Julya Rabinowich, A

Nacida en 1970 en San Petersburgo; reside en Viena. En 1977 abandona sus raíces y se traslada a Viena. 1993–1996: estudios en la Universidad de Traducción de Viena.

Descarga del texto:

Formato PDF (*.pdf)

Video retrato

Información sobre la autora

 

 

 

Erdfresserin

© 2011 Julya Rabinowich

Traducido por Nicolás Gelormini


Devoradora de tierra

En la casa de Leo hace calor, no calor de verano sino calor de desierto. Leo y yo languidecemos envueltos como beduinos en sábanas, bajo el bochorno tenaz y pegajoso. El agua en el vaso de Leo tiene la misma temperatura que la humedad en nuestros rostros. La sábana forma pliegues alrededor de mi torso y mis muslos, se extiende en colinas hasta los pies de la cama. En la penumbra de la madrugada los pliegues forma una duna blanca y otra, muchas más, en hileras irregulares.

La luna desciende detrás de las curvaturas de la tierra, el cielo apenas se distingue del horizonte, un azul más bien claro que promete un bochorno aún más abrasador. En algún lugar, un animal lanza un rugido ronco y sostenido.

 

Ese rugido lo oí a menudo en Grecia. En las playas en que yo pernoctaba vivían jaurías de perros que se habían vuelto salvajes. Eran, igual que yo, forasteros, tenían hambre y no eran menos taimados. Expuestos e intimidados, pronto se fundieron en un todo de múltiples hocicos, con muchos ojos y orejas y patas que escarbaban la tierra, había ejemplares grandes, pequeños, lactantes y sanguinarios. A veces cazaban otros animales, y se decía que alguna vez también sucedió que atacaran a humanos.

En aquella época solía dormir en la playa y no les tenía miedo; sentía que  formaba parte de su jauría más que muchos otros perros. Una vez vinieron algunos en calidad de exploradores hasta el lugar donde dormía. Vinieron con precaución, la mirada atenta y las orejas paradas, no como enemigos. Aparecieron sigilosos en la colina, siluetas oscuras recortadas contra el oscuro cielo nocturno. Allí donde no estaban, puntos blancos que brillaban intensamente: estrellas.

En las playas griegas, ya a la madrugada la arena quema los pies, y al mediodía lo hace con tanta intensidad que yo temía por mis sandalias de plástico, temía tener que sacármelas de los pies como una segunda piel, apestosa, colorida. Quiero quitarme la piel sudorosa de Leo, antes que se pegue a mí, obstruya mis poros, antes que mi olor sea tan repugnante como el suyo, que está presente en todas partes, en su sudor, en su respiración, en su roce, con el que quiere propagarse, crecer adherido a mí, volverse sano gracias a mí y en mi lugar. En el bochorno tropical me alejo y él, susurrando, me sigue, emite sonidos que recuerdan a un animal, a un niño de pecho. Leo extiende una mano fláccida, como un tentáculo que evito justo a tiempo. La mano cae en el vacío de las sábanas entre nosotros y destruye el desierto blanco, del que me escapo ágilmente, encojo las rodillas, y luego pongo los pies con cuidado sobre el linóleo verde, diez puntos rojos sobre el verde veteado, iluminado por la luz de la lámpara redonda de Leo.

Me deslizo hasta el baño, hago a un lado mi rostro en el espejo, no quiero verme ahora, no quiero verme ni a mí ni a Leo. Me echo agua fría en la nuca, saco una pastilla para el dolor de cabeza del bolso cosmético que ya ha expulsado a la colonia de afeitar de Leo, que él ya no usa. Cierro la puerta del botiquín. Meto la cabeza en el lavabo y abro el grifo. Mi pelo comienza a encresparse con la humedad, mi rostro luce insidioso, como el de la Gorgona en el escudo de Perseo, con destreza agacho la cabeza y la saco fuera del lavabo, estoy a salvo.

En el balcón que da al patio interno hace calor y está calmo, los pájaros comienzan a agitarse. El cenicero de Leo sobre la balaustrada, lleno de cenizas, lo cojo y lo vacío en el patio; sopla un viento suave que arrastra las cenizas al balcón vecino. Alzo la vista, está brumoso, no se puede distinguir ni una estrella, ni arena abajo, ni animales. Estoy en medio del silencio y aguardo y me doy cuenta de que estoy tratando de oír la respiración de Leo, y como no oigo nada, se apodera de mí una inquietud indescriptible y adrede tiro el cenicero al suelo, para que tintinee y haga ruido pero sigo sin oír nada y espero un poco y me deslizo de regreso a la asfixia de adentro y pongo mi oreja sobre su pecho mojado y lo siento en movimiento y me relajo.

 

 

Mi espalda está sobre el húmedo lomo de hierba de la tierra. Mi espalda y la hierba están cubiertas  de una delgada capa acuosa. Está pesado, también nosotros sudamos, nuestras humedades se tocan y nos mezclan, a mí y a la tierra. Espalda contra espalda como dos duelistas. En su espalda troncos como cerdas, alineados con desconfianza; en la mía, sólo los vellos rubios, pues a pesar de la tibieza de té del aire tiemblo de frío. Tenemos diez pasos antes de volvernos el uno hacia el otro, antes que suene el primer disparo. Yo haré trampa. Haré trampa como siempre,  nunca he logrado prescindir de la mentira, del engaño, soy demasiado débil para jugar con las cartas descubiertas, soy demasiado fuerte para sucumbir, todavía no. La casa sigue esperando. Una hermana. Una mamá. Mi hijo.

Aprieto los omóplatos más fuerte contra mi adversaria, siento cómo se forman hoyos en su superficie, percibo pequeños trozos de su cuerpo en mi nuca, separados de ese todo infinitamente pesado, tanto más pesado que yo, tanto más grande, indiferente e impiadoso y, sin embargo, un hogar. Cierro los ojos.

Sujétame. Tómame de nuevo. Tómame sin manchas, por entero, ocúltame en ti, extíngueme, transfórmame hasta que sea otra, una vaca tal vez o una planta.

Mis dedos buscan su camino entre la hierba. Impaciente, los entierro en el suelo, arranco tallos sin misericordia, la uña de mi anular se quiebra, el dolor es breve pero eficaz, llevo la mano a mi boca. En mis labios quedan pequeñas migajas de tierra negra.

Abro los ojos. Pan negro de la patria, pienso. Pan negro de mi madre, me viene a la mente, que ella misma ha horneado el domingo, envuelto en un paño, una tela pesada con bordados rojos, todo en mi madre es pesado, rojo, negro, familiar, el pan humeante sobre la maciza mesa de madera de la cocina, el humeante umbral de piedras, las manos humeantes entre los remolinos de nieve, los ojos casi empañados, oscuros, tan oscuros como el pan negro que ella mantiene amorosamente apretado contar su pecho chato, cada hogaza perfectamente redonda, el vientre de una mujer fecunda cuyo fruto es aprovechable, no sólo aprovechable, es bueno, no retorcido y corrompido como mi vida, como mi hijo, al que ella cuida en mi lugar, porque al final de cuentas alguien tiene que llevar dinero a la casa, y porque apenas si los soporto a ambos. El pelo largo, lacio, atado en un nudo perfecto, hace mucho tiempo que la piel es transparente en las sienes, aretes rojos en las también traslúcidas orejas pequeñas.

Me da hambre, repentinamente un hambre avasalladora, esa hambre me arranca de la tierra, de la hierba, me pone en movimiento, el hambre me da náuseas, sobre mí el sol, el prado gira, un calidoscopio verde y amarillo, al borde del prado la oscura línea de los castaños viene rodando velozmente hacia mí.

–Leo, ¿quieres un café? –digo con voz afectada, mientras mis dedos hurgan en la gaveta, las manos tiemblan y debo concentrarme en que mis movimientos no se vuelvan demasiado torpes, de otro modo él me oirá hacer ruido.

–¿Dónde estás? –grita Leo desde algún lugar de la casa, en penumbras, invisible. Su voz es difusa, no puedo localizarla.

–Ya voy –digo.

En la gaveta sólo  hay incontables cajas de medicamentos suyos, prospectos que asoman de ellas, mal plegados, blísteres vacíos, condones en envolturas coloridas, un paquete de cigarros.

Cierro la gaveta con cuidado y cojo su impermeable, que cuelga de una silla al lado de la mesa. Colocado con esmero en el respaldar, no arrojado así sin más como mi chaqueta, arrugas negras de una tela delicada, ligera, debajo de las cuales asoma un zapato marrón, el tacón de aguja está desgastado. Tendría que ir al zapatero. Tendría que ir al médico. Desde hace días me torturan ardores en el abdomen, dolores que con una suave  presión de mis manos intento empujar de nuevo hacia mis adentros, dentro de mí, y luego bien lejos.

 

–Ya voy –miento.

Mi mano cuidada desaparece en los amplios bolsillos de su impermeable, penetro en sus secretos, que tanto me gustaría ventilar. Revuelvo en él como él revolvería en mí si aún pudiera. Palpo un encendedor, un pañuelo de papel, moneadas. El otro bolsillo está vacío. Bebo un sorbo de café frío de una taza que quedó sobre la mesa, un resto de charco oscuro, depositado en el fondo. Si tengo suerte ya se habrá dormido. Los resortes gimen, él se está moviendo de un lado a otro. Si esconde las llaves en el pantalón tendré que esperar hasta que caiga la noche, esperar el movimiento brusco con el que desabrocha el primer botón, el roce de la tela de jean contra sus robustas pantorrillas, su tibieza sudorosa contra mi vientre, contra mi espalda, el silbido que sale de su garganta cuando por fin se ha dormido. Sacudo las chaquetas, el viejo uniforme, miro debajo de las montañas de periódicos húmedos que cubren el piso. En el rincón hay una bandeja para gatos, el gato ya no está más, hizo que lo llevaran a casa de sus padres, a pesar de que el animal le brindaba distracción en las noches sin sueño. Yo soy un animal más barato y que se alimenta a sí mismo. Una sensación vaga hace que me detenga, tensa y confundida, en el vestíbulo, casi igual a como estaba mi madre en el nuestro cuando yo me volví a  ir, con la mirada in móvil, que no busca ni necesita un objeto, y otra vez pienso en mi madre e, inevitablemente, en mi hijo.

 

¿También estará arrodillado junto a la cama de mi madre, pidiendo acogida, luego exigiéndola? En la oscuridad, todo lo que sus imágenes mentales le quieran decir podría ser cierto. ¿Despertará ella de su sueño superficial, con la esperanza de que la respiración en su mejilla pueda ser la de su esposo, por fin? ¿Y cuánto tiempo pasa hasta que la decepción la despierta por completo y los sueños la dejan en manos de las tinieblas reales que rodean su cama, en las que sólo están ella  y mi hijo, nadie más?  Se miran, de seguro se miran fijamente, los veo mirarse fijamente, en la oscuridad, falta mucho para el amanecer, con miedo y furia, con la certeza de recibir algo equivocado, algo decepcionante, algo que no han buscado, pero sin lo cual no podrían seguir adelante. Él, presa de su anhelo; ella, de su esperanza. Unidos por los lazos que les impongo con mis ausencias siempre recurrentes. Fuera ladra un perro, probablemente el de los vecinos, al que han despertado la puerta del cuarto cerrada con violencia, el golpeteo de los pasos en el pasillo, porque él no encuentra el interruptor y en su agitación no puede orientarse y choca contra nuestro viejo armario de campo. Me veo a su lado, allí, en el pasillo lúgubre entre los muebles adornados con pinturas, bajo mis pies la gruesa alfombra con gallos rojos bordados. Cansada, apoyo mi cabeza en su hombro. Huele tan familiar como ninguna otra cosa en el mundo, aún puedo oler en la comisura de los labios la leche materna vomitada, deposito todo el peso de mi cabeza en su hombro y digo: “¿Cuándo por fin morirás?”

 

 

La casa de Leo tiene dos ventanas. Enfrente, la pared del edificio que está al otro lado de la callejuela. Los tranvías paran justo delante de la entrada, sus frenos chillones arrancan del sueño a Leo todas las noches, del sueño que él busca y busca, y casi nunca encuentra cuando lo necesita, por la madrugada está como atontado del sueño que, burlón, entonces lo tiene en sus garras de modo aún más firme. Leo se pasó la mitad de la noche tratando de cazarlo y al final resultó ser un recolector, un cazador de minutos, contador de horas, separador de guisantes, un sutilizador. “Mi sueño”, dice como si él lo hubiera heredado, adquirido, alquilado con contrato, y como si se lo arrebataran con engaño, todos los días de nuevo, algo que a ojos vistas lo indigna, como a cualquiera que le quitan sus bienes mediante engaños y turbias trapacerías. Él ya ejercita para su gran sueño que al parecer es inminente, y como cualquiera que se dedica con entrega a su hobby no quiere que lo molesten. Está boca arriba horas y horas, más allá de la sobresaliente colina del vientre, las manos apoyadas, a veces devota, otras majestuosamente, sobre el pecho, donde se ensortijan vellos de un rubio grisáceo como pequeñas, húmedas serpientes. A veces mira durante horas el cielo raso, quité de los rincones las telas de arañas para que no todo le recuerde la ruina, quedaron sí las marcas de la araña que se llevó su ex mujer. Observa el cable gastado que sale de un falso adorno de estuco, el círculo blanco, vacío, de donde colgaba la araña, los pequeños trozos que se desprenden del tejido de cables. Enciende la lámpara que he puesto en su mesilla de noche. Luego se queda mirando fijo sus pies, que asoman bajo la manta. Uñas anchas, estriadas. Leo pasa mucho tiempo acostado. Su vida transcurre entre los breves impulsos producto de mi atención y en las extensas islas temporales que se producen entre aquellos. Sus padres llaman a menudo y él cuelga o ni siquiera atiende, ellos quisieran llevarlo al hospital, poner a salvo sus libretas de ahorro, ellos me quieren coger in fraganti, me quieren coger cuando chupe el último resto de su hijo, pero yo como cualquier vampiro soy cuidadosa y Leo es agresivo con ellos y a menudo encuentran la puerta cerrada y llaman largo rato sin esperanza y en vano.

 

Las ventanas de la casa de Leo dan a una callejuela, oscura y estrecha, y están protegidas por las brillantes telas de arañas de las cortinas de encaje. Yo aprecio el modo en que los austríacos me mantienen tranquilamente alejada de sus problemas, prefiero observar la estrella navideña roja en la vasija blanca con bordes dorados, a tener que contemplar las maldades que diariamente se dispensan a sí mismos y a otros. Por eso tanto más furiosa me pone la manera en que los vecinos de enfrente, en diagonal, exponen un espacio supuestamente íntimo. Ese exponerse no tiene valor, pues se produce sin necesidad ni motivo, es tan abyecto que la bilis me sube hasta la garganta y la cauteriza color amarillo como un boleto de Satanás. Ya de lejos reconozco su ventana, las cortinas corridas hacia un costado, su cuerpo desnudo en movimiento, sé que lo único que esperan es, con su funcionalidad provocadora, avergonzar a Leo, y sé que yo estaría dispuesta a matar, a desgarrar como una bestia, a tirar huevos podridos, y después, como un lucero de la mañana, la escobilla para retretes de Leo. Podría mirar a otro lado. Mirar a otro lado es la especialidad de mamá, no la mía. La parejita lanza risitas mientras copula. Probablemente me consideran la esposa de un ciudadano obediente, ya algo marchita, con crédito de vivienda y una esteticista que me depila el bozo. En el marco de la ventana de Leo, de la vida de Leo me vuelvo inofensiva, dócil, burguesa. Mi breve respiro, un descanso pasajero, muy distinto de las otras áreas de reposo que hay en mi camino, dispersas en autopistas y suburbios de pequeñas ciudades industriales. Cuando abandono la casa al atardecer para reunir el dinero por el que esperan tres personas, nunca me expongo sin motivo.

 

–Leo –pregunto con amabilidad fingida–, ¿quieres jugar a los dardos?

Leo se alza con el codo de entre sus numerosos cojines, la bandeja con la vajilla vacía comienza a oscilar, él alcanza a atrapar sólo la taza, el plato, del que acaba de tomar el borsch, tintinea en el suelo y caen pedacitos de remolacha, esmerado cubitos de un rojo intenso. Caen como pequeños dados en un inmenso tablero de madera, y mi espíritu lúdico es mucho mayor que antes.

 

–¿Aquí? –Leo me mira desconcertado–. Hace dos años que no juego –dice–. ¿Y cómo sabes que jugaba? No te lo  he contado.

 

Maldigo mi furia, que me arrastra a acciones descontroladas. Por supuesto que no me ha contado nada, así como nunca menciona nada que tenga que ver con su ex mujer, ese capítulo de su vida no está clausurado, pero sí bien cerrado. Tan cerrado como el cajón en la cómoda que descubrí hace tiempo durante mis expediciones por la casa, y la llave, que él oculta en su antiguo escritorio, que ahora ha mutado en mero lugar de depósito. Todos los días me explica que hoy pondrá manos a la obra y ordenará el escritorio para por fin volver a llevar la correspondencia de su trabajo, regresar a su oficina, a su coche de servicio. A su mundo, lejos del mío.

 

No me ha presentado ni un conocido, he escuchado cómo le dice al vecino de arriba que yo soy una mujer de limpieza que cobra poco,  y sé que él suponía que no lo entendía, porque hablaba con voz débil y en fuerte dialecto.

Pero yo soy perspicaz. Intento entender, catalogar y evaluar todos sus contactos con el mundo exterior, toda la ayuda que reciba de afuera me volverá más innecesaria y me perjudicará.  Así descubro que me pongo celosa con esos intentos de fuga que en realidad son totalmente inofensivos: sus vecinos están al corriente. Antes que yo llegara, se quejaron en la administración por los olores que salían de su casa, sin ayudarlo de manera alguna o al menos informarlo de lo que iban a hacer. Me repito esto una y otra vez y, aún así, cada tanto me sobreviene una ligera inquietud que me impulsa a recorrer su apartamento, revisar sus llamadas, su correo. A veces llegan tarjetas postales con deseos de recuperación –al principio venían muchas, después fueron cada vez más escasas–, yo las abro, las leo y las tiro. Algunos sobres los vuelvo a pegar y se los paso, cuando tengo ganas. Que desde hace tanto tiempo su mujer no de señales de vida le sorprende, no puede creer que sus compañeros de trabajo lo hayan olvidado. Yo respondo, como en todas esas situaciones, con paciencia y maternalmente, con bastante más dulzura de la que jamás tuvo mi madre, que enfriaba mi frente con movimientos mucho más toscos de los que hacía cuando limpiaba nuestro umbral, y ese brusco refrescar era una caricia comparado con los golpes que a una la acertaban desde atrás, inesperadas y por eso más humillantes. Por un instante vuelvo a percibir el movimiento de sus manos sobre mi cuerpo, flotante como la batuta de un director, golpes asestados con precisión, y ya bailamos al son de su música, una vuelta y otra más, y en determinado momento ese juego llega a divertirme y emprendo cosas que sé que atraerán sobre mí su paliza, porque quiero demostrarle que me importa un pito y que he ganado.

 

Las manos de los niños, y también las mías, tibias, tersas, juntas. Yo, sacada de la limpieza de mi casa natal, unida a todos los cuidadores de ovejas y pastores de gansos del pueblo. Gritamos, reímos, chocamos unos con los otros y nos revolcamos en la suciedad, nos empanamos con arena, agua tibia salta entre nuestros dedos y salpica sin excepción a todos los pecosos en la cara, y por fin todos somos un único ser estival, despreocupado, bullicioso, diez veces más grande que los adultos y veinte veces más ruidoso. Entrecierro los ojos, la piel de la hija de los vecinos, que sólo conozco de lejos porque no tengo permiso para salir de la casa, roza la mía y es de terciopelo.

Tanto más inesperado, pues, me llega el golpe, certero y poderoso en la nuca. La mandíbula inferior golpea con toda la fuerza contra la superior. Las voces se hacen borrosas y por un momento son murmullos que se transforman en un gusto salado en mi boca. Minutos después estoy en la mesa de la cocina, y ella me está limpiando con agua demasiado caliente y movimientos rápidos, y yo escupo restos de jabón en un pañuelo ensangrentado. No lloro. Recojo en mi boca el líquido asqueroso, lo sacudo de izquierda a derecha y de derecha a izquierda y lo arrojo de a gotas en el papel rosado, mientras la áspera toalla deja en mi pecho manchas ardientes que entre los movimientos de mi madre se encienden y es como si que ella quisiera pintar mi piel. Pintarla de color rojo icono.

 

–Juega conmigo –pido una vez más–.

He encontrado la tabla pero ningún dardo, ni en el cajón cerrado ni en los otros, y no quiero gastar dinero en cosas que no me traerán nada sino un placer

pasajero. Leo sonríe inseguro. Me conoce como persona furiosa, solícita, pero no lúdica.

–No sé –murmura y arroja la manta a un lado y me llega una catarata de aire tibio, el olor me resulta familiar y no me molesta. Descubro que me ayuda a caer dormida como piedra en esas noches largas, sin descanso, caer por el brazo con que Leo me rodea, caer de los cojines y el colchón con la cubierta de plástico, del esqueleto de cemento del edificio y la calle asfaltada hasta la tierra profunda, blanda que finalmente me atrapa.

 

–Dime, ¿dónde están los dardos? –trato de animarlo y acaricio con ternura su piel.

Leo me pone el brazo alrededor de los hombros y se cuelga de mi espalda con todo su peso de león. Lo arrastro hasta que la mitad de su cuerpo cuelga de la cama como un intestino en una herida abierta.

–No puedo levantarme –dice balbuceando.

Parece estar al borde de las lágrimas, pero las reprime con todas sus energías. Yo no tengo piedad. Sigo tirando de él.

–Vamos, Leo. Así va bien.

No quiero creer que estará acostado conmigo en esta cama hasta el final de los días, no quiero estar atrapada con él bajo nuestra manta, que apesta con un olor familiar, sin  perspectivas de abandonar jamás esta habitación.

Con esfuerzo lo reclino de nuevo sobre los cojines y voy a buscar los dardos.

–En el estudio, en la caja pequeña, en el plumero).

Abro la caja después de apartar montones de periódicos y papeles de trabajo, desplegados ante mí como los naipes de tarot de la adivina Nastja, escojo uno al azar, dice: “Estimado señor Brandstegl: Ya hemos conseguido su reemplazo…”

El apellido es ilegible, Leo colocó una taza encima de la carta, varias veces, a propósito. Giro la hoja, la firma ahora está arriba, el nombre de Leo abajo, cabeza abajo. Leo es el ahorcado, la esquela un naipe, y todo es diferente.

–¿Lo has encontrado? –grita Leo con todas sus fuerzas desde su lecho de enfermo.

Y yo no respondo, dejo caer el naipe de tarot de Leo sobre el montón de sus otras historias y tomo la caja y encuentro el dardo. Una patineta adorna el costado que se abre cuando se tira de la cremallera. Cojo el dardo y me doy prisa, el teatro me ha costado mucho tiempo. Arrojo el dardo al suelo y cierro la puerta tras de mí, y voy hasta el vestíbulo.

–¿Los tienes? –repite Leo cuando en el pasillo paso por la puerta de su cuarto, con la vista dirigida hacia la ventana, en la que está la chica semidesnuda, repantigada al sol, y cuando ella, perezosa, gira los ojos en mi dirección, apunto y arrojo el dardo y casi le acierto al ojo verde e impertinente. Ella grita y se agarra el hombro, del que asoma el mango masticado del dardo de Leo, la punta oxidada clavada en la piel, que ya está salpicada de gotitas rojo carmesí, y aprovecho el momento y me agacho debajo de la ventana y me deslizo de regreso al pasillo.

 

Banner_TDDL2011 (Bild: ORF)Banner_TDDL2011 (Bild: ORF)