Max Scharnigg
Nacido en 1980 en Múnich; reside en Múnich. Tras finalizar el bachillerato se graduó en la escuela de periodismo y trabaja desde entonces como colaborador y columnista fijo en la redacción de jetzt.de, la revista juvenil del Süddeutschen Zeitung.
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Max Scharnigg
La ascensión de la pared norte del Eiger bajo una escalera
Traducido por Nicolás Gelormini
1
Fue el primer jueves de abril cuando ya no volví a pisar el apartamento. En esa época estaba escribiendo desde hacía semanas un artículo sobre la primera ascensión de la pared norte del Eiger, y en la ciudad soplaba un viento seco y cálido que volvía a la gente nerviosa y acelerada. Fui el último en abandonar la redacción del periódico y regresé a casa en metro, la cabeza siempre puesta en la ascensión del Eiger. Durante el viaje estuve de pie muy cerca de dos hombres de chaquetas llamativas. Habían subido las solapas casi hasta tocar el mentón, hablaban, mitad a la propia chaqueta, mitad a su interlocutor, sobre el próximo fin de semana, y escuché que uno decía “la noche seguramente será estupenda”, cuando el ruido de las puertas que se cerraban lo tapó todo. En la espalda de la chaqueta del otro hombre, que yo tenía adelante, estaban bordadas en mayúsculas las palabras “Mammut Extreme”, y en el mismo momento en que las repetí para mis adentros el conductor del metro anunció la siguiente estación, de modo que “Mammut Extreme” sonó como Stiglmaierplatz.
Anderl Heckmair fue de Múnich a Grindelwald en bicicleta con su amigo Wiggerl. Era 1938. Levantaron una tienda justo ante la pared norte del Eiger. Se fortificaron con Ovomaltina, y subieron abrigados con suéteres de lana. En el camino se encontraron con el famoso alpinista Heinrich Harrer, que desde ya hacía bastante martillaba la pared con su cordada. Los muchachos se colgaron detrás de Harrer, y de a cuatro escalaron la pared en diecisiete horas. En la terraza del paso Kleine Scheidegg había turistas de pantalones cortos que observaban el ascenso con prismáticos. Cuando Heckmair llegó a la cima, su mayor preocupación fue que no encontraría refugio para la noche siguiente, pues él y Wiggerl se habían quedado sin dinero. Más tarde fue llamado como soldado al frente oriental, después trabajó como guía en Oberstdorf. El gran vencedor del Eiger, Anderl Heckmair, murió hace dos meses, el primero de febrero. Ese día cumplí veintiocho años.
Estaba estresado por el trabajo. Lo había dicho M. y tenía razón. Dos semanas atrás había pedido vacaciones, pero no había recibido respuesta. Quizás se podía intuir que no eran vacaciones lo que me interesaba: no tenía sombrillas en mente. Lo que quería era un silencio apacible, como el de un pequeño cementerio municipal. Para mí vacaciones era eso, un silencio apacible. Descendí en la estación Rotkreuzplatz, pero no tomé la Leonardstraße como siempre, sino que giré una calle más adelante. Las aceras estaban húmedas y limpias.
Delante de mí caminaba una muchacha que, con su larga cola de caballo rubia, desde atrás se parecía a M. Pero era un poco más alta y llevaba unas botas de cuero marrón en las que desaparecían sus jeans. Caminaba de prisa, como yo.
Había transcurrido poco más de un año desde la mudanza al apartamento de la Jutastraße. En esos días había nevado y la calefacción no funcionaba, de modo que la primera semana nos congelamos y M. apenas si abandonó la cama. Cuando volvía de la redacción, mi aliento formaba nubes en los cuartos pelados.
La muchacha delante de mí dobló también en la Jutastraße, y eso me inquietó: la calle no era larga. De hecho aminoró el paso cuando estaba delante de mi casa, y con un ligero movimiento se puso la cartera contra el pecho para buscar la llave. Me detuve, pero esto me pareció razonable sólo unos segundos. Doblé, pues, a la izquierda, atravesé la entrada del garaje hasta llegar a una puerta de rejas en la que había un cartel que decía “Cierre la puerta”. Del patio trasero del vecino pasé al nuestro, que se reducía a una caseta para los contenedores de basura y un jardín pequeño en el que la esposa del conserje cultivaba hortensias. El último verano las plantas habían crecido tanto que las abejas que querían alcanzar las flores más altas debían hacer una parada en nuestro balcón.
A través de una pesada puerta de hierro que sólo estaba entornada, llegué a las escaleras. Los pasos de la muchacha en los peldaños de madera resonaron arriba de mí, inmóvil en la planta baja. Ella no había encendido las luces, las escaleras estaban a oscuras, y la oscuridad olía un poco a carne caliente, pues en el edificio hay una carnicería. Oí que la mujer se detenía y alguien abría una puerta; en la tercera planta, supuse. Nosotros vivíamos en la segunda.
El interruptor me dio luz sólo cuando lo oprimí por segunda vez. Subí lentamente uno tras otro los peldaños, en la mano el periódico que estaba en nuestro buzón, lo que significaba que tampoco hoy M. había abandonado la casa. En nuestro apartamento estaba encendida la luz, y su brillo llegaba cálido y homogéneo a las escaleras a través del vidrio esmerilado de la vieja puerta. En el umbral había un par de zapatos. Por lo general, nadie en el edificio dejaba zapatos afuera, salvo las botas para lluvia de los niños. Ahora bien, lo que estaba colocado cuidadosamente al lado de nuestro felpudo eran los zapatos de un varón adulto. Tenían una forma deportiva, estrecha, pero no eran zapatos de gimnasia. El cuero verde pálido estaba agrietado en algunos lugares, el cuero del interior era amarillo. Desde arriba pude ver las oscurecidas estampas de balones de fútbol. Esos zapatos no eran míos.
La luz se apagó con un ruido apenas perceptible, remoto. Me quedé a oscuras delante del par de zapatos ajeno que estaba a nuestra puerta. Como si con la luz también se hubiera extinguido un ruido de fondo, el silencio se hizo mucho más nítido. En una de las plantas superiores trabajaba una máquina lavadora. No había explicación para esos zapatos. M. no tenía hermanos varones ni amigos que pudieran presentarse de visita sin anunciarse. Por supuesto, esos amigos habían existido, pero con el correr de los años habían desaparecido por completo. Aun en la penumbra el forro amarillo de los zapatos era bien visible. Cuidadosamente toqué los zapatos con un pie y los moví hasta que se chocaron con la puerta. Oí voces adentro. Hablaba una mujer, se oía amortiguada, como si lo hiciera detrás de dos puertas cerradas, me resultó imposible distinguir si era M. La voz sonaba serena y dulce, como si le hablara a una persona acostumbrada a la calidez. La voz de varón parecía provenir de más lejos, pero oí con claridad las sílabas ásperas con las que comenzaba cada palabra de entre tres o cuatro. Luego se abrió una puerta, la conversación aumentó de volumen sin que yo pudiera reconocer las palabras, se abrieron otras puertas, las dos voces se desplazaron hasta muy cerca de mí. De pronto oí que atrancaban la puerta con la cadena, esa cadena que M. y yo usábamos cada noche en una ceremonia silenciosa y sin cuyo tintineo protector no podíamos alcanzar un reposo completo.
Las voces volvieron a debilitarse, se abrazaron a lo lejos, así me pareció, y entre risas se entrelazaron cuando el rugido del retrete lo tapó todo. Teníamos un retrete muy ruidoso, el agua se precipitaba hasta él desde un depósito situado a casi dos metros de altura. Me alejé un paso de la puerta, la luz iluminaba como siempre las escaleras a través del vidrio esmerilado, pero había perdido algo de su calidez. Entonces oí que adentro sacaban del armario piezas de vajilla y las colocaban sobre la mesa, todo enmarcado por la tranquila conversación de las dos voces. Del apartamento también salía un sutil aroma a cebolla tibia. Me quedé ante la puerta sin aliento, llave en mano.
Un clic lejano encendió nuevamente la luz de las escaleras, oí puertas que se cerraron de un golpe, primero la de un apartamento y poco después la de calle. Asustado, volví la cabeza, metí la llave en el bolsillo del abrigo y me fui… como si estuviera saliendo de casa. Bajé de prisa, casi una escena de película, fui hasta los buzones que estaban colgados de la pared, al lado de la puerta que conducía al sótano. Me detuve delante de nuestro buzón como si la placa con nuestro nombre tuviera la misma función que la que tendría en el estacionamiento de una empresa, como si pudiera aparcar allí y apagar el motor.
El edificio es viejo, tiene un vestíbulo amplio sobre el que se curva un cielo raso muy alto. Las paredes están cubiertas de azulejos celestes hasta la altura del mentón. La luz se apagó de nuevo, el tic tac del interruptor horario ahora se oía muy cerca. Cerré los ojos un instante, sobre la cara interna de mis párpados brillaron los zapatos verdes que estaban delante de nuestra puerta. Los zapatos pertenecían a un varón que estaba en nuestro apartamento pasando un rato agradable con M. Pusieron la mesa e hicieron correr el agua del retrete. Algo había sucedido. Apenas unas horas atrás me había levantado en ese mismo apartamento, había despertado a M. y, mientras me vestía delante del armario, había hablado con ella como cada mañana, con un ritmo suave para que ella se vaya despabilando: le pregunto cómo ha dormido, si recuerda imágenes de los sueños, o si durante la noche ha ocurrido algún pequeño incidente. ¿Había abierto yo las ventanas esa mañana? ¿Había dicho algo sobre el tiempo? ¿Había entrado el sol en la habitación por los bordes de los postigos como un marco resplandeciente? ¿Acaso M. no se había levantado para buscar un vaso de agua? Todo esto podía haber pasado ayer o nunca. Miré hacia arriba a través de la barandilla pero la vista alcanzaba a sólo unos metros. Arriba todo era oscuridad boscosa. No sentí necesidad de volver a subir.
Debajo de la escalera había espacio. Allí había un cochecito y un cesto para periódicos y publicidades, que el conserje vaciaba cada tanto. Desde abajo la escalera se elevaba como la mitad de un techo a dos aguas. Aparté un poco el cochecito y quedé prendado del modo en que se dejó empujar. Más atrás la oscuridad era total. De niño yo había vivido en una habitación en el altillo, mi cama estaba exactamente bajo el ángulo formado por la vertiente y la pared. Más de una vez me golpeaba la cabeza cuando me levantaba, pero dormía bien y todavía años después que mis padres habían vendido la casa sólo podía dormirme si me imaginaba ese techo inclinado de mi niñez.
Me escabullí debajo de la escalera. El suelo estaba tibio, bajo las baldosas marrones debía pasar un caño de la calefacción. Me senté con la espalda contra la pared, exactamente ahí donde podía recostar sin esfuerzo la cabeza contra la base oblicua de la escalera. Con los pies coloqué el cochecito de tal modo que su flanco protegiera mi escondite. Le puse al lado el cesto como torre de vigilancia. El periódico lo desplegué sobre el suelo, a modo de capa aislante. Pensé en el artículo mío que había salido hoy, dos columnas sobre una película para televisión, y me quedé satisfecho con que sirviera para algo.
Mi lugar era cómodo, estaba sentado sobre un piso tibio, las piernas extendidas llegaban justo hasta el cochecito, que arriba tenía una capota contra la lluvia y me ofrecía así una protección casi compacta. Por el costado cerraba el ángulo el cesto, que era un poco más bajo que el cochecito. La luz se apagó, a lo lejos daban las ocho en la Iglesia del Sagrado Corazón, y contra mi costumbre, antes de la última campanada caí en un sueño reposado.
2
Pasé los días siguientes en la escalera. De vez en cuando estiraba las piernas por la noche en el patio trasero. Pero no tan a menudo: no tenía necesidad alguna de movimiento o distracción. No estaba aburrido. En una especie de duermevela seguí escribiendo para mis adentros sobre la ascensión del Eiger, naturalmente sin hacerlo materialmente. Sin embargo, esas reflexiones eran tan detalladas y precisas que después de algunas horas podía, como en una computadora, borrar frases de mi cabeza y el texto que estaba abajo ascendía, podía cambiar de lugar pasajes enteros y pasarles el corrector. Este trabajo exigía bastante concentración, el texto había crecido hasta tener nueve páginas y yo hacía añadidos constantes. Hice pausas más o menos largas en las que escuché los pasos de la gente que caminaba arriba, y comencé en mi cabeza otro texto, una especie de catálogo en el que intenté una caracterización de los pasos. Hoy desearía poder echar mano de esas descripciones, recuerdo que eran notas vehementes y agudas, parecidas a los apuntes que toma un sommelier durante una cata.
Había una mujer que bajaba todas las mañanas desde bien arriba, desde el cuarto piso, y golpeaba cada peldaño con una furia tan determinada que antes de que ella pasara yo ponía la cabeza entre las rodillas como en un avión que se está cayendo. Los peldaños seguían gimiendo incluso minutos después de que la zapateadora había abandonado la casa, como si debieran relajarse despacio para encajara en sus viejas junturas. Por la noche, cuando la mujer regresaba, apenas si podía distinguir sus pasos del resto. Ella tronaba únicamente por la mañana. Las personas caminaban distinto según el momento del día; por la noche se deslizaban dentro de sus apartamentos sin hacer ruido, furtivamente, aliviadas o tan cargadas de bolsas de compras que debían hacer una pausa después de cada paso, como si estuvieran respirando aire enrarecido. Cada vez que alguien andaba así, me imaginaba que era Anderl Heckmair, que estaba dando sobre mí los últimos pasos en la cresta del Eiger. Algunos se
detenían en el primer descanso para mirar por la ventana.
Gran parte del tiempo que pasé bajo la escalera estuve preocupado por que me descubrieran los usuarios. Para la ocasión me había inventado un diálogo que iba modificando sin cesar y que yo mismo representaba de diferentes modos, adornando aquí, alisando allá. En todas las variantes mi defensa consistía sobre todo en simular que había llegado a sentarme bajo las escaleras más bien sin intención. Como si hubiera buscado un lugar sólo para unos instantes y el rincón de la escalera se hubiera ofrecido. Sumado a una amable cantidad de despiste y a una convincente postura de “al fin y al cabo, ¿por qué no hacerlo?”, eso debería bastar para hechizar a mis descubridores y poder escapar al patio trasero hasta que se retiraran.
No tenía planeado abandonar mi sitio.
El texto sobre el Eiger requeriría algún tiempo más, y yo no conocía mejor
lugar de trabajo que mi escondite bajo las escaleras, que por alguna razón nunca
parecía dar a las personas motivos para que fijaran su vista allí. Apenas si desperdicié
un pensamiento en la redacción. Al fin y al cabo el periódico salía todos los
días sin mí; cada mañana, a las seis, un atareado albino lo metía por la ranura
del buzón como un explosivo en una roca. No era raro que con este tratamiento
la primera página quedara arrugada y sobresaliendo del buzón, y así a menudo me
interpelaban titulares aplastados unos contra otros, palabras curiosamente
cortadas que acababan en las oscuras fauces del buzón. Me divertía adivinar los
títulos completos a partir de los fragmentos fruncidos. Esto resultaba sencillo
en el caso de los periódicos importantes, ya que sus títulos consistían en
conceptos políticos y fórmulas establecidas que conformaban un conjunto
pequeño. Los periódicos amarillistas eran mucho más difíciles, porque se
esforzaban mucho en torcer los títulos para hacerlos más llamativos. Muchos de
los periódicos pasaban todo el día en los buzones y no pocos aterrizaban desde
allí directamente en mi cesto-torre. Pero no me decidía a leer alguno. Me
alcanzaba con las adivinanzas de los titulares, aún cuando nunca estaba seguro
de haberlas resuelto acertadamente.
Debajo de la escalera no comí nada. Desde la primera hora mi apetito había desaparecido. Al principio se lo atribuí a mi renuncia al movimiento, pero pronto debí confesarme que por mínimo que fuera el gasto de energía el hambre debía manifestarse en algún momento. Sin embargo, lo que experimentaba era una saciedad que en determinados días se incrementaba hasta llegar a una sensación de plenitud. Había cierta regularidad en esto y debía estar en conexión con los olores provenientes de la carnicería, pues ese sentimiento intenso se producía sólo los días en que hacían paté de carne, es decir, dos veces por semana. Sin embargo, no pude verificar más en detalle la relación. Si alguna vez por capricho intentaba que me diera hambre, me sentía como un violinista que quiere ejecutar algo pero le falta el instrumento. Era casi una sensación de progreso carecer de metabolismo, ser un hombre especial. De todos modos, no pensaba mucho en eso.
3
Una mañana desapareció el cochecito. Ese día había dormido hasta tarde. La zona del revestimiento de madera en que solía apoyar mi cabeza ya se había teñido de un color oscuro y algo brillante, un descubrimiento que, de modo inexplicable, me llenó de satisfacción.
Había dado por descontado que el cochecito ya no sería utilizado, que lo habían dejado ahí para siempre y que cada vez que pasaba su propietario, el carrito le lanzaba unos dardos que aquél aceptaba con resignación. La única familia del edificio que tenía un bebé arrastraba el correspondiente cochecito escaleras arriba. Esto producía un alboroto sobre mi cabeza que se distinguía saludablemente de los pasos.
Sin el cochecito el lugar estaba desnudo. El nuevo espacio pareció transformarse una y otra vez bajo mis ojos que, al tiempo que se despabilaban, escrutaban el lugar. Como cuando se busca el foco con los prismáticos, mis ojos fueron y vinieron veloces de un lado a otro y, sin embargo, tras todas las exploraciones, no estuvieron satisfechos con la situación que se presentaba. El cesto era ahora algo marginal e insignificante. Cuando estiraba mis piernas, echaban de menos la espesura del armazón del cochecito, en la que hasta entonces habían podido reposar. Sobresalían desnudas y largas en el espacio abierto. A pesar de esto, la falta de mi protección principal no alteró para nada mi invisibilidad. Los habitantes del edificio pasaron como siempre sin ver mi escondite, en ese orden matutino que observaban con asombrosa exactitud durante la semana. Cada uno tenía su hora para abandonar la casa, sólo en contadas ocasiones ese orden se perturbaba, por un tropezón, una corrida de regreso al departamento, una duda vaga en el último peldaño. Ahora bien, cuando se presentaban estos contratiempos, lo hacían en cadena y se propagaban a todos los usuarios de las escaleras.
No me vieron. De todos modos ese día mi trabajo no avanzó. Había extensos párrafos sobre la ascensión del Eiger que ya no podía actualizar en mi cabeza. Por ejemplo, todo el cruce de la Araña Blanca, hasta hoy el lugar clave de toda ascensión del Eiger, lo encontré, después de mucho concentrarme, en una versión vieja. Corroído por la preocupación, sobrevolé oraciones incompletas, leí expresiones que creía borradas, encontré en cada línea errores de mecanografiado e inexactitudes que me avergonzaron e inquietaron por igual. Una revisión veloz del texto dio como resultado que algunos párrafos estaban en el mismo estado de impecabilidad en que los había dejado ayer. Otros parecían haber sido arrojados de regreso a diversos estadios de la corrección, y algunos pocos pasajes, frases de enlace, notas marginales los había olvidado por completo. Por más que intentara, los veía, sí, pero no el tiempo suficiente para reconocer lo que se había perdido. La evaluación de los daños y la provisional puesta a salvo del material me tomaron toda la mañana y parte de la tarde.
Me enfrasqué tanto que percibí los pasos demasiado tarde. Eran diferentes de todos y venían de arriba. En mis primeros días bajo la escalera, cuando esbocé mi catálogo de pasos, había intentado una y otra vez representarme el modo de andar de M. Para eso la hice desfilar frente a mí, a mi lado, y volví a ir con ella a las galerías y los mercados a los que alguna vez la había acompañado. Todo esto, sin embargo, no había arrojado resultados útiles. Pero ahora lo que había buscado se hallaba en el eco de los pasos. Era un andar que no parecía estar totalmente subordinado a la marcha hacia adelante. Antes de completar cada avance los pies retrocedían un poco, y así tocaban apenas el piso y debían intercalar un paso extra cada pocos peldaños, si querían hacer justicia al ritmo que proponía la escalera. Todo esto lo sinteticé con retraso, y hasta que lo pude interpretar y guardé el archivo abierto de la ascensión del Eiger, la puerta de calle volvió a cerrarse con un ligero temblor del vidrio. El interior del edificio estaba atravesado por hilos de sol en los que se movían lentamente partículas de polvo. Subían y bajaban.
Quise reemprender el trabajo con los textos, pero ahora todo era inquietud. La desaparición del cochecito y los pasos de M. me habían desorientado. Intenté recordar esos pasos con precisión, como cuando se intenta recordar mejor las últimas palabras de un muerto. Ella no había mirado en dirección a los buzones y se había ido sin demora.
La última vez que habíamos salido de casa juntos –hacía tres o cuatro semanas– ella, como de costumbre, había regresado al apartamento cuando estábamos en las escaleras, bajo el pretexto de haber olvidado sus llaves. Esperé diez minutos delante de la carnicería. M. salió del edificio con cautela. Se había cambiado de ropa, en vez de la falda clara llevaba un pantalón oscuro. Bajó incómoda la vista, tomó mi mano en un pedido de indulgencia, y la estrechó débilmente. La debilidad era el miedo.
Ella no siempre tuvo miedo, el miedo su instaló en nuestra casa más tarde, como un pariente enfermo. El primer año no estuvo presente, aun cuando M. después afirmara que simplemente yo no lo había percibido. Nuestro punto de encuentro era entonces un banco del Jardín de la Residencia, que estaba situado exactamente a la misma distancia de su universidad que de mi redacción. Nos habíamos citado allí una vez, y desde entonces, sin habernos puesto de acuerdo, íbamos todos los días hasta el banco, siempre a la hora de aquel primer encuentro. Éramos tímidos y a la vez incapaces de reconocer en el otro la timidez, de modo que desde el inicio surgió un equilibrio íntimo. En las primeras semanas ninguno de los dos se atrevió a exigir una cita para el día siguiente. El tácito encuentro en el Jardín de la Residencia, que se repetía día tras día, era precedido siempre por una esperanza vaga. Yo estaba seguro de que M. no vendría, y buscaba aplacar el tormento que me producía esa idea imaginando causas anodinas de esa ausencia. A sabiendas llevaba cada vez un libro –según mi estado de ánimo, Pan de Knut Hamsun o los diarios de Lord Byron–, pues no iba al parque para encontrarme con M., sino únicamente para leer un rato. Hasta hoy, de esos dos libros no he leído ni una línea. M. iba siempre. En la cesta de la bicicleta tenía o Auto de fe de Canetti o un libro de Françoise Sagan. Por cierto, leyó los dos, tiempo más tarde. Nos parecíamos mucho. Si yo había cargado a Byron, ella venía siempre con Sagan. Así, también los libros se enamoraron, y hoy en la biblioteca de M., Byron y Sagan están uno al lado de la otra, y Canetti y Hamsun están uno encima del otro en mi cuarto, pues yo suelo apilar los libros en torres altas hasta las rodillas. Con los encuentros en el Jardín de la Residencia pasó un mes sin que emprendiéramos otra acción que sentarnos juntos en un banco. El seto de haya que protegía nuestras espaldas de la ciudad ya tenía sectores ralos cuando un día M. no quiso sentarse, sino que tomó mi mano y, con prudencia, abandonamos ese primer lugar.
4
Era imposible volver a reducir a límites normales el desorden que imperaba debajo de la escalera. A la vez, tampoco era algo que me urgiera. Culpé de los incidentes de ese día a un error de construcción, a un estante torcido en el que había amontonado demasiadas cosas y que al final necesariamente debió venirse abajo. Me dispuse a evitar de ahí en más un accidente semejante y pasé todo el día ordenando con gran cuidado mis textos mentales, los desplegué en páginas independientes y saboreé como un refresco los espacios en blanco que aparecieron. Mientras que al mediodía el edificio estuvo tranquilo, a eso de las cuatro volvieron los primeros habitantes y trajeron a la casa un sabor a pisadas y a aliento. No me preocupé más por ellos, con las piernas recogidas me entregué por entero a la clasificación, al nuevo comienzo. Aquellos fragmentos de la ascensión del Eiger que me parecieron no tener modificaciones los guardé en un rincón y todo lo que se veía defectuoso lo desplegué en varias páginas, lleno de inquietud ante la idea de que una nueva ráfaga pudiera entreverar todos los fragmentos desperdigados. Como los médicos durante una operación, trabajé libre de gérmenes y con movimientos precisos, consciente de que tenía abierto ante mí un ser viviente. Sin embargo, a pesar de la búsqueda cuidadosa, una parte del texto resultó inhallable: la que describía el momento en que Anderl Heckmair se aproximaba al pie de la pared del Eiger. Una y otra vez repasé los comienzos de las frases a la búsqueda de esa pieza de enlace, como alguien que espera y observa la multitud tratando de encontrar un rostro. Pero entre la llegada y los primeros avances en la pared mi relato tenía un lugar vacío que recorrí una y otra vez, pero donde fue imposible encontrar nada. Más inquietante todavía era que ya no recordaba qué había escrito allí. Tampoco mi archivo me brindó información. La aproximación de Heckmair a la pared norte del Eiger se me había perdido. No había quedado ni un paso, ni una imagen, y en mis párpados cerrados no veía más que la puerta de calle, que se había cerrado detrás de M. Era roja y violeta. No pude sino quedarme observándola.
¡Eh, ¿qué hace usted ahí?!
La puerta roja y violeta se deshizo en mis párpados. En su lugar aparecieron esas palabras, y pasaron de izquierda a derecha como en una publicidad luminosa, pero demasiado rápido. Una vez que hubieran pasado –yo lo sabía–, debería abrir los ojos y nada sería como antes.
Nunca había visto al hombre en el edificio. Detenido en su marcha e inclinando todo el cuerpo hacia mí de modo extraño, se hallaba a no más de tres metros y llevaba, sujeto a los hombros por dos tiras, un viejo bolso de lana. Sus cabellos largos y blancos caían a los costados de su cabeza de un modo en que pasaban desapercibidos. Del cuello colgaba un cordel cuya función era sostener unos lentes que descansaban sobre su vientre amplio.
La pregunta que me había hecho el hombre seguía flotando en el aire. Me miró amistosamente.
Yo sabía que los diálogos memorizados no eran adecuados en ese momento. Así que dije:
Estoy trabajando.
Sin extrañarse, el desconocido respondió:
¿Usted trabaja debajo de las escaleras?
También es mi escalera, vivo en la segunda planta.
¿Hace cuánto que está sentado ahí?
Vacilé y al mismo tiempo pensé exactamente cuánto.
No lo puedo decir con exactitud, en cualquier caso un rato largo, algunos días, a lo sumo dos semanas.
El viejo dio un paso. En su expresión no había nada especial. Eso me decepcionó. Había tomado los lentes en sus manos.
¿Quiere venir conmigo?
Los lentes golpetearon contra la puerta. Yo seguía sentado con las piernas recogidas, mi boca –me daba cuenta ahora– se había endurecido por el largo silencio. Me crujían las mandíbulas cuando hablaba.
¿A su casa?
Sí, vivo aquí. Me llamo Jahn. Es un…, quiero decir, hoy voy a cocinar. Haré pollo al pimentón.
Hablaba con suavidad, su voz paseaba entre las frases, sin ninguna premura. “Pollo al pimentón”: unas palabras que, como un sol nuevo, nacieron detrás de mis propias montañas de palabras y desde allí brillaron entre las frases de granito, glaciar y cumbres, se abrieron paso a través de los términos de alpinismo; el pollo al pimentón difundió su tibieza roja por los clavos, los mosquetones y las cuerdas. El calor derritió mi trabajo de esos últimos días.
Yo goteaba.