Judith Zander
Cursó estudios universitarios de filología germánica, inglesa e historia en Greifswald además de en el Instituto de Literatura Alemana de Leipzig.
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Judith Zander
Fragmento de la novela inédita Cosas que dijimos hoy
Traducido por Nicolás Gelormini
Cuando por fin te levantaste, lo que más te confundió fue encontrar que aún llevabas las bragas. Como si no hubiera pasado nada. Sentiste diferentes cosas al mismo tiempo. Una fue agradecimiento. Agradecimiento a las bragas, que te cubrían blancas y algodonadas, igual que antes, y que a lo sumo podían estar algo manchadas atrás. En un instante de confusión hasta consideraste la posibilidad de que él te hubiera vestido de nuevo, con ese llamativo cuidado que mostraba cuando de camino a casa, de camino a Kossin, te pasaba la mano debajo de la camisa, del suéter, y luego los volvía a bajar, a acomodar, como si quisiera anular todo. Una conducta que a tus ojos aparecía potenciada en ese ni-siquiera-quitar-las-bragas. Pero esto sucedió más tarde. En fin. Un elástico vencido.
Esa noche ya no pudiste regresar a casa. Y amanecía cuando finalmente la alcanzaste como después de una larga ausencia y, te pareció, a destiempo. Nadie esperaba tu llegada. A diferencia de Phileas Fogg, tú no lo habías conseguido, habías perdido la apuesta. Aunque habías recorrido en una noche el mundo conocido, no habías obtenido nada, sólo regresar y estar frente a tu casa en Briskow. Y como castigo, todo el resto de tu vida llegarías tarde por ese lapso de tiempo que vaya a saber uno cuánto duró.
Corriste las cortinas naranjas. Tu madre no te despertó. Si alguien te hubiera susurrado en sueños que en Schmalditz había una escuela, no habrías hecho más que reír.
Después, sin embargo, volviste a ir, con una nota de disculpa de tu madre, y hoy eso se te antoja lo más extraño. Que aún necesitaras esas cosas; que tú misma creyeras, por lo visto, que tenías apenas dieciséis. Nunca tuviste la sensación de ser demasiado pequeña, y aparentemente nadie la tuvo. Desde entonces más bien sentiste a menudo que eras un poco demasiado vieja. Incluso antes de los exámenes te veías a ti misma como una alumna del POLITÉCNICO SUPERIOR DE SCHMALDITZ fugada hacía ya tiempo y reincorporada sólo por un error burocrático. Recibiste el mediocre boletín como si fueras una sustituta de ti misma. Por supuesto, no fuiste en tu reemplazo a la fiesta de graduación, aunque te daba curiosidad saber si alguien habría bailado contigo. En la fiesta se podía hacerlo. Si uno no sabía demasiado.
Nunca te interesó seriamente si alguien sabía algo, si se acordaba. No habría cambiado nada. Y está claro que tú habrías sido simplemente la que acusó al bello y pobre Roland, lo arrastró ante un tribunal y, tal vez, lo puso detrás de las rejas. No la de la violación de Roland Möllrich. O sí, exactamente: la que lo violó.
Durante el verano prácticamente no advertiste nada. No te sentiste indispuesta, a lo sumo en los momentos en que tu madre te interceptaba y preguntaba qué tan lejos habías llegado en tu consideración de aprender un oficio. Para tu alivio no habías recibido una recomendación para las Escuelas Superiores. A tu mamá le daba lo mismo, al menos no intentó convencerte de hacer dos años más de escuela; veía con suficiente claridad que eso no mejoraría nada. Tampoco era de la opinión de que hubiera que ser algo, sino únicamente de que había que hacer algo, y no iba a tolerar que se haraganeara más allá del verano. Sentías aburrimiento, nada más, y dudabas de que un oficio pudiera eliminar de raíz ese sentimiento. Para ti no decías oficio sino orificio.
La regla era por lo general que la regla no te viniera cada cuatro semanas. No extrañabas esa enfermedad innatural; durante aquellos meses probablemente tuviste la esperanza de que te dejara en paz para siempre. Debe haber sido en pleno julio cuando poco a poco tomaste conciencia de qué significaba esa paz. No era que no estuvieras avisada; cuando con trece años el mal te atacó por primera vez, nadie quiso quitarte el miedo a algo desconocido infundiéndote un miedo aún mayor a algo supuestamente inevitable. Anna Hanske no tendía al ocultamiento. Pero tú lo tomaste como algo que incumbía únicamente a las otras, a tus presumidas compañeras de escuela. Para ti no era más que una función necesaria de tu cuerpo. Y este desinterés, o como se lo llame, no te había abandonado años más tarde. Te resultaba impensable que tú, justamente tú, pudieras llegar a caer en semejante estado que ahora… “temías” sería demasiado decir, porque ninguna de las fantasías era suficientemente real. Cada vez que estuviste con Roland, en aquellos breves momentos, breves y pequeños, no desperdiciaste ni un pensamiento al respecto, como no desperdiciaste ningún pensamiento en el futuro. No era algo que valiera para ti.
Tu madre comenzó a acompañarte a empresas y fábricas, a las tiendas HO y Konsum; viajaron hasta Pasewalk. Llegaste tarde, te decían una y otra vez. Si hubieras hablado, esa búsqueda temeraria se habría extinguido por el momento. Pero no podías. Normalmente no veías la necesidad de adornar tu apatía con justificaciones, pero esta vez intentaste dártelas a ti misma: no estabas segura; tu mamá te habría mandado de inmediato al médico, al final habría resultado que no era demasiado tarde. Pero ya te conocías a la perfección: no eras el tipo de persona que se salva en el último minuto. Desde siempre toda urgencia te superaba, te paralizaba a tal punto que lograbas arruinar todo. Y lo que aún quedaba por arruinar ni siquiera lo consideraste, tampoco; de acuerdo a tu costumbre sopesaste un esfuerzo previsible pero pasajero respecto a otro al que no sabías qué atributo ponerle. ¿No te habían enseñado a equiparar invisibilidad con irrealidad?
Sin dudas también era así: en caso de que, lamentablemente, el futuro se
mostrara como demasiado poco invisible –ya de niña debes haber renunciado a pensar
más allá de lo inmediato, una incapacidad desarrollada, precisamente, porque
todo había llegado como lo habías temido– al menos parte de él, desaparecería
como una opción, sería revocable: el oficio, cuya realización, en
el fondo, apenas te parecía más probable. Tu estado cada vez más avanzado te inhabilitaría
de modo seguro, quizás para siempre;, “postergada”
se transformaba en ti siempre en “revocada”. Podía pasar cualquier cosa, ¿no?
Cuando quedó demostrado que sólo la COOPERATIVA DE PRODUCCION AGRICOLA estaba dispuesta a recibirte en sus filas y formarte como agroquímica, lo recibiste sin mayor agitación emocional. Si te hubieras dejado convencer antes y hubieras entrado de algún modo voluntariamente en el juego socialista con la “agricultura, nuestro sostén más importante”, te habrían ensalzado en público ante tus compañeros, como a Christa Pohley, que se convirtió en técnico comercial y en único aprendiz de la oficina de la cooperativa donde trabajaba tu madre y detrás de cada una de las cinco ventanas florecía una permanente. Aún tenías la posibilidad de entrar en jardinería al año siguiente. Cuando debiste cambiar los botones de tu pantalón, comenzaste a intuir con qué habías comprado esa serenidad. ¡El año próximo! Cómo fue que se te ocurrió, justamente entonces, hacer como si creyeras en un disparate como el del paso del tiempo. No existirías al año siguiente. Habría, eventualmente, un hijo, de Roland Möllrich. De Roland, con quien habías estado en el campo y en el parque, uno de esos dos lugares debía ser aceptado como causa: cuál, no tenía importancia al fin y al cabo. Había sido tu estupidez y tu culpa, y ambas ahora roían tan profundo que tenías la justificada esperanza de que al final te destrozarían por completo. Existiría el hijo de Roland Möllrich. ¿Cómo podías existir tú? Donde hay un cuerpo, a la larga no puede haber otro. No soñabas con abejas y cosas por el estilo. Revoloteaban a tu alrededor y en tu cabeza a plena luz del día. Recordabas dos cosas sobre ellos: en primer lugar, eso; en segundo, que eran algo “útil”. Una palabra que nunca se quitaba del todo de la lengua. Y rimaba un poco con Möllrich, con hijos de alcaldes, a los que en el BACHILLERATO SUPERIOR a pesar de una formación no había que insistirles mucho para que firmaran un papel. Sin importar cuál. Para todos había alguno, útil. No pensabas que eras capaz de tanta mordacidad. No la poseías, por otro lado. Ni siquiera sentías rabia. Todo estaba embotado.
Estabas nuevamente en un cuarto con ocho camas, en el internado para aprendices de Kiessow. Las otras camas ya habían sido ocupadas, te quedaba la de abajo, al lado de la puerta: una almohada, una manta usada del Ejército Nacional del Pueblo. Era septiembre, aún se podía no ver nada si uno quería. Ya no podías abrocharte los pantalones, los botones saltaban en cuanto te sentabas, pero tenías un cinturón y un suéter holgado. En el cuarto de aseo te inclinabas profundamente sobre el lavabo, elegías la ducha de más atrás y te volvías hacia la pared. Nadie mostró más interés en ti que antes. Hablabas poco, como siempre, y las muchachas reaccionaban casi espantadas cuando abrías la boca. No estaban acostumbradas, esa chicas ruidosas. Algunas se llamaban entre sí por apodos. Estabas segura de que ninguna conocía el tuyo; confundías los de ellas. Sólo en el caso de Kathi estabas segura de que se llamaba así, Kathi Breitsprecher, la que dormía en la cama de arriba y siempre empezaba a hablar diciendo: “Eh, Ingrid”. Sabías que se lo contarías a ella primero, pues al fin y al cabo tenías que decirlo, y qué mejor que decírselo a otra persona. Al mismo tiempo te asaltaban los mayores reparos respecto a ella, sentías un miedo concreto de que se echara a llorar. Lo hacía a menudo, en medio de las frases. Cada vez que mirabas a Kathi veías que lo único que se podía hacer con ella era herirla, su piel te parecía casi transparente. No una cáscara, como la tuya. Era mucho más pequeña que tú, su cuerpo más redondeado, también, en fin, como toda ella: después de cada lavado su pelo se acomodaba en rizos generosos, sus labios adoptaban constantemente la forma de una minúscula o. Reaccionaba a su entorno exclusivamente con el llanto o con la risa, pero era difícil anticipar con cuál ellos de los dos. Ustedes no sabían qué era más odioso, si las horas vacías en el edificio de Kiessow, que olía a morcilla y a aserrín, o el aire campestre de las semanas de práctica en las plantaciones de nabos y en los establos para vacas del distrito Anklam. Ustedes soñaban con ubres. Con los ojos de los conductores de tractores. Las dos opinaban que no podían seguir eternamente así. Eso las unió. Pero Kathi era optimista.
Ya antes de que pasara el primer mes podrías haber saturado tu cabeza con todas las relaciones y asuntos familiares de Kathi: con tal regularidad te abastecía a diario de material de relleno siempre nuevo, o quizás siempre igual; casi nunca prestabas atención. El agujero en tu cabeza se agrandaba, olvidabas las cosas más simples. Te acostabas temprano. Una vez, mientras te desvestías, se abrió de pronto la puerta y las otras, que por lo general entraban cuando ya simulabas dormir, te rodearon y Elfi, o Barbara o Liebmann, dijo:
–Vamos, habla, ¿estás embarazada o qué?
Y con el índice pinchó tu barriga. Casi te reíste con ellas. Te habías olvidado de decirlo. Pero eso sonaba como una de las excusas que sólo tú habrías tolerado. No podías recordar en qué ocasión alguien había inventado una para ti.
–Sí –dijiste.
Ellas se indignaron, exageraron, se rieron un poco de ti pero no era tan divertido y sólo pudieron encajar un par de refranes. Notaste su decepción.
–Eh,Ingrid, ¿de verdad? –dijo Kathi y se echó a llorar.
–¡Termínala! –dijiste–. Tampoco es tan grave.
–¡Pero, Ingrid, me alegro tanto por ti!
Habías menospreciado a Kathi. Comenzaste a evaluar todo de nuevo. A tomar el llanto por risa, y viceversa. Más de una vez tuviste ganas de reír.
Cuando el fin de semana tu madre te miró con una expresión que sólo ponía al oír en la radio las noticias de cumplimiento y superación del plan quinquenal, y luego dijo “Me lo imaginaba”, no pudiste más que reír. No te dijo qué vendría después. Era evidente. Lo que siguió, para tu sorpresa, no.
–¿Y con quién… ? –se aclaró la garganta; no lo reconociste como un gesto suyo–. Digo, ¿quién es responsable, sacándote a ti?
–Nadie –dijiste enseguida y casi alegre, porque no necesitabas pensar.
–Ingrid, basta ya. No soy tan tonta, y tú menos.
Intentó sonar como una madre.
–Ahora mismo me dices quién es el padre.
Estuviste a punto de decir que no lo sabías. Que lo habías olvidado. Psss… Uno de Anklam, qué se yo, de Berlín, del Oeste. Del más allá, ¡ja! Pero ninguna de esas barricadas te pareció suficientemente invencible. Mejor era insistir con una versión que fuera la más fácil de repetir, porque tu cabeza, en fin…
–No –dijiste.
–¡Ingrid Hanske! –dijo tu madre. Se encogió de hombros, se aferró al respaldo de la silla y miró fija e intensamente las rendijas entre el horno y el piso de madera, como si tuviera la esperanza de poder ver dentro de ellas.
–¿Cómo tú sola vas a…? ¿Piensas que no necesitas a nadie, o qué? Tú…
De pronto se interrumpió, se dio media vuelta y salió. Puede que haya sido así. Tal vez Hanna Hanske ya no sabía bien de quién estaba hablando.
Poco antes de que te fueras a la parada del autobús, te puso en la mano un regalo. No supiste qué hacer y lo metiste en el bolso con tu ropa. El lunes te llamaron a la sala de profesores. Fuiste en seguida, con la misma ropa con que te habías despertado.
–Señorita Hanske, nos debe una explicación.
–No -dijiste y te alegraste porque la versión ya era parte de tu carne y tu sangre. Carne y sangre. Por un instante pensaste en eso. Los profesores se esforzaban por no interrumpirse, eso fue lo único que llegaste a entender. Mientras los ojos de uno relampagueaban aún, los labios de otro ya tronaban, y salió la terrible palabra “consecuencias”. Si persistías en tu mutismo habría consecuencias. No supiste qué decir. Ante tanta ingenuidad. Si no te callabas, también habría consecuencias. ¿No se daban cuenta ellos?
Después de la clase tu cabeza volvió a estar vacía. Viste el bolso junto a tu cama y no lo viste. Te pareció ridículo poner tu ropa en un cajón de un armario. ¿Para qué? Cambiarse. Lavar. Vestirse, desvestirse, vestirse. Tenías la sensación de que imitabas a tus compañeras. Por ejemplo, cuando trotabas detrás de ellas hasta el cuarto de aseo y, como ellas, ya no te ocultabas. Cuando desabrochabas el sostén, pasabas el trapo por una mitad del cuerpo, por la otra; parecían movimientos que habías aprendido de ellas. Decías “Buenas noches” cuando ellas decían “Buenas noches”.
Unos días más tarde te acordaste del paquetito, en mitad de Instrucción Cívica. Saliste corriendo del aula, eso también tendría consecuencias, pero entretanto habías conseguido un antídoto: privilegios. Las otras chicas no te maltrataban con la mirada o apartando la vista, no secreteaban más en tu presencia. Afuera los chicos te creían casi todo y algunos eran amables. Durante mucho tiempo no te miraste en el espejo hasta que un día lo hiciste: apenas si te reconociste ésa no era la que cargabas contigo de aquí para allá todos los días. Tus cabellos seguían brillando, rubios, tus ojos más resplandecientes que los charcos de abono líquido bajo el sol estival. Termínala, nunca habías visto esos charcos. Para tus compañeras de cuarto te convertiste en una especie de mascota.
Encontraste el paquete en tu bolso. Nadie te robaba. Al abrirlo apareció un par de guantes de cuero, azules como el billete de cien marcos. Lloraste hundiendo el rostro en la manta enmohecida, tres días seguidos, o hasta que necesitaste ir al baño.
Seguiste las exhortaciones de tu mamá, casi todas. Pero el médico no te dijo nada nuevo. Te dieron un documento, el PASAPORTE MATERNAL; lo metiste junto al de identidad y el de la Juventud Libre de Alemania. En todos veías martillado con tipos mecanográficos tu nombre y todo lo que se te atribuía. A menudo te preguntabas quién podía ser esa persona, a la que habían intentado clavar allí y cuyos documentos, por motivos desconocidos, debías cargar tú, aunque ella existía de verdad, en algún lugar. A veces te daban ganas de conocerla, sólo para por fin entregarle en mano sus documentos. De a poco todo era peor. Pero al final de cuentas era une especie de apuesta y no querías hacer el ridículo. Ahora debías viajar regularmente a Anklam, y podías faltar medio turno varias mañanas. De vez en cuando ibas al BAR BROILER, a las diez de la mañana, y te regalabas con tu paga de aprendiz medio pollo asado. Las engreídas camareras ya te conocían, pero les dabas buenas propinas y ellas a ti un lugar junto a la ventana. Probablemente te consideraban una abandonada; lucías exactamente como una. Lo extraño era que a ti se te antojaba una presunción errónea, que podía resultar mitad ofensiva, mitad divertida. Amused, se dice así.
Cuando volvías de hacerte esos análisis Kathi te recibía cada vez con la pregunta: Eh, Ingrid, ¿todo en orden? Siempre la mirabas sin comprender. Te acordabas de la historia de Jonás en el vientre de la ballena. A ella nadie le hubiera hecho esa pregunta.
Kathi comenzó a palpar tu vientre. Sus manos eran tibias, reía. “¿Ya sientes algo?” No quisiste responder, y Kathi te miró compasiva. “Todavía falta.” No querías saber qué. Kathi tenía un novio que la iba a buscar todos los viernes y que era un imán en todos los sentidos. Se la pasaba pegado a Kathi, como ella a él, y también las demás chicas lo perseguían. Le llevaba medio metro de altura, te gustaba. Pero sonreía todo el tiempo. Cuando él la visitó por primera vez, Kahti no tardó un segundo en presentarte: “Ella es mi amiga Ingrid”. Volviste a tener la sensación de que se estaba haciendo referencia a esa otra Ingrid. Kathi siempre te exhibía ante él como si fueras algo por lo cual ella tenía motivos de estar orgullosa. En cada ocasión el crecimiento de tu panza era como un mérito. Eras simpática con él. Cuando un viernes por la tarde Kathi te preguntó “¿Le das permiso a Helmut para tocar?”, dijiste “Sí, pero no a mí”. Al segundo Kathi estalló en lágrimas y estuvo tres días disculpándose, ¿no? Helmut retiró solamente la mano, no la sonrisa.
En diciembre las otras comenzaron a pasarse de cama. También Kathi te hizo el ofrecimiento. Tus piernas de hielo nunca se calentaban. Si no te hubiera suplicado tanto habrías subido a su cama. Oías que las otras te decían: “Bueno, tú ya estás acompañada”, o “no tan sola”, luego algunas soltaban una risita. No, ni por asomo estabas loca. No querías imaginártelo. A menudo te despertabas por la noche, o no podías dormirte. Oías cómo se llenaba el cubo de zinc. Irene (sí, así se llamaba) tenía “estranguria”. Le habían dejado tener el cubo. Con el tiempo lo usaron todas, menos tú y Kathi. Ustedes se hacían mutua compañía por el largo, helado corredor hasta el baño. Pero te gustaba más cuando ibas sola, cuando sólo tus pasos resonaban, cuando no había nadie más que tú.
Nadie más que tú quedaba en el pueblo. Te habían mandado a casa una semana antes de Navidad, con la advertencia de que no debías ir a Kiessow para año nuevo, sino que debías quedarte en tu pueblo y cuidarte y prepararte. También dijeron prepararte para qué, pero de nuevo ya no estabas escuchando. Te permitieron llevarte los libros. Kathi prometió pasarte todo lo que te perdieras. No la esperaste. Vigilabas el termómetro. Cuando durante cinco días completos marcó por debajo de cero y mantuvo a todos acorralados en sus casas, te marchaste sin previo examen. No lo habías olvidado. Estaba oscuro, como lo planeaste, la iglesia estaba cerrada hacía rato, habías escuchado las campanas y después nada: encontraste en el suelo los patines para hielo de Peter, comprobaste que debías aflojar un poco los tornillos, tus pies habían crecido y eran más grandes que los de él con catorce, quince. Te sentaste sobre el acolchado de nieve del banco desvencijado, junto al estanque como las chicas más pequeñas. Al principio pensaste que no resultaría, que no podrías inclinarte lo suficiente para sujetar los tornillos; los dedos se te agarrotaron, aunque estabas sudando. Levantaste los pesados pies y los apoyaste en las rodillas, de algún modo lo conseguiste. Te pareció que era como en la escuela, cuando en la clase de gimnasia se complicaba innecesariamente un ejercicio en sí fácil, por ejemplo, mediante un balón medicinal. Con precaución te tambaleaste hasta el poco nítido contorno del estanque. De inmediato tuviste problemas de equilibrio, un paso grande, desgraciado, y todo habría terminado. De niña siempre habías pensado que en realidad se decía “desagraciado”, y no le creíste a Peter cuando te corrigió, recelosa de que lo pronunciara mal a propósito. El estanque de hielo te soportó sin esfuerzo, ni siquiera crujió, como si no estuvieras o fueras muy ligera. Impulsada, tu cuerpo apenas se balanceaba, colocabas un pie delante del otro y sólo debías prestar atención a no ir demasiado rápido para poder doblar; nunca lograste aprender a cruzar el pie. El hielo estaba nuevo y opaco, y mañana, cuando quisieran expulsar de las salas a los niños, junto con el aire viciado de las fiestas, ellos se quedarían perplejos sin saber quién había usurpado su propiedad, su casta nieve. Un pájaro tosco del que sólo se sabría que no podía volar.
Llegó el año 1970. Comenzó en febrero. Luego vino el año 1971, y debe haber seguido 1972, pero no sabes cuándo empezaron. De 1973 sabes por lo menos cuándo terminó. Fue bien corto, en febrero ya había pasado. Probablemente fue todo un tiempo único, sin meses, sin estaciones ni transiciones, una anomalía. Intentaron hacerte creer otra cosa, midieron a un niño en centímetros y gramos y consideraron que con eso quedaba demostrado el paso del tiempo, como si para todos pasara igual, como si te hubieran medido a ti. Tonterías.
Desde comienzos de febrero hubo algo que creció continuamente, algo que desde un principio fue demasiado grande para ti y causaba dolores desconocidos, un peñasco que se zarandeaba y zangoloteaba que raspaba y raspaba. Estabas tan lastimada, todo el tiempo, ya ni siquiera lo notabas. Por eso a veces creías que no te dolía, pero no había cesado, no cesaba; tenías que partir de esa base, que nunca terminaría. Debías ponerle un nombre, cualquiera. Henry. Lo habías leído en algún lado. En el hospital te habían vuelto a preguntar. Pero cada vez sucedía más a menudo: te ponían un lactante contra el pecho. ¿Cómo saber si él te pertenecía? Te mordió, no habrías creído que sin dientes se podía morder así.
Pero muchas cosas eran posibles. Hasta el último momento no creíste que traerías un hijo al mundo, tu hijo o el de Roland Möllrich. Algo salió de ti, y no salió así de fácil, tuvieron que sacarlo, podía ser cualquier cosa. Causó dolor como sólo algo extraño puede hacerlo, tu propio cuerpo no te habría causado nunca semejantes dolores. No querías ni enterarte de qué era. Tu hijo “natural”. Sabías qué significaba. Te entregaste a lo innatural. Tu cuerpo se convirtió en tu aliado. Después de dos semanas ya no se dejó morder. En tus pechos sentías un latido febril y duro, no dejaste que nada más se acercara, nada más fluyera.
Te dieron penicilina pero tu cuerpo se portó astutamente, mucho más que tú. El médico te insultó. No te quedó otra que declarar una alergia. Estabas segura de que tu cuerpo la había mantenido en la mano para jugarla precisamente ahora.
–¡No se ría como una imbécil! –dijo el médico.
Si es que no te tuteó. Tu mamá diluía MILASAN mientras tu estómago digería mal el BERCOLOMBIN. En sus miradas, así te parecía, se mecían reproches. Tu cuerpo mantenía todo a raya.
Destejiste el carrito de mimbre para niños, al fin y al cabo ya no entrabas en él, y mucho menos otra persona. Te era imposible salir de la casa. Tu mamá trajo un cochecito nuevo, era amarrillo como una amonestación. No había otra cosa, dijo tu mamá. Por supuesto que no. No había ninguna otra cosa. Lo empujaste fuera del pueblo, pasando por el bosquecillo, y de regreso al pueblo, siempre el mismo camino, así pronto pudiste andar con los ojos cerrados, ojos en los que ardía el sueño expropiado, el des-sueño, una expropiación en cualquier caso, opaca. Tú no los veías y ellos no te veían. Hasta los berridos disminuían por un rato. No oías nada, ni siquiera un ciclomotor lejano.
Después de cuatro meses conseguiste una vacante en la guardería. Te dijeron que en otras circunstancias tendrías que haber esperado más. No sonó a un privilegio. Sonó más bien a que eras culpable. El bebé de Bruni Deetz había muerto, así de sencillo, como se solía decir, “así de sencillo”, dijo la Schröder levantando las cejas. Bruni Deetz tenía otros cinco o seis hijos y no te daba mucha lástima. “Esto parece la casa de los Deetz” decía la gente cuando un conjunto doméstico no coincidía con su idea de organización, tan amplia como un trapo, una franela. Te preguntabas si también eras parte de ese grupo, y hacías correr sobre tu boca la palabra “asocial” como una comida exótica, picante. Así de sencillo, pensabas. Por un momento –tan breve que no sabes cómo tu memoria pudo retenerlo en las sacudidas de todos estos años– sentiste algo como envidia. Esas cosas pasan.
Volviste. Era todo lo lejos que podías ir: un pequeño trayecto. Tu cama en el internado de Kiessow no había sido ocupada. Tu madre no había dicho nada. Ella tenía una capacidad: criar niños desconocidos. Los fines de semana ibas allí. Nunca tuviste la sensación de que te hubieran extrañado. Tampoco la de extrañar algo. Pero a veces deseabas que te sucediera. Si el niño te sonreía, le devolvías la sonrisa. No te salía devolverle el llanto. Kathi te ayudaba para que te pusieras al día en todo. Nunca la invitaste a tu casa, ella sí, y a menudo. Nunca fuiste, tampoco en las vacaciones de verano, que debían tomar obligatoriamente. ¿Adónde vas? Cuando viajabas a Anklam, rara vez te ayudaba alguien en el autobús. A veces ya no cabía otro cochecito, entonces te dabas la vuelta y caminabas de regreso. No había diferencia. En Anklam sacabas libros de la biblioteca. A menudo considerabas la posibilidad de esconderte entre las estanterías, de dejarte encerrar, de pasar al menos una noche en otro lugar. Pero el cochecito amarillo junto a la puerta te habría traicionado. Lo sabías. Sin embargo, te sorprendías –si se puede decir así– cada vez que lo encontrabas allí al dejar la biblioteca. Un par de veces casi pasaste de largo.
¡Qué tontería hacer de eso una historia! Casi eres tan tonta como para, encima, creerla. Que la cuenten. No te ha pasado nada. Tres o cuatro años, ¿qué importa?: con suerte, eso sería un veinteavo. Nadie puede imaginarse un veinteavo. Un veinteavo es tan estrecho que en él no cabe casi nada. Un poquito de dinero, eso es lo que obtuviste exprimiendo esa breve página de tu vida, la comprimiste tanto como se podía, pues también ella insistía en crecer. Había sólo un recurso: te ajustaste a ella como a la cuerda a un arco, te aprovechaste, pues se extendía espontáneamente hasta un punto en el que nadie habría podido tolerar la tensión, tolerarte; bastó un pequeño estímulo, y el viento de febrero te llevó a un sitio del que nadie regresaba.