Anne Richter, D
Nacida en 1973 en Jena; reside en Heidelberg. Estudios de Filología Románica e Inglesa en Jena, Oxford y Bolonia.
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Geschwister
© 2011 Anne Richter
Traducido por Nicolás Gelormini
Hermanos
–Ocúpate de nuestro padre –susurró Ruth–. Vivo demasiado lejos y no puedo.
A continuación golpeó la tierra varias veces con la punta del pie, como si quisiera desenterrar algo. Sin saber bien si debía quedarse a su lado, observó el perfil de la cara de su hermano. Era el rostro de un hombre guapo, extraño, en el que, si hubiera sonreído, le habría llamado la atención cierto aire familiar. Fred inclinó la cabeza sin mirarla. Parecía haber envejecido en los últimos años.
Era un día muy luminoso, con un cielo casi veraniego, a lo lejos destacaban las oscuras coníferas, bosques que en invierno tenían un aspecto de cuento de hadas. Ahora, en primavera, Ruth veía copas apretadas, pequeñas flechas dispuestas contra el cielo. Abajo, detrás del cerco del cementerio, crecían hierbas y flores salvajes, de color amarillo, violeta, rosa.
Los asistentes al funeral habían abandonado la lisa superficie de la sala de velatorio y se habían reunido en grupitos a ambos lados del camino sin asfaltar que llevaba del edificio a la entrada del cementerio. Allí un empleado de la empresa fúnebre abrió la puerta trasera del auto. Era fornido y pálido, y se enjugó con la manga de la chaqueta la frente y el cuello. Otro depositó la urna en el vehículo, luego fue hasta el asiento del acompañante, el primero cerró la puerta, ninguno de los asistentes giró la cabeza.
Desde que Ruth se había mudado de Turingia, hacía años, Fred la había visto sólo de cuando en cuando y había cambiado con ella, de un modo singularmente incómodo, sólo algunas palabras durante la cena de Navidad
la última vez se habían encontrado en ese mismo lugar, como hoy pero seis meses atrás, para el entierro de su abuela. Y como hoy, después de la ceremonia, el coche fúnebre, que ahora se ponía en marcha, había partido antes que ellos en dirección al otro cementerio, a la salida de la pequeña ciudad, donde sería enterrada la urna.
Ruth pasó junto a Fred, junto a su padre, junto a la mujer de su tía y se acercó despacio al coche. En las macetas de los balcones del bloque de viviendas florecían geranios rojos y pensamientos amarillos que resplandecían en las fachadas. A la derecha vio una pequeña estación de servicio que no había advertido en noviembre, cuando había nieve, aunque había caminado por esa calle, la única calle más o menos importante de la localidad, una vía que no solo llevaba al pueblo más cercano sino que comunicaba entre sí a todas las localidades de esa región de montañas medianas. Era la región de su abuela, de su padre y de su tío; el padre se había marchado; Uwe, el hermano menor, se había quedado. Al principio vivía en el pueblo, después buscó trabajo en la pequeña ciudad, a la que en bus se llegaba en menos de media hora. No tardó en casarse. Su mujer tuvo un hijo, Steffen, y pronto abandonó a Uwe para mudarse a Alemania Occidental.
Más tarde él se caso con Luise, oriunda de otro pueblo de la región. Más o menos por esa época fue que la mamá se separó del padre.
En esos años en que vivió solo con su hijo, Uwe iba regularmente a casa de su hermano, y durante esas visitas lo alojaban en la habitación de los niños, dormía en la cama de Fred o de Ruth, algo que posteriormente a Ruth le pareció una monstruosidad. Su camisón –un camisón, descolorido, sin planchar, aún infantil– y el olor a alcohol de Uwe, las náuseas, la convicción de que sería imposible para ella deslizarse junto a la cama de él hasta la ventana y abrirla, el miedo de ella y los ronquidos de Uwe, que ella se quedaba escuchando mientras esperaba una interrupción suficientemente larga para volver a dormirse.
Todo esto le vino a la mente cuando caminaba hacia el otro cementerio.
Llegada a la entrada, atravesó el portón y se dirigió con pasos largos hacia la tumba de su abuela, en cuya lápida ya se había grabado el nombre de su tío.
*
Deben haber pasado veinte años desde esa noche de noviembre. Antes de acostarse, Ruth había echado una mirada a los dos hombres sentados a la mesa de la sala. Su padre, que rara vez bebía cerveza, tenía delante dos botellas vacías; Uwe, cinco. Su padre estaba inclinado hacia delante y reía; de Uwe Ruth sólo alcanzó a ver la parte de atrás de la cabeza, algunos cabellos grises, sudor en la nuca carnosa, mechas que parecían estar pegadas a la piel. El padre tocó a Uwe en el antebrazo y le contó algo sobre el robo de una tableta de chocolate, que había compartido con él, en una cuesta cubierta de hierba, en primavera, ¿lo recordaba? Uwe rió: dijo que se había sentido muy mal cuando vio a la mamá venir por el campo hacia ellos, y que asustado había clavado la vista en las manos de su madre, la piel firme, áspera. Una madre así, el infierno en la Tierra. El papá retiró su mano y respondió con vehemencia:
–Esas cosas no se dicen.
Ruth ya se había dormido, cuando escuchó un rugido, el conocido sonido de la ira paterna, mezclado con frases breves, desconocidas, violentas. La cama de Fred estaba vacía pero ella sabía que esa noche él dormiría en la habitación de los padres. Prestó atención a las voces e intentó entender las palabras. Resonaron agudas, temblorosas, un grito, otro más. Dejó la cama y se apoyó contra el marco de la puerta. Vio espuma sobre el mantel, manchas que se extendían, el cuello roto y filoso de una botella, astillas de vidrio marrón, un tajo en la mejilla de de su tío, que estaba de pie, tranquilo, con aire ausente, en el medio de la habitación, y que apretaba contra su mentón un pañuelo que se humedeció cada vez más hasta gotear sobre la alfombra. Uwe se esforzó por atrapar la sangre en su mano. Cuando involuntariamente se pasó la mano por la mejilla, embadurnó su piel de sangre y sólo entonces Ruth se preguntó por qué su tío no reaccionaba, no iba al baño, por qué callaba y no llamaba a un médico. En el aire había olor a cerveza, el padre estaba sentado inmóvil.
Después alguien la tomó por el brazo y trató de arrastrarla fuera de la habitación. Mamá, pensó Ruth, pero era Fred. Le puso las dos manos delante de los ojos, como una venda, y tirando de ella la hizo atravesar la puerta. Cuando él retiró sus manos, el padre tenía el rostro apoyado sobre las astillas de vidrio.
*
El fornido empleado de la empresa fúnebre se puso de cuclillas y colocó la urna en el pozo cuadrado. Sus manos pálidas tenían ese invierno un tono amoratado. Mientras se enderezaba y cruzaba los brazos detrás de la espalda, su mirada permaneció fija en las dos urnas.
Los asistentes, reunidos alrededor de la tumba en un amplio semicírculo, comenzaron a formar una fila. Ella vio cómo pasaban uno tras otro delante de la tumba y se quedaban allí unos segundos. Entre ella y su padre había dos personas. Cuando él llegó cerca de la tumba sus manos, y luego todo su cuerpo, comenzaron a temblar. Las heridas que tardan en curar, después las cicatrices en el rostro. Una carcajada desesperada durante una conversación telefónica, semanas después de la pelea, cuando le dijo a su hermano “Se me cae la cara de vergüenza, ¿y a ti?”. Y meses después, meses en los que la irritabilidad había aumentado, la inopinada visita de Uwe, en cuyo último día el padre volvió a ponerle vacilante la mano en el antebrazo, algo que entonces confundió a Ruth.
Ruth juntó las manos, aunque nunca rezaba, las apretó con fuerza una contra la otra, y al mismo tiempo siguió los movimientos de su padre. Temió que se desmoronara, pero después de quedarse inmóvil unos instantes, callado y dando la impresión de no saber qué hacer, cogió la pala, la sostuvo un momento en el aire, la introdujo en la cubeta con tierra, tomó un poco y lo dejó caer en la tumba.
Aunque Ruth, igual que en el caso de Fred, sólo podía ver su perfil, en sus rasgos había una expresión tan clara de inutilidad que ella se preguntó cómo habría sido el rostro de su padre después de la reconciliación, ya que al parecer los gestos a posteriori no servían para nada.
Una segunda bandeja colgaba, sostenida por un oscuro ensamblaje de metal, al lado del recipiente con tierra. El padre se inclinó, hundió su mano en el fresco baño de pétalos de rosas y luego esparció un puñado sobre la tumba. Mientras iba con la cabeza gacha hasta el final de la fila, Fred se apartó del resto, se acercó a él y lo abrazó manteniendo cierta distancia. Ruth pensó súbitamente que los dos alguna vez, durante algún tiempo, había tenido el pelo del mismo color oscuro.
Mucho antes, cuando la visita de su tío, Fred era rubio y ella tenía el pelo corto, era alta para sus años, pero mucho más baja que él cuando tenía la misma edad.
Él le había ganado en la maratón, al ajedrez y al tenis de mesa, al que jugaban en el campamento de vacaciones, y también una vez en casa, cuando sus padres renovaron el pequeño apartamento de cuatro habitaciones y pusieron la mesa de comedor en el cuarto de los niños, porque la sala estaba recién pintada. Periódicos viejos y toldos de plástico cubrían el suelo, cubos de pintura y pinceles constituían el nuevo y único inventario del cuarto, cuya puerta de vidrio casi siempre estaba abierta, de modo que el olor a pintura invadía toda la casa.
Al principio nadie usó la mesa en la habitación de los niños, pero un día Fred sacó dos paletas de su armario de juegos, con una tiza blanca dibujó una raya en el medio de la mesa y, la mano extendida en el aire, determinó con voz imperiosa una altura por debajo de la cual no debía pasar la pequeña bola. Le arrojó a Ruth una de las paletas. Comenzaron a jugar. Fred decía cuándo la pelota seguramente habría quedado en la red, en tanto que Ruth aplicaba todos sus esfuerzos en golpes enérgicos y certeros. Ella sintió el brazo acalambrado, la boca seca y aún así una energía desacostumbrada, ganas de luchar.
Después del tercer partido, Fred sonrió triunfalmente, se apoyó las dos manos sobre la tabla, dio un salto y se sentó sobre la mesa. Lanzó la paleta, que dio vueltas en el aire, y la atrapó; Ruth permaneció de pie a su lado y golpeó varias veces la mesa con el borde de la paleta. Los golpes se volvieron rítmicos, más fuertes.
–¡No hagas eso, es mi paleta! –dijo Fred.
Ruth lo miró, esta vez era ella la que celebraba un triunfo. Golpetear una canción, una marcha entre armarios, camas y juguetes sin ordenar, los autos Matchbox de Fred, sus rompecabezas y animales de peluche, las piezas de ajedrez, de los dos, que estaban dispersas en la alfombra, negras y blancas mezcladas, algunas bajo sus arrugados dibujos para colorear. Cambió el tono, parte plana, borde, parte plana, tomó la paleta por la tabla y balanceó el mango golpeándolo contra la madera. Se lo quitaron de inmediato, la música se interrumpió en su cabeza, y Fred le clavó el borde de la paleta en las costillas. Ella se sobresaltó, se dobló, el dolor la hizo tratar de coger la raqueta, por un momento los dos tiraron en direcciones contrarias, pero como de costumbre, Fred fue más fuerte y huyó con las dos paletas por el pasillo en dirección a la sala, cerró velozmente la puerta de vidrio y apretó su cuerpo contra el cristal.
–¡Abre la puerta! –gritó mientras la risa de Fred resonaba en el pasillo.
Fred se había dado la vuelta y refregaba su trasero contra el vidrio, sin dejar de reír, de modo que Ruth, furiosa, levantó su pie desnudo y pateó el cristal. Fred se sobresaltó y soltó un grito, luego abrió la puerta y se inclinó sobre Ruth, que había caído al suelo y se apretaba el pie con las manos. Fred la levantó de un tirón.
–¡Rápido, al baño! ¡Buscaré un cantero de pan para que lo comas y la sangre se reproduzca.
Cuando Ruth fue hasta el baño saltando en una pierna, la sangre dejó una huella fina pero evidente. Se sentó en el borde de la bañera. Debajo de su pie se formó un charco.
Se quedó sentada sin moverse, hasta que Fred entró y le remangó el pantalón deportivo hasta las rodillas. Ruth había bajado el pie y su talón estaba sobre el fondo de la bañera y sus dedos blancos señalaban el cielo raso.
Un hilo de sangre corría en dirección al desagüe, Ruth se aferró al borde la bañera y pensó en sus padres. Sintió cómo Fred, con un movimiento suave, separaba su mano del borde, le ponía algo en la palma y la llevaba a su boca, volvió a escuchar: “¡para que la sangre se reproduzca!” y mordió el pedazo de pan, seco y duro, y por eso más dulce a medida que lo masticaba. Y masticó y masticó mientras Fred limpiaba su pie con la regadera de la ducha, lo acariciaba con agua caliente, transformaba en un flujo rojizo y acuoso las gotas que querían caer de su pie, hasta que ella terminó de comer el pedazo de pan.
*
Cuando estuvo delante de la tumba, a Ruth le resultó extrañamente fácil arrojar tierra. Los pétalos de rosas se sintieron suaves al tacto. Se quedó en el lugar por un momento, como lo habían hecho los otros antes, y miró la lápida, los nombres de la abuela y del tío, antes de alejarse con pasos rápidos y colocarse a un lado de multitud, dándole la espalda a una tumba desconocida para ella. A lo lejos vio las chimeneas de la fábrica de porcelana, que hacía tiempo habían dejado de funcionar y sobresalían por encima de los árboles más altos. Encajaban bien con el silencio del cementerio.
En una de sus visitas a la abuela, pocos años antes de que ésta se mudara del pueblo al asilo de la pequeña ciudad, Ruth se había encontrado con Uwe y a su hijo y los había oído discutir si para la región era una desgracia o una suerte que de esas torres ya no se elevara humo alguno. Mientras tanto, la abuela lavaba los platos y Ruth pudo ver no solo que sus movimientos circulares con el trapo eran menos fluidos que antes, sino también que depositaba los platos y tazas con tanto cuidado como si fueran animales cuya vida no quería poner en peligro.
Ruth había vuelto a hablar con Uwe por primera vez en años después del entierro de la abuela. Los parientes cercanos se reunieron delante de uno de los nuevos bloques de viviendas, que, en hilera uno al lado del otro, eran de color amarillo pálido. Esperaron un rato delante de la entrada, liberada de nieve, y pasado un rato por fin subieron las escaleras hasta el cuarto piso. Ruth observó el apartamento de tres habitaciones, pequeño, ordenado, en el que vivían Luise y Uwe, las figuras de porcelana de las vitrinas y otras que estaban sobre el alféizar y seguramente tornaban dificultoso el trabajo con el plumero, pero en compensación había un sofá de cuero liso, una sobria mesa de madera y una cocina que, sin puerta, daba directamente a la sala. Ruth no pudo descubrir ninguna foto de la abuela.
Los parientes se distribuyeron en el sofá y alrededor de la mesa, Luise trajo torta, sirvió café, y mientras comía y bebía Ruth miró hacia abajo, al valle, las ramas cargadas de nieve y una construcción rectangular, alargada, con sus correspondientes chimeneas, la fábrica de porcelana abandonada. Los apretadas hileras de ventanas parecían estar intactas, sólo el revoque claro tenía huellas de grafitis, y Ruth se preguntó quién en esa ciudad sin jóvenes rociaba paredes con aerosol
Uwe y Luise habían trabajado en la fábrica, aunque sólo ella había aprendido los aspectos técnicos –torneado, vaciado y prensado, cocción y esmaltado–, ya que Uwe había estado en la administración.
Alguien hizo ruido con su taza, surgió un tintineo de material frágil, una señal de vida proveniente de un lugar muerto. Ruth recorrió con el índice el fino dibujo de su plato, flores azules, pálidas, simples y parecidas entre sí. En la taza, el mismo motivo.
Oyó que Uwe decía que estaba con licencia por enfermedad y que Luise debería hacerse cargo de su turno en la nueva empresa. Estaba de espaldas a la cocina, en la que Luise estaba atareada. Uwe tenía el pelo de un color gris claro, las manos agrietadas y en su rostro había una expresión combativa.
La abuela siempre había sido razonable, dijo, incluso cuando se le propuso mudarse al asilo. Razonable y fuerte. De todos modos, estaba contento de que nadie le hubiera mencionado que él tenía cáncer de intestino.
Hablaba con una actitud que no denotaba vergüenza ni pretendía ser sugestiva, lo hacía como un hombre que había aprendido a hablar de sus problemas de un modo adecuado. Ruth lo escuchó y asintió, de repente le pareció muy sencillo preguntar, con la mirada en la robusta espalda de Luise, por los detalles de la terapia que Uwe pensaba emprender. Nueve sesiones de quimioterapia, a intervalos de dos semanas. Sonaba tan natural como si estuviera hablando del plato que habría mañana para el almuerzo o de los planes para las vacaciones.
–Le preguntaré a Steffen si me puede ayudar por las tardes –dijo Luise.
-¿De qué es la empresa? –preguntó Ruth.
–De repuestos de ordenadores.
Y después de un rato agregó:
-Son para los yanquis. La empresa está en el pueblo vecino. Nos dan repuestos diminutos hechos en Alemania Occidental, los ensamblamos y los mandamos al otro lado del Océano. Y cada seis meses podemos comprar un nuevo aparato gracias a una oferta especial.
–¿Y dónde vive tu hijo? –preguntó Ruth a su tío.
–Al lado de la empresa –respondió Luise–. Pero no tiene trabajo.
Uwe dijo:
–Esos repuestos los podría haber unido hasta mi madre, aunque era casi ciega.
Ruth se levantó para ayudar a Luise a recoger los platos, su mirada cayó en el padre, que estudiaba en silencio a su hermano.
*
El ritual concluyó, los empleados de la empresa fúnebre comenzaron a cubrir de tierra la tumba, trabajando con la pala a ritmo acompasado. Ruth volvió al grupo y se colocó junta su padre y Fred. Dispersos, los parientes avanzaron lentamente hacia la salida; como no había un cierre formal de la ceremonia, algunos de ellos giraban sus cabezas confundidos e indecisos. Luise estaba al lado de la tumba, donde paladas de tierra iban ocultando los pétalos de rosa.
Sin haberse puesto de acuerdo, Ruth, Fred y su padre se pusieron en movimiento al mismo tiempo. A Ruth le pareció que el paisaje la rodeaba de modo protector y sin consuelo, y observó cuán apretados entre sí crecían los árboles y que el color de sus troncos, comparado con antes, cuando ella era una niña, desde lejos no parecía haber cambiado.
En la puerta del cementerio el padre dijo que en las últimas semanas había hablado varias veces por teléfono con Luise. Que la quimioterapia había comenzado poco después del entierro de la abuela, continúo diciendo el padre con voz apagada. Luise llevaba regularmente a Uwe a la clínica de la ciudad vecina, la primera detrás de la antigua frontera. Él regresaba agotado después de cada sesión. Apenas se recuperaba un poco, ya partían de nuevo para ir a buscar la dosis. Después del cuarto viaje la ciudad, que duró tres días, de pronto le dio fiebre, mareos, debió recostarse en el asiento de atrás del coche, y cuando casi habían llegado a casa, le dijo a la esposa: “Llévame de nuevo. Tengo que hablar con la médica”. Luise dio la vuelta, Uwe no podía dormir de lo alta que era su fiebre; tenía la cara roja, sólo alrededor de la boca estaba pálido.
Tambaleándose descendió del auto frente a la clínica. Luise lo condujo hasta el consultorio de la oncóloga unos minutos antes de que acabar su turno y llamó a la puerta, desde adentro la médica exclamó “¡Adelante!” y Luise empujó a su esposo dentro de la habitación, la médica alzó la vista y preguntó sin modificar el tono de voz: “¿Se le ha olvidado algo?” Si Luise no lo hubiera sostenido, Uwe se habría desplomado en el suelo. Sin decir una palabra, lo arrastró hasta la camilla y lo ayudó a acostarse con las piernas recogidas.
El padre dijo que Luise se quedó mirando los zapatos de Uwe, igual que la médica, para ver si estaban limpios.
Después vio que la oncóloga alzaba la vista hacia el reloj y meneaba la cabeza en señal de desaprobación. Uwe respiraba cortadamente. Se sentía muy mal, se ahogaba, ella misma lo estaba viendo, susurró el padre. Y mientras Luise examinaba por enésima vez los innumerables diplomas que estaban en la pared y en la puerta del armario, la médica dijo que ese estado era completamente normal después de una quimioterapia. “Piense para adelante, no se estanque. Desarrolle una actitud más positiva.”
Si en ese momento hubiera podido sonreír, dijo el padre, Uwe de seguro lo habría hecho, pues después de tantos años en Alemania Oriental, ese modo de hablar le debía resultar conocido.
La médica le entregó a Luise una derivación a un especialista en pulmones, y como al día siguiente la fiebre no bajó, fueron a verlo, el consultorio no era lejos de su casa. El médico examinó a fondo el pulmón y dictaminó que no había metástasis. “Póngase contento”, dijo apenas sonriendo, “y sólo tenga paciencia por unos días”.
Mayo había comenzado y, cuando regresaron ese mediodía, el aire reverberaba sobre la hierba. Aunque temblaba violentamente, Uwe paseó la mirada las amplias y verdes praderas y el linde de los bosques que la limitaban. Sorpresivamente dijo:
–Cuando el alboroto haya pasado, haremos un viaje, ¿sí?
Luise replicó:
–A Italia o a Marruecos, o si quieres hacer caminatas, a los Alpes.
Ella recordó un día en que había visitado con Uwe a la abuela en el pueblo, para mostrarle una notebook en oferta que había comprado. Después de los saludos Uwe había puesto el ordenador en la mesa de la cocina, la había encendido y con rapidez y habilidad había hecho clic en determinados lugares hasta que surgió una imagen tras otra, por último una oferta de viajes, diversos picos montañosos, un lago claro, brillante,
peñascos cubiertos de nieve, después torres rojas, arena blanca.
Con leños bajo el brazo, de camino al altillo, la abuela había rezongado:
–¿Qué buscas allí?, jovencito?
Y como si repentinamente hubiera comprendido a su madre, Uwe señaló con la cabeza en dirección a los bosques y dijo:
–Pero primero volveremos a hacer un paseo.
La voz del padre sonó áspera. Y Uwe, dijo el padre, no volvió a ver a la oncóloga y entonces Luise lo llevó directamente al hospital de la pequeña ciudad, donde le diagnosticaron una pulmonía.
Los médicos le dieron un antibiótico. Otro más. Un tercero. Un cuarto. Él respiraba con mucha dificultad y no hablaba. Abría los ojos cada vez menos.
Su sangre fluía en tubitos, y en los lugares donde lo habían pinchado se formaban moretones. Los médicos buscaban el agente patógeno. Entretanto, le dieron el quinto antibiótico.
Afuera estaba cálido y el aire era puro, en la habitación del hospital había un calor agobiante y el aire era rancio. Cuando entraba, a veces Luise se sentía mal, y cuando Uwe recibió una habitación privada se sintió aliviada que la rodeara sólo su olor. El césped primaveral y los árboles altos, la estación de servicio, los bloques de vivienda con sus fachadas lisas, los caminos de tierra y las calles asfaltadas de la pequeña ciudad, todo se encogía cuando ella se acomodaba junto a él y el olor corporal, dulce y ácido a la vez, el olor humano parecía ir desapareciendo en la habitación.
Ya era inútil mudar a Uwe a cuidados intensivos, había dicho ella unos días más tarde, en voz baja y estridente. Entonces, para dominar la parálisis que se había apoderado de él, había saltado del escabel junto a la mesita del teléfono, dijo el padre. Se había puesto en camino de inmediato y había llegado a la clínica media hora antes que Uwe muriera.
Eran los últimos en la puerta del cementerio, los enterradores pasaron junto a ellos, el fornido delante, con pasos irregulares, torpes, seguido por el joven delgado, que alzó brevemente la cabeza para hacerles, en silencio, una señal. Ellos respondieron el saludo, apenas el padre hubo terminado su relato.
A Ruth le hubiese gustado decirle algo a Fred. Sentía su cuerpo junto al suyo y recordó un viaje que habían hecho, los frenéticos días en Marsella. Rendidos de cansancio recorrían tambaleándose las calles que olían a pescado, comían couscous con ratatouille, se mezclaban entre la gente, siempre a la caza de nuevas impresiones, como si creyeran tener poco tiempo para vivir. Por las noches iban al mar, se arrojaban contra la olas y luego caían con sus cuerpos mojados sobre la arena. Después de echarse un largo trago directamente de la botella de vino y acostarse boca arriba, Ruth dijo la última noche:
–Si miro un rato al cielo, tengo la sensación de de las estrellas se mueven.
Y después de unos instantes de silencio, en los que sólo se pudieron oír los automóviles a lo lejos y, a intervalos regulares, el ruido de las olas que se hinchaban y rompían, Fred respondió con voz firme:
–Es que lo hacen.
–Es hora de que vuelva –dijo Ruth.
–Te acompaño hasta la estación –repuso el padre de inmediato.
Dejaron el cementerio y alcanzaron la calle que, pasando por la estación de servicio, llevaba la estación. Como no había acera, Fred y Ruth caminaban uno al lado de otro al borde de la calzada, detrás los pasos rápidos del padre.
–Donde vivo es muy distinto de Marsella –dijo Ruth inesperadamente y buscó un eco en los ojos de Fred.
Los hermanos se miraron sin sonreír.
–Nunca entendí por qué te fuiste allí –dijo Fred y torció la boca–. Al Oeste.
Al decir la última palabra elevó la voz para bajarla en la última sílaba. Ruth se volvió hacia Fred e indecisa, le ofreció sus manos flácidas.
–No quiero morir allí –dijo ella.
Fred se detuvo, tomó con ambas manos los antebrazos de Ruth, lo hizo tan firme que ella sintió un dolor parecido al de antes, cuando él peleando le apretaba y sujetaba los brazos detrás de la espalda sin que ella pudiera defenderse.
La miró un rato. Ella respondió a su mirada. Las manos de Fred se deslizaron hasta las de Ruth, tibias, ásperas, que no soltaron las suyas y las rodearon sin ejercer presión; ya en aquella época Fred se comía las uñas. Ruth comenzó a acariciar sus manos, luego las estrechó, clavó la yema de sus dedos en las zonas más blandas; apartó la mirada.
El padre, que no había dejado de caminar, no se volvió, su silueta se hizo más pequeña, en el extremo de la calle.
–Me ocuparé de él –dijo Fred.