Martin von Arndt, Stuttgart (D)

Martin von Arndt nació en Ludwigsburg (Luisburgo) en 1968. El autor vive en Stuttgart y Pécs. Arndt ha sido propuesto para el concurso por parte de Alain Claude Sulzer.


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Martin von Arndt

La muerte es un cartero con sombrero

Novela (fragmento)

 

La muerte es un cartero con sombrero. Los primeros miércoles de cada me trae una carta certificada. Sostiene ante mí su terminal portátil y un lápiz que tiene el aspecto de un clavo torcido a golpes; y garabateo un círculo grande, en medio del círculo un gancho de derecha a izquierda y otro de abajo hacia arriba, algo que tiene el aspecto de una firma osada y cordial, y sin embargo, es considerada fácil. Luego, él, que me tutea desde hace tiempo, insinúa una sonrisa y roza fugazmente con el índice su sombrero, un sombrero tirolés. Le ofrezco ginebra en un vasito. Él apura el aguardiente echando la cabeza hacia atrás y luego, apretando los ojos, enseña los dientes, y chasquea la lengua con un latigazo completo, repite varias veces el gesto de llevarse fugazmente el índice al. Lo sigo con la vista por un momento, sigo su paso renqueante, causado por sus piernas en forma de agujas, y me retiro a mi apartamento con el vaso vacío y la carta certificada. Luego me siento con ellos a la mesa. Separo un poco la silla para cruzar una pierna sobre la otra. Espero. Espero y observo la botella de enebro, unas veces llena, otras semillena o vacía, o el vaso para ginebra. Cuento las moscas bajo el cielo raso. Caligrafía de insectos. Un móvil silencioso. Espero. Una hora, o incluso dos. No miro la carta certificada.

Cuando el momento llega -al espectador podrá parecerle un acto premeditado-, acerco la silla a la mesa y abro el sobre. Quizás esta vez, dice algo en mí con júbilo y aguarda un nuevo desenlace del juego. Pero no. Otra vez sólo la hoja en blanco plegada. El papel blanco que retorna mes tras mes, un escrito anónimo en un sobre estándar, con sellos de máquina expendedora. Hoy como el mes pasado. Como el mes anterior. Hoy como siempre.

Martin von Arndt (Foto ORF/Johannes Puch)

 

La primera carta certificada la recibí hace casi dos años, el día que cumplí cuarenta años. Mi cartero comparó aquella vez el nombre escrito en el sobre con el de mi pasaporte, al que quiso echar un vistazo. Quedó confundido al ver que era alemán, se encogió de hombros, murmuró algo incomprensible en tirolés, quizás unas palabras de disculpas, quizás que yo, a pesar de ser alemán, no era una mala persona, y se tocó el sombrero. Luego me entregó contra mi firma un sobre que no tenía remitente; vi sumergirse el sombrero por las escaleras y una vez que hubo desaparecido definitivamente, creí, estar ante una de esas excentricidades austríacas. Aquí, pues, los repartidores de envíos certificados llevan sombrero, nada de gorros, nada de gorras, sino sombrero tirolés. En fin, aquí todo es un poco folclórico, pensé.

Extraje del sobre el papel vacío, mientras me cepillaba los dientes. Lo estudié de ambas caras y revisé el sobre hasta que estuve seguro de que no contenía nada más. Probablemente un descuido; el remitente se enfadaría de lo lindo cuando comprobara en su casa que los importantes documentos aún estaban sobre su escritorio y que él había enviado nada o tanto como nada a cambio de su dinero. Él se propondría obrar con mayor cuidado en el futuro, y prepararía un nuevo envío.

A pesar del primer impulso no tiré el sobre. Al fin y al cabo, mi nombre figuraba en el campo del destinatario y ninguno en el que estaba reservado al remitente, me habría parecido un gesto presumido, es más, impiadoso, destruir ese documento.

 

Yo tenía cuarenta años. Hacía exactamente un año Ines había asperjado por última vez agua de rosas búlgara sobre los ramos que estaban dispuestos por todas partes en nuestra casa (porque la rosas, según ella insistía, hoy en día ya no olían como debían), había devuelto las llaves y había dejado sobre la mesa de la cocina tres copias certificadas de nuestros documentos de divorcio.

-He hecho también un par para ti, siempre se necesitan.

Como de costumbre, Ines bebió su café a medias y colocó la taza en el fregadero (con el resto de líquido, manché días más tarde, como de costumbre, y como si no hubiera pasado nada entretanto, el piso de la máquina lavavajillas). Luego apoyó un instante su frente contra la mía -olí el agua de rosas- y dijo:

-Tú te quedas con el ficus y las flores.

Asentí. El ficus no fue lo único con lo que me quedé.

De ahí en más, cuando Ines anunciaba su visita, yo realizaba por el apartamento recorridas de inspección para ocultar todas las piezas que recordaban nuestro tiempo juntos. No quería darle la oportunidad de inclinar la cabeza, menearla despacio una vez para aquí, otra para allá, y murmurar con apagado desengaño en la voz:

-Bueno, Jo, lo pasado, pisado.

Lo pasado, pisado. Yo pensé en el suicidio. O quizás no era eso en lo que pensaba. Y si no pensaba en el suicidio, era sólo porque no tenía el anhelo de emular efectivamente a mi padre. A él, que me las había hecho todas. Mis días pasaban en armonía y yo no me empeñaba en arrancarles personalidad. Me levantaba (demasiado temprano), hacía café (que no me gustaba), me echaba de nuevo en la cama, aunque sabía que eso moralmente no me haría para nada bien. Me volvía a levantar (demasiado tarde), iba a un puesto de comidas rápidas y comía excesivamente o sólo una parte de mi pedido; logré eludir el camino al quiosco, por lo menos quería permanecer fuerte aquí dentro, ante mí, al fin de cuentas había dejado el cigarrillo, aunque sólo lo había hecho porque quería aparecer ante Ines otra vez como un hombre nuevo.

 

El entierro de mi madre fue la última ocasión en que estuve en Alemania con Ines, en que viajamos juntos.

Ya cuando estábamos en el tren nocturno hacia el norte, ella supo que me abandonaría, sólo quería dejar pasar el entierro y concederme dos meses de duelo. Ines había ido conmigo porque no me quería dejar solo, no me podía dejar solo con mis sentimientos contradictorios en un momento en que, además, no contaba con el apoyo de la nicotina.

El contacto con mi madre había sido más bien esporádico. De un momento a otro dejé de ser tenido en cuenta para las giras, la industria musical europea estaba en ruinas, si había que creerles a las agencias. Entre mamá y yo no quedaba nada en el teléfono, tampoco sus reproches de media hora: que por mis estudios de música yo había desperdiciado mi juventud, su dinero, es más, mi vida, y que, al menos ahora, debía no volverme como mi padre. Y que ella ya no podía especular más con una descendencia, mi Ines y yo debíamos dejar tranquilamente el mundo a la rúcula y a las hormigas; los hijos hoy ya no estaban de moda.

Todo esto existió una vez, fue lo que nos comunicó, lo que naturalmente cubría nuestras llamadas.

Ahora, después de intercambiar saludos e informarnos mutuamente acerca de nuestra salud, del tiempo en Alemania y en Austria, callábamos. Callamos durante un cuarto de euro. Luego ella dijo:

-¿Otra vez te hamacas con la silla?

-No.

-Pero oigo el chirrido.

Respiré profundo; apoyé bien bajito las dos patas de adelante en el piso.

-¿De verdad que no?

-Te digo que no.

-No debes hamacarte con la silla. A ver si te rompes la crisma.

Otro cuarto de euro desapareció en el silencio. Finalmente dije:

-Mamá, voy a colgar.

-Sí -respondió-, hazlo.

Entonces ella colgó antes que yo.

Ines no quería me dejar solo con una madre muerta, con el legado de una madre muerta, con el legado de una madre muerta en mi cabeza, cuando ella, Ines, me abandonara. Yo había contado seriamente con poder descargar todo mi llanto contra su pecho, experimentar una plácida, silenciosa purificación que repercutiría, unificadora, en nuestra relación. Pero durante los tres días en que nos arrojamos sobre el legado de mamá, estuvimos más alejados que nunca. Mi mujer realizaba el trabajo principal, ella buscaba mantener lejos de mí todo lo incómodo, todo lo que tenía aspecto de problema. Limpió de basura la casa de mi madre, que estaba al borde del abandono. Ordenó, acomodó, dio indicaciones a los peones de mudanza, sobornó a los jardineros del cementerio para que cuidaran la tumba, habló con el decrépito notario, quien sólo tenía para comunicar que no quedaba nada de mi herencia, mamá vivía una vida costosa que desmentía las apariencias. En lo que duró el restante saqueo de mi infancia Ines llegó tan cerca de mí como ninguna otra persona antes. Y esto la empujó definitivamente lejos de mí. Esa cercanía parecía haberse adherido a ella, a nosotros. Ines temía, rehuía mi contacto, ella renunciaba a mí. Quizás, porque yo seguía siendo una parte de esa madre cuyos pañales Ines quitó del retrete obstruido, y yo siempre permanecería como una parte de ella, y eso, yo, sería lo único que quedaría de esa madre.

 Martin von Arndt (Foto ORF/Johannes Puch)

Durante aquella época dormimos en un hotel de paso. Ines había insistido en eso, al menos las noches no quería pasarlas en casa de mamá. La tarde anterior a nuestra estuvo más callada que de costumbre. Todo estaba arreglado. Denifitivamente. Sólo nos llevaríamos el ficus, le daba lástima. Salió de la ducha, se arrojó sobre la cama con los cabellos mojados, que había dejado crecer hasta los hombres, y se frotó las sienes. Parecía tener jaqueca. Con su voz oscura, ronca, que me había fascinado desde el comienzo de nuestra relación, Ines gimió:

-Por favor, Jo, búscame un agua.

El giro de sus dedos sobre las sienes se hizo más expresivo, bajé las escaleras corriendo. Quería buscarle a Ines la mejor agua que ella hubiera bebido jamás. Un agua que no sólo le quitara el dolor de cabeza, no, una que contuviera mi reconocimiento a sus esfuerzos de los últimos días, una que le hiciera olvidar por completo esos días, que pusiera un fundamento enteramente nuevo a nuestra relación.

La máquina de bebidas se hallaba solitaria en el penumbroso sector de entrada. Introduje una moneda, una pantalla mostró el estado actual de la cuenta: +01,00 € Euros. Al lado, un papelito advertía que no se debía marcar el código de los compartimentos vacíos. Elegí el número de mi bebida, había sólo agua, en cuatro compartimentos seguidos, los demás huéspedes del hotel parecían alimentarse de cerveza. Con cuidado constaté el número y marqué el código. Nada sucedió. Luego, uno de los compartimentos se movió con pereza, rechinó como para avisar de que algo estaba ocurriendo, pero la botella no cayó, el receptáculo permanecía vacío. Por un momento el número que mostraba la pantalla centelleó; se encendió -01,00 € y luego saltó de nuevo a 00,00. Me quedé inmóvil, no tenía más cambio. Otra vez había hecho todo mal, pensé mientras subía con paso lento.

"Artículo sin garantía", parecía querer decir la mirada de ella. Ines ya había salido del paso con agua corriente.

En el viaje de regreso a Innsbruck nos sentamos en el coche comedor, el tren estaba repleto, yo había olvidado reservar asientos. Ines bien observaba mi rostro en la ventanilla (yo hacía como si no me diera cuenta), bien inclinaba la cabeza, la meneaba una vez para aquí, otra para allá. Sus dedos dibujaban en el café derramado sobre la mesa: punto coma punto raya, lista ahora está tu cara, nube blanca estrella negra, lista ahora está la suegra. Yo intuía perfectamente que ella quería borrar de mis rasgos a mi mamá, pero no lo lograba.

Me concedió dos meses de duelo.

¿Quién -comencé a preguntarme- llegaría tan lejos como para, mes tras mes, enviarme una carta certificada vacía? ¿Y para qué? ¿Eran esas cartas nada más que un mal chiste?

La hoja vacía se la podría haber atribuido a Ines, al menos en el tiempo en que fuimos pareja. Habría encajado con los reproches que pronunciaba cada mañana antes de ir al trabajo. Desde que yo, de nuevo no, recibía encargos, desde que pasaba mi tiempo en casa y ya no en el estudio.

Ella, decía, no podía estar con alguien que administraba su vida con tan pocas ambiciones y sobre todo, que retrocedía espantado ante cualquier cosa que de lejos pareciera una carrera. No podía tener respeto por alguien que no exigía respeto, porque no demostraba respeto por sí mismo. Ella no sabía cómo seguiría todo.

Al menos yo debía intentarlo alguna vez.

Lo intenté. Me propuse firmemente intentarlo, al menos una vez, para que Ines supiera definitivamente cómo seguiría todo. Sin embargo, apenas intuía yo qué podía intentar realmente.

Martin von Arndt (Foto ORF/Johannes Puch)

La historia de cada relación es una historia de luchas. Yo la había seguido a Ines a Innsbruck, porque quería estar cerca de ella. Un antiguo amigo del conservatorio, que de joven había participado allí en concursos de orquestas, fanfarroneaba con que Innsbruck era una perla, sólo que nadie había encontrado, por no decir abierto, la ostra correspondiente. Además, había una llamativa cantidad de logopedas, el dialecto regional quizás podía tratarse por el seguro médico.

¿Por qué no?, pensé. Podría mudarme a Innsbruck con Ines y al menos intentarlo una vez.

 

Así fui a dar con un circo musical que me envió de gira por media Europa. Yo ejecutaba melodías ingenuas en la penumbra del fondo de la escena. Era como si cada noche el público me tomara el alfabeto, y luego me aplaudiera entusiasmada.

Tenía un trabajo que mes a mes irrigaba con números de cuatro cifras la cuenta corriente que Ines controlaba competentemente. Lo que yo seguía sin tener era la satisfacción por el sentimiento de haberlo intentado, de haberlo alcanzado.

Pero me encantaba regresar temprano por la mañana, desesperadamente trasnochado, oliendo a una estadía de una semana en un autobús de gira; sin ducharme, me estiraba al lado de Ines en la cama y olisqueaba el rastro de los rayos de sol que se habían quedado atrapados en el vello rubio de sus brazos. Los rayos de sol y el aroma a cacao. Ines enloquecía por el chocolate. De cada gira le traía una especialidad dulce. Ella la comía igual que otros beben vino, o justamente no, pues el buen vino se mastica, mientras que ella desmenuzaba el chocolate y luego dejaba que los pedacitos se fundieran en su boca. Lo bebía regularmente. Recuerdo que el líquido que yo al día siguiente lamía de su piel, entre el pubis y el muslo, y que absorbía en mí, siempre sabía a chocolate con avellanas. Después del sexo Ines ponía una pierna sobre mí, la enroscaba a mi alrededor, como para cubrirme, arroparme, abrigarme, protegerme del mundo exterior, que en pocos días de nuevo me quitaría su presencia. Nunca le había contado que de niño siempre dormía completamente envuelto en mi manta, de modo que ni una brisa entrara debajo, menos a causa del frío que por sentir un estado da abrigo y seguridad por los cuatro costados. Ines parecía tener conciencia de eso, parecía tener conciencia de muchas cosas que yo no le había contado. Ese fue uno de los motivos por los que me casé con Ines.

 

Ines fue la primera mujer en mi vida que no me juzgó por mi padre. En nuestro pueblito de Baja Sajonia todos sabían: yo era el hijo del suicida. Todos sabían algo, pero nadie sabía con precisión; un estado que las niñas muy difícilmente toleran.

Mi padre fue una tarde al bosque y no regresó. Lo encontraron a la mañana siguiente junto a la sede del club de tiradores. Se había disparado en la cabeza con su escopeta. Un tiro a quemarropa; dos días enteros estuvieron para raspar de la pared la sangre y la masa encefálica, y para pintarla de nuevo. Mi padre se había disparado, aunque o porque era un ingeniero exitoso. Ni deudas ni culpa. Y mamá afirmaba: tampoco depresión. No había ningún motivo para dispararse en mitad de la vida, en el punto máximo de su carrera. Una muerte extraordinariamente enigmática. Nada podía hacer repentinamente interesante para las chicas de su edad a un muchacho de dieciséis años con manos rascadas hasta sangrar, cuya fláccida delgadez, que dejaba asomar en hombros y brazos huesos puntiagudos, transmitía un aire antideportivo rayano en la monstruosidad.

Con simpática frecuencia, los paseos vespertinos nos conducían a alguna de mis compañeras de curso y a mí, al bosque, donde ellas, una vez que divisaban la casa de los tiradores, alzaban la vista hacia mí y susurraban la pregunta:

-Dime, ¿por qué lo hizo tu padre?

Si lo hubiera sabido, de verdad que lo habría dicho, sólo por aclarar ese punto molesto entre nosotros y despejar mi boca para cosas más atractivas. Pero no lo sabía. Y mis incipientes amigas no querían proporcionar sus besos sin una contraprestación.

Ines era distinta. Tenía diecisiete, era alta y, en contraste con sus predecesoras, ya una mujer, con pechos firmes, bien erguidos. Su piel era de un bronce oscuro, ella tenía un perfil clásico, romano, de briosas y elegantes cejas, tenía un corte varonil y teñía su cabello de color negro azabache. Ella no quería ir al bosque, escuchaba con atención mi historia, que yo le contaba espontáneamente, acariciaba mis manos, se encogía de hombros y acercaba su boca a la mía para morderme el labio inferior. Luego me besaba sonriendo. Como contraprestación yo únicamente debía prometerle nunca tomar un arma en mis manos.

Me negué al servicio militar.

Y comencé a estudiar guitarra en el conservatorio.

A los diecisiete años mi padre me había regalado una guitarra. Él era un negado para la música aunque de un modo completamente festivo; cualquier manifestación de las capacidades que yo poco a poco adquiría en el instrumento lo asombraba y admiraba como los logros de un temprano genio matemático. Era algo que estaba más allá de su imaginación. Me gustaba tocar, pero hacía pocos progresos auténticos. Sólo después de la muerte de papá me entregué a las clases. Cuando tocaba, estaba ciento por ciento conmigo y con papá, afirmaba mi madre. Cuando yo tocaba, menos ya no se veían mis manos rascadas hasta sangrar. O no se notaban. Era mi rostro el que concitaba la atención, no mis movimientos. Me había copiado las muecas elegíacas de los guitarristas de jazz. E inevitablemente, no sólo las muecas.

Mamá estaba conmovida y me habría financiado todo cuanto me hubiera apartado de transformarme en mi padre. E Ines, con la que salía hacía más de tres años, vio una brillante carrera que se abría ante mí. Estaba enloquecida por mis dedos de músico, los acariciaba, después de la ejecución, los tomaba en su boca (tenían sabor a metal; las cuerdas del mi, del la y del re les habían suministrado su aroma), y quería que yo la satisficiera con la mano. Yo soñaba con mis dedos en la boca de Ines, con mis dedos entre sus muslos. No soñaba con una carrera: carrera: para mí era un estallido en la noche, un estallido que nadie había escuchado, y salpicaduras de sangre en la pared, que debía ser blanqueada tan rápido como fuera pasible, ¡¿qué pensarían los hermanos tiradores?!

 Martin von Arndt (Foto ORF/Johannes Puch)

 

Concluí mis estudios sin incidentes, no podía defraudar a Ines y a mi madre. La guitarra era una amistosa mascota que exigía poco de mí.

Sin embargo, tiempo después de nuestra boda Ines ya había dejado de usar el instrumento como estimulante sexual entre nosotros. Cuando volvía de comprar el pan y me encontraba con la guitarra en la mano evitaba mi mirada y ordenaba en silencio la compra sobre la mesa de la cocina. Yo le había ofrecido hacer de amo de casa por unos años, pero ella exigió más de mí. Más iniciativa. No quería tener que tomar siempre las decisiones ella sola, porque de mí no se podía sacar nada legítimo, nada auténtico.

Ines levantó la jarra de la cafetera eléctrica, para servirnos.

La mesa del desayuno la había puesto yo, como siempre. Quería mostrarle que con gusto me levantaba con ella más temprano de lo necesario. Ella untaba mitades de pan con queso fresco bajo en grasa.

-Siempre quisiste volver a tu infancia. Y yo quiero por fin ser un adulto.

-¿Perdón?

Apoyé la taza de café. Mi vista se posó sobre dos terrones de azúcar junto a mi plato.

-¿Qué parte no has entendido?

-¿Por qué habría de querer volver mi infancia?

-¡¿Quizás porque tu padre te la quitó?!

-Mi padre se mató cuando yo tenía dieciséis años. Un poco tarde para la infancia.

-¿Y qué nombre le pondrías a tus intentos de no tener que afrontar ninguna responsabilidad en tu vida?

Quedé perplejo.

-¿Rock'n roll? -dije.

-¡Ay Dios, Jo!...

Ines revolvió los ojos, meneó la cabeza despacio, una vez para aquí, otra para allá.

-Me refiero exactamente a eso.

Ines había terminado el segundo panecillo y lo bajaba con café.

-Tengo la sensación de que ya no te esfuerzas -le hablaba a la taza, vaticinaba, y yo, con mi mejor voluntad, no sabía qué podía estar leyendo.

-Por supuesto que me esfuerzo, por supuesto, esto es un esfuerzo.

-¡¿Conque es un esfuerzo para ti vivir conmigo?!

-¿Para mí?

-Sí, para ti.

-Creo más bien tú haces un esfuerzo conmigo.

-Claro, es fácil.

-¿Qué?

-Invertir los términos. Para ti todo es fácil.

-No quería decir eso, yo...

-Ahora no te escabullas de nuevo, por una vez no reniegues de tus opiniones.

-Pero no me escabullo, yo...

-¿Sí?

-Mierda, perdí el hilo.

-Debo irme.

-Debes irte.

Efectivamente ella debía irse.

Lo que esperemos y lo que recibimos: dos pares de botas, ambos aprietan. Eso pudo haber pensado ella cuando en su rostro se dibujaba el asco cada vez que me lanzaba una mirada de despedida mientras yo revolvía mi café con el cuchillo con que había untado los panes, para no ensuciar otra cuchara más o simplemente para ahorrarme el camino hasta el cajón de los cubiertos.

Había seguido a Ines hasta Innsbruck, porque quería permanecer cerca de ella. Y porque la cosa no debía terminar así.

Ines no anunció su última visita, yo no tuve tiempo de liberar mi apartamento de nuestros recuerdos. Ella meneó la cabeza, una vez hacia aquí, otra hacia allá.

-¿Cuánto tiempo más ha de durar esto? -preguntó mientras hacía café. Ella conocía bien mi cocina. Aun conservaba todos sus derechos allí.

-Ni idea -mentí-, ni idea de qué estás hablando.

-No tienes idea de qué hablo. Si al menos no quisieras olvidarme, sería halagador. Pero tú sencillamente no puedes olvidarme. Y eso es tan caprichoso. Ahí no hay ni rastros de una voluntad fuerte

La miré de costado. Sus mejillas parecían más redondeadas, los pómulos sobresalían significativamente menos. Ines estaba más rellenita. La cafetera resopló, Ines puso delante de mí, sobre la mesa, una taza llena. Sostuvo el terrón de azúcar al alcance de mi mano. Nos conocíamos desde hacía veinticinco años. Ella seguía sin saber cómo bebía yo mi café (con leche, sin azúcar; en el caso de su nuevo novio, un exitoso joyero, seguro que lo recordó después de la primera cita). Bebí un sorbo grande (cargado, sin leche, sin azúcar), tomé uno de sus cigarrillos y lo encendí ceremoniosamente.

-¿Has vuelto a fumar? -preguntó.

-Sí.

-¿Desde cuándo?

-Desde ahora.

Ines torció los labios formando un pequeño óvalo y arrugó la nariz. Pero yo ni siquiera le había mentido. Ahora fumaba sólo para liberar mis manos, liberarlas de su mirada, para no sentirla más sobre mis nudillos.

Resolví ponerla a prueba iniciándola en mis secretos. Le conté sobre mis cartas. Ella bostezó y se quitó de la frente una mecha teñida de rubio que, como siempre, se enredó en su (¿nuestro?) anillo.

-¿Pero es realmente una "carta"? -preguntó, tomó un cigarrillos y con un rápido movimiento del índice empujó la cajetilla, que atravesó la mesa hasta mí.

Estaba enfadado, empujé la cajetilla de regreso. Ines percibió mi estado de ánimo y, con voz más tranquila, cambió de actitud:

-¿Es una carta, si no hay nada dentro, Jo? ¿En verdad crees que es una carta?

Yo no quería discutir. Pero discutimos. Después de una hora y media de obstinado forcejeo, en el que entre, otras cosas, me recomendó dirigirme a la policía, y mientras miraba su reloj Ines concluyó con las lapidarias palabras:

-Niégate a recibir el envío.

Asentí, miré también su reloj y dije:

-Debes irte.

Nuestro encuentro me había agotado. Además me había mostrado que Ines no había entendido nada. Niégate a recibir el envío: ¡que disparate! Como si así cambiara algo. Eso sería como gritarle a alguien que se está ahogando: "¡Relaja tus músculos, amigo, y continúa nadando!"

Yo sabía que volvería a fumar, que Ines no dejaría de gustar de mí, pero que no volvería a amarme jamás, y que por lo tanto ella prefería mutar en cónyuge de un mundano joyero antes que enviarme esas cartas certificadas.

Con el fraternal beso de despedida Ines me contó que su novio ya había abierto una nueva sucursal, esta vez en Bregenz. Recordé que la última carta tenía el sello postal de Bregenz.

Dos días después había llegado el primer miércoles del mes.


Traducido por Nicolás Gelormini

 

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