Volker H. Altwasser
Nacido en 1969 en Greifswald; reside en Rostock. Diversos trabajos, entre otros técnico en electrónica, fogonero y marinero. Estudios universitarios de 1998 a 2001 en el Instituto de Literatura Alemana.
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Volker H. Altwasser
Los últimos pescadores
Traducido por Nicolás Gelormini
El Saudade llevaba seis horas navegando hacia el No Man Ariel frente a las costas de Somalia, para pescar atún. Concentrado, el tercer oficial examinó la carta náutica de esa enorme área que no pertenecía ni había pertenecido nunca a nadie. Sólo al atún, el pez que ahora se extinguía bajo las quillas. El joven oficial de marina se pasó ambas manos por el rostro, era de mañana y ya estaba exhausto. Aquí se cruzaban cientos de arrastreros españoles, portugueses y japoneses. Desde hacía décadas eran adversarios con los que no podían competir los pesqueros somalíes que habían terminado por convertirse en piratas. En esa marítima tierra de nadie la mafia italiana había echado a pique residuos tóxicos a mediados de los años ochenta, y el tercer oficial volvió a preguntarse, mientras observaba la pantalla del sonar, si todo aquello valía la pena. ¿Debía colgar los hábitos? Esa era una de las preguntas que lo ocupaban desde hacía tiempo. ¡Y ahora, encima, un nuevo peligro! Una semana atrás los piratas habían atacado por primera vez un arrastrero. A pesar de que tenía una tripulación de casi noventa hombres. El Verlaine había podido rechazar a los piratas, pero ¿el mero intento no mostraba que el fin estaba próximo? El hombre, aún joven, ambicioso, echó un vistazo al radar. Vio un punto verde que se lanzaba a toda velocidad hacia el Saudade. ¿Sería un barco pirata?
Ordenó “a toda máquina” y se dirigió hacia uno de los extremos del puente. Con los prismáticos examinó atentamente la embarcación, que resultó ser una vieja piragua, no un barco a motor. La única vela estaba tendida. Un muchacho y un viejo, ninguna otra tripulación. Ninguna lona bajo la cual pudieran esconderse hombres y armas.
El joven estaba en la proa y agitaba algo que parecía un trapo gris. Casi triangular. ¿Alguna clase de pescado? “Pero ¿cuál?”, se preguntó el oficial, y lo asaltó un buen presentimiento. Regresó a la cabina del puente, ordenó detener todas las máquinas y envió un mensaje a través de los altoparlantes: “¡Atención, marinero Robert Rösch diríjase al puente! ¡Atención, marinero Robert Rösch diríjase al puente!”
Robert Rösch estaba sentado, aún presa de la modorra, en el borde de la litera. Después de una maldición, lo primero que se le pasó por la cabeza fue que algo pasaba con Mathilde. Que había llegado el momento. Que la noticia que temía desde hacía años había llegado. Que su mujer… ¡pero no! Al contrario: Mathilde le había rogado que se quedara para siempre en tierra y él no había respondido de inmediato que no. Había reforzado los nuevos bríos de su esposa. Al menos por ahora.
Mantenía con vida a su esposa por medio de la esperanza. Este pensamiento lo tranquilizó mientras iba a toda prisa hasta donde estaba el oficial de guardia: “¡Al puente! ¡Marinero Robert Rösch!
El tercer oficial le señaló uno de los extremos del puente y le entregó los prismáticos.
–¿Usted qué opina?
–Lo que el muchacho tiene en las manos es una clase de pez murciélago. Puede ser simplemente un pez murciélago rojo o también un maldito pez sapo. También un pez murciélago de nariz corta.
El oficial asintió:
–¿Qué aconseja?
Robert le devolvió los prismáticos:
–Ir con cuidado y sondear. Quizás ése no sea el único trapo que tengan a bordo.
El oficial asintió y dijo:
–Opino lo mismo. Vaya al costado de babor. Enseguida bajaremos una lancha.
Robert descendió por las escaleras del puente y oyó cómo se ordenaba a través de los altoparlantes que la tripulación de la lancha se reuniera en la cubierta superior. Poco después se encontraba junto al administrador y dos hombres de la guardia de cubierta en la pequeña embarcación que fue bajada con una grúa. La nave golpeó fuerte contra la superficie del mar sereno, los ganchos fueron desprendidos, y se encendió el motor. Robert vio que el viejo arriaba las velas y se mantenía a la capa.
El especialista en peces murciélagos Robert Rösch creyó que en unos minutos vería un ejemplar rojo. Esa especie era conocida desde Ibaraki en Japón hasta Corea y la India. Alcanzaba un largo máximo de treinta centímetros, y si uno lo tocaba, la piel del abdomen y de la parte inferior de la cabeza se ponía rugosa. Había sido descubierto el 24 de abril de 1999, pero desde entonces se había propagado a una velocidad furiosa. Antes habitaba en lo más profundo de las profundidades marinas, pero ahora algo lo empujaba hacia aguas superficiales, recapituló Rösch. Su carne no era comestible y tampoco interesaba a los otros peces. Como el resto de las especies afines, el pez murciélago rojo se contaba entre los peces de mar más exóticos. Visto desde arriba, su cuerpo tenía un aspecto pronunciadamente aplanado y una forma triangular casi perfecta: como las pirámides de Egipto vistas desde el espacio.
Si era un pez sapo, el cuerpo sería más delgado y la piel más dura. El vientre sería más ancho y delante de los ojos tendría un apéndice. Este pez siempre permanecía en el fondo marino y apenas si se movía. Mecía su señuelo a la corriente y cuando un pez más pequeño pasaba nadando y era atraído por el cebo, el pez sapo no tenía más que abrir su boca, pues la corriente empujaba inevitablemente al frustrado cazador dentro de ella. El pez más pequeño era engullido y acto seguido el pez sapo cerraba lo boca, para esperar en letargo nuevo alimento.
Este cebo era la gran diferencia respecto al pez murciélago rojo, que a su vez se distinguía sólo apenas del pez murciélago de nariz corta, por cuya piel se pagaban en Francia sumas extraordinarias. Ambas especies tenían grandes aletas pectorales y numerosas espinas en el dorso. Las espinas contenían un veneno que para los humanos era diez veces más mortal que el de las serpientes. Todas las especies de pez murciélago vivían en zonas arenosas, muchas veces con el cuerpo enterrado hasta la mitad, de modo que de la arena sobresalían la piel del lomo y las espinas. La piel era el instrumento de caza de estos animales nocturnos, y esa misma piel era el motivo por el cual se cazaba el pez murciélago de nariz corta; Robert volvió a mirar por los prismáticos: el muchacho seguía sosteniendo en su mano el pescado. ¡Pero se había envuelto los dedos con un pañuelo! Robert lo consideró un buen signo.
Les hizo señas a los pescadores, que respondieron su saludo en silencio pero con solicitud. La lancha aminoró la marcha y por fin las dos embarcaciones quedaron abarloadas. Robert trepó a la piragua y primero le dio la mano al viejo, que la aceptó sorprendido y casi sin estrecharla. Después avanzó hasta el muchacho, que había puesto el pescado sobre la tablazón.
“Es demasiado grande”, pensó Robert, “pero ¿quién sabe?”.
Puso panza arriba el pescado, que se sacudía perezosamente, y frotó un poco la piel. Después volvió a girarlo y asintió. ¡No había dudas! ¡Efectivamente se trataba de un pez murciélago de nariz corta! ¡De casi treinta centímetros! La piel estaba en perfecto estado, pero lo más importante: ¡el animal aún estaba vivo!
No lo habían atrapado con una red de arrastre sino que lo habían llevado a la superficie mecánica y pacientemente con un señuelo de fondo, por eso se había acostumbrado al cambio de presión y no había hecho implosión. ¡Todavía estaban a tiempo! El especialista en peces murciélago Rösch le hizo un guiño al administrador. Para sus adentros calculó el valor de la piel en doscientos cuarenta mil dólares.
Robert Rösch se quedó sin respiración cuando el joven, después de retirar el trapo que lo cubría, le enseñó un cubo: otros siete ejemplares nadaban allí. A Rösch le bastó una mirada para estar seguro: aunque eran más pequeños, ¡en total tenían un valor aproximado de un millón de dólares!
Con la mayor displicencia posible, Rösch devolvió el pescado más grande al cubo, comprobó que se recuperaba rápidamente, y le indicó al administrador que comprara los ochos ejemplares.
El hombre de la India obedeció, y los dos ocupantes de la piragua se alegraron cuando advirtieron que podían comprenderse. La oferta fue de cien dólares. El viejo meneó la cabeza: ya conocía a esos pescadores de altura que venían de países lejanos.
De inmediato, el indio aumentó a doscientos dólares.
El anciano miró a su nieto, algo lo desconcertaba: ¿sería el precipitado aumento de la oferta? El viejo meditó unos instantes. ¿Qué podían tener de importante esos peces chatos? Su pueblo los despreciaba por las espinas venenosas. Volvió a menear la cabeza y se sorprendió al escuchar que el indio fijaba un precio de mil dólares. Al mismo tiempo, mediante señas se le dio a entender al viejo pescador que ésa era la última oferta.
El anciano inclinó la cabeza y extendió tres dedos. Pero en ese instante miró a su nieto y de pronto recordó el sueño que mucho tiempo atrás había tenido con el mar. Y ahora el mar estaba a punto de cumplir su sueño. ¡Lo haría rico para que pudiera enviar a su nieto a una escuela buena, de categoría! De inmediato indicó abrió la otra mano para indicar que el precio no era de tres mil dólares sino de ocho mil.
Con gesto desafiante, sostuvo los ocho dedos en alto y sólo sonrió cuando vio el rostro excitado de su joven pariente. No prestó atención al administrador indio que negaba con la cabeza; empecinado, miró para otro lado y esperó.
Los ocho dedos permanecían como estaban. El viejo pescador no quería que hubiera contacto visual, quería que le pagaran lo que había pedido. Tranquilo y orgulloso miraba al horizonte.
Finalmente, el administrador indio del Saudade se encogió de hombros y pagó en la temblorosa mano del joven los ocho mil dólares.
Satisfechos, los dos hombres se saludaron con una reverencia y se despidieron. Robert alcanzó a ver –ya estaba de nuevo en la lancha, entre las piernas el cubo con los valiosos peces murciélago– cómo el viejo le acariciaba el pelo al muchacho y lo besaba en la frente. Robert Rösch se volvió hacia delante e ignoró las preguntas que entre susurros hacían los tripulantes de la lancha.
Tampoco al administrador le reveló el valor que, según sus cálculos, alcanzaban los ocho peces. Únicamente dijo:
–¡Ustedes saben que no puedo adelantar nada! ¡Primero tengo que quitarles la piel! ¡Si algo llega a salir mal, después ustedes me hacen pedazos! ¡No, no, sólo hablaré con el capitán, y en persona!
Lanzó una última mirada a los peces y, como un mago, dejó caer el trapo sobre el cubo de plástico.
Desollar, el arte de desollar un pez murciélago de nariz corta: no llegaban a diez en todo el mundo los hombres que dominaban ese arte. Robert Rösch tenía todo preparado para la operación. Estaba en un compartimiento de la sala de procesamiento número 4, y mientras los otros marineros le quitaban al atún la cabeza, las espinas, las vísceras, y lo ponían a congelar, Robert fijó la vista en el mayor de los peces murciélago de nariz corta, que él ya había sacado del viejo cubo y puesto sobre la mesa. De vez en cuando el animal abría pesadamente los ojos, separaba los labios, pero estos eran sus únicos movimientos. Robert Rösch esperó. Lo importante era aguardar el momento preciso; no debía actuar precipitadamente, pero tampoco podía esperar demasiado. “Si hubiera la calma necesaria, podría entregarme al silencio”, pensó y se quitó el guante de la mano izquierda.
Los ojos del animal estaban cerrados, el especialista tocó los párpados suavemente con la yema de dos dedos y sintió su propio pulso.
Cuando Rösch aumentó la presión, los ojos se movieron bruscamente. Después vio cómo se enderezaban las espinas venenosas y el lomo se arqueaba un poco. Retiró los dedos con una sonrisa.
Algo lo distrajo, y esto no agradó al especialista en peces murciélago de nariz corta. Eran sus propios pensamientos los que lo desconcentraban. Era la pregunta de si ésos serían sus últimos peces murciélago, si él podría soportar por más tiempo vivir en esa isla de acero donde imperaba una virilidad en extinción.
Rösch observó el magnífico ejemplar que tenía delante, se concentró y esperó la última chispa de vida. Sólo en el último instante la piel angulosa y áspera no se tensaba, sólo en ese instante único no se erizaban las espinas. Sólo en el último estertor la piel podía separarse sin que perdiera la flexibilidad, y alcanzar así el elevado valor de mercado. Rösch debía quitarle la piel al animal casi muerto con mucha delicadeza, si quería conservar el extraordinario color de la cara interna. Éste era el gran secreto que no revelaba a nadie.
¿Se lo diría alguna vez a alguien? Quizás al pequeño Ismael. Pero ¿por cuánto tiempo más habría pescadores de altura? ¿Habría tiempo suficiente para Ismael?
Cuando las fuerzas del pez estuvieran por acabarse pero la muerte aún no se hubiera enlutado la piel, entonces habría llegado el último instante de vida.
Robert Rösch se había dado cuenta por casualidad hacía tres años. En cierta ocasión había practicado los cortes sobre los ojos un poco antes que de costumbre y así había alcanzado el objetivo óptimo. La piel no temblaba, los músculos del lomo no se rebelaban, el pescado ya no podía resistirse, tampoco a la muerte. Robert Rösch inclinó la cabeza hacia adelante. El pez murciélago de nariz corta debía permitir, como en trance de muerte, que desollaran su cuerpo agonizante.
Voluntariamente.
Ahora fue Robert Rösch quien cerró los ojos y acarició con los dedos desnudos la piel áspera, rodeó los cartílagos y las espinas, tocó los párpados bajo los cuales ya nada se movía. ¡Pero sí! ¡Un ojo volvió a moverse! ¡Qué fortaleza! Rösch sintió respeto por el animal. Nunca había visto una agonía tan larga. ¿Debía dejarlo en libertad? ¡Sus compañeros lo lincharían! Conocían el número de ejemplares y, en consecuencia, tenía que haber ocho pieles. Todos querían su parte de esa ganancia inesperada.
¡No había nada que hacer!
¡Qué suerte la de haber heredado las delgadas manos de su madre! Echó un vistazo a los otros hombres que debían trabajar a destajo con sus manos paternas anchas y rígidas, y trabajaban duro. Rösch miró a su alrededor, nadie lo estaba observando. Le hizo un guiño al pescado y tomó con la mano la lanceta que Mandoble había reafilado especialmente.
Rösch practicó dos cortes pequeños arriba de los ojos y sonriendo vio cómo el animal daba un único golpe con la cola. ¡Era el momento perfecto! ¡Sí! ¡Junto con la piel se llevaría el alma del pez!
Despacio rodeó los ojos con la punta del cuchillo. A continuación trazó un corte alrededor de la cabeza y dejó la herramienta.
Con ambos índices penetró entre piel y carne. Aflojó la piel, las espinas se alzaron rígidas. El veneno goteó de ellas. Con paciencia Rösch despegó la piel dando vueltas con los dedos al cuerpo del animal, y si al principio sólo habían entrado las puntas, pronto estuvieron dentro del pez los dedos cuan largos eran. Rösch siguió empujando, llegó hasta el nacimiento de la cola.
Sintió la contracción mecánica de la carne y vio que de la piel fluía veneno. Por fin había separado la piel del cuerpo. A modo de prueba, dio otra vuelta alrededor del cuerpo y no encontró resistencia.
El especialista Robert Rösch volvió a abrir los ojos y retiró los dedos.
Casi no había sangre en sus manos. Levantó el pescado por la cola, roció con un fino chorro de agua la mesa de trabajo y el cuerpo del animal, del que siguió cayendo veneno. Con movimientos cortos comenzó a hacer salir el cuerpo de la envoltura de la piel.
Poco después, sobre la mesa caía la cabeza con todo el resto del cuerpo. Rösch mantuvo la valiosa piel a la altura de su pecho y examinó su obra. No se veían marcas de corte o incisión. La piel estaba intacta y completamente limpia. La sostuvo un poco más alto, la dio vuelta como una media y se regocijó con el púrpura de la cara interna. “Más bello que cualquier manto papal”, pensó e inspiró el aroma a ámbar que enloquecía sus sentidos.
¡Qué regalo de la naturaleza! Oculto durante milenios y ahora hallado por casualidad. Rösch sintió un estremecimiento antes de colgar la piel de una pinza y lanzar tres breves silbidos que recorrieron la sala.
Por un instante todos los hombres se volvieron hacia él, dieron gritos de entusiasmo y golpearon alegres el borde metálico de la cinta transportadora de la que goteaba la sangre de atún. Los hombres se quitaron los guantes, enseñaron a Rösch el pulgar levantado y se pusieron de nuevo manos a la obra. Durante unos minutos siguieron sonriendo, al fin y al cabo ahora cada uno de ellos se había enriquecido en varias decenas de miles de dólares.
Rösch sacó del cubo el siguiente pez murciélago de nariz corta y lo puso delante de él sobre la superficie de trabajo. Arrojó contra el piso metálico el cadáver sin piel, que aún se agitaba y cuya boca intacta seguía jadeando.
A menudo había soñado con ese espectáculo repugnante. El pescado desollado pero aún vivo durante minutos, la boca abierta y los ojos sin párpados; ese espectáculo ya se le había aparecido en sueños al especialista en peces murciélago de nariz corta.
A veces hasta le había hablado.
Pero las frases no habían sido acusaciones, sino siempre consejos. Mientras observaba el segundo pez –más pequeño, y recién llegado a la madurez sexual, según comprobó con ojo experimentado– Rösch reflexionó y recordó que los consejos que le habían dado en sueños los animales desollados siempre habían sido buenos. Algunas veces los había seguido, cuando había podido traerlos de la región onírica. ¿Qué le aconsejarían esta vez esas almas? ¿Podrían ayudarlo en la decisión más difícil de toda su vida? Permanecer a bordo o trabajar en un criadero de peces. Robert Rösch sonrió, de pronto pudo imaginarse perfectamente qué le aconsejarían. Que se quedara en tierra, que se alistara en un criadero, que dejara en paz a las almas y los peces.
–¡Sí, claro! –dijo en voz baja–. ¡A ustedes les convendría!
A continuación devolvió el pescado al cubo; había sonado la señal del almuerzo. Cogió la primera piel y el cubo, y se los llevó al capitán, que de inmediato puso todo en el refrigerador y lo cerró con llave.
–¿Por qué se paga tanto en el sur de Francia por esos trapos? –preguntó el capitán del Saudade, sin esperanza de que le respondieran.
–Ni idea –dijo Robert–. Tampoco lo quiero saber. Quizás los vascos los usan para fabricar municiones o alguien de Montpellier los mezcla con su jarabe diabólico.
–¿Jarabe diabólico?
–Un escritor lo llamó “el tercer ojo del poeta”.
–Ah, te refieres al ajenjo –dijo el capitán. Y luego comentó que había oído que la púrpura se utilizaba para los cohetes espaciales.
Luego llevó al especialista hasta el mamparo de la cabina. ¡Conservaría a Rösch a bordo como fuera! Mientras estuviera en un arrastrero, Robert Rösch estaría con él. El capitán decidió ofrecerle un contrato a largo plazo. ¡Cómo no se le había ocurrido antes! A modo de saludo, palmeó amistosamente a Rösch en el hombro, y volvió a cerrar el mamparo para dirigirse al escritorio y redactar un contrato, mientras Robert se encaminaba hacia el comedor para buscar su almuerzo. Lo saludaron con una canción. Las casi setenta gargantas masculinas de la guardia de cubierta graznaron: “Otra ronda, ¿cuántas van?, otra piel, ¿cuántas más? ¡Jajajá, capitán, jajá, ajá, ajab!”
¿Y él se convertiría en criador de peces? ¿Después de la serenata que sus compañeros le habían cantado tres horas antes? Robert estaba nuevamente ante la brillante mesa metálica en la sala de procesamiento número 4 y observaba el último pez murciélago de nariz corta.
Las otras pieles colgaban sobre su cabeza, envueltas en los vapores helados de la sala.
Si bien aún tenía cinco meses para tomar su decisión –se habían hecho a la mar apenas unas horas atrás– Rösch creía que lo mejor para todos era decidirse cuanto antes.
Pero ¿podía hacerlo? ¿Cómo debía proceder? De sus tiempos de eterno estudiante de Ciencias Sociales sabía que convenía hacer un cuadro comparativo.
Aunque un cuadro podía ser de ayuda para resolver problemas, ¿no significaba enfrentar el mar con su esposa? ¿Su esposa con el mar?
Y precisamente eso era lo que él no quería hacer. No podía actuar de modo tan impiadoso y convertir sus emociones en pensamientos para, llegado el caso, borrarlos. ¡La misma trampa de siempre! Por reflexiones como aquellas nunca había terminado su tesis de doctorado.
Por supuesto, la razón le decía que permaneciera en tierra. Así por lo menos no corría el riesgo de enloquecer como Richard el Decrépito, o de volverse un exaltado como el Tenor. Así no se vería forzado a participar de los últimas expediciones del Saudade ni a procesar las capturas finales. Ya estaría licenciado y miraría desde afuera el final de la pesca de altura. En cualquier caso, pronto se habrían acabado en todos los océanos las reservas de peces, y él sería un criador mientras los otros pescadores se convertirían en desempleados. Así tendría a Mathilde de su lado, día tras día, hora tras hora. En largas veladas ante el hogar por fin podrían sacudirse de una vez por todas la basura de sus días de infancia y juventud, y barrerla fuera de la casa. ¡Hasta el acantilado! Y el resto lo haría el viento del Báltico, que era de fiar, Robert podía quedarse tranquilo. En tres años cumpliría cuarenta, ¿pero era deseable una vida así? ¿Para un hombre de verdad? ¿Para un tipo de vieja cepa? ¿O esa vida sería una existencia de amputado? ¿La de un marinero al que le han quitado del cuerpo con vida el alma, esa costra salina gruesa, confiable, a través de la cual no penetraba ninguna psicología casera?
Robert Rösch palpó el último pez murciélago: los ojos aún se movían agitadamente.
“El mar es el alma”, pensó el marinero. “Y el alma es el mar.”
Por supuesto, los sentimientos le decían que permaneciera en el Saudade. Obviamente el motivo principal era no tener que embarcarse en la llamada acuacultura. Los hombres del Saudade sabían cuánto valía él. ¡Era sí que era la obra de toda una vida! Aquí podía vivir plenamente sus sueños de juventud. No necesitaba simular, podía ser sincero. Sí, ¡maldita sea!, se daba el lujo de tener dos hogares, uno de los cuales estaba en constante movimiento. Robert se veía rodeado de compañeros que lo respetaban. Era un honor, un gran honor. Aquí no necesitaba ser un adulto. Tenía la libertad de ser un maldito joven entre jóvenes, un pirata entre piratas, un Peter Pan invencible, siempre y cuando permaneciera a bordo del arrastrero. No debía ser independiente, tampoco asumir responsabilidades sobre otros. Su única tarea era desollar y procesar. Maldición, a pesar del trabajo duro era una vida agradable. Hasta entonces había estado libre de la presión de elegir, pero ahora estaba contra la pared. Había llevado a bordo un maldito problema doméstico, aunque en el Saudade todos se advertían entre sí: Deja tu mierda en casa, no la subas por la escalerilla porque nos hundimos todos.
Esa era la regla que había quebrado. ¡Sí que se había conseguido una esposa astuta! Poco antes de su partida le había contado de esos criaderos, había sido muy hábil, él no había podido decir que no.
¿Y ahora?
Pues bien, los lamentos no ayudaban. La situación era como era. El marinero Robert Rösch intentó mantener a distancia las cosas del corazón, pues si algo no quería del estúpido cuadro era tener que marcar el amor por Mathilde y el amor al mar con un signo positivo o negativo.
Pues esto era poco más o menos lo único que sabía de la clase de física: que dos signos positivos daban una gran pérdida. Nunca había entendido por qué.
“¡Maldición!”, dijo Robert a su última víctima del momento.
“¡Qué tiempos aquellos sobre los que cuenta Richard el Decrépito! El matrimonio de telegrafistas que trabajan juntos a bordo del Mundo Joven. ¡Esa era la solución! La época de la RDA, cuando las mujeres trabajaban en las cintas transportadoras y los hombres en la cubierta. Nunca habían tenido que tomar grandes decisiones. Directamente se habían embarcado de a dos. ¡Sigues lamentándote, debilucho! ¡Blandengue! ¡Mequetrefe! ¡Pelele! ¡Monigote!
Robert Rösch tuvo miedo de plantearse estas cuestiones día tras días durante los cinco meses y aun así no poder decidirse. ¡Si hubiera una tercera opción!
Robert Rösch volvió a quitarse el guante, probó y consideró que había llegado el momento de desollar. Pero cuando practicó los cortes, se quedó perplejo. El pez murciélago no se movía. ¡Ya estaba muerto! Las espinas no se erizaron. Robert Rösch concluyó su trabajo, pero el resultado no lo sorprendió: la cara interna de la piel estaba negra como el alquitrán.
Acababa de tirar a la basura algunos cientos de miles de dólares. Un premio que sus compañeros creían asegurado.
¡Y todo debido a problemas privados!
Poco faltó para que Robert Rösch golpeara su mano desnuda contra las espinas. Se quedó con la vista fija en el metal espejado de la mesa de trabajo.
¿Era una señal?
¿Ahora buscaba señales? ¿Debía ir al oratorio? A esa hora el altar de tres cuerpos estaría vacío. En uno colgaba la cruz, en otro estaba la estrella y en el tercero la media luna. Mandoble lo había montado sobre una base con ruedas, para que los musulmanes pudieran rezar en dirección a la Meca sin importar hacia dónde navegara. Robert estaba indeciso, pero luego pensó: “No, debo decidir por mí mismo. Esta decisión la tengo que tomar yo”.
Robert Rösch se quitó el otro guante, arrojó al piso el cuerpo y la piel, que no tenía valor alguno. Salió de la sala sin decir nada. Vagó como un fantasma por el barco y no oyó el llamado que salía de los numerosos altoparlantes.
En cada rincón del arrastrero resonaba la frase “Marinero Rösch, repórtese”, y los ciento setenta y seis tripulantes comprendieron el significado: ¡Rösch, ese fracasado, se había largado! ¡Adiós a los dólares!
Pero entonces el joven tercer oficial que transmitía la orden se interrumpió en mitad de la frase, y en todo el barco los hombres fruncieron el ceño. Sin embargo, no se preocuparon y siguieron trabajando mientras Rösch subía por la compuerta exterior para salir a la cubierta superior.
El pirata bajito apareció de modo tan repentino que Robert soltó una risa de sorpresa, cuando un puntapié en el vientre lo dejó sin respiración.