Thomas Ballhausen
Nacido en 1975 en Viena; reside en la misma ciudad. Es escritor y humanista. Cursa la carrera de Literatura comparada y Filología alemana en la Universidad de Viena, docente en dicha institución, colaborador científico en el Archivo Filmográfico de Austria.
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Thomas Ballhausen
Cave canem
Traducido por Nicolás Gelormini
Algunos días hasta en mí mismo no queda nada por descifrar. Me digo esta frase una y otra vez mientras estoy en una de las plataformas de la atalaya y observo el mar de casas que se extiende debajo de mí. Algunos días. La actividad que se desarrolla allí abajo ocupa una línea de varios kilómetros a ambos lados del alto edificio, a lo largo de la cual hay otras torres a intervalos regulares, restos de una muralla monumental. Las ciudades que prosperaron pegadas a sus cimientos terminaron fundiéndose con el correr de los siglos en una única metrópolis, la más apartada ciudad fronteriza de un reino que padece su propia edad y gime como una anciana enferma. Hasta en mí mismo no queda. Es un día de invierno frío y despejado. Se puede ver hasta la antigua frontera, fácilmente distinguible por el curso de un río, y hasta los puestos de vigilancia del ejército, abandonados, no tan nítidos. De los dudosos refugios para las tropas que durante la última guerra civil del país vecino debían garantizar la seguridad en ese lugar, quedaron sólo ruinas de cemento a las que, por los motivos más diversos, nadie se quiere aproximar. Sólo han quedado la herrumbre que el último conflicto, igual que los anteriores, dejó tras de sí, y un sinnúmero de historias del destino y sus crueles giros. Las torres que no pudieron demolerse recuerdan como vigías mudos la catástrofe, superada o acaso ignorada, que se produjo tan cerca. Sus sombras parecen brindar una especie de consuelo modesto e invitar al silencio. Nadie, que yo sepa, se ha pronunciado alguna vez en su contra. Representaban la unidad de los antiguos, quienes después de ejecutar de esos proyectos pensaron que nada les estaba vedado, como si hablaran –algo que ellos no hicieron y tampoco hacemos nosotros– una lengua única, incomparable y por eso perfecta, una lengua que nunca podría caer en el olvido. Nadie, que yo sepa, se preguntó por el destino de ese sueño. Nada por descifrar. Lo que investigué fueron los fragmentos ignorados, los encadenamientos, seguí el rastro de mi recuerdo, de lo bien que me había sentido visitando esta o aquella torre, los modos en que, ya de niño, imaginaba importantes restos antiguos adheridos como la suciedad en las grietas entre los imponentes bloques de piedra. Un intento desesperado siguió a otro, pero el texto deseado, que debía impactar como un proyectil y traer una incisiva lluvia de claridad, no quería salir. Incapaz de hacer concesiones y atrapado en mi saber previo, garabateé penosamente un primer manuscrito sobre las torres y la seductora tierra lejana que aún hoy se puede ver con claridad y que nunca he recorrido debido a una mezcla de miedo y falta de voluntad. Con la sensación de haber dormido largo tiempo, y la certeza de cosechar para mis tesis burla, escarnio y acaso también odio, llevé la gruesa pila de papel al correo, hice la maleta y, siguiendo la costumbre de los últimos años, continué mi camino hasta la torre siguiente.
Debido a su antigüedad y a la falta de reparaciones –no pueden llevarse a cabo por la inexistencia de planos y lo incomprensible de las construcciones– las torres han entrado en un proceso de desaparición, de ruina insidiosa. Los dioses, aún firmes en la creencia popular, las han abandonado; sencillamente escogieron otro hogar, pero sus sombras se quedaron. Tampoco hay –la queja se oye a menudo– poderosos con los que casarse, guerras que emprender; a costa nuestra se continúa una historia a crédito, sólo para tener titulares. Sigue siendo un mundo que ha olvidado enterrar sus mitos y sus amores: se pudren a la vista de todos. La mirada está dirigida hacia uno mismo. Nadie tiene idea de quién vive tres puertas más adelante. No puedo exceptuarme, sin embargo considero casi un consuelo el haber llegado aquí, en medio de esta locura y estas cosas casi indescriptibles, a más de una idea clara. Las limitadas dimensiones de la tradición se reflejan en un mundo contra el que me topo una y otra vez. Cuando se cierne la noche y la atractiva tierra lejana vuelve a ser algo borroso, retorna la sensación de que nos hallamos en un intolerable estadio transicional. Todo, o quizás únicamente yo, está tenso y a un paso de desgarrarse. En este presente oscuro que parece orientarse únicamente al dominio de las cosas, y que apenas si logro interpretar, ¿me muevo entre vivos o muertos? Paulatinamente se van encendiendo las luces de la ciudad. Un primer cohete, anuncio del cambio de año, se eleva, explota y libera una breve nube de chispas verde brillante. Por un momento, señal equivalente, el firmamento tiene una iluminación adicional. A decir verdad no tengo ganas de festejar, pero seguramente ya me espera delante de mi casa mi amigo Publius, para llevarme a alguna de las numerosas fiestas de esta noche. Publius, al que le gusta presentarse como mi yo mayor, está esperando junto a la entrada cuando doblo por la calle de mi casa. Ya está disfrazado –su cuerpo viejo, enjuto, se esconde de modo poco convincente bajo un uniforme de general que cuelga holgado de sus hombros– y apenas me ve, me enseña sin saludar una máscara negra que ha de cubrir la parte superior de mi rostro por el resto de la noche. Conoce mi aversión a ese imperativo de disfrazarse, pero en lugar de desistir, emprende un asalto tras otro para convertirme en seguidor de la alegría del disfraz. Su abrazo es afectuoso y firme, lo invito a entrar. Publius: un nombre desacostumbrado para una vida igualmente poco convencional, una vida que este escritor, al principio ignorado y ahora rehabilitado, que no duda en llamarse a sí mismo “santo impuro”, lleva sin descorazonarse. Él conserva los acontecimientos olvidándolos, ésa es su fortaleza. Por eso no hay un rumor que no haya sido difundido sobre él, ni uno que se aproxime a su realidad. Sin su estímulo hace tiempo que habría abandonado mis investigaciones, hubiera huido aceptando una cátedra en la capital, o algo peor. Sin él –soy consciente de esto cada vez que lo veo– me habría perdido, estaría desaparecido, anulado, como un personaje secundario de una trama principal oculta que sólo se hace manifiesta cuando ya ha pasado todo. Desde el recibidor un grito impaciente me recuerda que tenemos prisa, y yo sigo sin decidirme delante de mi ropero enorme que ofrece poca variación. Gris y negro: son los colores de este siglo y con toda probabilidad también del próximo. Para mostrar siquiera un mínimo de disposición, me pongo rápidamente un sobretodo con cuello de piel, demasiado grande, que heredé de mi abuelo y nunca tiré. El espejo de la pared junto al ropero me muestra una figura delgada, pequeña, a punto de desaparecer, vestida con una prenda ya hace tiempo pasada de moda, y por eso casi actual. Publius, que hoy luce más fatigado y consumido que de costumbre, me hace un guiño desde el pasillo. Sí, está bien eso. Algunos días.
Mi editor, junto con Publius uno de los últimos representantes de una época maldita, se ha disfrazado aceptablemente de sátiro. Está en la barra y se balancea cuidadosamente al ritmo de la música. Su cabello ralo está minuciosamente peinado hacia atrás, seguramente para cubrir las zonas despejadas. Sonríe cuando me ve, y bebe a mi salud. En su mirada reconozco que sabe que he terminado el libro prometido tiempo atrás, que quizás ya recibió el paquete; en sus ojos hay alivio y tristeza. Aprieto su mano pero él, en vez de responder el saludo, a pesar de la música y la numerosa concurrencia comienza de nuevo con el discurso que ya ha pronunciado en incontables ocasiones: que en última instancia las historias ocuparán el lugar del viejo orden y esto traerá alivio y un caos vital. Qué velocidad, qué bríos nos aguardan. Ya he oído esas palabras muchas veces, dirigidas directamente a mí, a un público o a una muchacha que él intenta impresionar. No tengo nada que reprocharle, pero no quiero oír más esa mentira ensayada, por eso estrecho su diestra con cortesía y lo dejo en manos de su bebida. La mezcla de música y multitud produce una especie de confusión, de desorientación. Todos están tan concentrados en sí mismos que los puedo observar sin reparos, me puedo imaginar cómo los distritos que he recorrido se desmoronan para formar un inframundo moderno, un infierno más allá de nuestra imaginación. En el otro extremo de la pista de baile puedo ver a Publius, que conversa con visitantes del país fronterizo; hasta con sus bien elegidos disfraces es posible, eso dicen, reconocerlos con facilidad. Me hace señas para que me acerque. Sosteniendo en alto mi vaso de vino, me abro paso entre la gente que baila. Me presenta a otros tres escritores, disfrazados de caballeros andantes, que conoció en el exilio. Después a una muchacha, que está caracterizada como una adivina ciega y que vino a la fiesta con los otros. Publius hace chistes sobre nuestros nombres y sus significados literarios; en especial mi nombre, que él considera más divertido y raro que el suyo, lo incita a un torrente de feroces juegos de palabras. Como si no hubiera oído nada de esto, la muchacha me pregunta mi nombre y sonríe cuando se lo digo. Su acento y sus cabellos negros resplandecientes la señalan como extranjera, sus movimientos son seguros y veloces. Todo el rato me pregunto, y no solamente por sus lentes oscuros, si realmente está disfrazada. Hasta en mí mismo no queda. Publius y uno de los autores se alejan dando tumbos, los otros están enfrascados en una conversación. Aquí hay casi demasiado ruido para un silencio embarazoso, pero digo bien, casi demasiado.
Se desocupa una mesita cerca de nosotros y nos sentamos. Ella se queda mirándome sin decir nada. Luego me pregunta mi opinión sobre el futuro. Por un momento estoy tentado de darle una respuesta seria, de decir algo sobre la imposibilidad de los pronósticos exactos, y sobre mi sensación de que estamos a punto de ser devorados. En lugar de esto, pruebo con un chiste y afirmo que ella está sobrevaluada como adivina. Sonríe con dulzura e indulgencia, como frente a un niño que se obstina en adoptar el papel de adulto, para rechazar un saber inexorable. Con un movimiento fluido saca del bolsillo de su abrigo un mazo de naipes, comienza a barajar y, mientras los cartones viejos, gastados, se mueven entre sus manos, me explica el sentido del juego. El tarot, así empieza a decir, es una modalidad del disfraz, del juego, de la vida. Las cartas se rozan y al hacerlo suenan como trozos de madera. Hay numerosas teorías, ninguna probada, así continúa, pero a todas es común el estímulo de creer en las historias el tiempo necesario para que al final quede algo como una verdad. Pone sobre la mesa tres cartas boca abajo, a su lado el mazo, y toma mi mano derecha. Lo hace con firmeza, pero no deja de ser algo agradable. Lo importante no son las cartas aisladas, sino las combinaciones siempre nuevas, las diferentes constelaciones que se van dando. En medio del alegre bullicio hay aquí un espacio de concentración, como si el ruido de la fiesta huyera de nuestra mesa. Ella da vuelta la primera carta, y sin dirigir la vista hacia el naipe me pregunta qué veo. Es la carta dieciséis, la torre, respondo. Veo un edificio alto, oscuro, llamas, relámpagos, libros. Ella inclina la cabeza, Sí, vuelve a asentir, es el pasado, pero te aguardan drásticas transformaciones. Algo se desmorona, vienen tiempos tormentosos. Da vuelta la segunda carta y me pregunta de nuevo por la imagen. Carta nueve, el eremita, respondo conforme a la verdad. En la carta puede verse un hombre con sombrero, una mano negra y otra blanca, en el fondo hay un árbol. Ella vuelve a asentir, sonríe un instante, es evidente que se complace en representar el papel de su disfraz. Es el presente, la descripción de una búsqueda, pero también significa distancia y soledad. Posa durante unos segundos la palma de su mano sobre la carta. También un tiempo de madurez. Se interrumpe, retira la mano. Ahora la tercera carta, la mirada al futuro. Da vuelta la carta, son los amantes, una pareja sumergida en un rojo de fuego, cuerpos distinguibles, cabezas fundidas. Vacilo. Obedeciendo un impulso repentino, no quiero mencionarle la carta. ¿Y bien?, pregunta mostrando algo de impaciencia. Intento recordar otro arcano de ese juego que me era tan familiar de niño, y espontáneamente me sale estrella. Ella frunce el ceño pero no mira las cartas. Por un momento se queda completamente inmóvil, luego emprende la descripción de la carta. Número diecisiete, la estrella. Un torso de mujer, cántaros de agua, la calma después de la tormenta. Vuelve a poner –un gesto completamente ritual– la mano sobre la carta. La estrella representa claridad, la franqueza de los sentimientos, a no ser que, y aquí hace una pausa teatral, esté cabeza abajo, entonces su significado se invierte. Vuelve a inclinar la cabeza, recoge las cartas y mete el mazo completo en el bolsillo. ¿Eso es todo?, pregunta. Bajo la luz artificial arroja una sombra llena de misterios. Algunos días hasta en mí mismo no queda nada por descifrar, respondo automáticamente. Por lo que puedo decir, ella no parece quedar impresionada por mi respuesta, bien preparada y que, apenas pronunciada, se me antoja más descortés e inapropiada de lo que en realidad es.
A medida que avanza la noche el lugar se llena, bailo un poco; el vino surte efecto y ablanda mi forzada expresión de indiferencia, cuando de pronto uno de los presentes, que está del otro lado del salón, saca un arma y dispara varias veces al aire. A más tardar ahora es el momento de irse. Sin prestar atención a los acontecimientos que nos rodean, salimos a los empujones, y ella me toma como instintivamente la mano y sigue aferrada a mí cuando nos apretujamos dentro de un taxi con, entre otros, un Publius espectralmente pálido y dos de los autores. Partimos, al conductor no le importa que el coche esté repleto. Hay mucho ruido, todos están excitados y un poco borrachos, y sólo cuando nos alejamos de la disco y hay más tranquilidad, cada uno, en la medida en que el espacio lo permite, se acomoda en el asiento. La muchacha le dice al taxista una dirección en un distrito de los suburbios, el recorrido nos lleva a un barrio que alguna vez fue elegante, pero que ahora está venido a menos.
El coche se detiene, no puedo decir exactamente dónde, y salimos tambaleándonos en la noche. Estamos frente a una quinta abandonada que, así comprobamos luego, todavía está parcialmente amoblada: el resultado es como si hubieran elegido al azar los muebles que se llevaron y hubieran dejado el resto. Velas distribuidas en las habitaciones iluminan la escena, aquí hay mucha más gente, aquí tiene lugar otro festejo, más desenfrenado. Me encuentro con otras pocas personas en un salón pequeño, hay sofás confortables todo alrededor, flanqueados por bibliotecas que llegan hasta el alto cielo raso. Ella camina adelante, a pesar de la luz mortecina tiene puestos los lentes. Se mueve por el lugar con la seguridad que parece serle característica y que aún me confunde. Saca de su bolso una caja y extrae de ella lo que creo es un pedazo de una hoja de libro. Luego entrega a alguien la caja y comienza a recitar un poema: ¿Recuerdas lo huérfanas que estaban las estaciones? Viajamos por ciudades que giraban el día entero. Un murmullo de otras voces se suma al recitado, como si se tratara de un ritual, de una acción habitual y necesaria para lo siguiente: y por la noche vomitaban el sol de los días, oh marineros, o mujeres desconsoladas, y vosotros, compañeros míos, un mito se repite para preservarlo del agotamiento, ¿recordáis? Ella arma un porro y me hace señas para que la siga a otro cuarto. Nos sentamos en un sofá, aún puedo oler su perfume, una mezcla de madera y miel. Me pasa el porro encendido, el humo llega a mis pulmones. No estoy acostumbrado y un par de pitadas bastan para marearme un poco, aunque no es desagradable. Sentados uno al lado del otro, intentamos seguir nuestra conversación. No hay necesidad de mentir, hablamos con franqueza y sin segundas intenciones. Ella me cuenta de su pueblo natal, de la pequeña ciudad fronteriza donde vive ahora, lejos de su familia, porque quería irse a algún lado donde no la acosaran. Salta de tema en tema, habla de un dios en el que ella puede creer porque sabe bailar, habla de especias y de la manera de vestirse a la perfección. Yo hablo de la historia sangrienta a la que estoy pegado, porque es la única que me resulta familiar, hablo de la justificada excitación de mis sentidos, como si hubiera en mí un saber latente acerca de lo desconocido. Hablamos de la vida, de cómo es y de cómo nos gustaría que fuera, de los valores y del peso de lo sufrido, de la culpa de los antiguos y la responsabilidad de los que vinieron después. Todo resulta fácil, incluso cuando llegamos a un punto en que parece no poder decirse nada más. Me toma de la mano, la dejo hacer, una escena que se me antoja leída, como si yo cubriera el presente con mis recuerdos en lugar de vivirlo efectivamente.
Seguir especulando o desvestirse, nos decidimos por esto último. Nuestras bocas y manos se adelantan a los pensamientos. Con fuerza sorprendente me atrae hacia ella y como si nunca hubiera sido de otro modo o más fácil que ahora, respondo a sus caricias con una confianza extática. Ella se pone de pie, tira de mí. Ven, no dice más que eso y tampoco lo necesita. Dando tumbos vamos a la habitación contigua; en mi inseguridad y timidez cuento mis pasos. El cuarto está lleno de bolsas de dormir, dispersas en el suelo y sobre una cama. Me quito el abrigo, ella me arranca la máscara, la camisa, yo casi desgarro la manga derecha de su blusa, no estamos simplemente hambrientos, estamos ávidos. Cualquier vacilación, cualquier prudencia inculcada queda superada, caemos sobre la cama riendo y con una vitalidad para mí inusual. Su cuerpo es moreno, más suave de lo que yo hubiera esperado; a la débil luz de la habitación vecina, debo verme como un pálido salmón arrojado a la orilla. Me tapa los ojos con las manos cuando desciendo por su cuerpo, está extendida como una carta abierta, con sabor dulce y salado a la vez, le beso las caderas hasta que ella tira mi cabeza hacia arriba, se agarra de mi trasero y me estrecha contra su cuerpo. La primera vez está caracterizada por la precipitación, nos movemos el uno con el otro como desterrados, fugitivos que no son del lugar, hasta que ella, después de mí, se encabrita y me araña. Luego se sienta sobre mí, coloca con decisión sus manos delgadas sobre mi pecho. La segunda vez es más tranquila, serena. No nos importa si alguien nos ve. Lo importante es mantenerse firmes, como si se debiera huir del cansancio. Todavía abrazados, nos tendemos y finalmente nos dormimos en la maraña de telas.
Me despierta una corriente de aire frío, el viento ha abierto la ventana y entra un poco de nieve. Salto de la cama y la cierro, sólo entonces soy consciente de mi desnudez. Mi mirada cae sobre el viejo reloj de pie, apoyado contra la pared como un vigía mudo. Probablemente las agujas se detuvieron hace tiempo. Me reflejo en el vidrio de la caja: una figura irreal y fantasmagórica con huellas oscuras de pasión espontánea en el cuello y los hombros. Giro la cabeza y miro la cama. Como era de esperar, estoy solo. Ella se ha ido, en la cabecera de su bolsa de dormir está la carta de los amantes. Me visto de prisa bajo la diáfana luz de la mañana del nuevo año, busco en vano mi máscara y salgo sin hacer ruido. Los otros cuartos están casi vacíos, algunos cuerpos yacen desperdigados en el suelo como cadáveres arrastrados por la marea, algunos todavía entrelazados, otros apartados como extraños. Publius, lo advierto enseguida, no está entre ellos. Al salir intento no derribar ninguno de los vasos o botellas que hay en el piso. Casi lo logro, y del modo menos torpe posible me escabullo fuera de la casa. El jardín que rodea el edificio está descuidado y cubierto parcialmente por una delgada capa de nieve. Algo alejada de la puerta del jardín, que está casi salida de sus goznes, hay una casilla para perros. El sol pone al descubierto una cadena vieja, oxidada, pero para mi alivio no hay ni rastro de un perro guardián.
No han pasado diecinueve horas desde mi última visita a la torre y he regresado. Me temo que la estabilidad de la construcción es en verdad engañosa, recuerdo la primera de las tres cartas de tarot y meto la mano en el bolsillo de mi chaqueta para coger el naipe de los amantes. ¿Qué otra cosa puede ofrecerle un pretendiente a otro más que un camino que lo aleje de su estrecha patria? La piedra del antepecho se siente fría. Estoy seguro de que aun cuando las torres se desmoronen y desaparezcan, sus sombras seguirán cayendo sobre nosotros. En todas las cosas hay oculta una verdad, para entender hay que manejar las preguntas como si fueran palancas, eso al menos está más claro que antes. He dejado en la casa vacía de Publius una copia del manuscrito terminado, como un niño provisoriamente expósito, que quizás aterrorizará a quien lo acoja. Pienso en ella, y experimento una sensación renovadora, diferente de la de moverse al borde de un error habitual, diferente y mejor. Mi mirada, creo, no es tan sombría ahora, pero quizás me equivoco, tal vez también éstos son pensamientos que he tomado de otros. El destino, si es que existe algo así, nunca alcanza a los prevenidos. Mi mirada divaga, ignorando la ciudad debajo de mí, hacia el sur, la dirección en la que me pondré en camino y de la que espero experiencia y cambio. Esto no es una carrera que pueda ser ganada con velocidad, esto es acaso un nuevo día.