Iris Schmidt

Nacida en 1967 en Hamm; reside en Düsseldorf. Formación como perito industrial en Thyssen. Primeras tentativas literarias con la escritura de pequeñas parodias sobre la vida diaria en las oficinas.

 

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Iris Schmidt

Nieve


Traducido por Nicolás Gelormini


Karl se recogió detrás de la oreja el mechón de pelo que había caído delante de su rostro al estornudar. Afirmó su espalda contra el respaldo del asiento del auto y se frotó la nariz. Un cielo bajo y amarillento oprimía el paisaje, una nieve fina había comenzado a caer, aunque apenas era mitad de octubre. Karl sintió ganas de bostezar, abrió grande la boca y respiró con fruición. Estiró los labios y observó sus dientes en el espejo. Le habían recomendado que hiciera eso: blanquearse los dientes, y sus ventas se duplicarían; de una sonrisa bella se aceptan sin ofensa las mayores mentiras, había dicho en una de las capacitaciones instructor, de cuyos dientes ebúrneos las palabras fluían dulcemente. Eso era lo que Karl Müller quería, quería poder decir: De la mano de la calidad hacia el éxito, lugares comunes, falsedades envueltas de brillante resplandor, mentiras blancas.

 

La carretera ascendía por la cordillera en amplias curvas, copos de nieve comenzaron a arremolinarse con mayor violencia contra el vidrio, los limpiaparabrisas apenas si lograban mantener libre la vista. Además, había empezado a anochecer, y la carretera estaba poco iluminada, con los faroles colocados a mucha distancia entre sí. Cuando Karl pasaba junto a una luz, veía ramas desnudas y negras con retazos de nieve. Después ya no hubo iluminación de ninguna clase. Karl puso las luces largas, pero el cono de luz fue absorbido casi completamente por la nieve.

 

Que el hotel quedaba fuera de la localidad se lo había explicado por teléfono la señora de la Oficina de Turismo. Y si él no se dejaba desanimar por el prolongado viaje en coche…, la pensión era familiar, estaba ubicada en un lugar tranquilo, rodeada de bosque, y por esa razón la mayoría de las reservas eran de turistas que sabían apreciar un paseo largo, sin estorbos, en medio de una naturaleza intacta.

 

El camino continuaba montaña arriba. Karl no podría haber dicho cuánto hacía que estaba conduciendo. Desde hacía horas había perdido la sensación de tiempo y espacio. El motor del vehículo emitía un ruido sordo. Sólo de tanto en tanto aullaba, cuando la cuesta tras la curva era demasiado empinada, después la marcha volvía a ser la correcta, y el auto seguía subiendo la montaña lenta y esforzadamente.

De pronto, el camino se bifurcó, Karl se detuvo en el arcén, encendió la luz del interior del vehículo y miró el mapa. Allí no aparecía ninguna carretera, sólo la salida de la que llevaba hasta la localidad. Karl bajó del vehículo y por un momento fue presa de un viento feroz. Se apoyó contra una pared de esquisto que le ofrecía cierta protección, porque en ese lugar formaba un saliente. Pedazos de hielo grandes como brazos sobresalían de la piedra. Karl trató de distinguir qué camino llevaría al hotel, pero a través de la nevada, aún densa, apenas si podía ver algo. Volvió a sentarse en el auto, puso en marcha el motor y decidió probar suerte. Entonces vio que dos figuras se separaban de la oscuridad, envueltas en capuchas. Se movían lentamente en medio del blanco furioso. Karl bajó la ventanilla, sacó la mano fuera del auto y les gritó: ¡Perdón! ¿Cuál es el camino al hotel?, y la boca se llenó de nieve. Las siluetas, por su parte, apenas si alzaron la mirada, pero se apretaron en una unidad compacta, y una de ellas estiró el brazo en una dirección. Después se sumergieron tan rápido en la oscuridad surcada por remolinos de nieve que Karl apenas si pudo gritarles un “Gracias”.

 

La ruta que le habían indicado los caminantes ascendía en una curva suave, amplia y se adentraba en la cordillera. La nevada había perdido fuerza, y Karl pudo apagar los limpiaparabrisas. Momentos después vio el brillo pálido de una luz ámbar a través del ramaje negro de los árboles, y cuando estuvo más cerca, se definieron vagamente los contornos de un edificio. Debía ser el hotel, y Karl pudo distinguir entonces el cartel: Habitaciones disponibles. Sólo había un automóvil en el estacionamiento; por la matrícula, vio que no pertenecía al hotel. Aparcó junto al otro coche, tomó el sobretodo del asiento del acompañante, el portafolio, sacó la maleta del baúl y fue hasta la entrada.

Tuvo que tocar el timbre, la puerta estaba cerrada con llave. Pasó un rato hasta que alguien le abrió. Una muchacha alta, delgada, vestida con un suéter de lana gris, saludó a Karl. Los senos de la chica se marcaban claramente bajo la tela. Se había recogido el abundante pelo en dos trenzas rectas que se alejaban un poco de la cabeza hacia derecha e izquierda.

Al entrar en el vestíbulo, lo recibió una deliciosa calidez y luminosidad. ¿Tuvo un buen viaje?, le preguntó la muchacha y por un momento Karl estuvo a punto de contar que casi se había perdido en la bifurcación, pero al final asintió con la cabeza. La muchacha lo acompañó hasta la recepción, le pidió que esperara un momento y se alejó. Poco después salió del fondo un hombre grandote y de aspecto torpe que arrastraba sus pantuflas al caminar. Por sus rasgos y el mentón Karl reconoció que era el padre de la chica, y se acordó de que la señora de la Oficina de Turismo había hablado de “atmósfera familiar” cuando le mencionó el hotel. El hombre se colocó detrás del mostrador, tomó del soporte el bolígrafo y miró a Karl: Si es tan amable, dijo y Karl le dio su nombre y apellido. El hotelero abrió un libro ancho, buscó con el índice en la página, se detuvo en un lugar, y empujó el libro en dirección a Karl para que firmara. A continuación, descolgó una llave y se la entregó por encima del mostrador. Segundo piso, dijo, a la derecha, la primera puerta detrás de la puerta de vidrio a la entrada del pasillo. Apoyó los codos sobre la madera, posó la cabeza sobre las manos y así se quedó hasta que Karl se alejó.

 

Karl subió una escalera estrecha y llegó al segundo piso. Había un olor penetrante a lana mojada. Dobló por un corredor. Tal como había indicado el hotelero, su habitación era la primera después de la puerta de vidrio: un cuarto pequeño, agradable, de estilo rural. Un ramillete de flores frescas adornaba la mesita debajo de la ventana. Karl depositó su maleta al lado de la cama, después el portafolios, colgó el abrigo en el armario, se quitó los zapatos y se arrojó con placer sobre el colchón, cuyos resortes temblaron por unos instantes. Cruzó los brazos detrás de la cabeza y cerró los ojos. Entonces golpearon a la puerta. Karl se sobresaltó, como si lo hubieran pillado haciendo algo indebido. ¡Adelante!, exclamó, y entró la muchacha que antes le había abierto la puerta. ¿A qué hora le gustaría desayunar, señor Müller?, pregunto y curvó los hombros hacia adelante, a fin de ocultar sus senos demasiados grandes para su cuerpo flaco. Entonces Karl sintió ganas de tirar de las trenzas, muy fuerte, como lo hacía de niño, hasta que las chicas comenzaban a llorar. A duras penas se reprimió, puso las manos sobre las rodillas, y simplemente dijo: A eso de las siete y media estaría bien.

 

Cuando Karl entró en el comedor a la hora de la cena advirtió que era el único huésped. La muchachita estaba detrás de la barra y daba brillo a unos vasos con un paño. Karl se sentó en una mesa del rincón, apoyó las manos sobre la tabla y estiró las piernas. La muchachita se acercó y le dio en mano la carta. Una cerveza por favor, señorita, dijo Karl y la chica volvió a la barra. Una mujer baja y rechoncha vestida con un delantal sin mangas entró al comedor, se colocó junto a la muchachita detrás de la barra, y le dijo algunas palabras. Hizo con la cabeza una seña en dirección a Karl, y la chica puso el vaso de cerveza lleno sobre una bandeja y cruzó la habitación hasta él. Depositó el vaso delante de Karl, permaneció como indecisa unos momentos, apretó la bandeja vacía contra su pecho, como un escudo. Bajó la mirada. Karl pensó que estaba esperando su orden, y comenzó a leer de prisa el menú. Pero entonces la muchacha tomó una silla y se sentó a la mesa. Mi mamá me pide que le pregunte si le agrada, dijo en voz baja. Karl advirtió que la mujer los estaba mirando. ¡Mucho! Me agrada mucho, le respondió a la muchacha, y mirando a la madre inclinó la cabeza. Dime, continuó Karl, ¿no es muy solitario aquí arriba en invierno sin huéspedes?, e intentó atrapar la mirada de la muchacha. A veces sí, dijo la chica, y también que al fin y al cabo él estaba ahí, y lo miró a la cara. Sí, ahora estoy aquí, repuso Karl, y reconoció sus ojos, que no eran para nada bellos sino algo amarillentos, como si padeciera una enfermedad hepática.

Mientras tanto, también el padre había entrado en el restorán, intercambió algunas palabras con su esposa, luego fue hasta la mesa de Karl. ¿Ya se ha decidido, señor Müller? Durante la conversación con la muchacha Karl había olvidado por completo elegir algo. Ahora hojeó presuroso la carta y mencionó el primer plato con que se encontró. Incómodo, empezó a sudar, tomó el vaso y bebió a grandes sorbos. El hombre fue detrás de la barra, cogió el paño que había dejado ahí su hija, y se puso a dar brillo a los vasos, pero sin perder de vista la mesa a la que estaba sentado Karl, que arañaba nerviosamente el aro de papel que cubría el pie del vaso.

La fauna aquí es muy diversa…, comenzó a decir de pronto la muchachita, tras enderezarse en el asiento y adelantar el pecho. Sin embargo, en invierno muchos animales se refugian del frío en cuevas o entre las hojas…, por ejemplo el lirón gris, o el lirón pardo…, las aves rapaces tienen muchas dificultades para conseguir alimento; están los ratoneros, los milanos…, y así enumeró todo lo que se le iba ocurriendo. Como un perro amaestrado, pensó Karl, y clavó la vista en los senos de la muchacha, olió el ligero aroma a cebollas que despedían sus axilas.

¿Me queda mejor el pelo suelto?, preguntó ahora la chica y ya se tomaba una de las trenzas, quitaba la goma elástica y se desenredaba los cabellos introduciendo los dedos en la melena. Hizo lo mismo del otro lado y luego meneó la cabeza para que cayera parejamente el pelo, que estaba descolorido y sin brillo.

La mujer trajo una ensalada y la puso delante de Karl, que en realidad no la quería, aunque por vergüenza clavó el tenedor e introdujo las hojas entre los dientes, y el aliño corrió por las comisuras de los labios. La muchacha seguía sentada en silencio, sólo jugaba con un anillo que llevaba en la mano izquierda. Mientras masticaba, Karl señaló con la cabeza el anillo, preguntó si ya tenía un prometido. Sí, dijo la muchacha agitada, ya tengo un prometido. Es el guarda forestal del bosque que está montaña arriba. Por eso sé todo eso, también sobre los animales, mi prometido me lo explica con todo detalle, y a veces me lleva a su puesto de vigilancia y observamos los corzos y los ciervos, y en invierno llenamos los comederos con castañas, maíz o paja…

La mujer llegó con el plato, le dirigió una mirada a la hija y ésta volvió a callar. ¡Buen provecho!, dijo, se quedó un rato de pie junto a la mesa y frotó sus manos contra el delantal. Usted debe estar muy hambriento, dijo la muchacha una vez que la madre se hubo ido, y miró a Karl que, como siempre, comía a toda prisa. Karl sintió cómo le empezaba a arder el estómago, pero siguió comiendo cada vez más rápido, quería abandonar el comedor cuanto antes, alejarse de la muchacha que callaba a su lado, de los padres que invariablemente miraban en su dirección. Ya le dolía la nuca de tanta tensión. Apenas hubo engullido el último bocado, se puso de pie, y con él la muchacha. Karl vio que la madre hacía un gesto poco amable con la mano, como si quisiera darle a su hija la orden de detenerlo. Pero Karl abrió la boca y bostezó, dijo lo cansado que estaba…; la comida, buena, sustanciosa…, y mañana otro largo viaje…, después salió al vestíbulo, temiendo que lo persiguieran, lo llevaran de vuelta al comedor y lo invitaran a bailar o a jugar a las cartas.

 

Cuando estuvo en su habitación, notó que en efecto estaba muy fatigado. Se lavó un poco la cara y luego se dispuso a revisar una vez más los documentos para el día siguiente, pero pronto se le cerraron los ojos de cansancio. Entonces apagó la luz y se metió bajo las mantas. No habían pasado dos minutos cuando de pronto percibió pasos en el corredor. ¿Tal vez uno de los otros huéspedes?, especuló. Pero los pasos se detuvieron ante su puerta. Karl contuvo la respiración. Ya estaba de nuevo completamente despabilado. Silencio. Silencio. Luego los pasos se alejaron, despacio, sin hacer ruido, como en puntas de pie, se adentraron por el pasillo, bajaron las escaleras, la madera gimió, y Karl ya no los oyó más.

 

A la mañana siguiente Karl despertó entre sábanas empapadas de sudor. Apenas si había podido dormir. Había dado vueltas y vueltas sobre el colchón, pues durante toda la noche se había oído un golpeteo en la pared, detrás del calefactor, como si chocara metal contra metal, un golpeteo continuo, un ritmo, como el ritmo de un latido, el latido del hotel, y los caños eran una red de arterias y vasos que recorrían los muros, y allí dentro fluía la sangre, espesa como la miel. Además, el permanente crujido de la madera, el desmoronamiento sobre el techo de bloques de nieve, el murmullo de un retrete. Varias veces Karl había logrado dormirse, pero había visto a la muchacha de trenzas que se inclinaba con sus grandes pechos sobre él, muy cerca de su rostro. Se despertaba del susto y luego de nuevo creía oír pasos en el corredor. Pero nada, sólo el golpeteo continuo en la pared. Una vez se levantó después de uno de esos sueños y abrió bruscamente la claraboya, entonces una corriente helada cortó el aire de la habitación como una guadaña, mientras afuera, detrás de la ventana, la nieve tenía el aspecto del alabastro.

 

Karl no desayunó, tan sólo bebió de prisa y casi sin dejar de caminar una taza de café que le alcanzó la esposa del hotelero. No se veía a la muchacha en ningún lado. Le había dejado una propina en la mesa de luz, estaba seguro de que sería ella quien haría el aseo de la habitación en unos momentos, y también quien le había puesto las flores la noche anterior. Pagó la cuenta en la recepción y salió del hotel.

 

La capa de nubes se había desgarrado, la nieve resplandecía bajo un cielo azul. Una manta blanca cubría también su auto, junto al que seguía estacionado el otro vehículo, y con la manga del sobretodo limpió las ventanillas. Abrió la portezuela, arrojó la maleta sobre el asiento del acompañante y se sentó en el del conductor. Apoyó el portafolio sobre las rodillas y extrajo la lista que estaba leyendo el día anterior antes de dormirse. Después ordenó las muestras de medicamentos que repartiría luego en los consultorios, cuando estuviera en el pueblo. Era un trabajo que le gustaba mucho. En los consultorios todo era tan impoluto, blanco, higiénico. También las recepcionistas, que lo saludaban con sonrisas relucientes cuando se presentaba: ¡Karl Müller, hablamos hace unos días por teléfono! Entonces su voz decía frases, y las frases eran aire que su boca ponía en movimiento, respiración que era aire y humedad. Por eso las mujeres sentían un ligero escalofrío cuando él hablaba –él lo veía, lo percibía–, se quedaban mirándolo cuando atravesaba el consultorio. Con sus uniformes blancos eran para él como jarros de leche fresca, vírgenes, higiénicas, puras, demasiado puras para sus manos siempre sucias; y sus uniformes eran como pétalos de azucena que las envolvían con inocencia suprema.

Cuando estaba en la oficina sentado a su escritorio y tenía los dedos grasientos de revisar papeles, hinchados por el continuo golpeteo sobre el teclado de la computadora, Karl a veces corría compulsivamente al baño y los lavaba a fondo, hasta el poro más pequeño, y en esas ocasiones siempre lo seguía un murmullo, un cuchicheo, a lo largo de todo el pasillo, y a sus espaldas hacían el gesto de llevarse el dedo a la sien, él lo sentía en la nuca, no era necesario volverse. En esos días la suciedad estaba tan adherida a la piel que no alcanzaba con agua y jabón para limpiar las manos. Entonces tomaba el cepillo de uñas y restregaba sus dedos tan fuerte que la piel se resquebrajaba y lastimaba, y después ya no había grieta alguna donde pudiera ocultarse una partícula de polvo.

Karl echó fugazmente una mirada a los medicamentos, luego guardó todo y puso el portafolio en el asiento del acompañante. Pero cuando intentó poner el auto en marcha, el motor no encendió, lo intentó varias veces. Era el frío, Karl lo sabía, un frío que se reflejaba infinitamente en los cristales de nieve iluminados por el sol, con tanta claridad que Karl entrecerró los ojos cegados que ya comenzaban a doler. Bajó la visera, finalmente descendió del vehículo y caminó de regreso al hotel.

 

Como era su costumbre, el dueño del hotel estaba con los codos apoyados sobre el mostrador de la recepción, la cabeza entre las manos, y su cuerpo enorme ocupaba toda la recepción. Miró a Karl como si lo hubiera estado esperando. Mi coche…, comenzó a decir Karl, no arranca. ¿Podría usted llamar un tax…? Por supuesto, lo interrumpió el hotelero. Se despegó del mostrador y fue hacia el fondo. Allí tomó el teléfono y marcó un número. Karl lo vio hablar y luego advirtió que la esposa se encontraba en el corredor que llevaba a la cocina y observaba a su marido. El hotelero colgó el teléfono, le hizo una señal a su mujer, y regresó a donde estaba Karl. No tardará mucho, le dijo, y volvió a inclinarse sobre el mostrador de la recepción afirmó sus gruesos brazos contra la madera. Mientras tanto, la esposa se había escabullido hacia los cuartos interiores. Karl hizo con la cabeza un gesto de agradecimiento y salió para revisar una vez más su auto mientras esperaba.

 

El sol reverberaba aun más deslumbrante en la nieve recién caída. Ya estaba bastante alto y Karl se enfadó por haber olvidado en su casa, sobre la cómoda, las gafas oscuras. Fue imposible abrir el capó cubierto de hielo. Karl se sentó otra vez dentro del vehículo, cerró los ojos frente a la luminosidad cegadora. Cuando volvió a mirar el reloj, había transcurrido aproximadamente media hora. Karl vio que las señalizaciones de la calzada estaban completamente ocultas por la capa de nieve y ni siquiera podía intuirse dónde se hallaban. Pero seguramente los taxis vienen a menudo al hotel, pensó para sí, y con toda probabilidad están acostumbrados a semejante nevada, y con un vehículo adecuadamente equipado… Pero después de más de una hora, cuando el taxi aún no había llegado y él comenzó a temblar de frío en su asiento helado, decidió volver a entrar en el hotel y preguntar por el taxi.

 

No lo sorprendió, dada la luz deslumbrante, que las persianas estuvieran bajas, pero la puerta de adelante estaba atrancada y Karl tocó varias veces el timbre sin que nadie abriera. Golpeó con los nudillos la madera, llamó a voces, después descargó puñetazos contra la puerta, pero nadie reaccionó. Karl dio una vuelta alrededor del edificio, en la parte de atrás estaba la puerta de la galería. Sin embargo, aunque de ese lado todo estaba cubierto de sombra, también allí las persianas estaban bajas, y la puerta estaba cerrada como la de adelante. ¿Estarían los dueños en su hora de descanso? , se preguntó Karl. ¿Se habrían echado un rato? Resolvió sentarse de nuevo en el automóvil y esperar. Sin embargo, en seguida abandonó el vehículo para calentarse caminando en la nieve, que le llegaba a los tobillos. Ya iban a ser las once y media y el taxi no había arribado. La hora de descanso parecía no tener fin, nadie abría la puerta, las persianas seguían cerradas, sólo el sol había pasado su cénit y ahora descendía sobre la cima de la montaña. Una vez más Karl fue hasta el hotel, llamó, pateó la puerta y golpeó con los puños las persianas. Entonces comprendió que no le quedaba más que hacer a pie el camino hasta el pueblo, antes de que comenzara a anochecer.

 

Sin embargo, apenas avanzó en la nieve, ya le llegaba hasta las rodillas. Además sus zapatos y calcetines estaban mojados, y tenía los pies congelados. En el pueblo buscaría un taller y haría que remolcaran su auto. ¿Por qué no había preguntado por un taller en el hotel? ¡Seguramente el dueño habría tenido el número de teléfono! Karl probó hablar con el servicio de informaciones, pero su teléfono móvil no tenía señal. Caminó por un bosque de troncos negros, y pronto llegó a un claro en el que la nieve era aun más profunda, y un viento helado entumeció su rostro. Karl ni siquiera advirtió la mucosidad que caía de sus narices. Ya sentía flaquear sus fuerzas cuando de pronto chocó contra una áspera pared de roca de la que aún sobresalían pedazos de hielo gruesos como brazos humanos, que ahora despedían un brillo plateado bajo la luz del sol. Karl, feliz, se hincó de rodillas. Sabía que había tomado el camino correcto. Al final de la pared estaba el lugar en el que la noche anterior había preguntado a los caminantes por el hotel, desde ahí sólo debía seguir hacia la derecha y así llegaría al pueblo. Se echó a andar con paso rápido sobre el blanco crujiente. Por un momento sintió que lo estaban espiando, y buscó con la vista un puesto de observación en el que estuviera la muchacha con su prometido, el guarda forestal, siguiendo sus movimientos con unos prismáticos. El doloroso latido que sentía en sus ojos se volvió más fuerte, era como si el golpeteo de la calefacción prosiguiera en su cabeza, metal contra metal. Cuanto más se hundía el sol más frío hacía. Ya se extendían en el paisaje sombras azules. Karl caminó pegado a la pared de roca. Habría caminado un kilómetro cuando vio el final de la pared. Karl intentó correr, resbaló, se levantó. Hacia la derecha, pensó, ir siempre hacia la derecha, y pronto estarás abajo, pronto estarás en una cálida posada frente a un humeante vaso de grog. Pero después de seguir un rato hacia la derecha, advirtió que el camino volvía a ascender. ¿Se había equivocado? ¿Había marchado en la dirección equivocada? ¿Ayer se había detenido en otro lugar de la pared? A lo lejos distinguió algo como un refugio y se dirigió hacia allí sin saber qué haría al llegar. De todos modos, algo llamó su atención, algo que no se correspondía con el resto, y pronto reconoció qué era lo que había visto de modo difuso. Pues ahí, en el piso del refugio había un ser encapuchado. Y cuando Karl se aproximó lo suficiente, vio a los dos caminantes que había interrogado el día anterior. Con rostros pálidos, cerosos, sentados uno pegado al otro; la mujer había apoyado la cabeza en el hombro del hombre. Cristales de hielo mantenían sellados los párpados. Karl se arrodilló junto a él y como si fuera de alguna utilidad, lo tomó de la solapa y lo sacudió violentamente. Entonces algo cayó de un bolsillo del abrigo del hombre, un objeto metálico que Karl recogió. Con su mano sostuvo una llave de automóvil y recordó el auto que aún estaba junto a su coche delante del hotel, recordó que el hotelero le había hecho una seña a su esposa, después de hablar por teléfono.

Karl volvió a meter la llave en el abrigo del caminante y se puso de pie. Levantó el cuello de su abrigo hasta taparse las orejas, hundió las manos en los bolsillos y apretó los brazos contra el cuerpo. Continuó su camino por el bosque. La luz fría de la luna comenzó a derramarse sobre el paisaje extenso, pálido, en el que Karl desaparecía, etéreo como una sombra.