Thomas Klupp, D

Nacido en 1985 en Erlangen; reside en Berlín. Estudia Escritura creativa y Periodismo cultural en la Universidad de Hildesheim y trabaja desde 2007 como colaborador científico en el Instituto de Literatura de la ciudad.

 

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9to5 Hardcore 

(Romanauszug)

© 2011 Thomas Klupp

Traducido por Nicolás Gelormini

 

 

Fragmento de una novela

 

No puedo asegurar que yo haya adoptado en los últimos meses una actitud especial respecto a la pornografía online. Tal vez, no, con total seguridad todos esperan eso de mí, y en primer lugar la profesora Faultisch, pero en eso no puedo complacerla. Lo lamento. Y, dicho con franqueza, lo lamento por motivos vinculados a mi carrera: en cuestiones de actitud no avancé un paso respecto a la época en que era un consumidor completamente común de pornografía. El hecho de que desde abril de este año haya visto más pornografía que cualquier otro hombre sobre la tierra –y me refiero a cualquiera, incluidos los directores, los camarógrafos y montajistas de las grandes productoras de San Fernando Valley, California, USA– nada modifica mi convicción fundamental. La convicción de que la representación explícita del acto sexual, aunque más no sea por motivos evolutivos, siempre despierta el interés del observador.

 

Bueno, lo dicho no es del todo exacto. Por un lado, en los últimos meses he visto más porno que casi cualquier hombre sobre la tierra. La excepción, la única, odiosa, para mí y mi futuro, terriblemente amenazante excepción la constituye mi colega Uschi Seidel. Por motivos también indudablemente vinculados a su carrera, Seidel me pisa los talones de modo inquebrantable en el consumo de pornografía. Lo hace a pesar de una ambliopía congénita. Ocho dioptrías en el ojo izquierdo, seis en el derecho, según me reveló hace poco. Sin esas gafas de existencialista, gruesas como una pared, no podría distinguir a medio metro una pantalla de ordenador de un horno de microondas, y mucho menos el rostro de una mujer de sus genitales. Pero en este país hay abundancia de ópticas. También de gotas para los ojos. Si no tuviera escrúpulos, mezclaría con limpiador de retretes las gotas que guarda en el cajón superior de su escritorio. Pero para eso me falta temple en el plano interpersonal. No. No tengo otra opción que reconocer los logros de Seidel. Sí, considerarla un acicate y navegar yo mismo por la red a toda velocidad.

 

Por otro lado, y esto me inquieta, mi actitud respecto a la pornografía sí se transformó, en cierto modo. Aunque la palabra “actitud” no da cuenta de la cosa. Prefiero formularlo así: desde que entré al empleo desarrollé determinadas preferencias. Preferencias por ciertos temas, para ser más exacto. He comprobado que el pubis y en especial la vagina juegan un papel cada vez más importante. Por supuesto que ya antes pensaba a veces en la vagina. ¿Quién, salvo los asexuales y los niños, no lo hace? Ahora bien, antes casi siempre pensaba en la vagina de determinadas mujeres, en la vagina como parte de esas mujeres. Yo, la mujer y la vagina, yo en la vagina de una determinada mujer… todo eso, en mi representación, era una unidad, un nudo libidinoso, que lento pero seguro comenzó a desatarse. Como si un hábil cirujano hubiera extraído el órgano de la mujer y lo hubiera implantado en mi cabeza… en fin, de algún modo ahí arriba se siente así.

 

Por más desconcertante que sea, ese proceso tiene sus causas. La primera es que día tras días me salen al encuentro en la pantalla del ordenador unas cinco docenas de close-ups de vaginas total o parcialmente depiladas. El rosa claro del órgano que se extiende ante mí, agresivo, hostil, los contornos cilíndricos del clítoris siempre hinchado, es más, todo ese paisaje bidimensional de tono pastel del pubis femenino, que indefectiblemente resplandece de humedad, enmarcado por uñas nacaradas… eso es de fiar. Este tópico, este estímulo del apetito, si se quiere, es el gran favorito en todas las páginas web que he registrado. Y dado esto, ¿no habría sido más inquietante que yo nunca me hubiera puesto a pensar en la vagina en cuanto tal? ¿No habla bien de mí, de mí y mi carácter, pienso, que yo haya prestado  una atención casi excesiva a este motivo, y no a otros, otros muy distintos? Créame, no querrá saber todo lo que pasa por delante de mis ojos, le doy mi palabra.

 

Como sea, ése es mi, o mejor dicho, nuestro trabajo: Uschi Seidel y yo estamos por día mínimo ocho horas frente al ordenador en el salón 101 del Instituto de Ciencias Culturales de la Universidad de Potsdam e investigamos “Estrategias de escenificación de lo explícito en la oferta online de pornografía mainstream occidental”. Es decir, de momento no investigamos nada. Por ahora nos encontramos en la fase de relevamiento de datos. Vamos cliqueando los archivos de tres populares sitios web y marcamos en los cuestionarios de control  lo que se nos aparece. Marcamos las posiciones, las perspectivas de las cámaras y los diferentes planos, pero también el color y el corte de pelo, las zonas depiladas así como las herramientas y los juguetes. Esto puede sonar a degustación de dulces pero no lo es. Cada página documentada por nosotros tiene como mínimo quince categorías, de la A de anal pasando por la M de Milf a la V de Voyeur, con más o menos veinte galerías por categoría, galerías que a su vez están conformadas por veinte fotos. En total hay 6000 fotos por página. 6000 fotos que se actualizan diariamente. 6000 fotos, cada día, por tres.

 

No puedo hablar por Seidel, pero si algo me ha quedado claro los últimos meses es que en algún lugar allá fuera, más allá de las pantallas, se folla de lo lindo; se folla y se filma, se edita y se sube a Internet. En algún lugar allá fuera hay personas tan consecuentes en este punto que, dicho entre nosotros, me deprime. Y no porque yo tenga una vida sexual deprimente. Es decir, desde que comencé con este trabajo tengo una vida sexual bastante deprimente, pero eso no tiene nada que ver. No es el punto. Lo que me resulta deprimente es la osada empresa de sumergirme a diario en esa marea de imágenes, de hacer frente a esa excesiva batería hardcore que se propaga en cuestión de segundos. Seidel y yo, así nos veo a veces, somos dos agentes secretos miopes que se dedican a espiar las huellas virtuales de una industria high-tech valuada en miles de millones. Somos hombres de la Edad de Piedra, con garrotes, que miden sus fuerzas con un escuadrón de aviones indetectables. Mucho antes de estar en condiciones de blandir nuestros palos ya somos pulverizados en átomos por los sistemas de armas teledirigidas de nuestro adversario.

 

Y eso no es todo. No es únicamente el volumen de imágenes lo que me deprime, dejando de lado la monotonía de los temas, que me desintegra el cerebro. A todo eso me acostumbré. Lo que realmente me pone de mal humor es el diseño de la investigación. Me refiero a que investigamos pornografía fotográfica. ¡Pornografía fotográfica, Dios mío! ¿Cuántos consumidores de porno, cree usted, se abren el pantalón para pasar el tiempo mirando fotografías? ¿Acaso usted? No lo creo. Usted, como cualquier persona normal, en el marco de sus actividades online busca ofertas en el campo de la pornografía de imágenes en movimiento. Así la llamamos aquí: pornografía de imágenes en movimiento. Es decir: usted navega la red en busca de videoclips, a intervalos cada vez menores usted escribe en la barra de direcciones de su explorador youporn.com o porntube.com, y no freepicseries.com, slutsgate.com o public-pussy.com, como yo lo hago.

 

Y no obstante, a pesar de todas las contrariedades que me provoca la actividad, quiero que conste lo siguiente: amo mi trabajo. Digo: qué maravilla de trabajo. ¡Qué increíble maravilla de trabajo! Como todos los recién recibidos en ciencias culturales yo ya me había hecho a la idea de pasar largos años con el subsidio de desempleo o, peor aun, por una serie de trabajos en el llamado campo cultural, trabajos miserables que destrozan con brutalidad extrema la propia estima. Ya me veía como pasante de la asistente de la jefa de relaciones públicas de la Larga Noche de Cortos de Coburg, como segundo ayudante de iluminación  del documental número mil del canal estatal ZDF sobre la trata de blancas en Rusia o, worst case, como uno de esos jóvenes emprendedores que con ideas que definitivamente nadie en este planeta necesita van golpeando puerta tras puerta, para después, ya con treinta, estudiar en el magisterio y alucinar con la muerte y la herencia de los padres. Hasta hace poco estos escenarios me perseguían incluso en sueños y yo no soy de esos que sueñan. En serio, no sueño casi nunca. Con nada.  Soy realista, y como tal sé qué significa la vida, a saber, la continua despedida de las ilusiones que alguna vez se tuvieron de uno y del futuro, el continuo relativizar hacia abajo antiguas pretensiones, la permanente traición de viejos ideales que, por cierto, no eran ideales en realidad sino desvaríos adolescentes de la peor clase.

 

Visto así, cada blowjob que registro, cada gangbang, cada cumshot que marco significan… sí, cada clic en la foto siguiente significa un paso más hacia un trabajo estable. Por lo menos hacia la posibilidad de un trabajo estable. Y a ese hipotético trabajo estable podría seguir, si todo sale bien, un trabajo de funcionario. Un trabajo de funcionario en el regazo del Alma Mater, esto es: libertad sin límites para pensar las excentricidades más grandes, un ingreso fijo, una oficina luminosa con vista al campus y –last but not least– aulas de seminarios llenas de siempre nuevas generaciones de estudiantes, por así decirlo, updates tridimensionales de sí mismas que –mientras uno avanza hacia la vejez, la enfermedad y la muerte– nunca llegarán a tener más de veintisiete.

 

Hablo, y usted seguramente estará de acuerdo, del paraíso en la tierra desde el punto de vista laboral. Hablo de la tierra prometida que, a diferencia de tantos otros, no veo desde lejos sino que ya he pisado. Digo: ya estoy aquí. De modo oficial y con una cartel en la puerta del salón 101. Robert Thaler, Colaborador científico, Especialidad II, Instituto de Ciencias Culturales, está escrito en letras negras en el cartel de plexiglás. Estoy aquí y juro que no me iré nunca. Es decir: si recayera en mí la decisión, no me iría nunca. Pero de hecho la situación no es tan favorable. De hecho es como sigue: los dos empleos de medio tiempo que ocupamos por ahora Seidel y yo –la profesora nos lo dijo al comenzar nuestro trabajo– serán unificados en uno de tiempo completo, y es improbable que yo obtenga ese puesto. En serio, nadie del instituto apostaría un céntimo por mí.

 

El problema no es que Seidel sea más joven que yo y, algo que doy por sentado, más inteligente. No, ambas cosas se podrían soportar. En el mundo académico, a diferencia del real, no importa tanto la juventud. Y mucho menos, ahora sí en consonancia con el real, la inteligencia. Una capacidad clave es aquí la facultad de ahogar en germen los pensamientos propios y adoptar sin preguntas las ideas del profesor y parafrasearlas. En cualquier caso, no conozco a ningún docente de jerarquía media que sin esta estrategia haya llegado justamente ahí, a la jerarquía media. Si sólo se tratara de eso, mis condiciones serían óptimas para la competencia.

 

El problema auténtico, de peso, es otro. A saber, Uschi Seidel es una mujer, y este dato es muy relevante. Es como si compitiéramos en una carrera de vallas… sólo que mi pene está atado a la manguera de la lavadora de la profesora Huber. La doctora Huber es la Observadora de Igualdad de Género de nuestra universidad, y pone especial atención a que “dada la misma calificación tengan prioridad en la asignación de cargos las postulantes femeninas”. Y lo hace a pesar de que en su trabajo de doctorado desenmascara como reaccionaria la idea de una identidad sexual claramente definida y la rechaza del modo más radical. La doctora Huber… ¡la doctora Heike fucking Huber! En ella se da cita toda la locura de este mundo y si yo me dejara intimidar, por su causa habría tirado la toalla hace rato. Pero no es mi estilo. Creo en mis chances por mínimas que sean, y tengo mis motivos. Tres, para ser exacto.

 

En primer lugar: siempre existe la posibilidad de que Seidel se enferme o se embarace o algo parecido. No sería la primera persona que abandona el barco. Continuamente desaparecen colaboradores y colaboradoras por los motivos más oscuros. De repente no están más y es como si nunca hubieran estado, nadie se acuerda de ellos. ¿Por qué no podría pasar lo mismo con Seidel? Tiene esa ambliopía y no es raro que se queje de ataques de migraña delante de la pantalla. ¿Quién sabe adónde la transportan sus pensamientos en las horas silenciosas de la noche? Un pequeño accidente, un accidente infantil es más que imaginable.

 

En segundo lugar: mi aspecto. Yo soy, y no lo puedo decir de otra manera, obscenamente atractivo. Piense usted en Colin Firth de joven, piense usted en Colin Firth en las escenas más sexys de Orgullo y prejuicio, y usted se hará una buena idea de mi rostro. Ojos de un marrón que evoca los ciervos, muy atentos, penetrantes, una frente alta coronada de rizos oscuros. Rasgos inteligentes, enérgicos, y una piel de poros finos, de una palidez agradable, en absoluto enfermiza. Mi rostro, lo he podido comprobar en el pasado una y otra vez, tiene el mismo efecto que un agujero negro. La mayoría de las personas que caen en su cercanía ya no puede escapar. Espero y ruego que también la profesora Faultisch, que no solo investiga en el campo de la pornografía sino también en el de la estética, experimente lo mismo.

 

En tercer lugar, y ésta es quizás mi carta triunfal: mi compromiso. Mi directamente osado compromiso con los intereses y proyectos del instituto. Esto es: nadie ve ni remotamente tantas fotos porno como yo, tampoco Uschi Seidel. Su jornada laboral concluye en el instante en que cierra el Internet Explorer y guarda en el disco rígido su último cuestionario de control. La mía, no.  Igual que Seidel cliqueo sin cesar y hasta el agotamiento página tras página, al punto de que las imágenes de la pantalla se convierten en meras superficies color carne, y después… después sigo. Me quito la piel de investigador y me pongo a disposición de los profesores para que experimenten conmigo. El cambio se produce en un instante. Abro la carpeta Faulstich-Pedersen de mi escritorio, cliqueo en los clips hardcore que han guardado allí para mí y activo Ariadna, un avanzado software danés. Con ayuda de ese software realizo, mientras miro, los llamados diagramas de seguimiento o, mejor dicho, de placer. La pregunta de la profesora es la siguiente: ¿Cuánto placer siento al ver qué escenas? ¿Dónde yacen mis picos y mis depresiones de placer? ¿Y cómo son mis curvas de placer a lo largo de todo el transcurso del clip? El proceso de medición es a prueba de idiotas, está hecho para niños. Únicamente tengo que apretar una de las diez teclas numéricas cada quince segundos: el 9 es el placer máximo, 0 para la ausencia total de placer, y Ariadna genera a partir de eso mi gráfico personal de placer.

 

Bien vale aclarar que no se trata de excitación. Las erecciones que pueda tener mientras veo los clips sólo juegan un papel secundario. Lo importante, me lo dijo la profesora más de una vez, no es la reacción de mi miembro eréctil, sino el placer de mi cabeza. En su cerebro, señor Thaler –son sus palabra exactas–, es donde queremos entrar. Yo asentí con un gesto y me abstuve de más preguntas. Aun sin comprender en todos sus matices la diferenciación que ella realiza puedo decir que sé de qué está hablando. De hecho, yo mismo, mi cuerpo es el mejor ejemplo. Advierto –y en el último tiempo con mayor frecuencia– que mi pene, incluso con las escenas de sexo más extremas y más producidas, se balancea como un cable suelto entre mis piernas, mientras que en otros momentos, por ejemplo cuando me miro al espejo en el baño del instituto o cuando  me limpio la oreja con un hisopo, muestra reacciones importantísimas.

 

Pero dejemos de lado la oposición placer vs. excitación y las reacciones de mi pene. Mientras veo los clips me asaltan otras inquietudes. En especial me intranquiliza que en las mediciones no se tome en cuenta sólo mi sensación de placer. En el marco de la investigación, la profesora coopera con la sexóloga de Copenhague Inga Pedersen, que en su instituto ha reunido un enjambre de varones adictos al porno. Hombres que al ver un módem se bajan compulsivamente los pantalones, hombres que mandarían al diablo a su propia madre por cinco minutos online, hombres que por libre decisión han buscado refugio en las manos de los terapeutas. Esos hombres –y esta es la parte potencialmente arriesgada de mi compromiso– miran exactamente bajo las mismas condiciones que yo exactamente los mismos videoclips. Y las profesoras comparan nuestros resultados. Lo que quieren es determinar diferencias en la sensación de placer en el caso de consumidores de porno que exhiben psicopatologías y en el caso de consumidores psicológicamente estables. Sólo Dios sabe qué esperan encontrar, pero el asunto me pone nervioso. ¿Qué pasará, me pregunto y me vuelvo a preguntar, qué pasará si mis curvas de placer coinciden en todos los puntos con las de los daneses adictos al porno? ¿Qué dirá eso de mí? Y peor aun: ¿Qué impresión –más allá de la objetividad académica– tendrá de mí la profesora?

 

Al comienzo de la investigación me habría hecho aplastar el dedo meñique para acceder a las curvas de Copenhague. Pero con el correr del tiempo veo las cosas de modo más relajado. Por un lado, cada vez se me aparecen con mayor claridad los efectos positivos, ante todo mi contacto estrecho, que casi habría que llamar íntimo, con la profesora. Por más desconcertante que sea a primera vista, aquella observación sobre mi miembro eréctil, en última instancia se puede interpretar como un signo de confianza creciente entre nosotros. En cualquier caso así lo interpreto yo. Por otro lado, las últimas semanas pasé noches enteras en foros de autoayuda, donde legiones enteras de adictos al porno chatean sobre sus conductas de consumo. Los mensajes muestran a qué ritmo frenético van cliqueando en docenas de clips abiertos, siempre a la búsqueda del cumshot siguiente. El usuario sueco Ole B. llamó a esto Sperm-driven-Speed-Zapping.  Me distingo en que pongo mis picos de placer sobre todo viendo escenas lésbicas, orgasmos femeninos (fingidos) y, cada tanto, blowjobs lentos. Para las secuencias de gangbang y cumshot, por el contrario, tengo reservadas las teclas de 0 a 5. Soy optimista respecto a que sobre la base de estos valores Ariadna generará un gráfico que sea contrario a las curvas danesas. Un gráfico que sugiera un consumidor de pornografía afeminado, un poco inhibido, si cabe, pero, en cualquier caso, íntegro moralmente. Los datos que tienen que llegar a la profesora son esos, ese sería el caso ideal.

 

Con todo, mi estrategia parece funcionar. Por lo menos hasta ahora nadie se escandalizó con mis curvas. Es decir, nadie excepto Uschi Seidel. Apenas el viernes pasado me abordó delante de la máquina de bebidas calientes en la cafetería del instituto, y supongo que eligió ese lugar con el fin de transmitirle a la conversación una nota familiar. Mientras yo tomaba de la máquina el por lo menos décimo cappuccino, se me acercó por un costado, jugueteó con sus gafas entre los dedos, para luego, como de la nada, arremeter con sus reparos. No estaba segura, dijo mezclando su voz con el zumbido de la máquina, de que fuera metodológicamente correcto que yo ayudara a la profesora como objeto de investigación. Es más, ella se preguntaba si mis datos debían ser tenidos en cuenta en la evaluación. Ella, en todo caso, después de ocho horas de trabajo de registro, no se veía en condiciones de hacer afirmaciones concluyentes sobre su sensación de placer. En realidad, nunca se veía en condiciones de hacer afirmaciones concluyentes sobre nada. Después del trabajo se sentía lisa y llanamente muerta. Sé honesto, Robert, dijo en tono casi de compinche, a ti te pasa lo mismo.

 

Astuta Uschi Seidel. Se las sabe todas. Intenta minar mi compromiso con críticas metodológicas y encima sacarme alguna que otra frase comprometedora. Pero conmigo no. Conozco esos trucos. Cappuccino humeante en mano, le sonreí y le aconsejé dirigirse con sus reparos a la profesora. Esto la hizo callar. Sabe tan bien como yo que la profesora Faultisch rechazará sin más sus críticas. No porque sean injustificadas. Sabe Dios que no lo son.  Cada vez que abro uno de los clips experimento exactamente lo que ella describió: que delante de mí revolotea una cantidad de coloridas imágenes de parejas y grupos teniendo sexo, de las cuales cada una me causa tanto o tan poco placer como la siguiente. Pero esa no es la cuestión. La cuestión es que en nuestro instituto ocho de cada diez estudiantes son mujeres. Y los hombres –de los cuales un tercio es homosexual y así irrelevante para el relevamiento de datos– no se mueren por enviar sus curvas a Dinamarca. Le tienen más miedo que yo a la banda pornográfica de Pedersen. La profesora necesita lisa y llanamente a cualquier varón disponible, si es que quiere concluir el relevamiento de datos.

 

Y aun esto es sólo una parte de la verdad. La otra, mucho más significativa, es la siguiente: a la profesora –como a cualquier otra investigadora en ciencias humanas sobre el planeta–  le da lo mismo cómo surgen sus datos, en la medida en que surjan. Los datos, no podemos olvidarlo, son nuestra moneda. Los datos significan flujo de efectivo a nuestro mundo. Los datos, en especial los datos analizados, traen consigo investigaciones de seguimiento y solicitudes de nuevos proyectos. Con esas solicitudes se piden impunemente subsidios frescos que hacen fluir al presupuesto del instituto más recursos, con los cuales a su vez se crean puestos.  Puestos que son ocupados para, dicho con claridad, generar nuevos datos. Investigar significa lisa y llanamente mantener en marcha el establecimiento. Todo lo demás es secundario, deslices metodológicos realmente no entran en consideración. Mucho menos, cuando se repara en que nuestras investigaciones –como por cierto todas las investigaciones en el campo de las ciencias humanísticas– tienen la misma relevancia social que un fascículo sobre la cría del conejo. Lo digo francamente, fuera de las universidades a nadie le interesa un pepino lo que tenemos para decir. Ni una sola persona allá fuera lee ni siquiera una sola de las frases que llevamos al papel. Y no es sólo mi opinión. Cualquier especialista en ciencias humanísticas que no sea un embustero se lo podrá confirmar, y lo confirmará como un hecho probado empíricamente.

 

Por supuesto, uno puede lamentarse por eso. Y muchas colegas mías del instituto no hacen otra cosa, pero yo no soy una de ellas. O por lo menos en apariencia. De cuando en cuando me sumo a su coro de quejas, precisamente para revelarme, a ellas, entre las que se encuentra la profesora Huber, como un aliado en el sufrimiento, como alguien que aparentemente también está aniquilado por la carga de sentir la propia insignificancia. Estos lamentos ocasionales, estas arias de amargura entonadas con espontaneidad no me cuestan trabajo. En el fondo, la conciencia de mi propia insignificancia es una de las pocas convicciones, es más, quizás la única convicción que tengo. Con la diferencia, sin embargo, de que no la siento como una carga. Al contrario. Agradezco a Dios cada día porque a la sociedad no le importo yo ni mis consideraciones y porque sin ser molestado por sus pretensiones puedo entrar en su servicio como su observador mal pago, pero pago al fin. Aunque la palabra “observador” (por no hablar de la palabra “científico”)  no da cuenta exacta de la cosa. Me concibo más como un especulador. Licenciado en especulación Robert Thaler, yo mismo lo habría escrito en mi diploma. Por lo menos, en un mundo honesto lo habría hecho.

 

Ambos –yo y también Uschi Seidel, que lo reconoce a menudo– lo experimentamos de nuevo día tras día. Cada vez que navegamos por los archivos web y miramos por una fracción de segundo una de las fotos, la observación se acaba y se inicia la especulación. Esto sucede no sólo con imágenes que nos hacen reflexionar un poco sobre planos y perspectivas o sobre si estamos delante de un gangbang o más bien de una group orgy. No, también sucede con fotos muy simples, inequívocas… por ejemplo el close-up de una vagina abierta, de la que caen hilos de esperma. Precisamente ante esos motivos mi sinapsis se dispara con todas sus armas y destroza la idea de una mera observación como si fuera un pan húmedo. ¿Qué –me pregunto con los ojos rojos fijos en el monitor– qué estoy viendo exactamente? ¿Veo, como afirman los espíritus más llanos del instituto, efectivamente sólo el órgano reproductivo de un mamífero? ¿O no veo más bien una imagen que me habla sobre el placer de millones de personas? De varones, en mi caso. Pero ¿de dónde les viene el placer? ¿Es la idea de que su propio pene estaría metido en esa vagina? De hecho, no lo está. Está entre sus dedos húmedos. ¿La imagen no muestra, entonces, antes bien, la ficción de placer de esos varones? ¿O es la ficción de tener a disposición esa, todas las mujeres, lo que les causa placer? ¿Y qué ven las mujeres? ¿Qué, por ejemplo, ve Uschi Seidel? ¿Ve, especialista en semiótica que es, la negación, manifestada visualmente, de la imagen cristiana del mundo? ¿Ve Seidel la vagina virtual como un signo de cambio de paradigma cultural? ¿O los dos estamos equivocados?  ¿No vemos, en el fondo, más allá de la vagina y de las ficciones de placer varoniles, el medio mismo? ¿Es el triunfo autorreferencial del aparataje mediático lo que hace de la imagen un estímulo? ¿O tienen razón las feministas reunidas alrededor de la doctora Huber y no vemos sino una enorme cochinada?

 

Preguntas y más preguntas, que recorren, veloces como bólidos, mis circunvoluciones cerebrales y para las que no tengo, o al menos todavía no tengo, respuestas. Para las que, eso espero, Seitel tampoco tiene respuestas. Para las que tal vez no se puedan encontrar respuestas concluyentes. Aunque… ¡quién sabe! Quizás me estoy resignando antes de tiempo. Quizás no he visto lo suficiente. Quizás todavía no estoy metido en la materia lo suficiente y debo aumentar drásticamente mi ritmo, es decir mi cuota diaria de imágenes. Sí, quizás la solución sea esa. Si quiero arrebatar su secreto al cosmos online, debo penetrar en él más profundamente. Más, más profundamente. Hasta que la vagina virtual no sólo se apriete desde adentro contra mi hueso frontal sino también llene toda la cavidad de mi cráneo. Un brillo y relampagueo rosado que se extiende por todos los nervios… eso es lo que debo provocar. Ya se presentarán entonces las respuestas y una actitud nueva. Solamente no tengo que perder el control. Eso es lo importante, no perder el control. Me lo digo todos los días cuando me siento al ordenador y comienzo a navegar. Lo único que no debo hacer, bajo ninguna circunstancia, es perder el control.

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