Gunther Geltinger, D
Nacido en 1974 en Erlenbach; reside en Colonia. Cursa estudios de Guión y Dramaturgia en la Universidad de Música y Artes Escénicas de Viena y un postgrado en la Escuela Superior de Arte para Medios de Colonia.
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Auszug aus einem Roman
© 2011 Gunther Geltinger
Traducido por Nicolás Gelormini
Fragmento de una novela
Cuando llega la nieve la quietud se pone en movimiento. El cielo disuelve las nubes, disipa el horizonte, sólo las cornejas negras siguen metidas en medio del blanco del campo, últimas pinceladas que pronto son devoradas. El vapor forma por encima una segunda capa, las peras sobresalen envueltas en escarcha, formaciones pasajeras, filigranas de frío y luz. Después el viento amaina. Aquí surge del bosque pantanoso un último murmullo, allí el crujido de una rama muerta de más allá de la zanja, detrás de la cual todo parece cesar, los juegos infantiles, las promesas de verano, el otoño con sus juegos perecederos, aquí y allá el enmudecimiento de todos los ecos bajo la delgada capa de hielo que por la noche se ha formado sobre el agua, un suave glogló, burbujas que ascienden, una diminuta cavidad debajo del hielo, los ojos del invierno. Por último, el helarse de las burbujas en el cielo ciego, los quejidos de la corneja que, con un pedazo de carroña en el pico, alza vuelo desde los juncos, el batir de sus alas, la huella negra en las nubes de nieve, y después nada más, apenas la quietud que despacio, muy despacio comienza a caer.
Así lo recuerdo hoy: el pantano después de las primeras noches de helada, la calma antes de la tormenta de nieve, cuando vinieron a buscar a Marga, bajo una luz circular que siguió flameando un rato en la oscuridad, azul y muda. No pareció necesario volver a encender la sirena, ningún vehículo cerraba el paso en la carretera nocturna, nadie iba a ningún lado en Fenndorf después de las diez de la noche. Se la llevaron en silencio, con discreción, casi en secreto, como si hasta los enfermeros de la ambulancia se avergonzaran de ella. Uno le estiró la manta de lana gris hasta el cuello. Me acuerdo perfectamente de sus uniformes rojos con franjas plateadas fosforescentes, que relampagueaban con las salvas de luz, y lo hicieron más allá de esos instantes, por todos los días y noches siguientes encenderían mis sueños en los que Marga volvía a estar en el granero, pintaba o por lo menos intentaba pintar, o simplemente estaba ahí sentada, quieta, y chupaba hasta que la última botella rodaba hasta un rincón, para juntarse con una pastilla perdida, y el lienzo delante de sus ojos comenzaba a retorcerse y se deshacía en copos, nieve desencadenadora de la tormenta. Pero el viento que otra vez se había levantado aquella noche, ¿no tira de mí hoy con mayor violencia de la que sentí entonces?
En determinado momento la luz de la ambulancia desapareció en la lejanía. La gente del pueblo volvió a sus casas, sus rostros embozados en capuchas se volvieron una vez más hacia mí, y yo miré hacia abajo, mis pies, desnudos debajo del dobladillo del pijama, que lucían y se sentían como de hielo. Sólo Doris Ferber todavía estaba a mi lado. Hoy veo a la tía más pequeña e inclinada de lo que la vio entonces el muchachito: yo era un niño asustadizo, a quien ella se le aparecía gigantesca, amenazante y, aunque apenas si tenía cuarenta, entrada en carnes, como una vieja, en su bata grasienta y las mismas pantuflas con las que había salido disparada de la casa cuando yo había llamado a su puerta.
Ella se acercó aun más, tomó mi cabeza y la apretó contra su axila que olía a masa madre, como si yo no debiera ver en la hojarasca congelada la huella de los neumáticos, la camilla en el vehículo, la boca de Marga pegoteada de vómito, con el tubo del respirador adentro, esa imagen fue como una astilla de una felicidad hecha añicos, una astilla que se abría paso en lo profundo de mi cuerpo y comenzaba a destruir todo, pues a más tardar esa noche comenzó un frío largo, quizás para toda la vida, si es que “frío” puede ser una descripción del estado en que desde entonces me he quedado petrificado.
La helada, en cualquier caso, había llegado tempranamente, después de las tormentas que, la mayoría de las veces alrededor del Día de la Reforma, solían barrer con el último follaje de los árboles: hojas tan frágiles que se quebraban contra el suelo, y yo oí el ruido, saqué mi cabeza del abrazo de la tía y vi su rostro desfigurado por el terror o la satisfacción secreta, detrás el brillo azulado en el horizonte, que no quería extinguirse y ya era quizás la aurora, atrapada en el ramaje del sauce, que había llegado a balancearse al viento y se había despojado de las últimas hojas, que ahora sólo extendía hacia lo alto ramas desnudas como si estuviera trayendo hacia abajo la quietud para vestirse con ella. Y en efecto: comenzó a nevar.
Hoy todo esto no es más que contornos borrosos, trazos vacilantes en el bosquejo de un cuadro que debo concluir pero que no sé adónde conducirá ni por qué debo acabarlo precisamente yo. Lo podría haber pintado Marga, con su técnica tan propia, que nunca admitía formas concretas y rara vez colores precisos. Tan pronto se perfilaba algo nítido o uno de sus pigmentos, que ella misma preparaba, se mezclaba con otro para formar un color que podría reconocer un niño de esta región –un amarillo calta, o el púrpura de la libélula roja– los borraba con la esponja o se apresuraba a pintar una nueva capa que eliminaba lo que se acababa de reconocer.
Me acuerdo que algunas veces se ponía impaciente o hasta furiosa si yo la observaba mientras pintaba. Yo hacía como si jugara entre los trastos: ella era la hechicera que ponía delante de mí un juguete que de un pestañeo hacía desaparecer en sus mangas tan pronto yo trataba de tomarlo. Igual que se comportaba con sus cuadros, así se comportaba conmigo, con todas mis convicciones. Una noche, poco antes de que se la llevaran, estaba fumando en el porche vestida con su negligé, yo delante de ella con tallos de hierba algodonera en la cabeza, pues hasta entonces mi pantomima de anciano, es decir, mi caminar cojo (apoyándome en un paraguas y con copos de barba blanca en los bigotes) siempre la había hecho reír. Si tú no estuvieras, dijo, acabaría con todo, y yo me encogí de hombros: todo no era ni un color como negro o blanco, todo era nada, vacío como a menudo quedaban sus cuadros, vacíos o tapados por el lodo de esas mezclas en las que al final sucumbían.
Quizás ella había querido decir exactamente eso: su lucha con la pintura, que en verdad parecía ser todo para ella, o su trabajo en la galería de Hamburgo, adonde ya no iba porque, según decía, había pedido licencia por enfermedad, aunque no me parecía enferma en absoluto, por lo menos no de una gripe. Sólo mucho más tarde comprendí qué era en realidad esa enfermedad, y también que por algo así uno no podía pedir licencia. Entonces yo aún pensé que quizás ella por fin intentaría sacrificar el cigarrillo, pues miró fijo el que tenía en la mano y lo apagó con repugnancia, pero yo ya conocía cómo funcionaban sus lemas: a partir de mañana dejo, y luego, zas, el pitillo siguiente. Quizás la hastiaba el trabajo doméstico, las eternas huellas de pasta dental en el lavabo y cocinar para mí, aunque en las últimas semanas ya no hubo gulasch de papa, ni siquiera papas hervidas, sino únicamente pan con manteca y canela, mucha canela. Eso aún le apetecía. Todo se tomó en consideración, todo menos las luces, los médicos, el vómito en mi cama, que desde el colchón siguió hediendo semanas enteras y transformó mis noches en desiertos ácidos, llenos de vida extinguida, como el pantano.
Esa noche ella me había soplado el penacho del labio superior, aburrida; su respiración olía mal, estaba harta de cepillarse los dientes. Hizo un gesto con la boca, exhaló aire pesadamente, ¿o ya fue el último suspiro?, un estertor en el que yo debería haber notado qué cargoso le resultaba todo: la pintura, el curro de Hamburgo, y que ninguno de los dos aportaba nada, las mujeres del pueblo, sus ojos envidiosos y su parloteo, la casa a punto de desplomarse, y adentro un niño eternamente incompleto, ese especialista en tironear de la falda e inválido para el lenguaje, a quien ella ahora tomaba del brazo mientras decía: “Existes, pues”, una frase que en igual medida era consuelo y acusación, y como yo otra vez no sabía con exactitud a qué se refería seguí haciendo de anciano, imitando al abuelo sin dentadura y metiendo los labios hacia dentro: A los ochenta te liberarás de mí, dije sin tartamudear y por un momento llegué a pensar que todo el dilema en torno al hablar podía deberse a mis dientes que en esa época yacían abandonados en la cavidad bucal.
Pero ella sonrió, al día siguiente montó una tela en otro marco, hizo gulasch de papa, y hasta le puso chorizos, fue de aquí para allá, fumando como siempre, por la granja, pero después, dos días más tarde, se acostó en mi cama con varios Vesparax encima y no sé cuántas cosas más. Su tambaleo, la palidez inusual, su expresión como de locura en la penumbra, el modo de agarrarme con sus dedos que apestaban a cigarro y trementina, el “¡te quiero tanto!” escupido, casi regurgitado, antes de caerse redonda, algo que ya no percibí, porque me debo haber quedado dormido al instante. En determinado momento un puntapié debajo de la manta, su cuerpo, que se convulsionaba, un gemido, que creí oír en sueños, más bien un burbujeo, como si se sumergiera una vez más en el arroyo donde antes tanto le gustaba nadar. De pronto, la catarata de vómito sobre la almohada, mi pánico, manos por todas partes, sus brazos ahora fofos, como sin huesos, los ojos cerrados, también cuando la zamarreaba y sacudía, también después de la bofetada que resonó en toda la habitación, los ojos completamente en blanco bajo la manta de los párpados. Fue la primera vez que le pegué a mi madre, y lo hice directamente en la cara.
Segundos en los que yo no supe qué hacer. Un miedo indescriptible, que subía desde el vientre por la garganta y en las sienes se volvía hielo, espasmo o escalofrío, hasta que no quise otra cosa sino dormir. Después bajar hasta donde estaba el teléfono. En medio del silencio: la señal para marcar, un agujero negro. Colgué el auricular, no habría podido decir una palabra. Fui hasta la granja de los Felber, descalzo, piedras que se abrían paso en las plantas de mis pies, los pinchazos casi fuera del cuerpo, ya entonces una especie de dolor fantasma. Tropezones, más piedras, la idea, en cierto modo consoladora, de un rastro de sangre en el terraplén, pero también esto tal vez se me ocurrió más tarde, con los años. La oscuridad entre los tractores era casi líquida, un bulto dentro de ella, el perro guardián, que no ladró y, cansado, sólo hizo un poco de ruido con la cadena, porque ya entonces estaba sordo o porque me reconoció. Una eternidad hasta que abrió alguien. Era Andreas, el hijo mayor de los hijos Felber, con el pelo todavía apretado por la almohada. Tartamudeos, pataleos, silencio. Me miró enfadado, se dio la vuelta y gritó: ¡Mamá!
Tampoco frente a Doris pude decir palabra alguna, pero ella debió haber visto algo en mis ojos; no obstante su peso y el sueño, en un segundo ya estaba muy activa. Se puso la bata, hurgó en una gaveta, buscando una llave, tal vez una linterna, pero para qué una linterna, si bien el terraplén estaba oscuro, era suyo, era su suelo, el que ella había hollado tantas veces. De pronto se giró bruscamente, me sacudió y exclamó: ¡Chiquillo!, sólo esa palabra, que resonó incontenible por el vestíbulo. En las escaleras apareció el tío Karl.
La noche ahora más fría que diez minutos atrás. Otra vez hasta mi casa, el rechino de las pantuflas de Doris, una maldición en voz baja, quizás una piedrita en los zapatos. Doris se detuvo, se inclinó, siguió caminando pero ahora linterna en mano. El rayo de luz se arrastró sobre los cascajos, desconcentrado, hastiado, como si no quisiera mostrar el camino. Se oyó un murmullo entre la maleza y el rayo se desvió de pronto, más allá de la zanja, se perdió en el pantano. Comencé a temblar. En el vestíbulo el auricular del teléfono colgaba del cable, yo estaba seguro de haberlo puesto sobre la base, tuve la esperanza de que ella hubiera vuelto en sí, de que hubiera llamado a emergencias. Pero seguía acostada en mi cama, boca abajo, el rostro sobre la almohada vuelto hacia mí, durmiente, bello como siempre. Y delante, como una pared de cristal entre ella y el chiquillo, el olor a vómito, sueño infantil, muerte. Doris retrocedió espantada y exclamó: ¡Dios mío, Marga!, con enfado, como si hubiera visto venir todo. Avanzó con decisión, la alzó. La cabeza de Marga inclinada hacia adelante, Doris le sostuvo el mentón, le quitó el cabello de la frente. Sus manos sobre el corazón de Marga, alrededor de su muñeca, segundos de un silencio inquietante, luego gritó: ¡Pulso! Ya no me acuerdo dónde estaba en ese momento… ¿todavía en el corredor, en el vano de la puerta o ya junto a la cama? Por un rato el chiquillo no avanza en esas imágenes, como si se hubiera resbalado y caído en un agujero temporal, caído dentro de su cabeza a través de las propias miradas desplegadas como abanicos: allí, la casa, vista desde el pantano, ahora iluminada, puntiagudo el aguilón, ladrillos manchados de hollín, manchitas de luz arriba, como un fuego en la noche sin luna, manchitas arrojadas hacia abajo por las nubes cargadas de nieve. En los costados del cuadro, donde se desvanece y pasa al siguiente, comienzan a caer copos muy pequeños. La voz de Doris sale por la puerta de casa, abierta, grita –una silueta en el vestíbulo– varias veces la dirección; tres, cuatro veces repite las indicaciones en el teléfono para llegar a una casa en Fenndorf que ella termina por designar como el último edificio detrás de los establos; oficialmente existía al lado del terraplén sólo el número 2, la granja de cerdos, y detrás nada sino el pantano.
Cuando vino arriba, parecía más tranquila. Se detuvo en el vano de la puerta, sin hacer ni un movimiento, casi con solemnidad, como esos momentos en que uno se hunde, desde una cima o una torre, en la contemplación de una vista inesperada. Sólo su pecho se hinchaba e hinchaba; parecía sólo estar inspirando y haber dejado de expulsar el aire. De pronto, en el cuadro aparece nuevamente el chiquillo, está delante de la puerta del dormitorio de Marga, que ella ha cerrado porque sobre la cama está la caja abierta de Vesparax. Doris empuja a un lado al chiquillo, abre la puerta de un golpe, dice: ¡Ave María! Entre sus dedos cruje un blíster, el prospecto, lee en voz alta, dice, no tengo las gafas, y le pone el papelito en la mano. Me quedé mirando fijo las letras diminutas, que bailaban ante mis ojos, la boca abierta, al aroma dulce como por las mañanas, a las siete, cuando Marga me despertaba y me daba un beso con el perfume de los últimos sueños.
En mi garganta, sin embargo, no había un atasco de palabras, ni siquiera un balbuceo, sólo la lengua escarbaba allí donde me faltaba un diente, mientras leía en Campos de aplicación las razones de por qué Marga quería acabar con todo, y casi sentí alivio al ver que ahí no estaba mi nombre o algo como una aguda alergia al gulasch de papas, pero también esto es más bien una idea de ahora más que un pensamiento real del niño, el intento desesperado por rastros de luz en un túnel de mudez y angustia. ¡Vamos, habla!, gritó Doris y me arrancó el prospecto de la mano. Se quedó mirándolo, me apretó contra su gordura y suspiró: Mi pobre niño, una frase que sólo Marga se habría permitido. Tan pronto se había ido, la tía ya se la había robado.
Volvió a la habitación y tiró de Marga hasta ponerla de costado. Cambió las almohadas, cubrió a Marga con la manta y fue al baño. Oí el aguar caer y en medio del murmullo otro “Ave María”, pensé en las huellas de pasta dental y en que Doris nunca habría tolerado algo así en su casa. Volvió con el cubo de limpieza y comenzó a fregar. Otra vez el chiquillo por un tiempo no está en el cuadro. En mi recuerdo veo junto a la pared sólo el reloj de madera en el que Marga había pintado la cabeza de una libélula roja, que marcaba las siete y media, siete y veintiocho minutos para ser exacto, desde algún día de otoño en el que la aguja se debía haber detenido sobre los ojos facetados que parecían burbujas. Marga quería traer baterías de la ciudad pero nunca volvió a ir allí. Todo había sido distinto desde que el tiempo se detuvo en mi habitación: los días más cortos, el sol escaso, noches infinitas, porque ya no íbamos al arroyo por las mañanas y a la tarde nos quedábamos dormidos. Ella ya no se acostaba en mi cama sino allá en su habitación, a puertas cerradas, donde ya empezaba a haber olor a moho. Llegué a la escuela corriendo justo cuando sonaba la campana. Trabajos de castigo, mi primera mala calificación en los deberes, porque ninguno de mis compañeros me había pasado la hoja con la tarea, “no respondió las preguntas”. Dada mi pachorra, Grumbach, el profesor de lengua, escribió en el cuaderno una comunicación tras otra, que Marga nunca firmó, tampoco las pruebas, lo único que hizo fue vociferar una vez: Yo no tuve una madre para cualquier mierda. Después la citación del director que ella no acató. En una gaveta encontré un viejo despertador a cuerda, cuyo sonido era frío y estridente. Yo añoraba los labios de Marga sobre mi frente, el susurro, el pelo, que me caía en las mejillas y cuyas cosquillas me levantaban para comenzar el día. Pero cada mañana, cuando, sobresaltado, me despertaba, veía sólo la libélula y su cabeza color rojo sangre.
Como también el pantano mostraba su cara más huraña, a finales de ese octubre estuve mucho en la grieta, el lugar secreto entre la cama y la pared. Antes de dormir metía mi verga en el hueco y me descargaba con dientes apretados. Pero ahora también la grieta era distinta, más ancha, más aburrida, ya no una garganta estrecha de profundidades insondables, sólo una hendidura que se abría lentamente hasta los pies de la cama, un tumba para el polvo, las arañas, para los mocos secos, los enigmas de la niñez. A menudo las descargas no desaparecían, se acumulaban en las irregularidades del revestimiento y chorreaban sobre el borde de la cama, antes de que yo hubiera terminado de sacudirme. ¿Sería que desde abajo el pantano ejercía una fuerza contraria?
Afuera, con la lluvia persistente, el agua subía, salía con presión de las zanjas a los campos, sonaba bajo los pies con cada paso, acechaba por todas partes. El arroyo estaba crecido, una hinchazón de brillo metálico entre los cúmulos de moho y pasto, la hierba algodonera aplanada, los alisos ahogados hasta el primero de los rostros tallados en la corteza. El terraplén, que nadando se alejaba, fue enganchado al pueblo mediante tablas, provisorios puentecillos de troncos que Karl Felber tendió para que el tractor no se hundiera en el lodo. El sendero de la escuela se volvió hacia el pueblo como una cinta de charcos, de repente se convirtió en un lago turbio que lentamente, corroyendo, se acercaba a la casa. En determinado momento el agua estaba en el sótano, después se obstruyó el retrete, mi caca ya no bajaba, los fragmentos hinchados nadaban en la taza. Me daba vergüenza y entonces hacía mis necesidades mayores en la escuela y lo otro en el granero, donde la lluvia barría y barría. Cuándo cagaba Marga, no lo sé, quizás ni lo hacía, con los pocos bocados que aún comía. Ahora fumaba también durante las comidas, en una mano la cuchara, en la otra el pitillo, pero esto ya lo había hecho antes, cuando tras tantas horas de miradas concentradas y de trazos, estaba como ida o cuando tenía prisa por volver al granero, a Hamburgo, a su mundo. A veces se confundía el cubierto con el cigarrillo: era raro de ver cómo ponía los labios en punta, pero en lugar del filtro llevaba la cuchara a la boca, o cuando, al revés, se ponía el cigarrillo entre los dientes; entonces yo la miraba con una sonrisa estúpida y me metía el mango del cuchillo en la nariz y decía: ¡qué rico! Tu madre se está volviendo una débil mental, balbuceaba ella y se hacía la idiota. Reíamos y seguíamos manducando.
En realidad todo era como siempre, pero justamente ese “siempre” pareció haber cambiado de un modo incomprensible para mí. En cada uno de los conocidos gestos de Marga, en todos sus chistes oídos tan a menudo, de los que me reía porque siempre me había reído de ellos, ya acechaba la última vez. Pero entonces yo aún no lo sabía y sólo hoy puedo afirmarlo. Hace tiempo que los sentimientos del chiquillo se hundieron en el pantano, el final de mi niñez es una maraña de colores fundidos y nieve. ¿Pero qué hacer con todas esas imágenes, con mi manía por recordar? ¿Dónde poner a la madre, su boca vomitada, el beso helado que en sueños ella me da sobre los párpados? Tal vez más tarde la aparté, debí apartarla de mi vida, para continuar de algún modo. ¿O fue Karl Felber quien la hizo recoger y llevar al hospital? Tal vez hasta la envenenó para por fin deshacerse del viejo cobertizo, y con él de la cuñada loca, la contaminada escoria de un pasado común. Hoy, en el terraplén hay una fila de pabellones de engorde tubulares, provenientes de Holanda, y él hablaba siempre de ellos en aquella época.
En efecto, de pronto él estaba en el corredor. Llevaba una gorra con visera, un suéter con motivo nórdico, arriba un overol, como si fuera al establo. Sólo las chancletas mugrientas arruinaban la imagen del vecino malvado, que en secreto le pone al competidor veneno para ratas en el manantial. También él parecía haber sido arrancado del sueño por los acontecimientos. Le cerró el paso a Doris que arrastraba el cubo para ponerlo de nuevo en el baño. ¿Qué tiene?, preguntó y con una gestó indicó el dormitorio. Se tragó esto, dijo Doris y le arrojó la caja de pastillas. El tío le echó un vistazo y me señaló: A su padre yo le dije enseguida que ella no servía para nada. Doris se plantó firme ante él, una catarata de agua saltó al suelo desde el cubo. Los dos llenaban el cuadro, casi de tamaño sobrenatural, los rostros macilentos, desfigurados por el cansancio y las preguntas, piel sebosa, virolenta, el pelo desordenado, ya encanecido en las sienes de Doris. Que se vaya al infierno, dijiste, susurra ella, ¡y tu hermano con ella! y hace un movimiento atolondrado hacia el borde del cuadro, en parte hacia arriba, en parte hacia lo alto, hacia un cielo imaginario. De pronto ella no está y Karl está solo. Está apoyado contra el marco de la puerta y flexiona un poco las rodillas. En el baño ahora el ruido del depósito del retrete, una vez, después de unos segundos, otra vez. El vómito de la madre, la parentela apestada que baja por el caño y sale al pantano. Pero el retrete, piensa el niño en un rincón, está obstruido y se imagina el vómito desbordando la taza y el agua de las zanjas entrando en la casa.
Curiosamente, de todas las imágenes que aquí evoco es el vómito el que permaneció más claro en mi recuerdo. Es el que menos encaja con la imagen de mi madre, a la que aún me aferro. Incluso sobre la camilla ella estaba vestida con uno de esos trapos de seda que nunca ocultan nada. Seguramente habría sentido como una ofensa la manta de algodón. Cada vez que iba al baño encendía cerillas, se bañaba y se empolvaba todos los días, fruncía la nariz con cada excremento de vaca, y después eso. ¿Qué niño ha visto vomitar a su madre? Las madres, si vomitan, lo hacen a escondidas. Ninguna madre quiere estar bañada del contenido de su estómago en los recuerdos de su hijo, y Doris, ama de casa ideal, lo limpió de inmediato.
Cuando volvió con una toalla, pasó junto a Karl sin decir nada. ¡Siempre estuvo mal de la cabeza!, le gritó él. Doris repasó las patas de la cama, luego la boca de Marga, sacudió el trapo con las dos manos, sonó como un latigazo: ¡Cierra el pico, culo roto! Karl se adelantó y la giró: ¡Eh, tú no me llames así! Doris alzó el trapo contra él como un arma. ¿No?, se burló ella, ¡pero su culo –e indicó la cama– no te parecía mal! Se liberó de él, tambaleó un poco y abandonó el escenario. Entra el niño. Viene hasta la cama tropezando desde algún rincón, directo a las manos de Karl. ¡Mamá!, exclama y se enlaza en las manos del tío. El abdomen firme se balancea bajos los golpes que la panza amortigua. Puntapiés al vacío, un grito que se ahoga en la mano enorme. Al final, la bofetada, a la que sigue un breve cuadro en negro, como si alguien hubiera intentado agregar o quitar algo en la película. ¡No le pegarás otra vez!, gritó Doris, me separó de Karl y me estrechó contra su bata. El olor a masa madre, el cuadro en negro, con punto centelleantes, en él el resoplido de Karl por algunos segundos, tal vez por veinticinco segundos en los que pensé que al día siguiente yo debería llamar a la severa galerista para decirle que Marga estaría enferma por un tiempo, otra vez, sigue enferma, la sola idea me causaba un nudo en la garganta. ¿Era la idea de hablar por teléfono lo que me estrangulaba, dado que me daba un tartamudeo terrible siempre que lo hacía? ¿O era el hecho de que yo debía o decir la verdad o mentir? No parecía haber nada en el medio, ninguna posibilidad de volver atrás; sólo el cuadro en negro en el pecho de la tía, que me llevaría a su casa, donde tragaría áspic de carne y debería ser para Martin, Thorsten y Andreas, un nuevo hermano a quien acribillar desde atrás cuando se jugara a los cowboys, y cuanto más Doris acariciaba mi cabeza, más insoportable era mi deseo de comer la torta de Marga, la torta con crocante de canela, mi deseo de canela sobre todo, habría podido comer canela hasta el último de mis días, igual que Marga queso crema, ponerle canela al pan con manteca, cubrir el índice con canela, hasta las papas hervidas yo las habría pasado por canela y, si en algún momento nos hubiera faltado el dinero para las papas, gustosamente habría roto con los dientes el frasquito de canela, habría hecho todo para que ella volviera a abrir los ojos, me hiciera un guiño y dijera: Buen día, mi amor, ¿vamos al arroyo?
Pero en lugar de esto, cuando Doris por fin soltó al chiquillo, el ulular de la sirena, o tal vez ni eso, ningún ruido, sólo la nieve delante de la ventana y los hombres rojos, que de pronto están en la habitación. Quizás ya habían venido sin sirena, sólo con las luces encendidas, por consideración a los sueños de los niños durmientes.