Christopher Kloeble

Nacido en 1982 en Múnich; vive en Königsdorf y Berlín. Formación como cantante en el Coro de niños de Tölz. Cursó estudios universitarios en Dublín, en el Instituto de literatura alemana de Leipzig y en la Escuela Superior de televisión y cine de Múnich.

 

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Christopher Kloeble

Portentoso

Fragmento de la novela Un hombre oculto

 

Traducido por Nicolás Gelormini

 

Las últimas dos nubes se encontraron en el cielo: una flecha borrosa y una figura esponjosa, color azucena, que no permitía comparación alguna.

A mucha distancia debajo de ellas estaba Albert, flanqueado por sus maletas, delante de una casa en Königsdorf mirando el timbre que no se animaba a tocar. Era de tarde, y tenía más de diecinueve horas de viaje tras de sí en el tren nocturno, el ferrocarril regional y la línea de autobús 479, cuyo conductor había respetado las paradas de todos los pueblos prealpinos, desde Pföderl hasta Höfen pasando por Wöfsod, aunque nadie había descendido ni subido; y ahora que faltaba sólo un poquito, Albert no estaba seguro de querer llegar.

Desde hacía dieciséis años visitaba a Fred durante las vacaciones y los fines de semana, al principio en compañía de una hermana de la orden que dirigía el orfanato católico de Sankt Helena, más tarde solo, pero en realidad nunca se habían tratado con confianza. Fred lo llamaba simplemente Albert y él simplemente Fred. Nunca lo había llamado padre. Cuando cumplió cinco años –y Fred cuarenta y seis–, en 1988, Albert se fijaba que Fred llevara los flotadores cada vez que, tomados de la mano, saltaban a las aguas del Baggersee. Con ocho Albert pagaba en la caja por Fred, pues a diferencia de él, no necesitaba usar los dedos para calcular el cambio. A la edad de trece años Albert disuadió a Fred de su sueño de convertirse en actor. (Fred desechó la idea sólo porque le daba miedo pensar que estaría siendo observado durante el trabajo.) Con quince Albert intentó explicarle la situación, pero Fred no quiso hablar del tema. Cuando tuvo dieciséis, Albert siguió fijándose en que Fred tuviera los flotadores. Y ya antes de su décimo octavo cumpleaños Albert se resignó a que un hombre como Fred, que nunca había llegado al cambio de voz y creía que procreación era un tipo de cultivo jamás lo consideraría su hijo, y mucho menos lo llamaría de ese modo. Fred era Fred y no había nada que hacerle.

La mayoría de los amigos de Albert habían huido lejos después de la escuela secundaria. Australia y Camboya se cotizaban muy bien; si alguien regresaba de un viaje a Angkor o al Outback, no sólo se había encontrado a sí mismo sino también una idea de qué hacer con su vida. Al menos en apariencia. Albert –que nunca había comprendido por qué algunas personas suponían que determinadas respuestas inhallables en el entorno más cercano estarían aguardando en la distancia– se había quedado en Sankt Helena, incapaz de tomar una decisión respecto al futuro. Tampoco sabía esa tarde, delante de la casa de Fred, por qué había resuelto mudarse con él y qué esperaba de eso; sólo sabía que, fuera lo que fuera, les quedaba poco tiempo.

El médico les había enseñado sus dedos, que tenían hecha la manicura, y Albert se había preguntado si el doctor siempre hacía lo mismo, si prefería indicar con los dedos los meses de vida que les quedaban a sus pacientes para ahorrarse la búsqueda de palabras sentidas. Cinco dedos. Albert apenas si había reparado en ellos, había tomado a Fred de la mano y abandonado con él el hospital sin reaccionar a los llamados –y tampoco más tarde a las llamadas telefónicas– del médico. Para que Fred no se sintiera obligado a decir nada, Albert había hablado durante todo el camino de regreso, en especial sobre el clima, con la esperanza de que a Fred le hubiera pasado desapercibido el gesto del médico.

–¿Cuántos tienes tú, Albert? –lo había interrumpido Fred.

–¿Cuántos qué?

–Dedos. ¿Cuántos dedos tienes hasta que te mueras?

Albert se había detenido.

–No lo sé.

–¿Por qué? Yo tengo cinco. ¿Está bien eso?

–Está… está bastante bien.

–¡Lo sabía! –Fred sonrió aliviado–. Eh, Albert, te apuesto que tienes muchos muchos dedos.

Esa misma noche Albert había partido para rendir el examen final del bachillerato. Un deber que, a la vista de las novedades, le parecía al menos tan ridículo como su decisión de cumplirlo.

 

Desde entonces habían pasado dos meses. Todavía quedaban tres dedos. El calor sofocante oprimía las sienes de Albert. Contra todos los pronósticos meteorológicos, desde hacía semanas el verano no quería soltar una tormenta. El césped del jardín de Fred tenía un color marrón oxidado, hasta el canto de los grillos parecía haber perdido fuerza, y el reverbero en la calle principal, delante de la casa, hacía de las suyas con los ojos de Albert.

Inclinó la cabeza, tomó las manijas de las maletas y aún estaba inmóvil cuando la puerta que tenía ante él se abrió y Fred apareció en la escalera. Un gigante de dos metros, largo y torpe, que, incómodo, bajó la cabeza.

Se miraron fijo.

–¡Albert! –exclamó Fred con su voz de niño, y antes de que Albert pudiera decir nada, lo alzó y lo estrechó contra su pecho huesudo.

–Hola, Fred.

–¡Estás gordo, Albert!

–¡Gracias, tú también te ves bien!

Se sonrieron, aunque Albert lo hizo con un gesto benévolo mientras que Fred soltaba una risita de felicidad.

–¿Tienes vacaciones de nuevo?

–No, esta vez no. Ahora me quedaré más tiempo.

Fred lo miró esperanzado.

–¿Hasta cuándo?

–Hasta que… –Albert apartó la mirada–. Mientras se pueda.

–¡Mientras se pueda quizás sea bastante tiempo! –exclamó Fred alegre y aplaudió con las manos–.¡Portentoso!

–¿Cómo dices?

–Portentoso, página 400 –dijo Fred a la vez que levantaba un dedo amonestador–. Tienes que leer más el diccionario, Albert.

Entonces le arrancó las maletas de las manos y entró en la casa marchando. Albert lo siguió pero se detuvo en el vestíbulo. Todos los años recibía el saludo de ese aroma azucarado que había en la casa de Fred, en cada ocasión ese olor lo cogía por sorpresa.

Fred se volvió hacia él:

–¿Estás débil?

–No –Albert respiró profundo–. Estoy bien.

Colgó su chaqueta en el perchero, al lado del poncho azul de Fred, en cuyo cuello una despareja letra manuscrita advertía: ¡Esto pertenece a Frederick Arkadiusz Driajes! El mismo nombre estaba pegado al lado de su timbre. Nadie lo llamaba por su nombre completo, para la mayoría era simplemente Fred, con una e larga, un huérfano en la edad de la jubilación, que pasaba la mitad del día en la única parada de autobús de Köngisdorf contando y saludando a todos los autos verdes que pasaban por la calle principal. (También había ciertos papanatas que holgazaneaban en la cervecería de Hofherr y que, siempre con un vaso de cerveza de trigo en la mano, afirmaban que Fred era lerdo y lo llamaban Freddie.)

Cuando Fred depositó las maletas delante de la escalera y se adelantó hasta la sala, Albert sintió que tendría un déjà vu, mejor dicho, un déjà vu de varios déjà vu. Primero se sentarían en el sofá gastado, de color rojo cereza, exactamente en el lugar donde siempre se habían sentado, y sin importar lo que tocara, cientos de migas se pegarían en las manos de Albert, y esto le recordaría que, en lugar de al enfermero, a él le tocaría garantizar por lo menos una comida caliente al día, atar los zapatos, atender el lavado de dientes, mantener la casa limpia. Su mirada caería sobre el mapamundi de la pared, en el que un garabato a modo de rótulo supuestamente marcaba Königsdorf aunque marcaba Alemania. Y le preguntaría a Fred cómo estaba, a lo que éste por supuesto contestaría “Portentosamente”, qué otra cosa, y al instante siguiente pediría que le leyera su libro favorito, el diccionario plateado, como ya lo habría hecho antes de irse a la cama por la noche o antes de la siesta. Fred se estrecharía contra él, pondría la cabeza en su regazo cerraría los ojos, y él se sentiría tibio a pesar de la canícula, agradablemente tibio, y no se atrevería a moverse, y abriría el diccionario y comenzaría en cualquier lugar, por ejemplo billar, y no pasaría de binomio. Fred comenzaría a roncar y dormido perecería más joven que nunca, a lo sumo cuarenta y pico. Albert cerraría el diccionario, pondría un cojín debajo de la cabeza de Fred y una manta demasiado corta sobre sus piernas demasiado largas. Picaría algo en la cocina, calmaría su estómago con gruesas rebanadas de pan negro, y miraría por la ventana, rajada de punta a punta, atrancada con cerrojo, y cuyo vértice inferior izquierdo adornaban dos letras –Alfred no sabía quién ni cuándo las había grabado– en las que él no podía sino leer las iniciales de su abuela, Anni Habom, seis arañazos diminutos al mejor estilo Zorro. Albert se inclinaría, apoyaría la mano sobre el fregadero y soplaría para empañar la ventana y escribir en el vidrio, junto a las iniciales de su abuela, las suyas AD, con un trazo del ancho de sus dedos. Y las vería desaparecer. A continuación, en su cuarto de la primera planta, se aseguraría de que en el pequeño arcón junto a la cama hubiera medicación suficiente para Fred. Sólo entonces se dejaría seducir por el colchón vencido y sentiría la fatiga cernirse sobre él, y no lograría conciliar el sueño.

Y así fue, aunque Albert todo el tiempo se decía que debía tener alguna sensación especial, no un déjà vu sino un première vu. Al fin y al cabo, había venido por última vez. No había estado acostado en la cama diez minutos, rendido, vacío, y con un pañuelo sobre los ojos porque el sol atravesaba las cortinas, como si ese día no quisiera terminar nunca, cuando Fred irrumpió en la habitación:

–¿Estás durmiendo?

Albert le hizo una seña para que se acercara –¿qué otra cosa podía hacer?–, y Fred se dejó caer a su lado sobre el colchón. Llevaba su traje de buzo, cosa que no sorprendió a Albert, sino que lo llevara a pesar del tiempo estival. Por lo general, Fred usaba el traje de buzo bajo la ropa, para mantenerse caliente cuando estaba en la parada de autobús los días de lluvia. Lo había heredado de su padre. “Sin una persona dentro es asqueroso, como la piel de un chorizo blanco de Baviera”, era el juicio de Fred. Albert llenaba a veces la bañera con agua fría, volcaba dentro un paquete de sal y anunciaba: “¡Aquí lo tienes, el Pacífico!” Sin esperar un segundo Fred saltaba al agua con su traje de buzo, chapoteaba como una rana ebria y se quejaba del ardor en los ojos.

–¡Dime, ¿cuándo fue la última vez que te afeitaste? –preguntó Albert examinando el mentón de Fred.

–Ayer –Fred pestañeó.

–¿Estás seguro?

–Segurísimo –Fred volvió a pestañear.

–Se te olvidaron un par de lugares.

Parpadeo.

–Friederick…

Esa era la versión del nombre con la que todo sonaba un poco más convincente o, si era necesario, más severo.

–¡Mamá dice que me veo bien!

Fred gustaba de traer a colación a Anni para acentuar que tal o cual opinión no se habían originado en sus propios pensamientos sino en una instancia infinitamente superior. Una instancia que le había hablado por última vez dieciséis años atrás. Albert tenía tres años. Los recuerdos de su abuela apenas si podían ser llamados tales, algunas veces le parecía a Albert que él en realidad los inventaba, porque había contemplado demasiado las numerosas fotos de ella que había en la casa de Fred, comparando su rostro con el de ella, en busca de algún parecido.

Albert imitó con el dedo índice y el mayor el movimiento de una tijera y Fred tapó con las manos sus mejillas pinchudas:

–¡Mi papá tenía barba rubia!

De creerle a Fred, el abuelo de Albert había sido buzo profesional, uno de los quince en todo el mundo que había podido manejar una soldadora en el fondo del océano, en medio de la oscuridad total, para hacer trabajos de mantenimiento. Cuando Fred tenía un tamaño apenas mayor que el del vientre en que había vivido por nueve meses, su padre fue presa de la succión que ejerció un tubo abierto y desapareció para siempre en la extensa red de cañerías. Por eso siempre alguien debía accionar el retrete por Fred. Esto lo excitaba más que afeitarse:

–¡Mi papá ahora viaja por los caños eternamente y a veces está en Norteamérica, a veces con los chinos, y en algún momento estará en Königsdorf!

Albert se había acostumbrado y ya no se preguntaba quién le había metido a Fred esos embustes en la cabeza.

Albert se puso de pie, fue hasta el baño, enchufó la afeitadora a batería, y cuando volvió, Fred se había ido. Después de registrar toda la casa, Albert lo encontró en el jardín, dentro del BMW que, según Fred, alguna vez había pertenecido a su padre. Fred le decía bólido. La pintura verde menta hacía creer que el color alguna vez había sido más intenso, como si hubieran lavado el coche con agua demasiado caliente. La goma de los neumáticos estaba hecha jirones. El sonido de la bocina podía ser considerado en el mejor de los casos un gimoteo. Los tapizados desgarrados tenían, opinaba Fred, un delicioso olor a moho, como él entre los dedos de los pies. Una maceta vacía sostenía la puerta trasera izquierda. La llave de encendido aún estaba en su lugar.

Albert tomó asiento junto a Fred, que estaba sentado en posición de Buda frente al volante. Los atisbos de barba brillaban al sol, y el diccionario descansaba sobre su regazo. Estaba abierto en la M. M de muerte. Con el índice señaló una ilustración de una lápida de mármol de Carrara.

–¿Tendré una así?

–Blanca como una paloma.

Fred negó con la cabeza.

–Blanca como un cisne. Es más bonito. Tiene que ser una piedra bien bonita, Albert.

–De acuerdo –dijo Albert–. Tendrás una lápida blanca como un cisne.

Permanecieron callados un rato, y mientras afuera el ruido de los autos que pasaban por la calle principal disminuía y el sol los cegaba por última vez antes de hundirse en el pantano, Albert recordó cuando le había enseñado a Fred a montar en bicicleta sin ruedas de apoyo. Albert había caminado todo el tiempo con él, lo había empujado, lo había alentado y después de cada caída le había curado con pomada Penaten las rodillas raspadas, había enjugado lágrimas de cocodrilo hasta que Fred, al final de las vacaciones, anduvo sus primeros metros sin ruedas de apoyo y el viento de la velocidad fue una ola de alegría en su rostro.

Por entonces Fred tenía cuarenta y nueve, y Albert ocho.

–Todos dicen que morir es malo –dijo Fred mientras observaba, soñador, la ilustración de la lápida–, pero yo no lo creo. Me lo imagino estupendo, como una gran sorpresa. La espero con ganas. Me encantaría morir contigo, Albert, pero va a ser difícil. Yo soy más rápido.

–Me daré prisa –le prometió Albert y en un instante Fred le estaba sonriendo como un niño, un niño entrado en años, con bolsas bajo los ojos, sienes grises y arrugas diminutas alrededor de la boca.

–Mamá dice que todos formamos parte de la historia de las posesiones predilectas.

–¿Es buena esa historia?

Como si Albert hubiera hecho una pregunta increíblemente tonta, Fred rio:

–¡Es la Historia de las posesiones predilectas!

–¿Y qué sería una posesión predilecta?

Fred resopló y torció los ojos. A continuación estiró el brazo, abrió la guantera y extrajo de ella una lata abollada cuyo contenido produjo un golpeteo. Al abrir la tapa toda arañada, Fred se inclinó sobre la caja y la ocultó a la mirada de Albert, como si primero quisiera asegurarse de que lo que él esperaba seguía estando allí. Después sostuvo bajo las narices de Albert una piedra del tamaño de una castaña, que brillaba a luz vespertina.

–¡Tómala! –describir su expresión como de orgullo habría sido poco.

Albert pesó con la mano la posesión predilecta, era sorprendentemente pesada y se veía como una hoja de papel amarillo intenso hecha un bollo y luego petrificada. Le vino un pensamiento descabellado que Fred no tardó ni un segundo en pronunciar:

–Oro.

–¿Auténtico?

–Mi posesión predilecta –susurró Fred.

Aun cuando inclinó la cabeza y adelantó el labio inferior en señal de aprobación, Albert tenía sus dudas. La piedra que tenía en la mano correspondía de modo exacto a su idea de oro, y precisamente eso despertaba su desconfianza. Fred, por su parte, lo miraba agitado, el verde de sus ojos tenía el brillo de las aguas de un arroyo del que no se sabe si es suficientemente profundo para zambullirse en él.

Albert le devolvió la mirada y otra vez deseó que las cosas fueran así: que él simplemente le hiciera una pregunta a Fred y que éste la contestara, eso era lo que él deseaba, una conversación normal en la que Fred entendiera sus palabras tal como él las había dicho, y más aun deseaba que todas sus malditas dudas desaparecieran, poder creerle a Fred.

–¿Quién te lo dio? –preguntó Albert y le devolvió a Fred la “pepita de oro”.

Satisfecho, Fred lo metió de nuevo en la lata.

–Lo escupió la tierra.

Después de una pausa agregó con ojos resplandecientes:

–¡Te puedo mostrar dónde!

Cuando Fred lo miraba de esa manera, le resultaba más ajeno y cercano que nunca. Albert lo conocía lo suficiente para sentir que no lo conocía en absoluto. Al menos en este aspecto le parecía un padre como cualquier otro.

–Mm… –dijo Albert.

–Mm… –dijo Fred.

En ese preciso momento el gallo del vecino ensayó su quiquiriquí graznado. Fred hizo una mueca de enfado.

–Ese nunca sabe cuándo debe terminarla –y subió la ventanilla.

Albert golpeteó con el índice el reloj detenido, junto al velocímetro.

–Es tarde. El hombrecito de la arena te está llamando.

 

Antes de llevarlo a la cama, Albert le preparó a Fred huevos revueltos con tomates. Fred separó los trocitos de tomate en el borde del plato, porque “no saben para nada bien”, y Albert dijo “Come el tomate”, y Fred devoró todo el huevo, y Albert repitió “Come el tomate”, y Fred se apresuró a lavar el plato, y Albert lo amonestó “Ahora no comerás pan con miel”, pero Fred juró que la próxima comería los “saludables tomates”, tras lo cual Albert le untó miel en una rebanada de pan, y se esforzó por no oír cómo Fred se alababa en voz baja: “Fue bueno el truco”.

El mejor truco de Albert era mezclar, sin que Fred se diera cuenta, los remedios con la comida.

 

Esa noche Albert no pudo conciliar el sueño. Observó un adhesivo fosforescente, en forma de estrella, que estaba pegado a la viga arriba de él. Cuando era niño, se quedaba cada noche mirándolo hasta que se le cerraban los ojos, era un consuelo sentir que esa luz diminuta brillaba para él, alumbraba obstinada venciendo la negrura de la noche de campo.

 

La respiración susurrante de Fred salía del babyfon que estaba sobre la mesita de noche. Albert se puso una bata y sin hacer ruido fue hasta el jardín. Una vez afuera, encendió un cigarrillo. Sólo podía arriesgarse a fumar a horas avanzadas; Fred lo había prevenido “Fumar mata”, y Albert no quería inquietarlo innecesariamente. El humo se perdía en la noche. Cuando su mirada de se posó en el BMW, Albert arrojó la colilla por encima del cerco; voló trazando un arco alto y cayó en picada sobre la calle principal como una luciérnaga. Albert pateó el guardabarros y aguardó el dolor, pero apenas si sintió algo. Ese guardabarros parecía hecho para que Albert lo pateara, probó una vez más con el otro pie, y golpeó a la vez el capó, descargó ambos puños sobre él. Esperó que pasara alguien que intentara detenerlo, así él podría darle una paliza o recibirla, le daba lo mismo. No vino nadie.

Sin aliento se dejó caer en el bólido, del lado del acompañante. La guantera se abrió sola, y Albert tomó la lata y la puso sobre el tablero. La sugestiva luz naranja de los faroles realzaba algunas de las abolladuras y les transmitía un brillo cobrizo. Albert hubiera preferido que la lata no contuviera una piedra resplandeciente, sino indicaciones concretas, recuerdos con los que poder hacer algo, un diario de Anni, por ejemplo, o fotos de la familia, o al menos documentos. Tenía infinitas preguntas, y la única esperanza de una respuesta era Fred.

Albert contempló los dedos de su mano izquierda. Una esperanza pequeña, vaga, que se iba reduciendo.

Sin saber bien por qué, abrió la lata y tomó con la mano la “pepita de oro”. En el fondo del recipiente descubrió un casete; en la etiqueta amarillenta estaba escrito: Mi posesión predilecta. El trazo de niña, con arabescos, se correspondía en todo con la casi indescifrable letra de Fred. Albert buscó en la casa el reproductor a baterías, en el que a veces escuchaban con Fred las aventuras de Benjamin Blümchen. Durante un tiempo Fred estuvo obsesionado con el episodio en que el elefante creía que ser actor quería decir mentir. Lo había puesto una y otra vez, diez veces por día, hasta que Albert no vio otra solución que destruir el casete en secreto.

Introdujo la cinta en la casetera, corrió la perilla de OFF a ON y vio encenderse la luz roja al lado del minutero. Albert oprimió PLAY. Primero un crujido. Luego, en aumento, un zumbido que de algún modo le resultaba conocido, y también desafiante. Parecía que alguien callaba. Adelantó, rebobinó, puso la oreja contra el parlante, probó el lado A y el B.

Nada.

Pasó por encima de la consola central y se sentó al volante. Tomó del compartimento de la puerta uno de los almanaques y lo abrió. Pasó la mano sobre una página magenta llena de garabatos, que olía dulce como el aire de la casa, y palpó las ligeras irregularidades de las anotaciones que Fred había grabado en el papel. Lunes, 24.5.2002: 76 autos verdes, 8 camiones verdes, ninguna moto verde. Martes, 25.5.2002: 55 autos verdes, 10 camiones verdes, 2 bonitas motos verdes, 1 tractor verde. Miércoles, 26.5.2002…

Albert arrojó el almanaque en el asiento trasero, subió bruscamente el volumen, se ocultó en el zumbido escapando del pensamiento de que nunca tendría una verdadera familia, y sintió en su mano el peso del oro de Fred.

Después oprimió EJECT. La casetera se abrió. Albert metió el casete y la “pieza de oro” en la lata, y la arrojó a la basura cuando estuvo de nuevo en la casa. Entró en la habitación de Fred, encendió la luz, lo despertó.

–Mañana iremos al hospital.

Fred se frotó exageradamente los ojos adormecidos con los pulgares.

–Pero, Albert, debo mostrarte de dónde sale el oro.

Albert dijo:

–Frederick…

Fred se mordió los labios, sacudió la cabeza:

–¡Lo prometiste!

–¡Cierra la boca!

De un salto Fred se abalanzó sobre él, agarró su mano y apretó. Al principio Albert no sintió nada, luego quiso retirar la mano, estaba como congelada, en vano se esforzó con la otra por liberarse de Fred.

–¡Suéltame!

El pelo caído de Fred le ocultaba los ojos, sus labios se abrían y cerraban mudos. La presión aumentó, las uñas de Albert perforaron la palma de su propia mano, y el dolor se fundió con un entumecimiento que se extendió por su antebrazo. Antes que llegara al codo, tiró con todas sus fuerzas hacia atrás.

–¡Fred, termínala ya! –exclamó.

Y sólo entonces Fred cedió y Albert cayó de espalda y chocó con la cabeza contra el borde de la cama. Tan rápido como pudo se levanto y corrió al baño. Allí se encerró y examinó su mano enrojecida, movió un dedo tras otro. No estaban quebrados. Evitó mirarse en el espejo que estaba sobre el lavabo, y trató de oír algún movimiento en la casa. A través de la puerta sólo llegaba el silencio. Con una mano encendió un cigarrillo. Tenía calor, se quitó la camisa, pero al hacerlo se enredó –la tela no quería soltarlo–, y terminó por arrojarla al piso. Por un rato se quedó inmóvil sin saber qué hacer, temblando. No necesitaba investigar para saber que ahora Fred no movería un dedo por iniciativa propia. Una vez había pasado cinco días dentro del auto sin comer, por una tontería que Albert ya no recordaba, y hubiera persistido más tiempo, si Albert no lo hubiera complacido. Fred era por lo menos tan terco como Albert, y precisamente porque Albert no tenía otra salida que ir a buscarlo, no quería hacerlo. Apagó el cigarrillo en el lavabo. Ahora Fred había logrado que él se sintiera como un niño. Albert se sentó en el borde la bañera, cerró los ojos y se imaginó que Fred venía a buscarlo, por lo menos una vez, Fred golpeaba la puerta y se disculpaba, y ellos, puerta de por medio, charlaban sobre todas las cosas y reían, reían mucho, y en algún momento su padre le pedía abrir la puerta y Albert lo hacía.