Pedro Lenz, Bern (CH)

Pedro Lenz nació en Langenthal en 1965 y en la actualidad vive en Berna. Lenz ha sido propuesto para el concurso por parte de André Vladimir Heiz.


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Pedro Lenz

Tierra adentro

Por favor, me gustaría contarte, quiero contarte, debo contarte, he de contarte, para que todos esos largos años por fin se vayan, se vayan lejos, lejos, lejos de mí.

 

Permíteme comenzar en el pueblo, en el pueblo de mi infancia, mejor dicho en el edificio de la escuela, a la que le habían puesto simplemente el nombre de nuestro barrio, no como las otras escuelas, que llevan nombres de famosos pedagogos. Comienza en el edificio de la escuela. Allí arriba, en el segundo piso.

Frank está de pie sin hacer nada y de pronto le cruza la cara al viejo Niederberger.

Digo, te lo tienes que imaginar. En serio, deja que te entre en la cabeza, Frank está ahí de pie, como si él fuera el maestro y no Niederberger, como si aquí Frank fuera el jefe, como si fuera el hombre que lleva la voz cantante, nuestro Frank, quince años de tristeza en el cuerpo, alumno del curso superior de la escuela primaria, golpea en la cara a su profesor de francés. Te lo digo. Algo así debes representártelo como un cuadro para poder entenderlo un poco.

Toda el aula en absoluto silencio, completamente paralizada, la pizarra con el verbo defectuosamente conjugado, el mapa físico de Suiza de Kümmerli&Frey, el tapete de fieltro verde y al lado el gran póster de los Beatles, que nos irritaba tanto, porque ya entonces sentíamos que los Beatles nunca serían lo nuestro, con todos sus trinos de día soleado, y nosotros habríamos preferido mucho más a alguien como Frank Zappa, pero no estaba permitido, Zappa era sencillamente tabú, con su canción "Bobby Brown", en la que, según había afirmado alguien, se hablaba de perversidades que nosotros no entendíamos, pero sabíamos que debían ser interesantes.

Todo tranquilo, pues, aquella mañana, chicas y chicos completamente calmados. Una especie de calma en la que hasta el más tonto se da cuenta: pronto va a pasar algo, debe pasar algo, más tarde o más temprano, aunque probablemente más temprano.

Y ahí adelante está Frank, toma despacio la tiza con la izquierda, para tener la derecha libre, y zas, le pone los cinco dedos al malvado, malvado Niederbeger, a quien siempre debíamos decirle oui Monsieur y non Monsieur y pardon Monsieur, cien veces por clase, aunque su francés apenas sonaba mejor que el nuestro. ¿Me sigues?

Nadie habría creído que pudiera suceder algo así, quiero decir, nadie de nosotros, salvo quizás Frank mismo, pues él debió saberlo, a más tardar cuando tomó la tiza con la otra mano, para tener libre la mano golpeadora. O si no, que me muestren a alguien que se anime a golpear a su profesor de francés en la cara dentro del aula sin tener libre su mejor mano.

Perdona si he comenzado a contar las cosas por el medio. No sea que quizás ahora creas que soy incapaz de concentrarme en la historia completa. Está bien, está bien, hay algunos que afirman que yo no me concentro pero esos no tienen idea, no tienen idea de nada.

Claro que puedo abstraerme, enfocarme, puedo hacerlo sin problemas, lo he demostrado bastante a menudo, lo he demostrado una y otra vez, salvo quizás durante el servicio militar, cuando con ojos vendados debía desarmar y armar el fusil, poner veinticinco veces todas las piezas sobre un paño, nombrarlas y después montarlas en el orden correcto. ¡Mal! ¡Una vez más, desde el principio! Y así hasta que el sargento decía: ¡Qué perro indócil, no puede ser, no es normal que alguien sea tan indócil!

Pedro Lenz (Foto ORF/Johannes Puch)

Eso no era cierto. Yo soy cualquier cosa menos indócil. Cuando quiero, puedo ordenar todo en una sucesión lógica. Sin embargo, debo comenzar por aquella mañana, en la que Frank lo hizo, en la que abofeteó a Niederberger delante de toda la clase. Esto puede parecer poco importante, pero vaya si lo es, pues después nada volvió a ser como antes, nunca.

A Frank, naturalmente, se le abrió un proceso, obvio, una sanción disciplinaria; no era una bagatela, heridas corporales y todos eso, lógico. Después fue a una escuela especial, Frank tuvo que ir, quisiera o no, lo había dispuesto el tribunal juvenil, medida pedagógico-social o clase de adaptación o como lo llamaran, no recuerdo el término exacto. Son esas resoluciones para las que los legisladores inventan nombres importantes. Pero para los afectados son sencillamente un castigo y punto.

Sin embargo, de una manera u otra, no habría durado mucho más, lo de la escuela, digo, apenas un par de meses, y él habría estado fuera, todos habríamos estado fuera. Y probablemente habríamos aprendido un oficio juntos, Frank y yo.

Dime, ¿te acuerdas? No, no puedes acordarte. Posiblemente muchos lo recuerdan apenas vagamente, pero él también estaba interesado en asuntos serios, nuestro Frank. Es verdad. Hasta husmeó conmigo una semana, en otoño del '80 en W. Bösiger SA, Edificaciones y Construcciones Viales. Frank era talentoso, eso se veía enseguida. Y pronto supo bastante sobre las proporciones de arena y cal, cemento y agua, podía retener las cosas que yo casi siempre olvidaba. Lo digo como es: por su talento y su fuerza Frank podría haber sido un albañil buenísimo, sin duda. Una vez, un viejo capataz le dijo que tenía una mano excelente. Serás bueno. Así dijo el capataz. Me acuerdo porque yo estaba sentado junto a ellos en esa barraca al mediodía, y comimos sardinas y mojamos pan blanco en aceite y me habría alegrado enormemente si alguna vez un superior me hubiera dicho algo parecido.

 

Claro, quizás aun así las cosas no habrían salido bien, es decir, aunque él se hubiera contenido en aquella hora de francés, aunque no le hubiera hecho nada a Niederberger, o él, lo que igualmente es concebible, aquella mañana ni siquiera hubiera ido a la escuela. Pues ese mismo invierno a Frank se le murió el padre, ese mismísimo invierno, sólo que unos pocos días después del incidente.

Esa fue otra una historia desagradable. Primero se dijo que era sólo un problema vascular. Poco después se dijo que era cáncer, luego una o dos veces al hospital para control, un poco de radioterapia, de la auténtica, es decir, de la que te incendia la piel, te incendia dolorosamente como las quemaduras de sol, sólo que mucho más fuerte, y después acabado, adiós, muerto, amén. Eso fue todo, pasó rapidísimo.

El Señor todopoderoso y creador de la vida quiso llamarlo a su lado. Eso decía en el anuncio fúnebre que aún hoy conservo, una frase terriblemente difícil de entender, en especial si uno cree un poco en Dios, como yo en aquella época. Ahí uno se pregunta forzosamente por qué el Señor quiso que a un joven de pronto se le muriera el padre. Eso no lo quiere nadie, incluso tampoco cuando el padre pocas veces era un padre como el que uno puede desear. Lo sé, lo sé, algunos padres son malos, pero aun así uno no desea necesariamente que el Señor de pronto quiera dejarlos morir.

La madre de Frank casi se alegró de que él, por causa de la bofetada al profesor de francés, fuera a parar a esa escuela especial, al menos al principio, al menos por ella, pues aún tenía a los más pequeños y los perros y la huerta y el cerezo y los trabajos de limpieza, y eso ya daba, todo sumado, suficiente que hacer. Y entonces es casi comprensible que una madre se sienta aliviada cuando su hijo mayor y más problemático está lejos, en un lugar donde cuidan de él.

Y suponiendo, suponiendo por una vez que nunca se hubiera llegado a aquel incidente en la escuela, bien podría haber sucedido que de todos modos la madre le hubiera dicho a Frank que bajo esas circunstancias el aprendizaje de un oficio era imposible, no más por cuestiones de dinero, y porque ella no habría podido lavar todos los días la ropa de trabajo, ya que antes, no sé si lo recuerdas, en las casas de alquiler a menudo había reglas muy severas en cuanto al lavado, y en algunos bloques de viviendas sólo se podía lavar cada dos semanas, lo que justamente para gente que, por ejemplo, trabajaba en obras de construcción y ensuciaban la ropa continuamente, era muy poco tiempo para lavar, me parece.

Pedro Lenz (Foto ORF/Johannes Puch)

Pero también es concebible que ella habría consentido en que él fuera albañil, entonces habría sido grandioso que él no hubiera hecho lo de Niederberger y no hubiera pasado nada, de modo que no hubiera debido ir a la escuela especial. Me puedo imaginar cómo nos hubiéramos divertido, Frank y yo, en las grandes obras de construcción. Así algunas jornadas laborales me habrían resultado mucho más cortas.

 

Probablemente él me habría tomado bajo su protección en el trabajo, por lo menos a veces, por ejemplo contra Dobler, porque era el diablo en persona, ese Dobler, o quizás también más tarde, después del aprendizaje, en Oberglatt, después de esa fiesta de la empresa, cuando todos estaban borrachos y me quitaron los pantalones y no pude sino pensar que lo mejor era morirse en el acto, como el padre de Frank. Pero no me morí, no, y oí muy bien lo que dijeron, demasiado bien.

Bueno, ahora vamos a ver si nuestro joven albañil chapucero ya tiene pelos en los huevos.

Y luego el chasquido de un encendedor y esas carcajadas ebrias, con las que aún hoy a veces sueño, hasta que me despierto sudando y temblando y me pregunto por qué me lo hicieron justamente a mí, cuando había tantos otros albañiles jóvenes en esa empresa, que se contaba entre las más grandes que entonces había en el cantón Zurich, digo, antes que la vendieran.

Pero no, debía tocarme a mí. Lo hicieron conmigo. Jesús, no fue una tontería, realmente no. Fue duro. Sí, fue duro, especialmente porque participaron todos, y no hubo ni uno que al menos dijera: ya está bien, en fin, fue divertido pero ahora mejor la terminamos, ya es suficiente. No, nadie dijo eso aquella vez, en absoluto. Sólo rieron, todos, todos excepto yo.

 

¿Dónde estaba? En esa escuela especial a la que Frank debió ir, si bien no por mucho tiempo, pero aun así. Después no pudo encontrar ningún puesto de aprendiz, claro, a causa de la medida pedagógico-social, todos lo sabían, él tenía que ponerlo en las solicitudes. Y nadie quería a alguien así. Pero él no era alguien así, como ellos creían, al menos no entonces. Y al final terminó en el correo, como ayudante en la sucursal de la estación de Berna, porque en nuestra época tomaban gente que no había terminado su aprendizaje y el trabajo no estaba tan mal pago, digo no mal pago, pues un proyectista por ejemplo, lo sé casualmente con exactitud, bueno, un proyectista ganaba, después del aprendizaje, un poco menos que Frank que no tenía título.

En ese tiempo aún nos encontrábamos algunas veces. Que él no era un debilucho, me dijo Frank, y también que yo debí defenderme antes, es decir, ante que los otros hubieran bebido tanto, antes que llegaran a la idea de quitarme los pantalones y todo eso. Y era cierto, Frank lo dijo bien, aunque tampoco era tan fácil, pues yo no sabía desde antes lo que ellos planeaban hacer conmigo. Y cuando lo supe, ya no podía hacer nada, porque me sujetaron los brazos y apretaron mi torso contra la mesa, entre tres o cuatro, aunque yo estaba llorando y gritando. Frank podría haberme ayudado, pero él estaba, como dije, desde hacía tiempo en el correo de la estación.

Olvidémoslo, le dije entonces a Frank. Y hoy soy yo, precisamente yo, que en aquel momento dije que lo olvidáramos, bueno, hoy soy yo quien se acuerda aunque no quiera hacerlo. Pero eso, como dije, tiene que ver con que de vez en cuando aún sueño con el asunto.

Pedro Lenz (Foto ORF/Johannes Puch)

Los sueños son algo cochino. Los sueños tienen la memoria más artera que uno se puede imaginar. Nunca entenderé cómo hay personas que disfrutan de sus sueños. Los sueños son el mal.

Puede ser que no sea lo más sensato que yo ahora hable casi exclusivamente acerca de Frank, quizás podrías creer que fue mi único amigo, aunque no está claro siquiera que haya sido un auténtico amigo. Es una opinión, no lo digo contra él, solamente quiero recalcar cuán difícil resulta siempre juzgar respecto a amistades y todas esas cuestiones. A veces uno tiene un amigo y después se da cuenta de que no es ningún amigo, y a veces es exactamente al revés, aunque esto último sucede con menos frecuencia.

En cualquier caso, todo empezó cuando en el '72 entré a la escuela, el mismo año en que Bernhard Russi fue campeón olímpico en Sapporo, tuvo suerte por cierto, ya que el mejor ese invierno había sido Karl Schranz, un austríaco de Sankt Anton, no me preguntes por qué no le permitieron competir. Al fin y al cabo, hay tanto que uno no comprende de niño y más tarde nunca averigua. Lo único confuso es por qué, sin embargo, queda flotando en la memoria.

Por ejemplo, también sé que en ese tiempo Richard Nixon era presidente, en los Estados Unidos, digo. Su nombre se oía siempre en la radio, al mediodía, cuando mi padre escuchaba las noticias y todos debíamos estar en silencio. Siempre lo nombraban a Nixon, y de los rusos a Brézhnev, y a veces también al Papa Pablo VI o al consejero federal Gnägi, pero al que más nombraban era el presidente Nixon.

Mi padre siempre llegaba a casa poco antes de las noticias, y antes de sentarse a almorzar, revisaba el correo, por si había un anuncio fúnebre. Las demás cartas las dejaba sin mirar, hasta después de la comida. Pero si encontraba un anuncio fúnebre, lo leía sin tardanza, de pie. Luego llamaba al muerto un pobre tipo y afirmaba que era casi increíble que tal o cual también tuvieran que partir. Pobre tipo, y ahora se muere, y sin embargo era un hombre con tantas ganas de vivir, pero ¡qué remedio!, cuando a uno le sonó su horita, no se puede hacer nada. Sí, sí, la parca viene cuando y como quiere. Así decía mi padre. Y después nos deseba a todos buen provecho y comenzaba a comer aunque él habría debido saber que a mi madre le hubiera gustado rezar un benedícite, algo que de hecho hacía la mayoría de las veces, pero en silencio y para sí, mientras que mi padre nunca fue el tipo que le diera valor a los rezos.

 

Ese año, pues, había entrado yo a la escuela, con una maestra amable que una vez escribió en el informe escolar que yo era cortés, y tenía buena letra, y algo introvertido. En aquel momento no entendí el informe, algo que no me importó, porque estaba escrito para los padres. Aunque esa palabra, introvertido, ni siquiera mis padres la entendieron del todo. Por eso mi padre le preguntó a Toni Gerber, que vivía un piso, bueno, una planta más arriba que nosotros y trabajaba en una oficina y tenía un diccionario muy grande. Tales cosas duraban entonces bastante rato, me refiero a averiguar palabras y todo lo demás, eso daba lugar a largas charlas.

Por supuesto yo ya existía desde antes, antes del '72, claro, pero lo sé más por las fotos y las diapositivas que a veces nos poníamos a mirar, cuando mi tía soltera estaba de visita, la única hermana de mi padre que había quedado sin casarse, no sé por qué.

De mi vida tengo recuerdos recién desde el momento en que fui a la escuela y no de los años anteriores, cuando apenas pensaba más que un gato cuando vaga por el barrio. Los niños pequeños y los gatos no necesitan recuerdos, porque todo lo que ya fue les puede resultar completamente indiferente. El recuerdo empieza con la escuela, pues ahí se comienza a leer y a escribir, y sólo las letras hacen que uno se vuelva un auténtico ser humano que se puede orientar hacia atrás y hacia delante. Es realmente así. Sin las letras sólo se puede saber lo que está ocurriendo en el momento, o aquello que los otros le dicen a uno, y en eso puede haber mucha mentira.

Entré a la escuela con el Urs Locher, que en aquella época era mi mejor amigo y tenía una mochila de escuela de piel de cabra roja y negra, y con Res, quien jugaba tan bien al fútbol que siempre podía ser Günter Netzer, algo que no iba de suyo, ya que había muchos otros que querían ser Günter Netzer. En mi curso además estaba Hebel, que casi siempre tenía dinero en el bolsillo, a diferencia de nosotros, quiero decir. Casualmente Hebel siguió siendo rico después de la época escolar y lo es aún. Si se lo ve desde ese costado, para Hebel nada cambió, y tampoco para nosotros.

Y en lo que se refiere a las chicas, me acuerdo por ejemplo de Sabine, lo cual es fácil, pues había algo así como tres o cuatro Sabines, debe de haber sido el nombre de moda, pero especialmente bien me acuerdo de una Sabine que tenía trenzas y pecas, y también de Chantal, que en secreto me parecía hermosa y que era un poco distinta de las otras chicas, aunque si se la ve hoy, pero bueno, eso ahora no es tan importante.

En aquella época Frank aún no estaba con nosotros, llegó un año después, cuando su padre consiguió un puesto en la fábrica textil y se mudaron a nuestro pueblo, Frank y su familia.

Una mañana, de repente, él estaba ahí. La maestra lo había llevado de la mano al aula. Pero después sencillamente no soltó su mano. Todos se preguntaron por qué la señorita Bühler no soltaba su mano mientras nos decía que él era Frank, y que era el nuevo y que nosotros debíamos ser amables con él y todas esas cosas que una maestra debe decir cuando le presenta al curso un nuevo alumno y tiene miedo que éste quizás no logre conectarse, lo que a su vez le causaría más problemas a ella.

Pero no fue ella la que no soltaba la mano. ¡Era él! Él mismo me lo confirmó más tarde. Y a mí me vino a la memoria que en la clase de francés con Niederberger tuvimos que leer una novela, en la que bien al comienzo alguien un chico es llevado a un curso, se llama Bovary, y después en la novela él es un pobre cerdo, porque su esposa se acuesta con otro. Es una novela terriblemente triste, si alguna vez tengo ocasión, la leeré de nuevo, pero probablemente en alemán, porque en francés es demasiado difícil.

Pero aún si dejamos la novela de lado, apenas algo cambia. Desde ese instante Frank entró en nuestro curso, lo cual significa lo mismo que en nuestra vida, pues en aquellos años, naturalmente, el curso de la escuela era todo nuestro mundo. Ya durante el desayuno esperábamos ansiosos el instante en que nos podríamos atar los zapatos y salir rápido de nuestras casas, que en aquella época aún olían a esa cosa con que se trataban los pisos.

 

Casi siempre íbamos a la escuela de a tres, Locher, Frank y yo. Los tres vivíamos cerca y conocíamos cada flor y cada canto del camino, por formularlo un tanto exageradamente, pues es imposible conocer todos los cantos, al menos en mi barrio, donde había tantos caminos de piedra. En el canal, allí adonde el agua era reconducida si el arroyo desbordaba, hacíamos nuestra primera parada, para revisar si el agua había arrastrado algo, algo valioso quizás, oro por ejemplo, o una bolsa llena de oro o algo así. Pero cuando de verdad había algo, después de una crecida, entonces la mayoría de las veces era un zapato suelto o un viejo tapacubos de un Toyota o una rata muerta, sólo esa clase de cosas que a primera vista parecen mucho y al final no sirven para nada.

Pedro Lenz (Foto ORF/Johannes Puch)

A veces, con todo, había un par de cangrejos de río, y los juntábamos en un cubo de plástico y luego los llevábamos en frasco de conservas a la escuela, lo que no estaba bien, porque en la hora de naturales estábamos viendo la señorita Bühler estaba tratando con nosotros la germinación y los animales estaban previstos en el plan de estudios apenas para el otro año, y además los cangrejos de río se morían si uno los olvidaba en frascos de conserva y les faltaba agua y aire.

Y como en el canal casi nunca se podía encontrar algo razonable, en las tardes libres jugábamos al fútbol o la guerra de bandas. Nuestra banda se llamaba Rayo Boys. Un nombre tonto, lo sé, pero práctico, pues cualquiera podía dibujar un rayo, y en cambio los de la Grubenstrasse, que se llamaban Tigres Blancos, tenían que esforzarse terriblemente cuando por ejemplo querían graban un tigre en la corteza de un árbol. Hoy los jóvenes graban menos en los árboles, lo que por supuesto es mejor, ya que los árboles se dañan.

Pero yo quería contarte acerca del camino a la escuela y que había muchos motivos para demorarse. El canal era decididamente el motivo principal. Pero también estaba el quiosco de la señora Püntener, a quien no le molestaba repetirnos una y otra vez todos los precios, aunque sabía perfectamente que no podíamos comprar nada, salvo este o aquel chicle, pero incluso esto era más bien infrecuente. Sólo Hebel podía compra algo significativo, un sobre sorpresa por ejemplo, o un Buffalo Bill, que sólo nos lo prestaba cuando tenía un aspecto terriblemente usado, algo que por cierto no nos importaba en absoluto, porque Buffalo Bill nos importaba poco.

Lo que no formaba parte del camino a la escuela, pero que en ningún caso debe pasar sin ser mencionado, son los Wässermatten. Los Wässermatten estaban casi fuera de nuestro territorio infantil. Sin embargo, los conocíamos bastante bien. Además, el padre de Locher tenía un libro sobre los Wässermatten, en el que se podía leer que ya existían Wässermatten mucho, mucho tiempo atrás, porque los monjes de Sankt Urban, donde ya hace tiempo que no hay monjes sino una clínica psiquiátrica, en fin que los antiguos monjes habían inventado esos Wässermatten. Yo mismo no lo leí, pero Locher me lo contó.

Bueno, los Wässermatten eran bellos. A propósito, lo siguen siendo, pues son una reserva. Los Wässermatten son campos casi totalmente comunes pero están atravesados por pequeños canales y allí donde se cruzan los canales tienen compuertas de madera que se pueden abrir y cerrar dependiendo de si se los quiere regar o no en ese momento. Si son irrigados parece como si fueran pequeños lagos. Según algunos, dicho sea de paso, esto es bueno también para el espejo de las aguas subterráneas.

A mí los Wässermatten me gustaban sobre todo en verano, justo antes que fuera segada la hierba. Entonces olía a protección, por lo menos retrospectivamente. Pero ahora ya no voy más allí. Sólo van los que tienen perro y yo no tengo.

 

Frank no era particularmente agresivo. Era como todos nosotros. De a ratos peleábamos, pero cuando uno estaba abajo, y ambos omóplatos tocaban limpiamente el piso, la lucha se daba por concluida. El que quería seguir peleando era detenido por los otros.

Pedro Lenz (Foto ORF/Johannes Puch)

Lo menciono sólo para que no surja la falsa impresión de que el incidente con el profesor de francés confirmó una tendencia que se mostró a lo largo de todos los años. No, no, Frank no era agresivo ni colérico. Había peores, yo, por ejemplo, pues ante cualquier pequeñez podía perder la cabeza. Como aquella tarde, cuando les mostré a mis amigos mi nueva bicicleta, una Mundia deportiva con un cuadro rojo oscuro y caja de cinco cambios. Me la había comprado mi padre, cuando pasamos al último curso y tuvimos un camino más largo hasta la escuela. Mocoso, había dicho mi padre, cuando yo tenía tu edad no podría ni haber soñado con una bicicleta así, pues en mi época sencillamente nadie recibía de regalo semejante bicicleta, en mi época directamente no había regalos. Yo asentí y me subí a la bicicleta nueva. Era una sensación bonita, una sensación que pocas veces se tiene en la vida.

Res quiso saber si podía dar una vuelta. No seas egoísta, dijo, y antes que yo pudiera decirle que prestara atención, ya se había ido. Yo tenía un miedo terrible de que pudiera pasar algo, y efectivamente algo pasó, pues cuando por fin Res volvió a aparecer, traía la bici al hombro como los corredores de ciclocross, que a veces tienen que bajarse para sortear un obstáculo. La rueda delantera y la horquilla estaban completamente destrozadas, porque había patinado en la arena fina, que en esa época había en algunas curvas. Fue terrible, y casi lloro de la desesperación, pues no pude sino pensar en mi padre y en que había dicho que yo debía tratar la bicicleta con cuidado. Pero -y esto fue lo que me liquidó- los amigos rugieron de risa e incluso a Res le pareció gracioso haber arruinado mi bici nueva. Entonces algo se zafó en mi cabeza. Me abalancé sobre Res y probablemente lo habría matado a golpes, si no se hubieran arrojado sobre mí y me hubieran detenido. Me sujetaron hasta que ya no tuve fuerzas para gritar ni para otra cosa. Luego se fueron y me quedé solo con la bicicleta rota. Y como mi desesperación era tan enorme, me mordí en el brazo hasta que sangró. ¿Qué has hecho con tu brazo?, preguntó el viejo Hossmann de la tienda de bicicletas.

Me di contra un alambrado, la luz brillaba tan fuerte que no se podía ver el cerco. ¿Cuánto costará?

Ya veremos. A más tardar el viernes está reparada. Y ahora deja de lloriquear. Hossmann era bueno y yo pude pagar la cuenta trabajando, pues era época de vacaciones y él me dejó limpiar el taller y los depósitos. Eso duró cuatro días y me puso contento que él me creyera lo del alambrado. Siempre es preferible quedar como un pobre tipo sin suerte a que todo el mundo sepa que los propios amigos lo han dañado a uno.

Pero ahora otra vez, y sin darme cuenta, me he apartado del asunto cuando solamente quería decir que Frank era más bien pacífico y dueño de sí, mientras que yo sencillamente nunca he sido capaz de irradiar algo así como paz interior, hasta el día de hoy.

 

La época escolar, pues, progresó hasta que Frank golpeó al profesor. Desde entonces nada fue como antes. A mí podría resultarme indiferente, en cierta medida. Pero siento que aún debo hablar más sobre ello, de otro modo, la cosa nunca mejorará.


Traducido por Nicolás Gelormini
 

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