Leif Randt, D

Nacido en 1983 en Frankfurt am Main; reside en Berlín. Licenciatura en Gießen, diplomatura en Hildesheim, Erasmus en Londres.

 

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SCHIMMERNDER

DUNST ÜBER

COBYCOUNTY

(Auszug)

© 2011 Leif Randt

Traducido por Nicolás Gelormini 

 

 

 

Resplandeciente vapor sobre Cobycounty

(Fragmento)

 

“Cuando nos pusimos en marcha para mudarnos en primavera a CobyCounty, esto parecía suceder a partir de un humor ligeramente embriagado. Este humor nos lleva hace ya cuarenta años a través de una vida fantástica.”

* Madre Endersson, 65, Experta en marketing y énfasis 

 

“Una crisis de la industria de la cultura y de la industria cosmética es en todo momento posible, en ocasiones incluso deseable.”

* Jerome Colemen, †, comerciante y visionario

 

“¡Amo esta ciudad!”

* Wesley Alec Prince, 26, historiador del arte

 

 

Como mi madre cumple 65 años, hay gente mayor en la terraza del techo del hotel, vestida con impermeables color beige. En el cielo se han amontonado las nubes, hay una llovizna muy suave. Mi madre dice unas pocas palabras de bienvenida y recomienda que se dirijan al bar. Allí estoy yo y saludo. Para mí es imposible distinguir quiénes de los huéspedes presentes son amigos de mi madre y quiénes turistas normales del balneario. La mayoría me parecen simpáticos, porque los aperitivos bebidos con gran velocidad les provocaron un brillo de preocupación en las miradas. Para esta gente, yo parezco ser todavía un muchacho. Entre tanto ya he terminado la universidad hace siete meses, entre tanto ya trabajo y gano dinero, entre tanto ya visto una camisa costosa de gran calidad. El hotel pertenece a la pareja de mi madre, se llama Tom O’Brian y se desplaza y pasea relajado sobre su propia terraza. Tom tiene apenas 57 años. Cada tanto viene hacia la barra y dispara alguna frase: “Y Wim, nos tomamos un vodka con jugo de manzana?” Vodka con jugo de manzana: este es una suerte de running gag entre nosotros, desde que yo hace siete años tuve que vomitar en el lobby del hotel. Yo extiendo la mano hacia la nevera portátil, que está debajo de la barra, y le alcanzo a Tom una cerveza. Él tiene espaldas estrechas y lleva un fino abrigo de pana, así como unos jeans claros y botas de gamuza. Antes de que se vaya y siga su camino, chocamos las manos tal como yo lo hacía antes con mis amigos cercanos en el highschool, de manera ostensible y ligeramente tensa. La torre del hotel la construyó Tom hace once años, con mi madre están juntos hace siete;ellos elaboran conceptos de marketing que buscan interpelar la esencia de diversos grupos etarios. Incluso, en ocasiones, algunos de mis amigos reservan en primavera aquí. Eso no me causa ningún inconveniente, pues amo a Tom O’Brian y la torre del hotel y a mi madre. Con su traje sastre y su pelo corto con peinado clásico, ella se ve ligeramente distante y muy elegante. En el transcurso del comienzo de la noche le pregunto a cuánta de la gente en la terraza ya conocía personalmente de antes. Mira a su alrededor y dice: “intuitivamente, un treinta y ocho por ciento.” Mi madre vive hace más de cuarenta años en CobyCounty, creo que en esto siempre ha sido honesta consigo misma. Le sirvo un vaso lleno con Pepsi Cola. La mayoría de sus invitados ordenan cócteles ligeros y me da la impresión de que la gente mayor toma en CobyCounty otra vez como los alcohólicos principiantes en CobyCounty. Como si se cerrara allí un círculo, y como si los diferentes grupos etarios estuvieran amigablemente entrelazados unos con otros en nuestra ciudad. Por otra parte, no puedo describir a los presentes, sin mala conciencia, como “gente mayor”; antes bien, se trata de “mujeres y hombres vitales en sus tardíos sesenta y pico”. Al igual que mis padres, muchos de ellos deben de haber llegado a CobyCounty a los veinte años, para fundar al comienzo compañías cinematográficas o editoriales, y luego abrir gastronomías conceptuales. De repente pienso que estos adultos bien vestidos, que ahora se encuentran delante de mí y dando vueltas por el techo con sus ojos vidriosos, han sido en algún momento probablemente jóvenes vanguardistas. Cuando la ligera llovizna se transforma en un tremendo aguacero, muchos de ellos extienden de inmediato los brazos al cielo y comienzan a bailar. Se mueven como si todos recordaran simultáneamente las viejas tomas de las videocámaras portátiles de sus bailes tempranos bajo la lluvia. A mi madre el agua le cae desde los cabellos cortos hacia el rostro, se ríe y llama a la gente hacia el interior del hotel. La barra, detrás de la que me encuentro, está cubierta por un toldo, escucho arriba el brusco sonido del repiqueteo de la lluvia y acomodo las botellas de vino blanco en la nevera portátil. Rápidamente la lluvia comienza a sonar como granizo y el toldo es sacudido por la tormenta. Cuando llevo la nevera hacia adentro del edificio, todavía hay cinco personas mayores bailando, completamente empapados, en la terraza. Les hago un gesto de aprobación con la cabeza. Violentas tormentas como ésta son completamente normales un trece de febrero, mi madre está perfectamente preparada para esto.

 

En las suites del noveno piso son abandonadas las ropas mojadas y se toman baños de agua caliente. Algunos de los invitados se preparan ahora de seguro para un placer festivo, para juguetear con la espuma y esparcirla por los cuartos de baño. Yo me encuentro con los pies descalzos sobre las baldosas calientes por la losa radiante de la suite 914. Todo está preparado, la bañera está llena con agua caliente que exhala vapor, sobre su borde brilla un enfriador de champagne. De repente alguien abre la puerta. Ingresan la antigua profesora de economía política de la universidad, Joline Caulfield, y el primo ebrio de mi madre, me saludan cordialmente y se despojan de sus albornoces. Hago un nudo en el cordón de mi short de baño y meto para adentro mi panza incipiente, apenas visible. El fibroso primo de mi madre, cuyo nombre he olvidado, tiene cabello blanco en el pecho, que él expande con completa conciencia por el lugar. Es el primero en introducirse en la bañera. A pesar de su forma oval, la bañera es suficientemente grande para los tres. “¿O acaso te resulta incómodo con nosotros?” Yo nunca cursé con Joline Caulfield, pero siempre escuché hablar muy bien de ella. Digo: “Pero para nada.” Cuando poco después estamos cubiertos de espuma hasta los hombros, y nuestras piernas amenazan constantemente con tocarse debajo del agua, hacemos girar la botella de champagne en círculo. Yo me encuentro en la cara frontal de la bañera, a la izquierda Caulfield, a la derecha el primo, no me molestaría tener algunos vasos. Por los parlantes situados en el techo del ambiente saluda mi madre. Ella desea que todos se sientan cómodos y se reconforten con el baño caliente, y nos invita después al buffet en el lobby. Joline Caulfield bebe un profundo trago de champagne y pregunta por mis planes para la primavera. Yo miro la parte superior de su biquini negro. Los habitantes más entrados en años de CobyCounty siempre dan por supuesto que la primavera va acompañada para nosotros, los más jóvenes, de nuevas definiciones fundamentales. Como si las semanas entre marzo y mayo nos transformaran en figuras carentes por completo de solidez. Probablemente crean esto, porque es lo que se puede leer en tantas y tan diversas revistas culturales o en revistas de negocios. Sobre la primavera en CobyCounty se encuentran regularmente reportajes con títulos dramáticos como: “hacia las diez de la mañana, la joven pareja de Bristol (Reino Unido) todavía se encontraba muy lejos de cansarse de bailar en la arena.” Y a estas frases siguen siempre estadísticas que incluso resultan increíbles para los habitantes del lugar, y de nuevo otra vez descripciones, entremezcladas de manera llamativa con las propias impresiones.

En este baño de espuma, para no transformarme en la pantalla de proyección de una antigua profesora universitaria de economía política y de un primo fibroso, dije que probablemente viajaría durante la próxima primavera: “Me interesa ver cómo es la vida en primavera en otros lugares.” Después no digo nada más y los miro reflexivamente a ambos, sentados en medio de la espuma. Probablemente ahora se pregunten si acaso sólo soy un jovenzuelo tardío especialmente extraño, o si acaso ellos tienen representaciones completamente falsas de la juventud actual. En verdad no planeo en absoluto viajar en primavera, como es natural, en verdad anhelo con locura la primavera en CobyCounty, con tanta intensidad como todos los demás. Joline Caulfield sostiene la botella de champagne en medio de los sofocantes vapores del baño. La botella está mojada por fuera, echo la mano hacia la botella y bebo y me sorprendo de que la bebida todavía esté burbujeante. Luego el primo rompe el silencio: “Entonces ya tenemos que ir yendo en seguida al buffet, ¿no les parece?” En cuanto él se levanta de la bañera, la vellosidad de su pecho cuelga de su cuerpo hacia abajo, como cintas de color blanco oscuro. Se las restriega con la toalla para secarse y casi inmediatamente después golpea las palmas. Casi de manera simultánea también Miss Caulfield y yo abandonamos el agua todavía caliente.

 

En el buffet me encuentro con mi madre, ella sostiene su siguiente Pepsi Cola en la mano y tiene el pelo recién peinado con el secador de pelo. Pregunta con quién tuve que bañarme. Le cuento y digo que no ha sido en absoluto un problema, mi madre hace una mueca de desconfianza y me pasa una mano por encima de la cabeza: “Muchos todavía no han salido ni siquiera de los baños”, dice, “allí quizá están surgiendo todavía un par de romances.” Cuando asiento con la cabeza y con la mirada seria, mi madre ríe: “Ay Wim, en algún momento verás algunas cosas con mayor amplitud.” Vuelvo a asentir con la cabeza y exhalo y me consigo un poco de sopa de crema de hinojo en un plato hondo. Antes de irse, mi madre me aprieta brevemente contra su cuerpo y dice: “¡Pronto será primavera!” Le escribo a Wesley un mensaje de texto, que dice que el círculo de nuestras madres se alegra casi tanto como nosotros por la llegada de la primavera. Entre tanto ya no puedo decir en realidad acertadamente que nuestras madres pertenezcan al mismo círculo, pues la madre de Wesley, hace un año y medio, ha abandonado CobyCounty en calidad de neo-espiritualista. Su padre, quien es un influyente diseñador de páginas web, pero que por razones sobreentendidas vive en un apartamento más pequeño que su hijo, no quiso interferir en la decisión. Wesley jamás se cansa de mencionar que ama CobyCounty. Quiere tomarse vacaciones entre comienzos de marzo y fines de abril, para volver a buscar de manera directa el contacto con los turistas jóvenes de las metrópolis del mundo occidental. Wesley buscaría también el contacto con turistas de otros ámbitos culturales, pero ningún individuo que pertenezca a ellos viaja jamás hacia CobyCounty. Al menos esa es mi impresión. Por otra parte, no puedo afirmar con seguridad que yo sería capaz de reconocer realmente a los turistas de otros ámbitos culturales. En el aspecto puramente étnico, CobyCounty es enormemente heterogéneo. Mi tez, por ejemplo, es bastante blanca, pero la de Wesley es más bien color ocre. Sin embargo, uno supondría de manera espontánea que nosotros miramos de manera retrospectiva hacia un pasado común, en definitiva las chaquetas de nuestro college están adornadas con idénticas letras de gran tamaño. Ambos hemos asistido a la School of Arts and Economics de CobyCounty. Wesley estaba inscripto en “Historia del arte desde 1995” y mi carrera se llamaba “Nuevo marketing literario internacional”. Hoy ambos tenemos trabajos que probablemente en ninguna otra ciudad del mundo podrían estar tan bien pagos. Como agente literario de jóvenes escritores mis clientes en parte son todavía menores de edad, yo tacho errores en sus textos y luego trato con las editoriales cuestiones vinculadas con adelantos y royalties. Los textos de mis autores teenagers están llenos de violencia lingüística y nos muestran a nosotros, los jóvenes más avanzados en edad, de qué modo se siente hoy la vida de la más temprana juventud: los más jóvenes parecieran experimentar su cotidianidad escolar y vacacional como una embriaguez existencial y salvaje, ya no como la comedia romántica ligeramente irónica que tuvimos que atravesar todavía Wesley y yo. Cuando éramos teenagers, partíamos del supuesto de que la vida se trataba de algo dividido en pequeños episodios, cerrados en sí mismos. Por lo tanto, nos enamoramos en algún momento por primera vez y dejamos que se sucedieran las escenas sensuales de arrumacos sobre las praderas y las colinas. Más tarde tuvimos que afrontar separaciones trágicas y luego celebramos por despecho fiestas y bailes disolutos en la playa. El principio fundamental era que esta serie se repetía con regularidad: sensualidad, separación, fiesta y baile.

 

En el transcurso de la noche de cumpleaños se suceden numerosas conversaciones con diferentes personas que ya me conocían de la época en que yo era todavía un pequeño jovenzuelo con campera de jeans. Cuanto más embriagado estoy, tanto más me conmueven sus expresiones lisonjeras: parece que antes mi piel era ostensiblemente más pálida. También ahora sonreiría más a menudo y eso me sentaría bien, al igual que mi camisa, que también me sentaría bien. Se me pregunta si ahora tengo una relación, una novia o un novio, y yo cuento que lamentablemente Carla hoy se encuentra enferma y yace en mi cama con una bolsa de agua caliente. En verdad Carla yace sin bolsa de agua caliente en su propia cama, y mientras siga resfriada en realidad no tenemos pensado vernos. Nos escribimos, pues jamás hemos sido muy buenos hablando por teléfono. A través de la conexión mi voz suena también un poco cansada y excitada, incluso cuando no estoy ni cansado ni excitado. El modo de Carla de encontrar, por escrito, siempre nuevas metáforas, sencillas, para expresar que me extraña, me agrada mucho. En algún momento comienzo a entablar conversaciones en el lobby que me resultarían odiosas en estado de sobriedad. Menciono el hecho de que al día siguiente tengo que ir a la agencia muy temprano, y cuando me despido, soy abrazado en diferentes ocasiones.

Todos los años, en el día de San Valentín, hay estrenos de películas en el cine del paseo marítimo. Este año dan una versión extendida, con la dosificación de color ligeramente corregida, de “Resplandeciente vapor sobre CobyCounty”, por lo tanto, en verdad, no es un verdadero estreno, sin embargo las entradas son disputadas de manera enérgica desde hace semanas. Siete entradas nos fueron enviadas a la agencia, cinco se ha llevado personalmente mi jefe Calvin Van Persy, dos han quedado sobrantes. A Carla todavía no le he preguntado en absoluto. Por un lado, ella está resfriada; por otro, sabe que los estrenos cinematográficos del día de San Valentín tienen una larga tradición para Wesley y para mí. “Resplandeciente vapor sobre CobyCounty” es un documental crítico sobre la vida ligera en nuestra ciudad. Con esta película, una directora joven francesa ganó hace dos años el Premio Especial de la Crítica del Festival de Cannes. Es cierto que se dice que ella no merecía en absoluto este premio, pero desde que la película se exhibe en los cines de arte europeos, cada vez vienen más turistas atractivos en primavera.

Cuando Wesley me pasa a buscar por la agencia es todavía muy temprano, el estreno comienza recién dentro de dos horas, así que preparo café y nos sirvo un plato con frutas sobre la vieja mesa de roble que se encuentra en la cocina. Sirvo el café en las tazas que tienen impresos rostros de animales. Rostros de animales: esto es algo así como un running gag entre Wesley y yo. “¿Pero qué clase de mesa vieja es en verdad ésta?”, pregunta Wesley y palpa la madera de roble. Digo: “Calvin Van Persy la ha traído de la casa de su abuela. La mesa debería darle el alma a la cocina de la agencia literaria, que también necesita buenos textos.” Wesley hace una mueca de ironía y yo respondo con otra mueca semejante. En la prensa internacional circula desde hace años la idea de que los textos de CobyCounty serían en realidad estilísticamente perfectos, pero que les faltaría sin embargo el vínculo con el sufrimiento existencial. Una de mis tareas más importantes es –desde mi perspectiva– mostrarles a los autores jóvenes las mentiras en los medios digitales e impresos: en la página web de Le Monde se publicó hace poco que el mercado ya no soportaba más libros dispendiosamente confeccionados sobre fiestas en la playa. Pero en verdad los hombres quieren saber mucho más todavía sobre los buenos tiempos en CobyCounty, eso no sólo lo muestran los números de ventas, esto se explica enteramente por sí solo: quien no vive aquí quiere imaginarse una vida aquí, y todos los demás quieren equiparar sus propias experiencias en CobyCounty con las experiencias en los textos.

 

Con el comienzo de la película estalla un aplauso cerrado en todo el cine del paseo. En la pantalla se ve, al comienzo de la película, nuestra playa, en un día celeste, probablemente de abril. Se escucha el mar. Sigue un corte seco hacia el desquiciado carnaval de la región industrial: chicas y muchachos de alrededor de veinte años que se echan unos en brazos de otros, que bailan y dan gritos de júbilo. “¡Allí! ¡Allí estaba yo! ¿Has visto?” Una vez más no he visto a Wesley, pero asiento con la cabeza. Algunos sectores del público expresan en voz alta las más famosas grabaciones de sonido directo: “Nosotros soñamos vender algún día helado en el Colemen-Hills.” Y entonces todos ríen. Una vez que, después de veintidós minutos, los créditos recorren la pantalla, y a mí muchos de los nombres de los figurantes me resultan familiares, tengo la sensación de que en toda la sala reina una cálida concordia.

En el hall del cine miré inmediatamente mi teléfono móvil: ningún mensaje de Carla. Sigue estando por lo tanto en condiciones de sorprenderme. Wesley dice: “En tanto que la película muestra exclusivamente imágenes de CobyCounty, alude de manera sutil a un mundo exterior por fuera de la ciudad.” Se lleva el sorbete a la boca y bebe una gran cantidad de líquido de su trago largo: “Y precisamente por eso la película es un enorme éxito internacional.” Por el momento no veo ningún motivo para contradecir a Wesley. Sin embargo, muy pronto él ya está verdaderamente ebrio, y en el bar se deja entreverar en insípidas discusiones sobre la película. Cuando abandono el hall, Wesley conversa justo en ese momento con un tipo que tiene mucho aspecto de estadounidense y que evidentemente está establecido aquí.

Durante mi regreso a casa cae una violenta tormenta. Los asistentes al estreno hacen señas a los taxis que pasan, el viento destruye sus peinados y hace volar las latas de bebida vacías fuera de los cubos de basura. Yo camino pegado contra las paredes de las casas, y cuando paso por el refugio de la parada del autobús delante de mi apartamento, temo que la escultura de shampoo instalada allí pudiera ser arrancada del dispositivo que la sostiene y que pudiera matarme de un golpe. En verdad sé que, por principio, las esculturas de Colemen & Aura con sus núcleos de gomaespuma y sus finos revestimientos de papel maché no son lo suficientemente pesadas para matar a alguien y que además están amarradas de manera realmente muy segura. La botella de shampoo extra grande se pliega con elasticidad en el viento; es sin embargo a prueba de bombas con su sólida base.

 

Después de pocas horas de sueño me encuentro en bóxers en mi balcón. Jóvenes mujeres y hombres en uniformes de colores claros rastrillan la ciudad y recogen de la calle aquello que ha quedado tirado por la tormenta. Empujan cestos de basura azules sobre ruedas y utilizan grandes tenazas prensoras. El asfalto brilla bajo el sol de la mañana. Ya tarde mi mirada se detiene en la parada del autobús y allí me encuentro por un momento inmóvil, tres pisos por encima de estos nuevos agujeros en la imagen de la calle. Por lo tanto, la escultura debe haber sido desmontada por la mañana temprano, según lo planeado, por los hombres y mujeres uniformados, y probablemente todavía se monte durante el transcurso del día una nueva instalación. Sin embargo, tengo que confesarme a  mí mismo que la vista del refugio de la parada, ahora vacío, me deprime, y que quizá todavía no haya aprendido nada al respecto. Cuando de niño me sentaba en el asiento de atrás del auto de mis padres, me daba tristeza cuando en la imagen de la ciudad aparecían nuevos anuncios de propagandas y, por ello, habían desaparecido los viejos carteles. Mis padres afirmaban que eso era un típico reflejo infantil, una mirada hacia el medio que anhela estructuras claras. Hoy temo haber sido melancólico ya desde muy chico. En los cambiantes anuncios de propaganda yo podía comprender que el tiempo transcurría, que los días se iban y no volvían más. Era una melancolía sencilla, en la que me podía arrullar en el asiento trasero del auto y sentirme bien, una sensación que no demandaba ningún tipo de consecuencias de mi parte, que era probablemente inofensiva, pero también improductiva y paralizante. Y ahora precisamente surge un momento similar, allí centellea esa sensación una vez más, por el motivo que fuere. Una de las trabajadoras uniformadas mira desde la calle hacia arriba, por un breve momento mantenemos el contacto visual, después desaparezco en el dormitorio. La luz de mi teléfono móvil se prende y apaga. Carla afirma por mensaje de texto que ella ya no se encuentra resfriada. Me pregunta si he soportado bien “nuestra tormenta”, y me invita a ir a su casa a la tardecita.

 

Cuando Carla me abre la puerta, viste unos pantalones cortos y una camisa amplia con una fina hilera de botones. En ese momento me llamó la atención de inmediato su piel perfecta, brillante como nylon satinado. Pues, si he de ser sincero, sólo me enamoro de un tipo determinado de mujeres: de las delgadas y aniñadas, que visten bien y, de algún modo, parecen tener una situación económica acomodada. Y esto a pesar de que los maestros ya en la escuela primaria nos habían aconsejado que no cayéramos rendidos ante los atributos exteriores, sino que consideráramos, en cambio, el verdadero carácter de las personas, independientemente de la clase, la raza o el género. Especialmente antes del comienzo de las vacaciones largas nuestros maestros no se cansaban nunca de aconsejarnos esto.

Carla me besa de inmediato con la boca abierta y a la vez coloca sus manos sobre mi espalda. Este gesto, incluso después de dos años, no me resulta para nada gastado. Pregunta “¿Qué pasa?”, dado que yo no respondo el beso. Digo: “Discúlpame, estaba brevemente sumergido en mis pensamientos.” Entonces le devuelvo el beso y Carla me arrastra por el camino más directo hasta su dormitorio, a través del amplio corredor, pasando junto a su piano. Caminamos juntos a tientas hacia la cama ubicada en el centro del ambiente, sus pies sobre los míos. A través de una amplia ventana se puede ver el mar. Sobre el mar hay nubes flotando, y pasan pájaros volando, acelerados, como arrastrados por una nueva tormenta. Mientras Carla besa, una sonrisa se dibuja en su rostro. Esto me hace sonreír a mí también, y de esta manera ambos nos transmitimos el sentimiento de que nos ponemos muy contentos ya que probablemente vamos a acostarnos juntos de inmediato. Nos quitamos la ropa con relativa normalidad: me saco de un tirón mi sudadera sin estampado por encima de la cabeza, mis cabellos se cargan con electricidad, y Carla abre rápidamente los botones de su camisa hasta abajo de todo. Pronto estamos acostados uno sobre el otro en pleno día. Carla dice disfrutar mucho de este momento: ella extiende su cuello hacia atrás al máximo y toma con sus manos mis nalgas. Sé que mis nalgas se sienten sólidas, fibrosas por el ejercicio, y no dudo en ningún momento de que nos dirijamos hacia un clímax liberador, si bien quizá algo superficial. Pero cuando pienso esto, ya sucede. Carla alza y baja la ceja de su ojo izquierdo, me conoce muy bien. Después me sorprende al decir: “Ahora aléjate.” En cuanto retrocedo, comienza a juguetear con su cuerpo con total independencia, de una manera ostensiblemente emancipada, con las piernas enormemente abiertas. Entre tanto, permanezco sentado desnudo sobre el borde de la cama y miro por la ventana hacia afuera. Carla respira jadeante. Por un breve instante tengo la sensación de vivir con Carla en un utópico ámbito sexual. Quizá porque las nubes fueron disipadas de golpe por la tormenta, porque ahora de repente cae una cálida franja de luz sobre nuestra cama. Pronto Carla también alcanza una especie de clímax, y después nos besamos, tal como uno se besa cuando hay realmente una fuerte atracción, por lo tanto, casi de manera sexual, y después de algunos contactos breves, relativamente secos de nuestras bocas, permanecemos todavía sentados uno junto al otro bajo los rayos de sol. Digo: “Hoy vivimos en un utópico ámbito sexual.” Carla sonríe y murmura que me ha extrañado. Encuentro esta expresión extraordinariamente adecuada, precisamente por su forma carente por completo de metáfora.

 

Como después del sexo entramos en un amable clima culinario, llamamos por teléfono al Bakery Express Service. En el Bakery Express trabajan exclusivamente estudiantes de arte, usualmente dan la impresión de sentirse inseguros y de que apenas si les gusta su trabajo, pero esto los hace, por supuesto, inmensamente encantadores. Durante su juventud, Carla jamás tuvo permitido utilizar el service, porque sus padres estaban en contra de los estilizados servicios de delivery. Recién en el comienzo de nuestra relación se transformó en una verdadera fan de estos servicios. En el teléfono, a veces le cuenta a sus padres que precisamente ahora estamos comiendo otra vez esta “increíble torta del servicio de delivery”; y a menudo yo encuentro este proceder un tanto infantil de su parte, pues sus padres ya no tienen el plan de volver a revisar su opinión. El padre de Carla es músico, la madre redactora online, ambos mantienen una relación abierta, son felices y han educado a Carla como una muchacha fantástica. En líneas generales, Carla no necesita quejarse.

El empleado que trae la torta parece tímido y nos alcanza el pedido en una caja de cartón reciclado. Apenas si mira a su alrededor, y yo me pregunto qué tipo de estudiante de arte pretende ser en verdad, si no intenta percibir con la mirada la mayor cantidad de cosas posibles en un departamento desconocido. Cuando se despide, tengo que suponer que no se ha percatado ni siquiera del piano en el corredor, frente al que Carla se sienta para tocar tantas noches con el pelo recogido. Ella es probablemente todavía más musical que su padre, pero ha decidido no sacar rédito económico de su musicalidad. Ahora se encuentra en el hall de entrada del apartamento y se lleva su torta favorita a la boca. Cuando muerde un pedazo, muchas migas caen sobre el piso de parqué. El modo en que Carla disfruta de manera precipitada su torta me resulta honesta y realmente bella, hasta que de repente pregunta: “¿cuándo te transformaste en verdad en aquello que eres?” Dudo, después respondo con voz conscientemente sonora: “Pero eso ya lo sabes. Me conoces relativamente bien.” Dejamos las migajas de masa tiradas en el corredor y regresamos con la caja de torta al dormitorio. Carla ha seleccionado algunas películas. Las horas restantes de la tarde las pasamos en silencio.

 

Por la noche, cuando estoy acostado en casa en mi colchón de un metro cuarenta, pienso en escribirle un mail a Carla dedicado a tratar su pregunta. ¿Cuándo me he transformado en lo que soy? Mi plan es abordar la pregunta formalmente desde las bases, comenzar desde el mismísimo comienzo:

Yo nací un 28 de septiembre, aparentemente fue una tarde dorada, alrededor de las diecisiete horas. Mi madre recuerda una temperatura exterior de aproximadamente veintidós grados, también se acuerda de un sol que descendía, y naturalmente de la canasta de frutas que le regalaron en el hospital, de ese canasto repleto de manzanas y uvas y mandarinas. Esos canastos de fruta ya no se regalan desde hace tiempo, ni en la medicina privada ni en la estatal, sólo fueron entregados durante tres años a los padres de los niños que ahora tienen entre veinticuatro y veintisiete. Wesley afirmó una vez que nuestra generación será caracterizada por siempre como los niños de los canastos de fruta.

Además mi madre se acuerda del viaje desde el hospital hacia nuestra casa. Estaba sentada conmigo en el  asiento trasero de la limusina de mi padre, que en ese entonces había logrado en el cine su más grande éxito, la comedia “Mister Cheerleader”, y cuyo más resonante fracaso, “CostaCostaCounty”, un romance sórdido y lúbrico, todavía estaba muy lejos de ser filmado. Durante este primer viaje en auto por CobyCounty, mi madre ya me explicaba en ese entonces, presuntamente, muchas cosas, y me indicaba diferentes lugares a través de la ventana, a pesar de que naturalmente sabía que, como recién nacido, yo todavía no podía ver bien.

Ya con muy pocos años comencé a asistir a workshops: en campos de césped, en piscinas cubiertas, delante de monitores planos. Ante todo sin embargo había en todos los barrios numerosas clases de arte. Siempre fui malo pintando, pero mis collages de papeles de colores estaban entre los mejores. Cuando tenía diez años, uno de los docentes dijo que algún día yo podría ganar mucho dinero con mis collages. Después de eso, sin embargo, seguí trabajando con papeles de colores solamente durante cuatro meses y ya como un temprano teenager decidí que no me habría de dedicar a las artes plásticas. “Mi camino será otro”, pensé en ese entonces, y lo pensé como un titular de todas las cosas posibles que sucedieron durante los años siguientes.

A Wesley lo conocí en un curso de hockey sobre hielo, que rápidamente interrumpimos juntos. En ese entonces debíamos tener unos once años, y en algún momento, aproximadamente a los quince, ya había quedado atrás la época de los cursos y los workshops, y comenzó la fase de los romances, las separaciones y las fiestas en la playa. En verdad esta fase quizá se prolongue por siempre, pienso ahora de vez en cuando, pues hacerse adulto es un proceso perpetuo. Me siento orgulloso de no haber asistido jamás a un curso de yoga. Y a diario me alegro de no ser un virtuoso de la cocina. Retrospectivamente tengo la sensación de que siempre he permanecido fiel a una cierta línea, de que constantemente me he movido a lo largo de esta línea, y así he llegado a ser el Wim Endersson que trabaja exitosamente para Calvin Van Persy, y duerme regularmente con la talentosa Carla Soderburg. En qué consiste precisamente esta línea, es algo difícil de definir, pero de seguro tiene algo que ver con mis inclinaciones y mis preferencias. Y estas inclinaciones y preferencias se han formado seguramente durante la época entre el viaje en el asiento trasero de la limusina de mi padre y los primeros cursos de arte a la edad de tres años y medio, por lo tanto, durante una época de la que me resulta imposible recordar alguna cosa.

Mientras estas relaciones y procesos circulan por mi cabeza, cada vez considero menos importante resumir todo esto otra vez para Carla en un mail. Pues en realidad sabe todo esto desde hace mucho tiempo, o al menos debería poder imaginarlo. Y en el corredor de su casa ya le he dado indicaciones al respecto, al decirle que ella ya me conocía relativamente bien.

 

 

El diecisiete de febrero, exactamente tres semanas antes del cumpleaños número veinticinco de Carla, y exactamente dos semanas antes del comienzo de la primavera, Wesley quiere que nos encontremos en la fuente del pasaje de compras de Colemen & Aura. Nunca nos hemos dado cita aquí y la voz de Wesley se oía por teléfono inusualmente baja y apagada. El techo del pasaje está compuesto por innumerables cuadrados de vasos de leche, que distribuyen la luz de manera significativa. Además han sido colocados aquí y allá spots, todo está iluminado de tal modo que uno percibe su rostro en los escaparates espejados como especialmente armónico. Este es un lugar más bien para señoras mayores, pienso, y ya veo a Wesley desde lejos. Está sentado sobre el borde de la fuente y da un mordisco a un sándwich de pescado. “¿Cómo va?”, pregunto. Wesley se ha acomodado su pelo rubio oscuro detrás de las orejas. Pareciera como si se hubiera sumergido recientemente en agua salada y luego no se hubiera lavado ni secado apropiadamente el pelo, sino que solamente se lo hubiera restregado en seco.

“He hablado por teléfono con mi madre. No se encuentra especialmente bien. Incluso está mal.”

“¿Entonces va a regresar pronto?”

Wesley sacude la cabeza: “No, eso seguro que no. Todo lo contrario. Se preocupa mucho por nosotros... Sigue realizando esos ejercicios, y uno puede pensar cualquier cosa al respecto, pero en última instancia ella ha trabajado con viejas grabaciones de video en las que también nosotros aparecemos. Nosotros dos a los dieciséis años... y desde ese entonces hay una escena que no se le quita de la cabeza.” Wesley parece querer concentrarse tan profundamente en el diálogo que ha dejado simplemente el sándwich de pescado mordido entre nosotros: “Mi madre nos tiene constantemente ante los ojos tal como paseábamos por la playa en el crepúsculo. Llevamos cazadoras de nylon amplias, de modo tal que a primera vista parecemos de dieciséis como en ese entonces, entre tanto nuestros rostros han madurado hace tiempo. Corremos por la playa y reímos... y en algún momento nos hundimos. Toda la playa comienza a derrumbarse debajo de nuestros pies. Como si allí solamente hubiese sido acumulada arena sobre una bóveda quebradiza, y bajo esta cúpula se encontrara un pabellón gigante, vacío... Mi madre ve esta escena ahora en cada ejercicio. Ella cree que hay un peligro interior que se está formando en cada uno de nosotros. Un peligro que vamos a experimentar ya en esta primavera, que va a experimentar toda la ciudad de CobyCounty... A menos que abandonemos la ciudad.”

Tomo el sandwich de pescado que está entre nosotros: “¿Pero tienes en cuenta que tu madre es una neo-espiritualista?”

“Mi madre ha pasado la mayor parte de su vida en CobyCounty, Wim, al igual que nosotros. Nos conoce, y conoce la ciudad, y hasta ahora nunca me ha mentido.”

 

Delante del pasaje cierro los ojos, la luz del día me resulta ahora claramente muy intensa. Un taxi color crema pasa delante de mí y Wesley me saluda nuevamente al irse. Cuando el auto con él ya está en camino, baja la ventana polarizada y grita alguna cosa que ya no logro escuchar. No estoy seguro de que Wesley todavía perciba mi confusión, veo el taxi doblar y miro mi teléfono móvil: ninguna noticia de Carla. Es una tarde completamente calma, sin viento, muy a lo lejos se escucha el murmullo del mar, y el sol ya tiene bastante fuerza.

 

 

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