Ulf Erdmann Ziegler
Ulf Erdmann Ziegler nació en Neumünster en 1959 y en la actualidad vive en Fráncfort. Ziegler ha sido propuesto para el concurso por parte de Alain Claude Sulzer.
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Ulf Erdmann Ziegler
Pomona
La casa en Pomona 133 era muy querida entre los niños, probablemente, porque el cuarto de la televisión asomaba al jardín, o más probablemente, porque no había reglas para mirar televisión. Así sucedió que los niños se instalaron sobre la gruesa alfombra de lana blanca como una manada de focas sobre un témpano, para ver Plaza Sésamo y lo que transmitieran después, con lo que hubo pelea acerca de los canales. Así se disolvió el grupo, los victoriosos ante el televisor pero molestos, porque habían sido dejados solos, los otros en el jardín, admirando la garza real o enviando señales de humo desde la casa del árbol. Los Schuller querían demostrar que "los niños encuentra su propio camino en medio de la selva mediática. Quizás mejor que nosotros", según decía Petrus Schuller, algo que de ningún modo encontraba aceptación en los otros padres.
A Hannelore Schuller le parecía inofensivo que los niños miraran maratones de culebrones y luego imitaran en el jardín las mejores situaciones embarazosas. Los escrúpulos le vinieron cuando Marlen, antes de ingresar a la escuela, comenzó a interesarse por los westerns, fábulas complicadas en torno al derecho y a la ley, que terminaban a los tiros, de modo que, con la ventana abierta, Pomona 133 sonaba como Bonanza. Desde su atelier ella no podía seguir bien el asunto, pero ciertamente no era un buen signo que Marlen insistiera en eso, ella no miraba todo sino sólo el principio y el final, y luego se acostumbró a apagar el volumen.
En ocasiones Hannelore Schuller se preguntaba, enteramente para sí y más bien de modo retórico, cómo había llegado hasta allí. Eso lo podemos responder nosotros: con el Dauphine por el Rheinkniebrücke, desde el casco antiguo de Dusseldorf hacia Oberkassel, de algún modo perdida en el puerto, haciendo rumbo al centro de la ciudad de Neuss, con la catedral como punto de orientación, de nuevo hacia el sur y poco después la entrada a la plantación, ya ampliamente parcelada, en parte aún sin arar, en parte ya cultivada. Esa fue la primera vez. De regreso a Dusseldorf, tercer piso en Unterbilk, dos floraciones del manzano y no pensó más en aquel lugar, o si pensó, lo hizo con una vaga simpatía. Segunda excursión, Lore ya con esa silueta de pera en el sexto mes, en la siguiente semana firmado el contrato de alquiler para Pomona 105, ambos, Petrus Schuller, Hannelore Schuller, el 20 de agosto de 1963 -los colegas de la agencia hablaron muy mal: ¿Se mudan ustedes a un jardincito, o qué?, además del cambio del auto, el pálido Dauphine por el Alfa Romeo rojo, para que la gente en las otras rodajitas de las casas en hilera no pensara que ellos pertenecían al grupo. Algo que casi era cierto, pues en Pomona nadie más trabajaba "en publicidad", y a la vez casi un disparate, pues con niños cualquiera necesita pedir leche o manteca al vecino.
En la noche del 23 de noviembre, ya iniciadas las contracciones, a su alrededor el cuchicheo sobre la noticia fatal proveniente de Norteamérica, ella se había arrojado a una época de transición, despojada de la ligereza, de la burbuja protectora que antes la rodeaba. Petrus vociferaba sobre el arreglo de cuentas con el "presidente católico", que la sociedad puritana no había tolerado, como si se hubiese olvidado de que Lore se había convertido por él. Y en esos días algo de la protestante preocupación por el mundo había recaído en ella, en ella y en Johanna, el bebé de ojos negros, en igual medida.
Cuando lo había conocido, el tenía gomina en el pelo, un auténtico copete, hombre y muchacho a la vez. Con veinticuatro años y medio, Petrus era el más joven en Brad Kilip & Partners, empleado para supervisar la transposición de los diseños de las campañas a diferentes formatos ilustrados; en un año y medio se había convertido en mano derecha de Oberholtzer, el asistente de Kilip; conoció a Hannelore Fleck con su carpeta en la secretaría, la captó y media hora después la presentó ante Oberholtzer, "Ober, vea usted, ella es la Hannelore Fleck, se da bastante maña." Y la verdad es que se daba.
No era que ella, con veintidós años y medio, desertora de la Escuela de Diseño Industrial, hubiera buscado un esposo, pero la vida como señorita Fleck bajo el techo de una familia de empleados estatales en Kaiserwerth -nada de visitas después de las veinte horas-, por favor, no era lo que ella se había imaginado como estilo de vida renano. Al fin y al cabo Petrus tenía dos habitaciones en Unterbilk, un poco oscuras en la segunda planta, pero altas y con molduras de escayola, radiogramola), un refrigerador Bosch, un sofá estilo biedermeier -heredado-, y a fines de mayo del '58 llegó el momento, un par de vasos de cerveza típica de Dusseldorf en el casco antiguo, yendo y viniendo con el Dauphine por la orilla del Rin, miradas largas desde el asiento de conductor, y de regreso desde el del acompañante. La noche resultó inolvidable, porque el sofá biedermeier se desvencijó, mientras en la habitación contigua giraba un disco de 45 de Chuck Berry en la ranura vacía, cric-cric.
En las Pascuas después de Kennedy, ellos habían estado entre los manifestantes antibélicos, Lore, de vestido a rayas azul y blanco, como una filtro cerámico Melita invertido, Johanna, en un cochecito de preguerra con enormes ruedas de radios, Petrus de pantufla con suelas de cuero: nunca más (nunca más manifestaciones antibélicas o nunca más con suelas de cuero, esto aún debía resolverlo); primero "¡Nunca más guerra!" y "¡Armas atómicas, jamás!". Entonces resultó que de doscientos participantes siete parejas venían de Pomona, fácilmente reconocibles por los cochecitos y los autos deportivos. En Pomona no había abuelas que cuidaran a los nietos.
Al sur del emprendimiento urbanístico Pomona había quedado un resto de la plantación, una extensa pradera, una hondonada hacia la ruta, una ruta nacional al fin de cuentas, comunicada con el Südbrücke a Dusseldorf. Petrus pasaba por allí dos veces al día, a sesenta en cuarta, pero entonces él era el único. Ciertamente los terrenos en la hondonada eran los mejores, al margen de la urbanización y no eran caros, para nada en comparación con Dusseldorf; pero ¡qué ruido! De este modo, Petrus, marcha antibélica del '65 con Hush Puppies (suela de goma), se había sumado al pequeño grupo de pomonienses que debatían largamente, interrogaban al arquitecto de la urbanización, llamaban a las oficinas gubernamentales, para finalmente, el 1 de agosto de 1967, proponer a la ciudad Neuß, levantar un terraplén para volver a hacer posible, como alguna vez se había prometido, "un habitar tranquilo en el espacio verde". Intuyendo una debacle, la compañía urbanizadora había comenzado a hacer concesiones. Animados por la propia actividad, los Schuller adquirieron Pomona 133, uno de los terrenos más grandes, y pagaron, según expresó asombrado Oberholtzer, "con dinero de la caja chica". De hecho hasta entonces se había ahorrado bastante. Alcanzó incluso para conservar el Alfa Romeo y comprar además un flamante Volkswagen Variant familiar, aunque hacía ruido como dos autos juntos.
Hannelore Fleck tenía una cara iluminada y sensible, en la que se podía leer; reconocer tristeza cuando se hinchaban los ojos, alegría cuando se empequeñecían; murmullo cristalino azul grisáceo: entonces era difícil mirar para otro lado. Los rasgos de Petrus Schuller eran entonces crudos y severos, las cejas, oscuras, casi se tocaban en el medio, lo boca más plateada que roja, algo de un animal marino, que uno encuentra y abre; una expresión irónica que podía convertirse en una mueca hedonista. Ella tuvo la suficiente inteligencia para no hablar mal de Elvis, porque eso endurece el corazón del hombre y ablanda su bastón; ella apostaba más bien a lo contrario. Apenas había empezado, intuyó que no sería fácil. Él era elocuente en asuntos secundarios y callado en asuntos importantes. La ligereza de las primeras semanas, siempre al borde de lo grotesco a causa de la prevención, había sido la suya propia, un regalo para él, algo que venía de la familia de ella, un regalo que él tomó como si no lo fuera. Y sólo así surge una pareja, como ya sabemos. Ella pronto había aprendido los pasos que los más grandes descifraban como desenfreno de los instintos; al fin y al cabo no le entusiasmaba la polca. Petrus estaba encantado con los rostros que las danzas causaban en las muchachas, las bocas abiertas, los ojos cada vez más débiles, un "como si", que no tenía equivalente en la realidad, las católicas miedosas con su notorio "apaga la luz", acercarse sí, pero hacerlo como si fuera un encuentro: Hannelore, lo opuesto, el baile: excelente rutina; pero eléctrica su desnudez, sin límites para mostrar cuánto le gustaba. Y luego la sorpresa, cuando de pronto el baile de pareja pasó de moda y la música se volvió más negra, suelta, además de los metales: eso encajaba con ella, esa mezcla de flexión y boxeo ¿o cómo había que describirlo?, aún con cola de caballo y sin embargo, en otra época.
Johanna se había salido de su cochecito de preguerra, seria y resueltamente, una niña de una tranquilidad que daba miedo, una niña que Petrus llevaba sobre los hombros como un trofeo, una reproducción de su fisonomía latina. Marlen vino al mundo casi calva y se convirtió en una niña rubia, de modo que se podría haber dicho, se alcanzó el empate y basta. Para Lore ambas cosas eran novedosas, la píldora y el Papa. Quizás Pomona resultó decisivo, el ritmo del manzano, floración y fruto, la impresión de que los niños rodaba desde los jardines delanteros hasta la carretera, casi imposible abarcar todo con la mirada. En cualquier caso, Marlen no tenía un año cuando Lore volvió a quedar embarazada; Cristina fue lo que en el mundo del espectáculo se llama un bis, la canción familiar, reservada para ponerla a los pies del público en una variante tersamente pulida.
Johanna había aprendido a caminar temprano, para abarcar todo con la mirada. Para admiración de los pomonienses lloraba sus lágrimas en silencio. Cedía sin luchar la sillita de madera a Marlen, que por su parte hizo un griterío infernal, cuando fue destronada por Cristina, de modo que Petrus se vio obligado a traer de Dusseldorf una segunda silla; luego se sentaban frente a frente como la reina ante el espejo; Johanna apenas tenía tres y alimentaba a Cristina como una nodriza; a los cuatro leía fluidamente; y si en 1969, a los seis, se le hubiera encomendado la inspección de obras en Pomona 133, no habría sido infeliz, una guerrera de la familia, de la calle, y de la urbanización al mismo tiempo. A los dieciséis montaría un caballo y pondría en fuga ella sola a todo un pueblo enemigo, la pregunta era sólo a cuál.
Quizás era la orgullosa prehistoria del asentamiento romano -¡infructuosamente sitiado- lo que al concejo de la ciudad le hacía difícil reconocer que precisamente en los límites de Pomona se debiera levantar un muro contra los automóviles. Los pomonienses se ofrecieron a participar ellos mismo en las mediciones y en la construcción, e incluso quisieron hacerse cargo de los costos, algo que no gustó nada a las oficinas gubernamentales, ¿a dónde se llegaría si se encomendaba al pueblo llano la realización de las fortificaciones? En primer lugar, el concejo de la ciudad alguna vez llamada Novaesium y Nussia, luego Nuys y Neus, decidió revocar el nombre de Neuß y, para "procurar una grafía unificada", llamar a la ciudad "Neuss". Eso fue el 21 de noviembre de 1968, de modo que nunca podríamos afirmar que las grandes agitaciones de la época pasaron sin dejar efectos en la fortaleza en la orilla izquierda del Rin. Pero ¿Pomona formaba parte de la fortaleza Nuys? ¿No era más bien un infortunado apéndice de un futuro sistema de autopistas, de modo que sus rebeldes habitantes deberían haberse dirigido a la Oficina de Construcción Vial? ¿Y acaso el distrito urbano -estatuto al que se había ensoberbecido Neuss- no consistía mayormente de urbanizaciones que estaban cerradas por carreteras nacionales y autopistas, de modo que Neuss, si el caso Pomona hacía escuela, devendría una fusión de pequeñas fortalezas, murallas de arena, por así decirlo? Corría el año 1969 y, por más lástima que le causara a uno, momentáneamente no se podía hacer nada: dentro de poco hay elecciones.
Hay dos maneras de ver semejante situación. O se constata que no hay solución a la vista. O se llega a la conclusión de que el camino de retorno al no obrar está bloqueado y que los responsables dentro de poco estarán obligados a actuar contra su propia conciencia. Así pensó Petrus Schuller, algo típico de la gente de publicidad, que están en condiciones de interpretar el espacio abstracto que se abre entre atraso y progreso, y por tal razón, hacen que siga girando la rueda de la historia, enteramente para el propio beneficio. Se trajo de Dusseldorf un arquitecto que, de dos metros de largo, reclinó totalmente el asiento del acompañante del Alfa Romeo, de modo que Oberholtzer, quien había recomendado al arquitecto y por curiosidad era de la partida, durante el viaje por el Rin le habló a Petrus a través del espejo retrovisor, nada significativo, nada que Petrus fuera a recordad, sólo que alguien de la agencia se había mudado a Pomona; también el momento indicado, pues un manzanar en pleno verano es muchísimo más fácil de admirar que la vida en familia de a cinco en un barrio de casas adosadas.
-¡Habrase visto! -dijo Ober después de masajearse la rodilla bajo su pantalón planchado.
Dado que el terreno no tenía cerca, primero había que asegurarse dónde terminaba.
Como si sus intereses no hubieran sido tocados, el arquitecto dejo escuchar un
-Si hacen el terraplencito, están cagados.
Esto antes de que se sumara Lore.
A Pomona 133 se podía llegar por un camino propio a cuya mano izquierda había tres terrenos ligeramente en declive. El primero limitaba con la urbanización, el segundo con el espacio verdee, donde debía surgir el terraplén, y el tercero Petrus lo presentó como el suyo. Yacía en un rectángulo de en total seis terrenos, a los otros tres se llegaba por el acceso paralelo.
-Esto da tres límites por terreno, pero cinco montones de bosta, el de ustedes incluido- resumió el arquitecto. Petrus comprendió perfectamente.
-Delante de todo no queríamos, habría sido el más grande. La hondonada es muy pequeña. Éste es un cuadrado y le da a uno todas las libertades.
Arrancó hierba mala de entre un sillar que delimitaba la esquina sur oriental.
-Al terreno lo cerraría como una fortaleza -dijo Ober.
-Todo alrededor con atrio, pero no quedaría más lugar disponible -objetó el arquitecto-. ¿Cómo son las restricciones en cuanto a altura?
Petrus: Nueve y pico. Remate clásico, si queremos uno.
Arquitecto: Se podría prescindir.
Ober: No tiene por qué ser la Villa Savoyen.
Arquitecto: ¿Por qué no?
Del 105 al 133 eran sólo cuatro minutos de caminata, pero tenía algo de regreso al Paraíso. Primero el acceso a la serie de casa adosadas, cocina junto a cocina y baño junto a baño, luego la edificación del medio, casas de ladrillo de un gris rojizo en medio de jardines adormecidos, y luego, más allá de la calle sur -que como toda calle en Pomona también se llamaba Pomona, ¿a quién se le habrá ocurrido?- los restos de la plantación de manzanos, apenas perceptibles sin la floración y los frutos, como en el caso de Lore misma. Petrus no era de esos católicos cuya radios está sintonizada en Radio Roma, me traes al mundo doce niño aunque mueras al hacerlo, eso no, pero le había insistido a ella para que dejara la píldora. Sería tan bonito tener un niño, y además, cuando el período había terminado, hacía tres semanas, había cambiado de opinión y afirmado solemnemente que estaría igual de contento con una niña. Ella había regresado a la agencia en otoño del '67, después de Cristina, pantalones en lugar de faldas, los cabellos ni largos ni cortos, cuatro semanas de confusión a causa de la nueva técnica de aerosol, hasta que la sacó, la ilustraciones ahora debían brillar como los capots de los autos.
En el otro extremo de Pomona ella se encontró con la tríada. El arquitecto había evaluado que se podía dejar en su lugar el quince por ciento de los árboles. Claro, abrir jardines hacia el sur. En una pequeño block de notas con el logo de una fábrica de cerveza había dibujado una construcción de dos plantas con techo plano, que en parte estaba sobre pilares. Calurosa bienvenida para la señora Schuller, ésta sorprendida por la presencia de Ober. Se detuvieron casi en la mediatriz del límite sur del terreno y se refirieron a una casa imaginaria: fachada, orientación oeste, sección de servicios levantada sobre tacos de norte a sur en la misma dirección que el camino, acceso al patio o jardín por debajo de ella, la sección de vivienda como un herradura orientada hacia la tierra llana de este a oeste, en parte con un piso más, depende del número de hijos, y en cualquier caso arriba, por la claraboya, el atelier.
-¿Qué atelier? -pregunta Lore.
-El suyo, estimada señora -dice el arquitecto.
Ese mismo otoño ha sido explorado el suelo de cimentación, medido el terreno, los árboles han sido derribados y las raíces desenterradas, y antes de la helada están completos los cimientos y el sótano. Johanna con una enorme herida abierta el día de San Nicolás, causada por una caída aunque estaba prohibido jugar en el terreno construido.
-O justamente por eso -dice Pedro-. Quizás deberíamos haberles mostrado cómo va la cosa.
Su don de ver venir lo inevitable: en marzo la ciudad Neuss se acerca con tres excavadores y comienza a acumular, formando un terraplén en anillo, material de demolición que es descargado por camiones articulados. Así la ciudad y los Schuller construyen a la carrera, los Schuller terminan primeros, el 1 de noviembre de 1970 es la mudanza, en febrero siguiente continúan los trabajos de terraplén. El límite sur de Pomona parece un paisaje lunar. Los niños están a las ocho de la mañana junto a la ventana, cuando otra vez todo comienza. Lore sabe que ahora no puede permitirse perder los nervios. No ha aceptado la palabra atelier, lo llama cuarto de trabajo. Pero es grande, luminoso, limpio, con una mesa de dibujo Maribu bajo la claraboya.
-Es mi invento -bromeó Ober en la inauguración.
Pero tenía algo de cierto. Ober había inventado cómo se podía evitar el eterno retorno de una ilustradora casada en una firma que se expandía furiosamente.
-Siempre hay pedidos, no debes tener miedo -dijo Pedro.
Pero lo que ella teme bajo todo punto de vista es que Petrus traiga pedidos y lleve consigo proyectos... y ella sólo lo ve lo que ella misma planea. Por la olla de cobre cae una gota... una lágrima. Enfermedad profesional.
Pomona 133 pertenece a los niños. Lore se pregunta si es mejor ponerle un rumbo a la vida o dejarse llevar. Bosqueja en el pequeño block de notas el número de una revista, la falange de las chicas de la izquierda como signos de pregunta y las de la derecha como signos de admiración. Las niñas han aceptado a Fabian como un juguete, no pueden esperar para bañarlo, ponerle el pañal y acunarlo hasta que se duerma. Toda la chiquillería de la urbanización de casas adosadas es de la partida, todo el tiempo que puedan; por suerte tenían sus horarios. Johanna es siempre la cabecilla, sean quince o cuatro los niños. Marlen, por su parte, se pone a cubierto. Quizás lo de los westerns sea fingido. Lore se sienta en el abandonado cuarto de la televisión, mientras dan una de esas series, tonterías incomprensibles, en especial sin sonido. Ella no modifica nada. Marlen se asusta un poco cuando vuelve, se amilana delante de la madre como delante de un desconocido, o siente que la descubren pero lo disimula, boca abierta, baja la vista. Se repantiga sobre la alfombra de lana blanca. Escenas de reconciliación en la familia, actuadas con exageración. El rancho a la luz de la tarde. Y de pronto Marlen está sentada con las piernas contraídas y los brazos alrededor, la cabeza sobre las rodillas como una ánfora. Está completamente inmóvil. En la pantalla se muestran los créditos: título, actores, producción, la letra como pintada a mano, dentada, flameante, blanco sobre negro. Marlen tiene seis años y medio. En el momento en que aparece la presentadora, se deja caer, rueda sobre la espalda hacia el otro costado, mira a su madre a los ojos, y susurra dichosa:
-Siempre es igual. Exactamente igual.
Traducido por Nicolás Gelormini