico una lista con preguntas, muchas con plazos para una respuesta, todo muy poco inspirado. Como si no contaran con que ella volviera a trabajar para ellos. Ahora miraba el almanaque y se desorientó al notar que aún no había comprado uno nuevo; después otra vez: no importa; ella sólo podía oír el viento pero no sentirlo: eso daba que pensar. Saltó por encima del triángulo de luz que caía sobre el piso del corredor, para ir a buscar en la pequeña habitación la caja que ella había salvado del ataque de orden de Gabriel/¿qué quiere decir aquí salvar? Él quería, por motivos de espacio, deshacerse de una época buena, o al menos antigua. Gabriel quería cambiar/se, y también a los otros. Para eso él seguía formándose y formándose y ya eran visibles pequeños éxitos; trabajaba en equipo, decía: con gusto. A fuerza de trabajo ella había logrado ascender una, dos veces, quería imponerse, mostrar lo que ella podía hacer, no necesitar a los otros. El gran proyecto se independizaría y todos sacarían provecho de eso. Primero asistencia, luego dirección de proyecto y finalmente..., ni idea/nadie se interesaba por los títulos, alguna vez ella sería directora de un sector, le había contado a Gabriel/lo sabes: responsable de todos los museos. Cerró la puerta, el proyector rechinó.

 Angelika Reitzer (Foto ORF/Johannes Puch)

 

La luz cayó sobre la pantalla y la imagen se enfocó, en letras blancas sobre fondo gris leyó: BANGKOK. Inevitablemente pensó de inmediato en el Estudio 14 en esa calle lúgubre, debajo también decía BANGKOK y además: AMOR DE LEJANO ORIENTE. En una tipografía parecida, y tampoco ahí las letras podían mantenerse derechas (no era que debieran). En otra vida Albert había salido de viaje y estado junto a personas que luego podían expulsar lo sombrío de su mirada (por unos instantes). ¿Qué pasó? ¿Eran realmente tan malas las condiciones? Los otros trabajaban en una situación similar. La imagen se desflecaba o lo contrario: en flecos aislados, delgados, el negro penetraba por el borde de la imagen; arbustos alargados, hojas y techos desbordantes, crecidos, que le recordaban algo (sólo la luz debe haber sido distinta, claro). Vuelta en bote por los khlongs; una mujer estaba en el agua, se lavaba. Depósitos de agua en el techo, antenas; a lo largo del canal y sobre el agua proliferaba el verde, se podía pensar: jungla. El viaje transcurrió hasta allí en 18 imágenes por segundo. Figuras o figurantes. Mostrar y al mismo tiempo borrar los rostros de los compañeros de viaje/contraluz. Templos de la calma y templos de la aurora, y sus custodios de piedra, estatuas de Buda doradas y yacientes, y un templo de mármol. Todo estaba rodeado de andamios. Los techos, las estatuas, los altares. Pequeñas campanas y hojas se movían al viento. Espigas en los pináculos. Los plátanos estaban rodeados de andamios y los frutos que daban, también. Los turistas se movían naturalmente como turistas en la calle; se habían arremangado las camisas, algunos llevaban pantalones cortos, todos enormes anteojos de sol. Ella oyó el agua, el movimiento de los botes en los canales, ¿o era eso más bien sólo un recuerdo, como el viento que pasa sobre el agua? En el mercado, dos muchachitos cerraban un negocio que no era seguro para curiosos, seguro que no; y todos miraban en seguida para otro lado (dramática o decentemente). Partieron un enorme bloque de hielo, al lado flores de sauce. Hombres cruzaban lentamente la plaza: uno de piel oscura y pies desnudos, y con un pañuelo sobre la cabeza; otro, alto y flaco, también él de pies desnudos/eso era elegante o descuidado: éste le sonrió. Ella primero reconoció sus dientes grandes. La risa no la conocía.

 

Gabriel estaba en el corredor, prestaba atención a los ruidos (buscaba los ruidos que pudiera haber ahí: una voz de mujer que le habla de modo tranquilizador a un niño recién despierto o asustado/una voz en el teléfono, música o silencio). Sintió que hacía ruido, porque todo estaba en silencio; la puerta de la habitación de los niños entornada, la cocina a oscuras, oyó su propia respiración, que era pesada. Vio el auto en la entrada, ahora el portón eléctrico estaba encajado en su cerrojo. Estaba en casa. Miró hacia abajo por la escalera del sótano (quizás), colgó una chaqueta, agarró la llave, le gustaba caminar descalzo por su casa, aquí casi todo era cierto (a veces incluso se sentía nuevo; entonces toda la casa debía oler como el interior de un automóvil con el que se han hecho apenas pocos kilómetros, pero: un tufo ligero se desprendía de los viejos muebles, salía de las grietas, no importaba), ninguna luz se colaba hacia arriba, ningún ruido.

 Angelika Reitzer (Foto ORF/Johannes Puch)

 

Con su mujer y las niñas quería viajar por medio mundo, entretanto extraños vivirían en su casa y había planes para financiarlo. La mujer de la bicicleta fija podía imaginarse bien esa familia extraña: los niños rechazan el revuelto de verduras, gritan antes de dormirse, se pelean en el arenero o por los juguetes dispersos en todo el jardín. Dejan que la cocina se ensucie y olvidan cerrar la claraboya del comedor. Ella logró reír al pensar cómo dormirían sobre el colchón casi nuevo.

 

Apagó la luz (ahora por fin el jardín estaba a oscuras). Desconectó las lámparas de la gigantesca sala de estar y del vestíbulo. Ella controlaba la puerta de casa. Gabriel prestaba atención a la respiración de su hija; después la siguió al baño. Ni una palabra. Fluía agua. Toallas, ropa sobre las baldosas, movimientos similares, un contacto conocido, una franja de luz yacía sobre la alfombra, junto a la cama; su piel no temblaba, él se volvió una vez/otra vez, se acercaron, con ternura, cansancio. Como si susurrara: habla, di nostalgia de las cosas presentes. Eso era. Entre ellos todo existía, la sábana arrugada, el aire entre los edredones, el muslo de ella; ahora apenas piel o palmas de la mano. Empujarse, atraparse, ahora él y ella, detenme ahora/detente.

 

Vio en los peldaños a las mujeres que posaban: cómo el viento penetraba en la blusa de seda de una de ellas. Vio los rostros bellos, los peinados distinguidos de las muchachas, los aplanados sombreros de bambú. Entonces él reapareció, ¡era él! Albert estaba, descalzo como siempre, en una calle animada; tiendas y locales, puestos de comidas, agencias de viaje y centros de masajes. Estaba sentado bajo unas arcadas, sobre un muro, los pies se balanceaban. Su rostro no estaba pálido como en el último tiempo, el sol le hacía bien a su piel, distendía los rasgos alrededor de su boca, las arrugas eran mucho más profundas. Ella no lo advirtió, de pronto pudo imaginarse al lado de Albert, colgada de su brazo, una mujer baja, tierna. Era un movimiento o encuentro completamente natural que ella (de nuevo) había dejado pasar. Una vez ella lo había molestado tanto que él finalmente mencionó el nombre de la mujer. Ahora ella intentaba recordarlo y probaba: Nung y Gung y Nuh, pero no se acordaba, y así nombró a la mujer al lado de Albert, Malie, que significa Jazmín, y le pareció que encajaba con ella, seguro olía bien.

 

Él era tan elegante.

Ahora ya no podía verse a Malie. Quizás fuera culpa de ella que Albert ya no tuviera confianza en el futuro. Nada más.

Probablemente todo eso no tenía nada que ver con las condiciones inestables ni con su descenso o caída.

Él era otro.

Ya no jugaba ningún papel qué fue primero: los contratos deshonestos o la tendencia de Albert a peleas fatales.

Él señaló más allá del complejo, o una piscina.

Las bocinas de los tuktuks y las bocinas de los autos, el zumbido de los motores, voces de pájaros y hombres, los ruidos del calor, de la calle y de los edificios, todo lejos. Albert echó a reír.

Alrededor de ella proliferaba el verde, ella estaba ante la casa.

Quizás Albert era como ella.

Los trabajadores sobre los andamios lavaban los pinceles.


Traducido por Nicolás Gelormini
 

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